30

Clay está atónito. De sus pies brotan retorcidas raíces. Sus órganos genitales se arrugan. Las lágrimas tallan llameantes surcos en sus mejillas. El sueño se ha vuelto agrio. El fuego del arbusto se ha consumido, dejando amargos humos blancos.

—¿Qué puedo hacer para que cambien de opinión? —pregunta por fin Clay.

—Muy poco, quizá.

La voz surge de la parte de cielo inmediatamente por encima de la cabeza de Clay. De modo que Mal sigue con él, en alguna parte. Clay se vuelve, se retuerce, suda, hace muecas.

—¿Por qué desean huir de mí? ¿Tan espantoso soy? ¿Tan monstruoso?

Larga pausa.

Finalmente, una contestación:

—Tienes una mancha.

—¿Una mancha?

—Sabes que llevas en tu interior un gran fajo de fría crueldad y fealdad. Sabes que eres capaz de mostrarte grosero, vengativo, desleal, irascible, celoso, avaricioso, irracionalmente hostil y burdo.

Clay mira ceñudamente el cielo. Escupe a la acusación. Luego, con más humildad, inclina la cabeza.

—Sólo soy primitivo —responde—. Soy un simple prehistórico. No pedí venir aquí. Hago lo que puedo, pero estoy hecho con materia de mala calidad, lleno de grasa e impurezas. ¿Debo pedir perdón por eso? No tengo la culpa de ser imperfecto. Además, ¿qué tiene esto que ver con los Deslizadores y su muerte?

—Es difícil estar contigo mucho tiempo —explica Mal—. Llevas mucho dolor contigo. Aunque no quieras, compartes esta carga con tus amigos. La has compartido con los Deslizadores. Los has herido. Has superado sus posibilidades, ¿entiendes?

—No me había dado cuenta de eso. —Lo dice en tono de desafío, no de disculpa.

—Exactamente —dice Mal.

Clay da una patada al calcinado suelo. Arranca una planta y escucha un chasquido y un zumbido. La arroja malhumoradamente.

—Podrían haberme explicado todo esto ellos mismos —dice Clay, herido—. Podrían haberme ayudado a superarme. Ellos son igual que dioses, ¿no es cierto? Podían enfrentarse a una simple bestia hedionda surgida del pasado. Y dices que ellos prefieren morir… ¿Cómo es posible que huir de mí… ?

—No es tan fácil como crees que ellos…

—… hacia la muerte les ayude de algún modo a…

—… te cambien —dice Mal—. También ellos tienen sus límites. Por eso se irán.

¿Por qué?

Mal se materializa brevemente en forma de un montón de varillas verticales que rodean un ojo y un sollozo.

—Por desesperación —dice ella—. Por la conmoción de un parentesco. Te reconocen en sí mismos. Tú eres el antepasado. Desconocían tu naturaleza hasta que llegaste, y ahora que te conocen, te temen, porque estás en ellos. Del mismo modo que estás en todos nosotros. Por eso quieren morir. Hablan de ello como una feliz aventura. Para ellos lo es. Pero también es, como ya comprenderás, una huida.

La cabeza de Clay da vueltas. Hay un violento latido en su nuca. Está ahogándose en metafísica.

—¿Cómo puedo persuadirlos de que no hagan eso? —dice, tras recurrir a toda la intensidad de que dispone.

—Otra vez la misma pregunta.

—Tengo que saberlo.

—Yo no tengo respuesta.

—¿Y quién sí? —pregunta Clay chillonamente, mientras un buitre roe su hígado.

—¿Quién sí? ¿Quién sí? ¿Quién sí? —El sollozo de Mal se transforma en graznido.

Clay mira alrededor. No consigue localizarla. Se inicia un cálido chaparrón. Clay se desmenuza. Quiere echar a correr pero sus pies han desaparecido, sus espinillas están esparciéndose, tendrá que desplazarse con los huesos de las rodillas. Inhala cuchillos. Suda ácido. Ve un espejismo: los Deslizadores acuclillados ante él, fundiéndose, agonizando, cantando, sonriendo. «¿Cómo puedo evitarlo?», pregunta Clay. Las palabras recorren velozmente el interior de su cabeza, igual que un remolino, se concentran y desaparecen como un silbido en su garganta. Detrás queda el polvoriento residuo de una respuesta: «Podrías hablar con los Intercesores». Entre chasquidos de vértebras, Clay asiente. Los Intercesores. Los Intercesores.

—¿Dónde puedo encontrarlos? —pregunta. Pero, naturalmente, Clay vuelve a estar solo.

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