Marchan hacia el norte, por lo que Clay puede determinar. Puesto que el esferoide no es conversador, Clay se entretiene esforzándose en hacer un análisis racional de sus experiencias desde que despertó. Prepara resumidas listas de categorías. Cuenta las variedades de supuestas formas «humanas» que ha encontrado. Examina una por una las metamorfosis que ha sufrido. Registra los detalles de todos sus viajes más allá de la capacidad sensorial normal de un hombre del siglo veinte, y trata de determinar si estos viajes fueron ilusiones o realidades. Examina fenómenos de esta época tales como la ambigüedad de la sexualidad y la transitoriedad de la mortalidad. Durante esta fría y perspicaz valoración, ejecutada con un esfuerzo de concentración nada despreciable, Clay presta escasa atención a los alrededores y transcurre algún tiempo hasta que descubre cuan desolada y deprimente es la parte del mundo que están atravesando.
Ha llegado la noche; la melancolía queda oculta en la oscuridad. Pero un tenue fulgor depresivamente purpúreo brota del terreno dejando ver excesivos detalles. Clay se halla en un liso desierto en el que la seca corteza del suelo cruje bajo los pies; pequeños y angulosos guijarros apuñalan las plantas. Grandes salientes de quebrada roca dominan el horizonte. Clay no ve plantas, ni siquiera los espinosos brotes típicos de los desiertos. Un desagradable zumbido igual que el de moscas atrapadas en una ventana cerrada, brota de agujeros que parecen abiertos por topos. Arrodillado junto a una de estas aberturas para escuchar mejor, Clay oye el siniestro zumbido que serpentea sin cesar en las madrigueras subterráneas. La sensación de intolerable sequedad es dominante. El cielo nocturno está manchado por fina neblina que tapa las estrellas. ¿Será éste otro de los infiernos de la Tierra que Ninameen le mencionó en otra ocasión, un primo de Viejo? ¿Será el lugar llamado Vacío? ¿Lento? ¿Pesado? Clay avanza cuidadosamente por la arenisca depresión de la purpúrea llanura, temeroso de tropezar. No es lugar para que un hombre desnudo lo recorra por la noche.
—¿Cómo se llama este lugar? —pregunta al esferoide al cabo de un rato.
Pero el esferoide es tan forastero como Clay en esta época y en este lugar, y no contesta.
Clay tiene la garganta reseca. Su piel ha recogido una capa de fino polvo de roca. Cuando parpadea, nota que los párpados raen sus pupilas. Cada vez está más nervioso y receloso, presiente imaginarios monstruos detrás de las piedras. ¿Qué son esos sonidos? ¿El susurro de las pinzas de un escorpión? ¿Una espinosa cola que se arrastra entre los solitarios guijarros? ¿Piedras machacadas en las entrañas de un reptil? Pero aquí no hay nada aparte de noche y silencio. El esferoide, que rueda felizmente, está ya muy por delante de Clay. Éste se esfuerza en doblar el paso, aun a riesgo de producirse graves cortes con las piedras.
—¡Espera! —grita roncamente, con la garganta destrozada—. ¡Yo no ando sobre ruedas! ¡No puedo correr tanto!
Pero al parecer el dominio del lenguaje de la época por parte del esferoide ha expirado. El compañero de Clay no advierte las palabras, y no tarda en perderse de vista en el fumoso horizonte.
Al detenerse, Clay encuentra un trozo de tierra libre de afiladas piedras y se acuclilla. El fulgor purpúreo —¿radiactividad residual, quizás?- es demasiado tenue para guiarle y él no proseguirá hasta la mañana. No le seduce el peligro de caer en un hondo barranco. Una fractura múltiple de la pierna ¿sería tan problemática aquí como en un viaje por la vieja Arizona? Clay no lo sabe. Es posible que las blancas y melladas astillas de los huesos se soldaran servicialmente al cabo de un rato, y que los desgarrados tejidos de piel y carne se repararan como en un dulce sueño. Pero Clay no desea arriesgarse. Un mal sueño tiene fin, pero no todas las cosas son sueños, incluso aquí, y él no quiere verse sufriendo una auténtica fractura en un paisaje irreal. Aguardará hasta que pueda ver.
En la desvelada noche los fantasmas danzan alrededor. Ha cosas que oscilan colgadas de finos alambres. Clay oye gruñidos y ocasionales sollozos a mucha distancia, y algo que podría ser un coro de grandes cucarachas. El viento es frío y polvoriento. Dedos transparentes cosquillean en los canales de la mente de Clay, quieren entrar. Lentas espirales de puro miedo cuajan y se retuercen junto a él. La neblina del cielo desaparece, quizá devorada por alguna entidad que atraviesa metódicamente los cielos, y las desconocidas estrellas brillan con fuerza. No son un consuelo: nuestra luz partió hacia la Tierra, insisten las estrellas, en el tiempo de los automóviles y las bombas de hidrógeno, y ha estado viajando durante todos estos milenios, abofeteada por las brincantes moléculas que separan las galaxias, y aquí está, y aquí estás tú. Un pobre necio desnudo. ¿Cuándo llegará la mañana? ¿No es eso una hilera de insectos que marcha hacia mis pies? ¿Por qué la oscuridad está tan cerca de mí?
Las primeras franjas de luz, ahora. Varillas de calor blanco que se deslizan en el cielo. Un cálido viento sopla del oeste. Un mancha de rojo en el horizonte, que succiona hacia ella toda la humedad del mundo. Sequedad. Sequedad. Sequedad. Desagradables crujidos. Luz. El cielo está fundido, es todo cobre, bronce y cinc, con lánguidas franjas de antimonio, molibdeno, manganeso, magnesio y plomo. Charcos de tungsteno salpican las rocas. El alba tiene cegadora brillantez. Clay aparta la mirada, aprieta los brazos a su frente y permanece acuclillado como un infeliz crustáceo rojo que huye de la olla. El aire es un mar de refracción, en el que la estructura atómica básica de la materia queda al descubierto en forma de una serie de círculos entrelazados de color verde, amarillo y marrón, círculos que giran sobre su eje hasta crear sorprendentes dibujos de confusos anillos de interferencia. El mundo se desvía de su senda. Cinco colores primarios que Clay no había visto antes bombardean sus ojos. ¿Puede ponerles nombres? ¿Cómo denominará a ese frío e intenso matiz con las aterciopeladas paredes? ¿Ya ese tono rígido y rectilíneo, tan disciplinado, tan imponente? Este color es tentador y gentil; este otro, hinchado y brutal; aquél, mitigado y complejo. Los colores se mezclan y combinan y de vez en cuando chocan. Se inicia la gran llamarada matutina.
Clay comprende ahora que se encuentra en un desierto donde las alucinaciones brotan de las rocas en forma de ondas de calor. Su mente está clara y sus percepciones son exactas; las imprecisiones que experimenta se hallan en el ambiente, no en él. Pero la distinción es muy sutil. Clay avanza con lentitud, previendo trampas.
Las rocas se han transformado en brillantes nodos de energía pura cuyas superficies rojas de rica textura vibran de formas siempre cambiantes. En la faz de todas las pétreas masas, Clay ve luces doradas que describen graciosos círculos. En el lado opuesto nacen incesantemente azuladas esferas que burbujean en el aire, ascienden quizá tres metros y se esfuman. Todo riela. Todo brilla con luz interior. El desolado desierto del suelo está vivo ahora, lleno de flores que crecen y se encogen como siguiendo el ritmo de un aliento cósmico. Reina la incandescencia.
La piel de Clay es un laberinto. Sus manos son martillos. Una vibrante manga azul pende entre sus piernas. Los dedos de sus pies son ganchudas garras. Sus rodillas tienen ojos pero no párpados. Su lengua es satén. Su saliva, vidrio. Su sangre, bilis, y su bilis, sangre.
La brisa es apasionadamente viva, y explota en cuanto toca el suelo, levantando penachos de flamígera pelusa. El tiempo es elástico; un segundo se prolonga hasta términos tan inmensurables y esfumantes que parece ridículo computar su sentido, y en cambio un siglo se desvanece con un suave y tímido silbido de proyectil en una simple grieta de sol. Del mismo modo, el espacio está sometido a extensión y compresión. El cielo se comba y se infla como un globo, se prolonga agresivo hacia contiguas dimensiones, empuja a los habitantes de próximos continuos a comprimidas bolsitas de abultada realidad. Luego el cielo entero recobra la forma, provocando cascadas de rotas nebulosas y angustiados cometas.
A pesar de todo Clay sigue avanzando resueltamente. Buena parte de lo que ve es bello y alentador, aunque él sabe que todo está pensado para aterrorizarle. Clay se burla de las trompetas y continúa sin tener miedo. Pero también hay momentos francamente aterradores: verdes parábolas son eruptadas por el horizonte igual que anunciadoras del Día del Juicio, y emiten abruptamente depresivos crescendos de resbaladizo sonido. Se despliega un bosque de hostiles paraguas. Se abre una bóveda del cielo y plateados cuchillos caen en ella. La tierra se ondula y estornuda. Clay resiste. El desierto cede su lugar a negro barro y susurrantes cañas. Clay es besado por cocodrilos, acariciado por viscosos seres. Le asalta la amenazadora sensación de inminente castigo. Huesudas aves de confuso plumaje le abuchean y chillan. Clay pasa a grandes zancadas un lago de abortos y una duna de monstruos. Siente que el sol abrasa su cadera y devora su trasero. Está enterrado bajo oscuras pirámides. Le acosan malignos tumores que llegan flotando hasta él en nebulosos pliegues y ridiculizan su virilidad. Criaturas formadas por costillas verticales de cartílago gris le lanzan mugidos. Clay entra en una habitación y encuentra algo verde y correoso que le aguarda pacientemente en un sombrío rincón, resollando y resoplando. Ve un ceñudo rostro que llena medio cielo. Estos sueños carecen de belleza, y Clay sospecha que no son sueños. Pero continúa andando.
Acompañada por roncos coros de ópera, una tierna voz musita:
—Deseamos desanimarte. Haremos una amputación, si es preciso. Sabemos cómo inquietar el alma. Carecemos de escrúpulos. No tenemos inhibiciones. No tenemos vacilaciones.
Manos invisibles toquetean los órganos sexuales de Clay y dejan verdes huellas dactilares. Una sonda le penetra cinco veces en tres minutos. Varios de sus dedos cambian de pie. Clay los desafía con sus glándulas endocrinas y sus vesículas seminales, y ellos responden ahuecándole, convirtiéndole en un simple cascarón, en peligro de flotar en cualquier momento hacia esa espada que lo consume todo que es el sol. Clay se adapta a su flotabilidad e incluso la acoge con alegría, y al instante es castigado con la solidez y se transforma en una masa de hierro. El gusto del acero está en su boca y él sabe que, si alguien le golpea, emitirá un sonido metálico. Escapa de esto deshaciéndose de su cuerpo.
—En consecuencia te engañaremos con esplendores —le informan, y Clay escucha suave música.
En la suave oleada e intensificación de las notas menores transpira una armonía que arrebata la sensación de sonido. Un resonante órgano, con un registro de zafiro y un diapasón de ópalo difunde interminables octavas de estrella en estrella. Los rayos de luna forman cuerdas para vibrar con el tono perfecto, y la fascinadora unisonancia se vierte en los encantados oídos de Clay. Sometido a ese hechizo, ¿cómo podrá resistir? La magia de la melodía embruja su alma. Clay empieza a ascender en el aire. La música se hace cada vez más dulce, le lleva más alto y más alto, y Clay flota en sintonía con el infinito, bajo los cielos verde turquesa donde relucen glóbulos de mercurio. Clay se vuelve. Se retuerce. Remolinea. Se funde. Desaparece. Se disuelve. Recita fragmentos de sus poesías favoritas:
Sonad para despedir lo viejo, sonad para saludar lo nuevo,
sonad, felices campanas, entre la nieve.
El año se va, dejad que se vaya:
Sonad para despedir lo falso, sonad para saludar la verdad.
Y:
Haz vanas nuestras vidas.
Y casa y mata y divide
nuestros amores en cadáveres o esposas;
el tiempo convierte los viejos días en mofa,
y el amor es más cruel que la lujuria.
Ninguna espina se clava tanto como las de la rosa,
es la oscuridad, ahí el fruto del polvo;
para remate de nuestra vida cuando se acaba.
Y:
Barcos que pasan de noche y se hablan al cruzarse,
así en el océano de la vida pasamos y nos hablamos,
sólo una señal ofrecida y una distante voz en la oscuridad;
sólo una mirada y una voz; luego oscuridad de nuevo y un silencio.
Clay ve una luz clara. Nota síntomas de tierra que se hunde en agua. Experimenta un vislumbre de la Verdad Pura, sutil, chispeante, brillante, deslumbrante, gloriosa y radiantemente aterradora, en apariencia igual que un espejismo que se desplaza por el paisaje en un flujo continuo de vibraciones. Clay ve una divina luz azul. Ve una apagada luz blanca. Ve una sorprendente luz blanca. Ve una apagada luz color de humo que sale del Infierno. Ve una sorprendente luz amarilla. Ve una apagada luz amarilla y azulada que sale del mundo humano. Ve una luz roja. Ve un halo de luz de arco iris. Ve una apagada luz roja. Ve una sorprendente luz roja.
Clay entra en un mundo de tinieblas, una oscuridad que crece poco a poco mientras él sueña en la noche polar y el invierno eterno.
Clay pasa desde ahí a una inexplorada jungla. Su alma se transforma en esencia vegetal; él es un gigantesco helecho que extiende grandes y plumosas hojas, se bambolea y se inclina entre aromáticos ventarrones. Un extraño e inimaginado éxtasis le posee. Ahora está cerca del final de este pasaje de la confusión. Se arranca del oscuro suelo de la selva y prosigue avanzando a través de un absoluto vacío de visión y sonido. Tres inmensos puntos luminosos destacan en una triple pared de oscuridad, hacia la que flota Clay en silencio. Ahora distingue claramente tres arcos colosales que se alzan del seno de un mar sin olas. El arco central es el más elevado; los dos laterales son iguales. Clay determina que esos arcos forman los portales de una enorme caverna, cuya cúpula se halla muy por encima de él, oculta en espirales de humo. A ambos lados de Clay se extiende una pared de escabrosa y sólida piedra, de cuyos puntos sobresalientes, que se alzan al límite de la vista, penden estalactitas de todas las formas y matices, de belleza imaginables. Terribles y estruendosos acordes reverberan en el universo mientras Clay avanza hacia la boca de la caverna.
Se adentra en la cueva.
El ambiente es frío y apagado, y Clay, poco a poco, va formándose la idea de que ha entrado en una caverna real, que por fin ha dejado atrás el desierto de las alucinaciones. No obstante, dedos de irrealidad le persiguen incluso aquí, dedos que juguetean pasada la entrada para turbar su mente, y él sigue sin poder diferenciar lo verdadero de lo falso con algún grado de certeza. Una puerta se cierra tras él. Se halla ante un techo abovedado, paredes de losas, un saliente estrado de negro marfil. Sillas dispuestas en arcos obstruyen la entrada. Los gruesos paneles de las paredes están adornados con grotescos frescos de pájaros, bestias y monstruos de la época, que están en continuo y vibrante movimiento, siempre cambiando de forma como la visión de un calidoscopio. Ahora las paredes se erizan de dientes. Llamativos pájaros con diamantinas garras inclinan la cabeza desde sus elevadas posiciones y revolotean entre plantas cicadáceas. Respiradores y Esperadores estornudan y se retuercen. Todo fluye. Todo serpentea. Todo se funde. Clay se abre paso entre doradas sogas y sigue avanzando. Trepa al estrado. Al otro lado hay un negro túnel, en cuyo centro sopla una serena brisa procedente de una cámara inferior. Clay baja con cuidado por el otro lado del estrado y entra en el túnel.
Camina cerca de una hora, supone él, antes de que se quiebre la oscuridad. Por fin se inicia un tenue teñido de púrpura. El ambiente va cobrando brillo poco a poco. Clay se siente febrilento, la cabeza le da vueltas. ¿Le han seguido hasta aquí, bajo la piel del planeta, inflados globos de alucinaciones? El tipo de suelo cambia bruscamente: hasta ahora había sido liso, igual que mármol o pizarra pulida, y ahora tiene el tosco deslustre del hormigón. En el mismo instante en que Clay toca el nuevo pavimento, las luces centellean brillantemente y aparece el vestíbulo de un vasto salón gótico cuyas bóvedas y cámaras se extienden y se extienden hacia la penumbra. En el suelo de la imponente sala hay pintorescos anacronismos: todo tipo de máquinas y motores, casi todos pintados de verde brillante, que confieren al lugar la apariencia de una planta generadora del siglo veinte, aunque las ruedas, cables, poleas, palancas, turbinas, pistones, calderas, compresores y demás aparatos no constituyen dispositivos que Clay identifique con sus conocimientos del mundo anterior. La maquinaria parece funcionar, empero. Ruidos sordos, vibraciones, zumbidos y retumbos surgen de la barahúnda inferior, y varios cables forman lazos y se doblan como si estuvieran poseídos por la fuerza que fluye en su interior.
A la izquierda de Clay hay una escalera que asciende pegada al muro del salón. Clay la sube pensativamente, pisando con tiento los estrechos escalones. Cuando se halla quizás a treinta metros por encima de la maquinaria, Clay descubre que la escalera se interrumpe bruscamente; si da un paso más, caerá al distante suelo. Al mirar hacia arriba ve un segundo tramo de escalera en la pared. Y ahí está él, ascendiendo, un hombre desnudo que avanza poco a poco, ligeramente corto de aliento. Clay frunce el ceño. De inmediato se ve transportado al segundo tramo, y él es el hombre desnudo que ahora sube trabajosamente. La escalera se interrumpe de nuevo al borde de un abismo; Clay las mira otra vez; de nuevo descubre un tramo más elevado, y se ve él mismo trepando; se une a su otro yo otra vez y asciende el tercer tramo. Continúa así sin cesar, reduplicación tras reduplicación, hasta que, tras una infinidad de escalones, se encuentra perdido en la penumbra superior de la gran sala.
Clay se arrodilla en una amplia losa de rosado mármol.
Le caen gotas de cálido sudor. Jadea. Tose. Resuella.
Atisba por encima del borde y se maravilla al contemplar la confusión de las extremidades de las estruendosas máquinas del lejano suelo.
Ve varias escaleras y varios Clays que las suben. Agita las manos y grita palabras de ánimo. Un torrente de nueva energía le mantiene a flote. Se levanta, avanza con lentitud por una pasarela que hay en el punto más elevado de la enorme cámara y topa con una compuerta que parece pedir a gritos que la abran. Clay la abre. Debajo hay neblina verde sazonada con canela, opaca. Clay desliza una mano para tantearla, plenamente preparado para ver la carne arrancada del hueso. Pero no, sólo nota un pegajoso calorcillo. Entra, le urge la compuerta. ¡Hecho para ti, hecho para ti! Abajo. Un recorrido dulce, flotante. Clay entra. La niebla se aprieta bochornosamente a su cuerpo como una sudorosa mano. Vapor de menta en sus ojos. Jirones de tímido verdor envuelven recatadamente sus órganos genitales. Clay flota. Cae por el conducto, abajo, abajo, desciende finalmente casi tantos metros como había ascendido, y más todavía, hacia un túnel que se halla bajo el salón de las máquinas. La gravedad queda anulada. Mientras cae, Clay se retuerce y flota, pone los pies por encima de la cabeza, observa su fláccido órgano erguido pese a todo, y por fin se detiene, aterriza de pie suavemente. Se aparta del conducto, que se aleja de él con un sonido de húmeda succión. Aquí hay brillantes luces. Una ciudad subterránea, una calle sin fin, todo fulgurante, todo fragante. Llamas blancas como la leche arden en el aire, frías, deliciosas. Las galerías se prolongan en la oscura lejanía. Clay ha estado aquí anteriormente. Se trata del mundo-túnel construido como habitáculo de la humanidad en la época en que la superficie de la Tierra no era apta para la vida. Durante el rito de la Abertura de la Tierra, recuerda Clay, atravesó este nivel, lo vio unos instantes y después se deslizó a mayor profundidad. Ahora va a inspeccionarlo ampliamente. Clay avanza.
De inmediato topa con lobreguez. Al doblar un recodo del túnel encuentra el cadáver de un hombre cabra en el suelo, panza arriba. La criatura ha sido desollada en parte, y le han abierto la piel del vientre para dejar al descubierto el interior de la cavidad abdominal. Le han quitado los órganos. No hay sangre: casi podría ser una hábil copia del original. Pero el capruno olor, ese hedor a podredumbre, está en el aire. La muerte ha sido reciente.
¿Los que abandonan toda esperanza? La reluciente pared se abre y sale rodando un hombre de metal. Es bajito y más gordo que Clay. Su cuerpo es un simple cono de pulido acero azul y cerca del vértice está rodeado por una hilera de sensores —ojos, oídos, analizadores de calor y demás- que lo tapan por completo. Extremidades de diversos tipos salen de un anillo a la altura del pecho. No hay piernas; el hombre de metal se mueve sobre ocultas ruedas. Clay había visto anteriormente esta clase de robots: infelices sirvientes, abandonados y olvidados, eternamente a la espera.
—Amigo del hombre —anuncia el robot con bronca voz que se arrastra por la rejilla de un altavoz—. Acepto antigua obligación. Servir. Cumplir mandato.
Clay no reconoce el lenguaje pero comprende las palabras.
—Amigo del hombre —responde burlonamente Clay.
—Sí. Prodigio de la moderna artesanía.
—¿Debe suponerse que los amigos del hombre destruyen hombres?
—Clarificación.
Clay señala la despellejada cabra.
—Esto es un hombre. ¿Quién lo abrió?
—No corresponde a parámetros humanos.
—Examínalo con más atención. Cuenta los cromosomas. Saca los genes. Es un hombre, lo creas o no. Genéticamente adaptado, Dios sabe por qué, a esta inmunda forma. ¿Quién lo mató?
—Estamos programados para eliminar los organismos potencialmente hostiles de orden inferior.
—¿Quién lo mató?
—Los sirvientes —dice mansamente el robot.
—Destruir un hombre. No era gran cosa, él, pero sí humano. ¿Qué harías si un Deslizador bajara aquí? ¿Un Respirador? ¿Un Esperador?
—Interrogativo.
Clay empieza a cansarse.
—Escucha —le dice—, el mundo está lleno de seres humanos que no se corresponden con las nociones de humanidad al uso cuando se construyó este lugar. Algunos podrían extraviarse y llegar aquí. No quiero que los mates.
—¿Cambio de programa?
—Desarrollo de programa. Redefinición del hombre. ¿Dónde puedo dar la orden?
—Yo la transmitiré a la central —promete el robot.
—Muy bien. A partir de ahora se redefine el hombre como cualquier organismo cuya verdadera línea genética descienda del Homo sapiens, definido éste como la especie que construye el mundo túnel. Se entiende que los sirvientes del túnel no tratarán de molestar en modo alguno a tales organismos si penetran en esta jurisdicción.
—Conflicto. Conflicto. Conflicto.
Luces rojas destellan en el hocico del robot.
—¿Y bien? —pregunta Clay.
—Estamos encargados de proteger a los hombres. Pero también estamos encargados de proteger la ciudad. ¿Si llegan organismos humanos hostiles? ¿Instrucciones? ¿Definiciones?
Clay comprende el problema.
—Evitaréis, siempre que sea posible, que formas humanas intrusas causen daño al mundo túnel. Pero os esforzaréis al máximo para aislar y expulsar a las formas intrusas sin causarles daños físicos permanentes.
—Transmitido. Aceptado.
—Yo soy Clay. Soy humano. Tú me servirás.
—Nuestra antigua obligación —dice el robot.
Clay examina a la criatura, fascinado por su habilidad para comunicarse con ella.
—¿Te das cuenta —dice al cabo de unos instantes- de que podrías ser el artefacto más antiguo de la humanidad que existe? Me refiero a que prácticamente debes de ser de mi época. Y el resto, de ahí para atrás, ha desaparecido. ¿Cuándo se construyó esta ciudad?
—En el siglo dieciocho.
—No en mi siglo dieciocho, estoy seguro. El siglo dieciocho ¿después de qué?
—El siglo dieciocho —repite complaciente el robot—, ¿Deseas acceso a referencia?
—¿Te refieres a una máquina que responde?
—Correcto.
—Podría ser útil —dice Clay, sintiendo un brusco resurgir de esperanza—. Algo que me informe sobre partes de la historia. Que me ayude a reconstruir. ¿Dónde está esa máquina? ¿Cómo puedo preguntar cosas?
—¿Quieres seguirme?
El robot da media vuelta y rueda a lo largo de un pasillo de plateadas paredes. Clay trota tras la máquina y mientras corre vislumbra tentadoramente extraños instrumentos en las vidrieras de las paredes. El robot se detiene ante un grisáceo mecanismo que brota de una columna igual que una taza.
—Acceso de referencia —susurra mientras indica a Clay que se acerque con destellantes luces.
—Hola —dice Clay—. Mirad, caí atrapado en el flujo del tiempo y deseo cierta información. Sobre el desarrollo de la civilización, sobre el curso de la historia. Procedo del siglo veinte de la era cristiana, pero no he podido relacionar mi época con otras, ni siquiera la época en que se construyó el mundo túnel, y quizá vosotros podáis aclarármelo. Aunque no hayáis analizado los hechos después de la civilización del mundo túnel, al menos podréis explicarme qué ocurrió entre vuestra época y la mía. ¿Sí? ¿Podéis escucharme? Aguardo. —Silencio—. Adelante. Espero oír algo.
Sonidos y gruñidos salen de la grisácea taza. Chirridos y silbidos. Unas cuantas palabras, inciertas, bien articuladas pero incomprensibles. Primeros esfuerzos de comunicación. Y luego:
—Hacia el final de la primera época postindustrial una catastrófica revuelta social provocó la demolición total de las construcciones e hipótesis en las que se habían basado las viejas sociedades urbanas. Una época de reestructuración denominada el caos terminal del medio ambiente derruido. Nuevos conceptos arquitectónicos. Nuestro sistema actual deriva de ese punto. No obstante, se manifestó un rasgo intrínseco que produjo una oscilación fundamental de la cronología. Quizá podíamos estimar en ocho o diez siglos la inestabilidad en la estructura social revisada, intenciones que en último término aportaron todo lo experimentado en la erosión previa. Llegado al nivel más extremo el mundo parecía deseable. Por fortuna, conocimientos y técnicas posibilitaron el nuevo sistema urbano en una destrucción mucho más potente que los apocalipsis humanos. Abandono del medio ambiente de la superficie, acumulación de mecánica, rápida y eficaz duplicación de ciudades subterráneas, y a finales del siglo dieciocho de la presente era se inició el traslado de población, acompañado por una meditada herencia genética inferior, imperfecciones sociales, protección para eliminar enfermedades y otros indeseables. Ahora nosotros acrecentamos la infraestructura humana. Nosotros, la adaptabilidad de la especie, y concebibles catástrofes que pueden surgir inmediatamente a partir de esto fueron la Época del Barrido, que impuso una serie. Podemos enorgullecemos de ello. Los renovados han creado, lo que demuestra: danos esperanza para resistir todo pero aguardamos en las épocas futuras.
Al cabo de un rato, Clay dice tristemente:
—Gracias —y da media vuelta. El robot está junto a él—. Inútil —murmura Clay—. Totalmente inútil. Como si nada.
—Vestir al desnudo —dice el robot—. Otra urgente obligación. ¿Deseas ropas?
—¿Tan horrible soy?
—Los humanos tapan sus cuerpos cuando están en la calle. Nosotros proveemos a los que carecen de ropa.
Clay no responde, y el robot considera su respuesta como aceptación. Detrás de Clay, una parte de la pared se irisa y se abre y aparece un segundo robot. La máquina levanta una manguera en forma de trompa y riega a Clay con un estruendoso chorro de colorantes y tejidos. Al recobrarse de su sorpresa, Clay ve que lleva una apretada túnica dorada, zapatos que parecen sobres transparentes y un holgado sombrero. Ha estado desnudo tanto tiempo que nota al instante el roce y la apretura de la vestimenta. Puesto que no desea ofender a los robots, decide seguir llevándola. Recorre el pasillo. El primer robot le persigue y le dice:
—¿Comida? ¿Cobijo? ¿Limpieza corporal? ¿Entretenimientos?
—No.
—¿Ningún deseo especial?
—Sólo uno —dice Clay—. Intimidad. Vete. Cuando te necesite, silbaré.
—Interrogativo.
—Te llamaré. Gritaré fuerte con mis cuerdas vocales. ¿Mejor así? Ahora vete, por favor. Te lo pido por favor. No te alejes mucho, pero permanece fuera de mi vista hasta que te llame.
Da media vuelta. Echa a andar. El robot se aleja rodando.
Clay escudriña viviendas y tiendas. Todo muy limpio, Pompeya para el merodeo de Clay, ninguna puerta cerrada. En este lugar algo parecido a una pantalla de televisor presenta, tras tocar la palanca, protuberancias tridimensionales que sobresalen y se encogen como burbujas en lava fundida. Más allá hay una bañera octogonal cuyas paredes de porcelana exudan convincente sangre al apretar un botón. Algo que podrían ser salchichas verdes sale despedido de un montón de tubos metálicos en lo alto de lo que posiblemente es una cocina. Una cama cambia de tamaño y de forma con frenética energía: mayor, menor, circular, rectangular… Un colosal falo rosado, siniestro por su realidad, se alza en el centro de un suelo de negra pizarra. Una pared se disuelve en una rociada de mosaicos. Mangueras que crecen como setas a lo largo de un escaparate empapan a Clay de perfumes, especias, ungüentos y un fino fluido de color claro que consume su ropa en un momento. Clay goza su vuelta a la desnudez, aunque se demora ante las mangueras demasiado tiempo y una de ellas arroja un chorro de aceite rojo que le anestesia la piel. Clay se lleva un dedo al oído: nada. Se rasca cuidadosamente el pecho: nada. Estruja su pene con la mano cerrada: nada. No percibe el contacto de sus pies descalzos con el áspero pavimento. ¿Será un efecto permanente? Clay imagina que tropieza con afilados objetos que le arrancan la carne y le rebanan los dedos de los pies sin que él lo note, hasta quedar reducido a unos cuantos jirones de músculo que cuelgan de pelados huesos.
—¿Robot? —llama—. ¡Hey, robot, ven en mi ayuda!
Pero antes de que el hombre máquina le alcance, dos mangueras le riegan al mismo tiempo y Clay percibe la vida que vuelve a sus células nerviosas con tan maravillosa intensidad que sufre un orgasmo instantáneo. Jadeando un poco, retrocede y despide al robot con dos rápidas sílabas. Al proseguir su camino, tropieza entre una doble pared de espejos y queda atrapado en un infinito retroceso, pong-pong-pong, de pared a pared mientras los espejos giran, varían de ángulo y se abomban. Clay cae al suelo y se arrastra fuera del lugar. ¿Cómo ha podido sobrevivir todo esto, se pregunta Clay, mientras el mundo sufría incontables trastornos geológicos, pese a los cambios de forma de los mismos continentes? Admite la probabilidad finita de que el mundo túnel sea ilusorio. Se desvía a otra barahúnda de calles y galerías. La arquitectura tiene otro estilo, más brutal, menos imaginativo que antes, pero la ornamentación y rasgos superficiales de las estructuras es de orden mucho más elevado. Salen robots de todos los rincones y se ponen al servicio de Clay, pero él sigue con los ojos puestos en su robot, el único que le sigue a respetuosa distancia, y no presta atención al resto.
—¿Adónde fue la gente? —pregunta a su robot—. ¿Por qué se fueron? ¿Cuándo?
—Un día ya no estaban aquí —dice el robot, nostálgico.
Clay acepta la respuesta de buen grado. Toca un botón y una abstracta película tridimensional sale en cascadas de un proyector fluorescente. Al soltar el botón el llamativo remolino de luces multicolores se encauza hacia el proyector en marcha atrás y desaparece como un silbido. En otra sala hay juegos de azar: tableros que destellan y retumban, ruedas que giran describiendo erráticas órbitas, fichas, marcadores, contadores, dados de ébano, barajas que se funden y se comban al tocarlas. Más allá hay algo parecido a un acuario, pero sin peces. Clay contempla luego un puzzle infantil, un embalsamado árbol, una jaula vacía y una cajita cerrada. Sigue adelante. Chorros de vivo vapor le alejan de una tentadora sala en forma de útero que tiene esponjosas paredes. Clay evita un tramo de escalera que desciende, quizás, hacia un nivel inferior, porque asfixiantes nubes de verde polvo aparecen antes de que haya bajado el tercer escalón. Llega a un lugar donde robots desarman robots. Descubre una potente pantalla que muestra una vista del mundo superficial: suaves colinas y valles, sin vestigio alguno del siniestro desierto de alucinaciones que atravesó Clay. Por fin empuja una puerta giratoria, al parecer de aluminio, y mientras la puerta se abre solemnemente, el robot rueda hacia él.
—A partir de aquí no hay salvaguardas —dice a Clay.
—¿Qué se supone que debo entender por eso?
—No podemos protegerte si continúas en esa dirección.
Clay contempla el corredor que acaba de aparecer. Se asemeja mucho al que ha explorado ahora mismo, si acaso es más brillante y atractivo. Las construcciones poseen sutiles, modestas fachadas que relucen con el contenido fuego de magníficos rubíes, y Clay detecta un soplo de elegante música que campanillea en algún patio cercano. Seguirá avanzando. El robot repite su advertencia.
—A pesar de todo, acepto el riesgo —dice Clay.
Al dar el primer paso en el sector prohibido le asalta un desagradable pensamiento y se vuelve hacia el robot.
—¿Se cerrará esta puerta en cuanto yo la cruce? —le pregunta.
—Afirmativo.
—No —dice Clay—. No quiero que se cierre. Te ordeno que la dejes abierta hasta que yo vuelva.
—Instrucciones estrictas para evitar incursiones de habitantes de…
—Olvídate de ellos. Es una orden. En este momento soy el único hombre del planeta, y todo este lugar fue construido para servir a los hombres. Tú no eres más que una máquina diseñada para hacer más fáciles y gratas las vidas de los hombres, y no estoy dispuesto a consentir que me desafíes. La puerta permanecerá abierta. ¿Entendido?
Vacilación. Conflicto.
—Afirmativo —dice por fin el robot.
Clay entra. Al llegar al sexto escalón se vuelve bruscamente. La puerta sigue abierta. Su robot aguarda junto a ella.
—Perfecto —dice Clay—. Recuerda, yo soy el jefe. La puerta seguirá abierta.
Mientras inspecciona las fachadas clásicas de esta ala del mundo túnel, Clay topa con la primera señal (aparte del cadáver del hombre cabra) de que vida no mecánica se ha inmiscuido en alguna parte del refugio subterráneo. Ocho pelotillas verdes yacen junto a la entrada de una lustrosa sala. Es obvio que se trata de las deyecciones de algún roedor de la época. En los lugares no recorridos por los robots, la fauna ha tomado posesión.
Al acecho, Clay ve al posible causante de las pelotillas: un animal similar a un hurón que se arrastra por el suelo moviendo sus cachigordas patas y agitando su pelada y purpúrea cola. En su dorso hay una hilera de ojos. Clay percibe una cruel y resuelta inteligencia en el interior de la bestia. ¿No será otro hijo del hombre? No. No tiene un solo micrón de humanidad. Está acechando algo en el corredor. Clay lo sigue. La bestia salta sobre algo. ¿Una presa invisible, quizás? El hurón agarra algo con patas y cola, hunde las fauces. Mastica. Gozo evidente. Un carnívoro espantoso y pequeño en pleno festín. Por fin termina; arrastra a la invisible víctima hacia un nicho y luego sale y excreta más pelotillas verdes. Se aleja. Clay prosigue su camino.
En este lugar no hay mantenimiento alguno. El ambiente es húmedo, congestionado, protoplásmico. Chispeantes telarañas penden de las paredes y succionantes predadores aguardan en el centro. Clay observa a uno de los animales: una peluda langosta de color azul, que le sonríe hambrientamente. Clay pasa junto a la guarida del animal y entra en un espléndido patio donde ronronea y reluce una fuente de resplandor. Aquí hay más máquinas de las que abundan al otro lado de la puerta, aunque Clay no ha visto todavía dos mecanismos idénticos. Ante él hay un espejo cóncavo, cuyas profundidades parecen tentadoramente blandas y fulgurantes, igual que una entrada al país de las maravillas. Clay extiende los dedos para tocar el sedoso vidrio, pero lo piensa mejor y los aparta.
—¿Qué haces? —pregunta al instrumento—. Los objetos que hay aquí deberían tener etiquetas, como BÉBEME o APRIÉTESE EL BOTÓN PARA LOGRAR ESTUPENDAS ALUCINACIONES, o algo parecido. No puede esperarse que un desconocido deduzca el funcionamiento de estas máquinas. Podría herirse. O estropear algo delicado.
En cuanto deja de hablar, Clay oye un agudo cloqueo, un gorjeo, un burbujeo, un susurro, y acto seguido, de un punto del espejo surge su propia voz, alterada de orden, reiterada y entrelazada hasta formar una chillona sinfonía de asoladora complejidad:
—ESTUPENDAS ALUCINACIONES objetos etiquetas tener como desconocido el el el el el el el no puede esperarse APRIÉTESE EL BOTÓN o o o deberían tener BEBE objetos delicado algo estropear estropear estropear deduzca podría deduzca deduzca deduzca herirse PARA ME aquí estas no puede estas estas estas estas estas estas estas herirse o APRIETE APRIETE APRIETE como desconocidos el aquí de estas de estas para algo un objetos estas algo etiquetas BOTÓN her eti es al del irse eme ado ic uzca eden jetos uci endas delicado PARA objetos otón cidos erir ía APRIETE EL BOTÓN o o o o pear ALUCINACIONES conocidos ESTUPENDAS.
Silencio a continuación.
Repetición invertida a continuación. Triple fuga. Modulación en el espejo. Spiccato. Rutilante séptima dominante. Codetta antes de que entre la tercera voz. Trasposición tónica del tema. Allegro non giocoso. Andante ma non troppo. Largo. Vivace. Solfeggio. La sala resuena con la música de las palabras de Clay.
—¡APRIETE! ¡Pendas! ¡LUCINA! ¡Ebe!
Variaciones ad libitum.
—Pe pe pe pe pe pe pe.
Sonata quasi una fantasia. Portamento. Sforzando. Sfogato. Fortissimo. Clay huye. La música le persigue hacia el corredor. Legato! Doloroso! Dal segno! Agitato!
—¡Estropear! ¡Estropear! ¡Estropear!
Clay echa a correr, tropieza, se levanta, vuelve a correr. La máquina grabadora lanza sólidos planos de sonido que parten el aire en niveles, igual que un pousse-café. Clay dobla velozmente una esquina y una segunda y una tercera y sigue corriendo aun después de que los sonidos se han extinguido. Luego patina hasta pararse. Una gran bestia obstruye el corredor. Tiene forma de tienda de campaña, con sueltos pliegues de correosa piel verde y tamaño doble que el de Clay. Anadea con sus menudos y amarillos pies de pato. Absurdos bracitos penden de su pecho; por encima de ellos hay una ranura por boca y dos satinados ojazos. Estos ojos sobresaltan a Clay: reflejan en su parpadeo el buen humor de un payaso e indudable inteligencia, pero también hay fría malevolencia en los arteros pestañeos. La bestia y Clay se contemplan en silencio.
—Si eres una forma humana —dice por fin Clay—, afirmo que somos parientes. Soy una especie ancestral. Arrastrado por el flujo del tiempo.
En los ojos de la bestia hay ahora más vigilancia, más diversión, pero ninguna otra respuesta. La criatura sigue acercándose. Es enorme pero parece inofensiva. Clay, empero, desnudo y desarmado, se muestra precavido y retrocede poco a poco. Sin volver la cabeza, busca a tientas una puerta, la encuentra, la abre, la cruza, la cierra bruscamente y se apoya en ella para mantenerla cerrada, mientras sigue los movimientos de la criatura del corredor a través de un ventanal. La gran bestia no trata de forzar la puerta. Evidentemente tiene otra presa en mente, porque ahora, Clay lo ve, ha vuelto su atención a un nido fijado en un pilar, al otro lado del pasillo. La ranura de la boca se ha abierto y en ella se ha desenroscado una negra lengua que parece una trompa, de varios metros de longitud y con tres retorcidos dedos en la punta. Con esta lengua sondea el nido, hecho de relucientes tiras de plástico. Mientras los dedos toquetean el nido, varias cabezas surgen: las crías, al parecer, de un ser hurón. Seis negros hocicos se agitan con obvia furia. Eluden la tanteante lengua. Un animal brinca valerosamente sobre ésta y hunde en ella brillantes colmillos amarillos. Después se aparta y la criatura en forma de tienda de campaña, dolorida, recoge un metro de la lengua y la menea en el aire para enfriarla. Luego la lengua vuelve y reanuda la exploración del nido. Los jóvenes hurones brincan y danzan, pero en esta ocasión la lengua ataca rápidamente, cogiendo una presa por la parte más débil y arrastrándola hacia la ansiosa boca. Crueles garritas se revuelven y arañan en vano. El animal acaba en la boca. Y en el mismo momento la madre de los hurones, que regresa de una cacería, llega al lugar y arremete contra el inmenso predador. Clay oye chillidos al otro lado de la puerta, pero no sabe a quién corresponden. La ultrajada madre muerde, araña y desgarra. La lengua, que serpentea como un reptil irritado, sube y baja, los dedos buscan al hurón y tratan de apartarlo. Pero el erizado animalillo es muy rápido. Actúa velozmente y elude los ciegos dedos, mordiéndolos en cuanto están muy cerca. El hurón descubre que es muy fácil perforar la piel de su rival y la taladra en varios puntos, hasta abrir una grieta bajo uno de los brazos del predador que le permite introducirse en el cuerpo. Penetra en la carne de la tienda de campaña como si planeara abrir un pasadizo hasta el estómago y liberar a su devorado cachorro. Ahora la lucha se ha transformado. El hocico, el cuello y medio hurón desaparecen dentro del rival. Los ojos de la bestia-tienda han perdido su pícaro humor: despiden destellos de agonía. La lengua, desenrollada hasta alcanzar toda su enorme longitud, fustiga convulsivamente la pared. La bestia se agita y salta sobre sus patas de pato. Trata en vano de alcanzar al dentudo excavador con sus inútiles manitas. Se frota el cuerpo en las columnas, emite alaridos de dolor, brinca de un lado a otro con torpe desmayo. Su muerte es segura.
Pero la muerte, cuando llega, lo hace a través de otro agente. De pronto llega una tercera criatura al corredor, un reptil, casi un dinosaurio. Avanza pesadamente sobre colosales patas terminadas en garras, con muslos que parecen troncos de árbol. Una carnosa cola se arrastra tras el cuerpo. Las patas delanteras son cortas pero potentes. La cara se prolonga para formar un pesado hocico. Los dientes son colmillos tan salvajes y numerosos que proclaman el mortífero carácter del recién llegado, convirtiendo en cómica exageración las naturalezas más brutales. Por encima del montón de siniestras hojas hay dos brillantes ojazos que relucen heladamente. ¿Qué es este horrible tiranosaurio? ¿Qué ardid de la evolución, retorciéndose sobre sí misma, soltó al escamoso saurio en estos pulidos corredores? El monstruo se echa atrás, la cabeza toca el techo del mundo túnel, y la criatura agarra a la tienda de campaña para azotarla en lo alto como si no tuviera peso. Dos arrogantes golpes de las garras delanteras y la infortunada tienda se parte, se raja. El hurón sale como una flecha, manchado de viscosa sangre negra, y trepa velozmente al nido. El saurio, agachado, se alimenta, mete grumos de carne en su espantoso buche. Arranca, desgarra; bufidos de satisfacción. Clay, a salvo detrás de la puerta, sigue observando, no asombrado por la sangrienta matanza sino por los mensajes que brotan de la mente del monstruo. No es un reptil. Es otro de los hijos del hombre.
«¿Eres un Devorador?», pregunta Clay.
«Así nos llaman», replica la pesadilla sin interrumpir su festín.
Los pensamientos del Devorador flotan como témpanos en un océano. Clay está pasmado por el contacto. Retrocede, se encoge en la otra pared; el Devorador es demasiado voluminoso para entrar en esta habitación, piensa Clay. Pero la puerta se abre de golpe. El feroz hocico entra, aunque el resto del Devorador continúa en el corredor. Clay ve su propia imagen, distorsionada, en los rutilantes ojos.
«¿Hombre?», pregunta el Devorador. «¿Forma antigua?»
«Exacto. El flujo del tiempo…»
«Sí.» Brusco desprecio. «Una cosa blanda y rosada. Inservible.»
«Los humanos fueron creados débiles», replica Clay, «para que pudieran adquirir pericia y reflejos. Si desde el principio hubiéramos tenido tus garras y tus dientes, ¿cuándo habríamos inventado el cuchillo, el martillo, el cincel y el hacha?»
El Devorador se mofa. Mete la cara un poco más en la habitación. Clay observa intranquilo que la lisa pared de plástico próxima al marco de la puerta está empezando a crujir. La criatura se lo comerá en tres bocados.
«Yo también soy humano», alardea el Devorador.
«¿Adoptando la forma de un animal?»
«Adoptando la forma del poder.»
«El poder consiste en superar la debilidad física mediante la inteligencia», dice Clay. «No en abandonarse a la fuerza bruta de una bestia.»
«Compararé mis dientes con tu inteligencia», ofrece el Devorador. Está empujando con más fuerza, obviamente insaciable y en busca de cualquier clase de carne.
«Tus compañeros humanos de esta época», dice Clay, «parecen apañárselas bien sin matar. No necesitan alimento. ¿Por qué matas? ¿Por qué debes comer?»
«Porque me apetece.»
«¿Te apetece revertir al primitivismo?»
«¿Debo ser como los demás?»
«Los demás son más libres que tú», insiste Clay. «Estás atado por las exigencias de tu carne. No eres un paso adelante en la evolución. Eres un anacronismo, un atavismo.» El marco de la puerta se comba. «¿Qué finalidad tenía crear hombres a partir de monstruosidades, si los hombres iban a transformarse de nuevo en monstruosidades?»
Violenta presión contra la pared. Crujidos en el interior de la estructura.
«No hay finalidad alguna», dice el Devorador. «No existen pautas.» Aprieta los dientes. Mete una pata en la habitación. «Elegimos esta forma en el momento que nos apeteció adoptarla. ¿Debemos sentarnos y cantar? ¿Debemos jugar con flores? ¿Debemos hacer los Cinco Ritos? Tenemos mentalidad propia. Formamos parte de la textura de las cosas.»
Y aplasta la puerta, arrancando media pared. La vasta boca se abre. Los feroces dientes chispean. Clay, que ha visto una pequeña compuerta al otro lado de la sala durante su coloquio con el monstruo, se precipita hacia allí, la abre y, muy aliviado, se apresura a cruzarla y huye. Los rugidos del Devorador resuenan mientras la presa se retira. Clay se halla ahora en algo así como un núcleo de servicios, un lugar oscuro, húmedo, una serie de pasadizos en espiral que constituye un asombroso laberinto. Sus ojos se acostumbran al nuevo ambiente con el tiempo. Animales de cien especies habitan en estas galerías. Clay no comprende esta ecología: ¿de qué se alimentan los herbívoros? Es fútil buscar lógica aquí. Y por los corredores hay Devoradores, al menos diez, que recogen la cosecha. Cada uno tiene su territorio. No hay intrusiones. Cazan siempre y jamás encuentran suficiente comida. Clay aprende a localizarlos por sus bufidos y estruendos mucho antes de toparse con ellos, y de esta manera evita el peligro. ¿Podrá volver a la puerta que sigue abierta para él? ¿Podrá regresar a salvo a la parte del mundo túnel que vigilan los robots?
Clay vaga eternamente en los entrelazados corredores. Otra vez brota pelo de su cuerpo. Por primera vez desde que cediera su hambre a Hanmer, Clay siente tenue pero definida necesidad de alimento. Tiene sed. Le molesta estar desnudo. Traga excesivo polvo. Esforzándose en evitar a los Devoradores, no repara en pequeños carnívoros y en varias ocasiones le mordisquean talones y pantorrillas. Todos los pasadizos acaban en nuevos pasadizos, pero él no se aproxima a territorio conocido. El desespero le abruma. Errará por siempre en este mundo subterráneo. O, si logra regresar a la superficie, se hallará en el mismo desierto de alucinaciones donde le abandonó su guía, el esferoide. El encuentro con el Devorador ha ensombrecido su espíritu. Le oprime la idea de que una bestia como esa sea un descendiente del hombre.
A modo de consuelo Clay se esfuerza en persuadirse de que está difamando a los Devoradores. Inventa una civilización para ellos. Se ofrece una visión de los Devoradores rezando, enardecidos por el fervor y la ternura espiritual. Inventa poesía Devoradora. Imagina una manada de Devoradores congregada en un muro del que penden cuadros, y presta atención a sus conceptos sobre la estética. Clay evoca matemáticos Devoradores que garabatean números imaginarios en la tierra con sus terribles garras. Su alma está inundada de compasión por ellos. Sois humanos, sois humanos, sois humanos, sois humanos, insiste Clay, y está dispuesto a abrazarlos como hermanos. La sensación de amor se apodera de él. Su conciencia se desvanece en el mundo del Devorador, oscuro, fantástico, incierto, recorrido por violentas pasiones. Y Clay, centelleante y tembloroso, tembloroso y desplegándose, lleva su mensaje de amor a los monstruos, entrega su Epístola al Abominable, y todos se apiñan alrededor de él para agradecerle el don de la gracia mientras hacen resonar sus espantosos dientes con suaves armonías, y le bendicen por ver la humanidad esencial dentro de la carne de pesadilla. En este embeleso Clay avanza serenamente por el enmarañado mundo túnel y, por fin, ve brillantes luces delante, empieza a ascender y oye un coro celestial y una voz que le dice:
—Ven, este es el camino.
Clay asciende. Coros de ángeles cantan. Cruza un umbral octogonal y la dulzura del aire puro afecta sus fosas nasales. Y no se trata de un sueño, porque sale a un prado de rolliza hierba dorada, y todos sus amigos están allí.
—Has llegado a tiempo para participar con nosotros en la Afinación de la Oscuridad —dice Hanmer.