Clay llega al edificio desde el oeste. La fachada que tiene delante es una enorme y continua losa de granito, sin perforaciones de ventanas, casi intocada por el tiempo. Tan sólo el desgarro de la hilera de relieves ornamentales próxima al techo indica las heridas causadas por los años. Verdes y escamosos líquenes se aferran a las asperezas del muro, creando dibujos de apagado color, continentes que brotan de la antigua piedra. La maleza ha comenzado a extraviarse por el pórtico. La puerta ha desaparecido, pero Clay, al mirar por el umbral, ve únicamente oscuridad en el interior del edificio. Precavidamente, Clay camina alrededor de las ruinas. Conforme avanza, legiones de ruidosos insectos guardan receloso silencio, abandonando el susurrante coro en grupos a cada paso que da el recién llegado. Hay punzantes cardos de color castaño de casi un metro de altura que proyectan sus deformes ramas hacia el desnudo cuerpo del intruso. Clay se halla ahora ante el edificio. Él no se había percatado, desde lejos, de la altura de la construcción: sube, sube y sube, oculta tanto cielo que Clay se extraña de que no se desmorone simplemente de vértigo. Pero no se trata de un rascacielos, de un edificio fálico por su verticalidad. Posee la maciza mole de un verdadero museo. Nueve escalones de mármol, enormes, conducen a la entrada principal; todos rodean enteramente el edificio. Clay sube el primer escalón, y el segundo, y acto seguido le falla el valor y decide completar antes la inspección del exterior.
Sigue hacia el este un escalón picado de viruelas y dobla la esquina. Esta parte es depresiva. Las columnas son destrozados muñones, tan irregulares como dientes mellados. Verdes y estranguladas enredaderas mantienen unidas las columnas. Los frontones se han derrumbado totalmente, y fragmentos de obras maestras, semienterrados, sobresalen del suelo. Clay trata de averiguar qué escenas están talladas ahí y, tras acercarse a una masa esculpida coherente, contempla imágenes de bestias más extrañas que cualquier animal conocido por él, criaturas con ojos saltones, enrejados ojos y áspera piel, monstruosidades surgidas de pesadillas de pesadilla. Con fría fascinación Clay examina esta galería de horrores hasta que, como si un carámbano le golpeara la oreja, topa con lo que seguramente es su retrato, elegantemente tallado en reluciente piedra. Clay huye. Tras doblar la esquina, trata de continuar por la parte trasera del edificio. Pero la pared está muy próxima al protector promontorio y no hay cuarta fachada. Clay desanda el camino, evita la visión del espantoso frontón y vuelve a la fachada delantera. ¿Debe entrar ahora? Clay retrocede mientras medita. La terraza del edificio, por lo que puede ver, está llena de vegetación que ha echado raíces en las fisuras y nichos de la intrincada cornisa. Un bosque entero vive ahí arriba: encrespadas matas, grupos de extraños arbustos en flor, fajas de lustrosa hiedra, árboles de gruesos troncos que deben de haber visto el paso de muchos siglos. Pero incluso el árbol de mayor tamaño es pequeño comparado con la extensión del mismo techo: la enmarañada masa de indisciplinada vegetación parece simplemente una insignificante capa de fortuitas acreciones. Pájaros y animales anidan en los árboles. Clay observa una serpiente amarilla que se retuerce de forma dominante a lo largo de los frisos. Suficiente. Clay se dispone a entrar. Se dirige hacia los escalones.
Naturalmente, hay telarañas en la entrada. Con los palmetazos de Clay para apartarlas, las telarañas se sueltan con un tenue ruido, un susurro, un débil tañido, como finas hebras metálicas en contacto. Clay entra en el edificio. Hay olor a moho. Llega a un vestíbulo, estrecho, oscuro y alargado, con húmedas y frías paredes de ónice. Al otro extremo hay un elevado umbral. La puerta es de rosado alabastro y reluce ardientemente. Contiene símbolos lineales que se esparcen y combinan formando turbadores modelos de metamorfosis. Clay extiende un dedo y, recelosamente, toca la puerta. Al instante el alabastro gira hacia dentro y deja al descubierto un patio que parece ocupar la totalidad de la parte central del edificio. Una columna de luz solar llena de motas cae perpendicularmente desde una inmensa herida, invisible desde el exterior, del techo. El ambiente es desagradable, frío y húmedo, como el de una vasta cisterna subterránea. Los ojos de Clay se adaptan poco a poco a la penumbra que domina en todas partes excepto en el punto donde cae la columna de brillantez. Clay ve erosionadas estatuas en descuidados rincones, cubiertas de barro. El lodo alfombra el suelo. Tras dar el tercer paso, Clay se hunde hasta el tobillo en frígido fango y duda antes de continuar. Hay un desagradable olor acre, igual que un mar repleto de orina de morsa. Clay siente la cercanía de vida animal. Presiente la existencia de masas metabólicas. Y se percata, tardíamente, del quinteto de gigantescas criaturas, inmóviles y pavorosas, en el extremo opuesto del patio.
Casi podrían ser dinosaurios. Indudablemente tienen las dimensiones apropiadas, incluso mayores. Las dos del centro deben de sobrepasar los treinta metros de longitud; las dos que flanquean a las anteriores son casi tan enormes, y la más pequeña, a la izquierda del grupo, supera al mayor elefante. La parte de pellejo que ve Clay es propia de reptil: brillante, escamosa, blindada, oscura. Las criaturas reposan en una postura curiosamente humana, incómoda e incongrua, la cabeza erguida, los brazos colgando, el espinazo doblado hasta formar una base, la cola encogida debajo, las piernas sobresaliendo delante. Los cuerpos que disponen de esta forma son alargados, de saurio, con extremidades cortas y gruesas y largas y ahusadas colas. Pliegues de carne descienden en múltiples arrugas sobre panzas y pechos. La forma de la cabeza varía: una criatura posee un hocico tremendamente prominente que brota diez o quince metros, otra tiene una cúpula esférica con cuernos, la tercera una minúscula cabeza al extremo de un cuello serpentino, la cuarta carece de cuello y tiene un inmenso bulto, y la cabeza de la última es dentuda, igual que la de un Devorador, pero increíblemente mayor. Las cinco criaturas están hundidas en espeso barro negro, que casi cubre a una hasta el cuello, apenas mancha a otra y enloda al resto en grados intermedios. No parece haber medio alguno de que los monstruos hayan entrado en las ruinas por alguna de las grietas. ¿Acaso el edificio fue erigido alrededor de ellos, a modo de santuario? Ahí están, juntos, infinitamente pacientes, emitiendo hedores y gruñidos internos, estudiando al recién llegado con vago interés, como una fila de fastidiados jueces que ha entrado en el cansancio capaz de superar cualquier fatiga. A Clay le parecen familiares: Ninameen, en cierta ocasión, en un momento de pánico, le ofreció una fugaz visión de estos monstruos. Clay comprende que se trata de los Intercesores, sumos jerarcas de la humanidad, a cuya autoridad parece someterse todo el mundo. Clay está asustado. Entre las innumerables variedades de humanidad que Clay ha encontrado, estos moradores del barro en el interior del destrozado templo de piedra son lo menos comprensible. Son grandiosos y repulsivos al mismo tiempo. El silencio permanece inalterado, pero Clay escucha el sonido de silenciosas trompetas y estruendo de trombones; a continuación llegará el potente rugido de los coros. ¿Debe arrodillarse él? ¿Debe mancharse con barro a modo de humillación ritual? Clay no se atreve a acercarse. Las cinco enormes cabezas se mueven lentamente de un lado a otro, rozan el pegajoso barro, y Clay sabe que a ninguna de ellas le representaría excesivo esfuerzo inclinarle un poco y agarrarle. Un tierno bocado, portador de los genes arcaicos. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Cómo es posible que hayáis nacido de mis lomos? Clay se estremece. El miedo le arrasa. Tal es su terror que considera su esqueleto como extraño intruso dentro de su carne. Los Intercesores resoplan y refunfuñan. Uno de ellos, el del larguísimo hocico, levanta un surco de lodo con la curva de su mentón y emite un profundo, lento rugido que hace caer al patio una losa.
—Me llamo Clay —dice él tímidamente. ¿Ha hablado antes de ahora con alguna improbabilidad semejante? —. Pertenezco a la raza humana. El flujo temporal me trajo aquí hace mucho tiempo, y he tenido… muchas experiencias… he… tenido… Me trajo aquí…
Clay no puede seguir de pie. Se agacha, se acuclilla, se hunde, con las rodillas en el frío y resbaladizo lodo. Los Intercesores no le han prestado atención.
—¿Querríais… ayudarme? Tengo seis amigos que han decidido morir.
Sus rígidos dedos se deslizan en el barro. Un torrente de cálida orina corre junto a su muslo derecho. Sus dientes castañetean. El Intercesor de mayor mole alza la cabeza y la columpia lentamente por encima de Clay. Éste levanta los ojos recelosamente, esperando que le agarren. La cabeza se aparta. Una indolente cola se desenrolla y se afloja.
—Iré a cualquier parte —murmura Clay—. Haré cualquier cosa. Moriré en lugar de ellos, si es preciso. Con tal de cambiar su decisión, ¿Cómo? ¿Qué? ¿Dónde?
¿Puede ponerse en contacto con la mente de los Intercesores? Clay trata de hacerlo, pero no toca nada. Los Intercesores no se han dignado abrir sus mentes para él. ¿Tienen mente? ¿Son realmente humanos, de acuerdo con la actual definición de «humano»? El miedo que inspiran a Clay se esfuma.
—Estúpidas montañas de carne, sólo eso —dice—. Enterrados vivos, pudriéndose con el barro hasta el cuello. ¡Horribles! ¡Inflados! ¡Vacíos!
Los Intercesores rugen al unísono. Los pesados muros del edificio tiemblan. Cae otra losa. Clay recula, se protege la frente con el brazo. Los monstruos continúan bramando.
—¡No! —explica Clay—. No pretendía… Yo sólo quería… Por favor… mis amigos, mis amigos, mis pobres amigos…
Clay apenas resiste el agudo y cortante hedor de la rabia de esas criaturas, y piensa que los alaridos de los Intercesores causarán la ruina final del destrozado museo. Pero hace un esfuerzo para quedarse donde está.
—Me someto a vuestra voluntad —afirma, y espera.
Los monstruos se calman. Vuelven a su retraimiento, ignoran al intruso, se arraigan en el barro con lenguas y dientes. Clay sonríe inciertamente. Se arrodilla de nuevo. Se postra totalmente.
—¿Por qué deben morir los Deslizadores? —pregunta—. Para prevenir. Para persuadir. Para sacrificarse en favor de…
Clay oye redobles de distantes tambores, un sonido noble y alentador… ¿o quizás es un trueno, o monstruosos eruptos de los Intercesores? Sin levantarse, Clay se retuerce hacia la puerta, de espaldas. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Encuentra la respuesta en su mente y, puesto que no podía estar ahí hace unos instantes, es obvio que la han puesto ahí los Intercesores. Clay irá al Pozo de las Primeras Cosas. Cederá. Aceptará cualquier cosa. No hay otro camino. Clay se levanta y da las gracias a los Intercesores. Los monstruos rezongan y gruñen. Sus oscuros ojos miran a otra parte. Están echando a Clay, que sale del edificio dando tumbos y se aleja bajo el deprimente ocaso.