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Clay llega al borde del Pozo. Un amplio círculo calcificado, blanco como un hueso, liso como porcelana. A pocos metros de distancia la columna luminosa brota de un abismo inmensurable. Desde tan cerca, Clay se sorprende por no percibir más de un efecto. Hay calor, y cierta sequedad eléctrica en el ambiente, y quizá la crepitación del ozono. Pero Clay espera prodigios de sensación de una fuerza que sale disparada del suelo, y no los percibe. La columna parece intangible, igual que el rayo luminoso de un colosal faro. Clay se acerca un paso más. Ha avanzado poco a poco, pero no por miedo o vacilación, porque el camino ya está decidido. Antes de entrar, él desea entender tanto como sea posible. El borde describe una pendiente que se aleja del viajero, hacia abajo. Clay aún está en la parte plana, pero en cuanto se arrastra hacia adelante el dedo gordo de uno de sus pies toca el principio de la curva. Un simple gesto que desequilibre su peso bastará para hacerle caer. Clay está ansioso. Soy el sacrificio. Soy el chivo expiatorio. Soy el instrumento de la redención. Entraré. Clay se inclina. Extiende los brazos con fuerza. Abre las manos, con las palmas hacia la luz. La superficie de la columna parece de plata, brillante como un espejo: Clay ve su cara, ojos oscuros y con ojeras, labios un poco apretados. La punta de su nariz toca la columna. Se zambulle en ella, cae. No tiene peso, se siente extasiado. Su descenso cesa en seguida. Igual que una mota de ceniza atrapada en una corriente ascendente, el cuerpo de Clay remolinea hacia la cima de la columna, flota libremente, sufre sacudidas, se remonta sin control. El cuerpo físico de Clay está disolviéndose. Lo que queda es una simple red de vibraciones eléctricas. Clay ya no sabe si está subiendo o bajando. Se halla en el interior de la columna, pasa de zonas de gran densidad a zonas luminosas, cambia de nivel según el capricho de la fuerza que le retiene, y lo único que él sabe es que gira, remolinea y va de un lado a otro en el fulgurante chorro del Pozo de las Primeras Cosas.

Hay formas dentro de la columna.

Algunas son extrañas. Muchas son familiares. Son los modelos de la creación. Clay distingue los rasgos de gatos, perros, focas, serpientes, ciervos, ovejas, cerdos, vacas, mapaches, nutrias, bisontes, osos, camellos y otras criaturas del remoto pasado. Ya tuvieron su oportunidad, han desaparecido, permanecen aquí tan sólo en esencia, como residuo. Luego Clay ve las siluetas de los animales de esta época, los que ha encontrado en la sabana, y muchos otros que ha conocido durante su viaje. Entre ellos hay nebulosas réplicas de grotescos seres nuevos. Revolotean junto a Clay alocadamente y se esfuman, dejándole con la boca llena de arenosas preguntas. ¿Se trata de formas futuras? ¿Son animales que nacieron y desaparecieron entre su época y ésta? ¿Constituyen la deforme fauna del Mioceno, el Oligoceno y el Eoceno, esa fauna olvidada incluso en la época de Clay?

La columna lanza a Clay entre el fantasmagórico bestiario, lo arroja junto a pezuñas, cuernos y abiertas fauces. Aquí está la fuente de la invención. Aquí está la fuente de la invención. Aquí está el manantial de la vida. ¿Cómo diferenciar sueño de realidad? ¿Qué son estas quimeras, esfinges, gorgonas, basiliscos, grifos, krakens, hipogrifos, jerigonzas, orcos, toda esta horda de desesperadas maravillas? ¿Pertenecen a tiempos pasados? ¿A épocas aún por llegar? ¿Son los turbulentos sueños, simplemente eso, de la Fuente de la Vida?

—Humanidad —musita Clay—. ¿Qué clase de humanidad hay aquí?

Lo ve todo. De la niebla surgen oscuras figuras con aureolas de fuego, marionetas de la creación. ¿Será ese mono pardo el propietario del cráneo de Java? ¿Serán esos traviesos payasos los australopitecinos? ¿Quién eres tú, colosal gigante, tal vez el hombre de Heidelberg? Clay lamenta no haber estudiado más. Algo con una cabeza plana y crestuda se le acerca; Clay mira esos ojos y sólo descubre tenue parentesco. Luego, rubio y peludo, llega un inconfundible Neanderthal que agarra a Clay y le mira cara a cara, despidiendo un aura tan terrible de inteligencia y frustrado esfuerzo que aquél se transforma en una llamarada de ardientes lágrimas lanzadas al abismo. ¿Quiénes son los demás? El desconocido antepasado simio. Los pintores de las cavernas. Los roedores de huesos de Pekín. Los primitivos lémures. Las pacientes criaturas que se arrastraban por el fértil suelo palestino. Los constructores de murallas. Los esgrimidores de hachas. Los talladores de pedernal. Los cazadores de mastodontes. Los parlanchines magos, pintados de amarillo y de rojo. Los escribas. Los faraones. Los astrónomos. El abismo vomita humanidad antes de que Clay pueda asimilar lo que ve. Todas las especies, la totalidad de falsas sendas, todos los que colgaban del atestado árbol.

—Yo soy humano —dice el Neanderthal.

—Yo soy humano —insiste el Pitecántropo.

—¡Yo soy humano! —exclama el artista de las cavernas ataviado en pieles.

—Yo soy humano —grita el ágil australopiteco.

—Yo soy humano —dice el rey desde su trono.

—Yo soy humano —dice el sacerdote en su templo.

—Yo soy humano —dice el astronauta en su cápsula espacial.

Y todos pasan velozmente junto a Clay y se pierden en el pozo de brillantez.

—Yo soy humano —susurra Clay ante sus espaldas.

¿Y qué son esas cosas que se acercan ahora?

Esferoides en jaulas, hombres cabra salpicados de excrementos, seres con agallas, criaturas que son todo ojos y muchas rarezas más, y todas son igualmente humanas. Clay chilla. Está asándose y calcinándose entre la historia de la raza.

—Nosotros somos los alterados —le explican—. Los que ideamos nuestro propio destino. ¿Quién será nuestro testigo? ¿Quién asume esa responsabilidad?

—Yo atestiguaré —replica Clay—. Asumo la responsabilidad.

Brotan inagotablemente millones de formas, todas afirmando su humanidad. ¿Qué puede hacer él? Clay llora. Extiende las manos. Los bendice. ¿Cómo es posible que se consintiera tanta prodigalidad de diseño a una sola raza? ¿Por qué se toleraron estas transformaciones?

—¿Querrás perdonar nuestras metamorfosis? —le suplican, y Clay los perdona, y la legión de alterados se va.

—Y nosotros somos los hijos del hombre —afirman los que salen a continuación.

Respiradores. Devoradores. Destructores. Esperadores. Intercesores. Deslizadores. La totalidad de ciudadanos de la presente época. Clay mira atentamente a los Deslizadores, con la esperanza de reconocer alguno de los suyos, pero se trata de desconocidos que desaparecen flotando. Un monstruoso Intercesor pasa junto a Clay, perdido en sueños de barro. Una falange de Destructores. Tres inmóviles Esperadores. Clay percibe, como nunca hasta ahora, la total extensión de tiempo que ha recorrido. Porque ahora se halla atrapado en un mar de formas, prehumanas, humanas y posthumanas, formas que van y vienen, que le abruman, le exigen consuelo, buscan redención, parlotean, ríen, lloran…

—¿Hanmer? —grita Clay—. ¿Serifice? ¿Ti? ¿Bril? ¿Angelon? ¿Ninameen?

Los ha visto. Sus amigos acechan cerca de la base de la columna, en las profundidades de la tierra. Clay no puede llegar hasta ellos. Están envueltos en apagados colores, y sus siluetas son indistintas. Clay trata de bajar, pero una y otra vez flota hacia arriba. Al cabo de un rato los Deslizadores se esfuman. ¿Han muerto? ¿Es posible salvarlos? Clay comprende lo que debe hacer. Experimentará toda la historia de su raza. Aceptará en sí mismo toda la angustia del mundo. Se entregará para que sus Deslizadores no mueran. Clay flota libremente por la columna, pasa sin trabas de época en época, se topa con un atormentado Neanderthal, con un orgulloso Destructor, con un esferoide, con una cabra.

—Dadme vuestras penas —susurra él—. Entregadme vuestros fracasos, vuestros errores, vuestros temores. Dadme vuestro hastío. Dadme vuestra soledad.

Y ellos obedecen. Clay se retuerce. Jamás había conocido tanto dolor. Su alma es una blanca hoja de agonía. Sin embargo, todavía hay un núcleo de fuerza en su interior cuya existencia era totalmente desconocida para Clay. Él deseca los sufrimientos de los milenios, él dispensa redención en carmesíes chorros. Al abrirse paso hacia abajo, ofreciéndose libremente a hombres de todas las especies, Clay llega a la barrera que le separaba de los seis Deslizadores y la empuja con suavidad, rebota, vuelve, rebota, vuelve, penetra por fin. Desciende hacia ellos como un luminoso copo de nieve.

—Miradme —murmura—. Qué imperfecto soy, ¿eh? Qué rudo. Qué vil. Pero considerad el potencial. Os dais cuenta de que yo soy vosotros, ¿no es cierto? Del mismo modo que esos monos sin mentón son yo. Y los Intercesores, los Neanderthales, los esferoides, los Destructores… una misma cosa, corrientes del mismo río. ¿Por qué negarlo? ¿Por qué huir? Miradme. Miradme. Soy Clay. Soy amor.

Clay les coge de la mano. Los Deslizadores sonríen. Se acercan más. Clay percibe sus auténticas formas, ni femeninas ni masculinas. Ve su fulgor interno.

Hemos recorrido juntos un largo trecho, pero vuestro viaje no acaba aquí.

Clay señala hacia arriba, hacia el pozo de frío fuego, mostrando a sus amigos las formas aún no nacidas que revolotean, los hijos de los hijos del hombre.

—Dadme vuestro miedo. Dadme vuestro odio. Dadme vuestras deudas. Y marchaos. Y regresad a vuestro mundo. Y marchaos. Y marchaos.

Clay los abraza.

—Soy Clay. Soy amor.

El dolor crece en su interior, nota un blanco alfiler de angustia en el centro de su cráneo.

—Soy Hanmer —le dicen todos.

—Soy Ninameen.

—Soy Ti.

—Soy Bril.

—Soy Angelon.

—Soy Serifice.

—¿Necesitáis muerte? —dice Clay—. ¿Qué podéis aprender de ella? Dejadme. Mi hora ha sonado. Vuestra vida acaba de comenzar.

Clay extiende las manos hacia sus amigos y percibe que vibran de compasión y amor. Perfecto. Perfecto. Clay hace un gesto. Los Deslizadores ascienden. Muy arriba ya, todos giran, brincan en la deslumbrante luz, le lanzan besos. Adiós. Adiós. Te amamos. «Los sueños tienen fin», le dijo Ti en cierta ocasión. Acaban ahora. Desaparecen en una marea de amor. Los Deslizadores no morirán. Alrededor de Clay, los colores forman ruedas y espirales, y él ve la ardiente nebulosa, las galaxias en colisión, el dorado arco de la humanidad curvándose en el tiempo y desapareciendo, brillante, en tiempos futuros. Y todos los hombres e hijos del hombre están recorriéndolo ahora, Devoradores, Destructores, esferoides, cabras, Hanmer, Ninameen, Ti, Intercesores, Neanderthales, Bril, Serifice, Angelon, todos, los delegados de los eones que se dirigen hacia el reluciente espectro al que Clay, a pesar de todo, no llegará. No ahora. Ni nunca. Los sueños tienen fin. Clay acepta su carga. Flota por el abismo, llega al borde del Pozo. Ahí se detiene y vuelve la cabeza hacia el esplendor del poder de la creación, y contempla la visión de lo que un día brotará, convirtiendo todo esto en mero prólogo. El dolor ya le ha abandonado. Está comportándose bien. Él es un hombre, y él es Hijo del hombre, y el sueño ha terminado. Clay sale del hoyo. Se aleja lentamente del borde de porcelana. Los animales se han congregado en la desolada llanura. Igual que los amigos de Clay. Clay sonríe. Se echa en el suelo. Duerme por fin. Por fin. Duerme.


«Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento. Al igual que un hombre que se ausenta: deja su casa, da atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, y ordena al portero que vele; velad, por tanto, ya que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al canto del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos.

Lo que a vosotros digo, a todos lo digo. ¡Velad!

Marcos, 13, 33-37

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