Una tarde los Deslizadores realizan el Modelado del Cielo, y no informan a Clay hasta después. Las cosas han llegado ahora hasta ese punto. Ellos no necesitan el concurso de Clay. Ya no se molestan en compartir con él sus importantes asuntos.
Clay sospecha, mientras se produce esta situación, que algo anormal debe de estar acaeciendo. El grupo se halla acampado en la costa de un mar meridional: la playa está formada por fina grava gris, cubierta por los cuerpos verdeclaros de innumerables medusas arrojadas por las mareas. Clay siempre ha amado el mar. Viendo que los Deslizadores se reúnen para una misteriosa conversación sin palabras, Clay pasea por la orilla, se abre delicado paso entre los muertos celenterados y deambula con el agua hasta la cadera en las cálidas aguas. Herbosos filamentos brotan del pulverulento fondo. Brillantes peces pasan veloces junto al visitante. Clay se goza en la sensación de las suaves olas que rompen en su desnudez. Nada. Se zambulle y se asombra al comprobar que puede estar sumergido largo rato. Flota, patalea, deja que el sol acaricie sus mejillas.
Debería de haber una sirena.
Clay imagina que la ve acercarse. Mujer hasta la cintura, pez por debajo. Largo cabello dorado que cae hasta los pálidos hombros. Pechos blancos, firmes, carnosos, con rojas puntas. Escamas de ardiente verde. Cola flexible y ahusada, fuerte, tersa, rematada por ágiles y activas aletas. Ella se aproxima entre una agitación de aletas y se agacha junto a Clay.
—Sí —dice él—. Inevitable resultado del fraccionamiento de la forma humana. La naturaleza imita al arte. ¡Qué criatura tan encantadora eres!
Ella sonríe. Hace pucheros. Le besa. Se lleva las manos a los pechos. Mamífero por arriba, pez por abajo.
—Ámame —dice ella, con una voz como el sonido de conchas.
—Pero ¿cómo? ¿Dónde está el puerto?
Clay examina las escamas de la sirena. Ella se ríe. Incluso un pez posee órganos sexuales. La sirena no le ayuda; la búsqueda de Clay es inútil. Si la abrazara, decide Clay, me escoriaría. Es un consuelo. Clay la suelta. Ella permanece al lado.
—¿Hay muchas como tú? —pregunta él—. ¿Una nación en el mar? ¿Eres una forma antigua? ¿Evolucionada naturalmente, o mediante manipulación genética?
—No soy como los demás que tú conoces —le explica ella.
—¿En qué sentido?
—Soy irreal —dice ella.
Clay no está dispuesto a aceptarlo. Extiende las manos hacia los pechos. Pero ella se ha ido antes de que la toque. Clay se zambulle, con los ojos abiertos entre la chispeante agua verde, y no encuentra a la sirena.
Cuando vuelve a la superficie nota que se ha iniciado una perturbación. La desaparición de la sirena, la pérdida de esa gracia, de esa inocencia, aún nubla con decreciente maravilla el alma de Clay. Pero en cuanto admite el fin de la visión, Clay ve con más claridad lo que está sucediendo alrededor. En el mar, muy lejos, un racimo de trombas color azul turquesa se alza sobre el horizonte, atravesando el claro ambiente. Las trombas remolinean, crecen, menguan, se separan y se unen. Lanzan una rociada de peces y algas hacia tierra. Al volver la cabeza hacia la costa, Clay ve que la bóveda del cielo sufre rápidas y suaves ondulaciones: la celeste panza se comba hacia el mar y, al instante, recobra su forma normal. Bronca música resuena y ruge: chirridos de inmensos grillos, retumbos de pesados tambores. El sol ha sufrido una variación de espectro y despide luz claramente verdosa. Algunas estrellas muy brillantes son visibles. Del sur llega una serie de rápidas explosiones sin resonancia: pop pop pop pop, como repentinas compresiones y descompresiones. La tierra tiembla. Luego desaparece la música, las trombas se hunden en el mar, el sol se vuelve amarillo, las estrellas se esfuman, el cielo cobra rigidez, las explosiones terminan. El fenómeno ha concluido, tras una duración de apenas tres minutos, y el breve y mágico intervalo de inestabilidad, por lo que ve Clay, no ha alterado nada.
Clay se precipita hacia la orilla.
Los seis Deslizadores están tumbados en una duna con penachos de hierba, cien metros tierra adentro. Parecen agotados, relajados, igual que maniquíes de cera que han estado demasiado cerca de un incendio. Todos han adoptado una forma sexual intermedia: unos tienen senos y el bulto del escroto, otros nervudos cuerpos varoniles y la ranura pseudovaginal, pero ninguno pertenece claramente a un campo. Y además Clay no consigue distinguirlos con facilidad. Las caras son idénticas. Clay comprende que si ha podido distinguir a Hanmer de Ninameen, a Angelon de Ti o a Bril de Serifice es más por la naturaleza del espíritu que irradian que no por sus especiales rasgos, y ahora los Deslizadores no irradian nada que él consiga detectar. Es posible que no sean sus Deslizadores, sino otro grupo. Clay duda mientras se acerca. Al caer su sombra sobre dos de ellos, retrocede avergonzado, como sí fuera un entremetido. Permanece inmóvil junto a ellos durante largo rato. Los ojos parecen abiertos, pero… ¿le ven?
—¿Hanmer? —dice Clay por fin, temeroso—. ¿Serifice? ¿Nina…?
—…meen —termina ella mientras se estira perezosamente—. ¿Te has divertido nadando?
—Qué extraño. ¿Habéis visto… las cosas que han pasado?
—¿Qué cosas? —La voz es la de Hanmer.
—Las trombas marinas. Los tambores. El sol. Las estrellas.
—Ah, eso. No, no mucho.
—¿Pero qué era?
—Efectos secundarios. —Un bostezo. El Deslizador se da la vuelta, expone al sol su delgada espalda.
Clay permanece inmóvil, con los brazos colgados estúpidamente. ¿Efectos secundarios?
—¿Ninameen? —dice—. ¿Ti?
—¿Estás triste? —pregunta un Deslizador.
—Aturdido.
—¿Sí?
—Las trombas. Los tambores. El sol. Las estrellas.
—Cosas que pasan. Hemos completado el ciclo.
—¿El ciclo?
—El quinto rito. El Modelado del Cielo.
—¿Hecho?
—Hecho, y muy bien. Y ahora estamos descansando. —La voz es la de Hanmer—. Échate con nosotros. Descansa. Descansa. Descansa. El ciclo está acabado.