Los nuevos sentidos de Clay se debilitan antes del mediodía. Queda un vago residuo; todavía puede ver un breve trecho del interior del suelo, y percibe cosas que suceden detrás de su cabeza.
Pero sólo nebulosamente. En este mundo las cosas son muy pasajeras. Clay espera encontrar otro estanque, o que regrese Hanmer hembra, o que acabe el tiempo de muerte del esferoide.
Por delante hay ahora un anfiteatro natural: un amplio y hondo hueco limitado en un extremo por un puñado de negros pedrones con líquenes azules incrustados. Cinco miembros de la raza de Hanmer están sentados cerca de las piedras. Tres hembras, dos varones.
—Haremos la Abertura de la Tierra —dice Hanmer—. Es el momento adecuado.
El día se ha vuelto bastante caluroso; si llevara ropa, Clay desearía quitársela. El perezoso sol pende cerca del horizonte, y gruesos rayos de energía se deslizan irregularmente por la pendiente del anfiteatro. Hanmer no hace presentaciones, los otros cinco parecen conocer ya a Clay. Todos se levantan y le dan la bienvenida con soñolientas sonrisas y apagados estallidos de canto. Clay tiene dificultades para distinguir uno de otro, incluso para distinguir a Hanmer de los otros dos varones. Una hembra se desliza hacia él.
—Soy Ninameen —le dice—. ¿Estarás alegre aquí? ¿Has venido para la Abertura de la Tierra? ¿Fue penoso despertar? ¿Te atraigo?
Ella posee una voz de cadencia regular, aguda y aflautada, y adopta posturas que Clay considera japonesas. Parece más delicada y vulnerable que Hanmer hembra. Los residuos de sus aumentadas percepciones muestran a Clay la sensualidad que palpita en el interior de Ninameen: minúsculos grifos transparentes están vertiendo doradas hormonas que fluyen hacia los lomos de la hembra. Tanta asequibilidad aturde a Clay. De pronto se avergüenza de su desnudez, del largo órgano que pende entre sus muslos. Envidia a los hombres de la especie de Hanmer, ellos tienen el sexo tapado. Ninameen se vuelve y corre hacia las rocas, mira hacia atrás una vez para comprobar si él la sigue. Clay permanece inmóvil. Hanmer, o alguien que él toma por Hanmer, ha elegido una hembra y está tumbado junto a ella en un hoyo de baja y esponjosa hierba. La tercera hembra y los otros dos varones han iniciado un remilgado baile, con muchas risas y frecuentes abrazos. Ninameen, tras trepar a una roca, lanza fragmentos de liquen a Clay. Éste corre tras ella.
Ninameen es increíblemente ágil. Clay vislumbra el esbelto cuerpo verde y oro siempre por delante de él mientras avanza torpemente por las negras rocas. Jadea, suda, tose de fatiga. Igual que un sátiro, Clay corre con el miembro erecto. Ella le espía desde inesperadas grietas. Un pequeño pecho que aparece por aquí, una lisa nalga por allá. Perseguida de este modo, Ninameen parece humana casi por entero, aunque hay recordatorios del abismo que separa las dos especies cuando Clay se detiene a considerar la llanura de la cara, los ojos escarlatas, los numerosos y alargados dedos de las manos. Clay sabe, por los vislumbres anteriores al nuevo embotamiento de sus percepciones, que la anatomía interna de Ninameen es monstruosamente extraña, una serie de ordenados compartimentos rectangulares unidos por estrechos canales anacarados. No hay más parecido con la maquinaria interna de Clay que entre ésta y la de una langosta. Pero él desea a Ninameen. Será suya pese a todo.
Clay llega a la cima del mayor pedrón. ¿Dónde está ella? Mira alrededor, no ve a nadie. La parte alta de la roca está ahuecada, forma un somero cráter; el agua de lluvia lo ha llenado y en la superficie flotan negros filamentos que se agitan y emiten zumbidos. Clay examina el agua, pensando que la hembra se ha sumergido para ocultarse, pero ve únicamente su propia imagen; que no se refleja en la superficie del agua sino en las profundidades de obsidiana. Clay está tenso e incómodo, parece un neandertaloide que arde de lujuria.
—¿Ninameen? —llama. El sonido de su voz levanta burbujas en el agua y el reflejo desaparece.
Ninameen se ríe tontamente. Clay la encuentra suspendida tres metros por encima de su cabeza, apoyada en el aire boca abajo, cómodamente, con brazos y piernas extendidos. Clay puede percibir los ríos de algo que no es sangre fluyendo por venas que no son tales, y nota la brisa creada por la levitación de Ninameen al frustrar la gravedad.
—Baja —le dice.
—Aún no. Cuéntame cosas de tu época.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. Desde el principio. ¿Morís? ¿Amáis? ¿Entra él en el cuerpo de ella? ¿Os peleáis? ¿Soñáis? ¿Perdonáis?…
—Espera —dice Clay—. Intentaré mostrártelo. Mira, así era mi época.
Clay abre su alma a Ninameen. Sintiéndose como una exposición de museo, le ofrece visiones de automóviles, camisas, zapatos, restaurantes, camas sin hacer, vestíbulos de hotel, aviones, macetas con palmeras, teléfonos, autopistas, plátanos maduros, explosiones atómicas, centrales eléctricas, zoológicos, edificios comerciales, embotellamientos de tráfico, piscinas municipales, galerías de tiro y periódicos. Le muestra películas, segadoras de césped, filetes a la parrilla y nieve. Le enseña ábsides de iglesia. Desfiles. Dentífricos. Lanzamientos de cohetes.
Ninameen cae pesadamente hacia el suelo.
Bamboleándose desesperadamente, Clay frena la caída y cae con Ninameen encima, gruñendo a causa del impacto. El frío cuerpo de la mujer se aferra al de él, tembloroso, y su pánico es tan intenso que imágenes de terror saltan de su mente a la de Clay. Éste ve, entre una neblina de distorsión, las ruinas gigantescas, ciclópeas y grisáceas de un edificio de piedra, y cinco enormes criaturas sentadas delante, bestias parecidas a dinosaurios enterradas en barro que alzan lentamente sus grandes cabezas, resoplan y hacen temblar el suelo con sus quejas. Y ahí está Ninameen postrada ante los monstruos, como si rezara, como si suplicara absolución. Los colosales reptiles rugen y jadean, sacuden la cabeza, arrastran sus inmensos mentones por el lodo, y Ninameen se hunde poco a poco, sollozante, en el barro. La imagen se desvanece. Clay acuna a la asustada muchacha con la máxima suavidad posible.
—¿Te has hecho daño? —murmura—. ¿Te encuentras mal?
Ninameen se estremece y de su boca brotan infelices ronroneos.
—No lo entendía —musita ella por fin—. No entendía tu poema y me he asustado. ¡Qué extraño eres!
Ninameen recorre la piel de Clay con una multitud de dedos. Ahora le corresponde a él estremecerse. Ella se acomoda al lado de él, y Clay la besa en el cuello y toca suavemente uno de sus pechos, admirando el tacto de azogue de su piel. Pero cuando se dispone a penetrarla imagina de pronto que ella está adoptando la forma masculina de su especie y su miembro viril pierde firmeza, como si sus entradas sensoriales estuvieran desconectadas. Ninameen se aprieta a él, pero es inútil: Clay no logra la erección. Solícita, Ninameen adopta la forma masculina, haciendo el cambio con tanta rapidez que él no puede seguirlo, pero la situación no mejora de este modo, y ella vuelve a ser hembra.
—Por favor —dice Ninameen con apre mian te vocecita—. Que nos atrasamos en la Abertura.
Clay nota que ella desliza los dedos sobre un grueso e inactivo nervio de la parte carnosa de su espalda; Ninameen rompe las redes de resistencia, aguijonea el cerebro de Clay, cataliza su virilidad. Luego ella le rodea con una pierna y Clay, antes de que el impulso le esquive, se lanza hacia las entrañas de la hembra. Ella le agarra como si quisiera ingerirlo. ¿Por qué tienen vida sexual estos seres? Indudablemente pueden descubrir formas más inmediatas de establecer contacto. Indudablemente la sexualidad no puede ser una meta biológica en fecha tan tardía de la evolución humana. Indudablemente este simple placer animal debe ser tan anticuado como comer o dormir. Clay concibe una agradable fantasía: han vuelto a inventar el coito para él y se han dotado de vaginas y penes con cierto espíritu de mascarada, el mejor recurso para comprender la naturaleza de su primitivo huésped. La idea complace a Clay. Sin dejar de mover las caderas, Clay embellece el acto esforzándose en imaginar a los compañeros de Hanmer en su forma normal, asexuados, lisos como una máquina en las entrepiernas, y mientras hace esto, Ninameen le transmite secretamente un estallido de extática sensación, usando la parte de él que está dentro de ella como conducto directo para llegar a su cerebelo. Clay responde con un ardoroso y repentino chorro y se queda inmóvil, asombrado y drenado.
—¿Quieres ayudarnos a hacer la Abertura de la Tierra, ahora? —le murmura ella cuando él abre los ojos.
—¿Qué es eso?
—Uno de los Cinco Ritos.
—¿Una ceremonia religiosa?
La pregunta queda en suspenso en el aire, igual que el frío. Ninameen está bajando del pedrón. Él la sigue con torpes pasos, dando tumbos, tropezando en las grietas de la roca. Ella se vuelve, le alza suavemente del suelo, con una sonrisa y una mirada, y le hace ir flotando hasta el suelo. Clay aterriza de pie en la húmeda y cálida tierra. Ninameen le arrastra hacia el centro del anfiteatro, donde ya están reunidos los otros cinco. Todos han adoptado la forma femenina. Clay es incapaz de distinguir a Hanmer hasta que los demás pronuncian sus nombres con cascabelera precipitación: Bril, Serifice, Angelon y Ti. Sus cuerpos, esbeltos y desnudos, ondulan y relucen bajo la brillante luz solar. Forman un círculo, cogidos de las manos. Clay cree que se halla entre Serifice y Ninameen.
—¿Qué opinas, somos los buenos o los malos? —dice Serifice, suponiendo que sea ella, con un encantador tintineo.
Ninameen contiene la risa.
—¡No le confundáis! —grita alguien del círculo, la hembra que Clay supone es Hanmer.
Pero Clay está confuso.
Temporalmente saciado de su lujuria por Ninameen, Clay está obsesionado de nuevo por la rareza de estos seres y se extraña de que sienta interés sexual por ellos pese a que sean tan extraños. ¿Será a causa de alguna peculiaridad del ambiente? ¿O quizá cualquier agujero disponible sirve para el caso cuando estás atrapado por el flujo del tiempo?
Están bailando. Clay baila con ellos, pese a que no puede imitar los elásticos movimientos de esas piernas sin articulaciones. Las manos que agarra se vuelven frías. En su estómago brota un helado nudo de incertidumbre, Clay sabe que el rito de la Abertura de la Tierra está empezando. Un brusco embate de actividad vibra dentro de su cráneo. Su visión se nubla. Sus seis compañeras se lanzan hacia él y le estrujan con sus helados cuerpos. Él nota en la piel los rígidos pezones como si fueran nudos de fuego. Están obligándole a tenderse en el suelo. ¿Se trata de un sacrificio, y él es la víctima?
—Soy Angelon —canturrea Angelon.
—Soy amor —canta Ti—. Soy Ti. Soy amor.
—Soy amor —canta Hanmer—. Soy Hanmer.
—Soy Serifice. Soy amor.
—Soy Bril.
—Soy Angelon.
—Amor.
—Ninameen.
—Soy amor.
—Serifice.
El cuerpo de Clay se está expandiendo. Se está transformando en una malla de finos hilos de cobre que envuelve el planeta entero. Tiene largura y anchura pero no altura.
—Soy Ninameen —canta Ninameen.
El planeta está abriéndose. Clay penetra en él. Lo ve todo.
Ve los insectos en sus nidos y los reptiles nocturnos en sus túneles, ve las raíces de los árboles y arbustos, flores que se entrelazan, se retuercen y se extienden, y ve las rocas subterráneas y las capas de estratificación. Preciosos minerales relucen en la dividida corteza del planeta. Clay localiza lechos de ríos y suelos de lagos. Toca todo y es tocado por todo. Él es el dios durmiente. Él es la primavera que vuelve. Él es el corazón del mundo.
Clay desciende a los estratos más profundos, donde bolsas de petróleo rezuman tristemente a través de las capas de silencioso esquisto, y encuentra doradas pepitas que bullen y revientan, y vadea un claro y manso riachuelo de zafiros. Luego flota hacia la parte del planeta que fue hogar del hombre en una de las generaciones posteriores a la suya, y vaga admirado por vacías calles de pulcros y espaciosos túneles mientras serviciales máquinas matraquean sin cesar y se ofrecen para atender todas las necesidades de Clay.
—Somos amigos del hombre —le dicen- y aceptamos nuestras antiguas obligaciones.
El planeta tiembla y el flujo del tiempo estalla, y en un sorprendente momento Clay ve la ciudad habitada de nuevo: altos mortales de atormentado aspecto atestan los corredores, seres pálidos, de rostros largos y delgados, no muy distintos de los hombres y mujeres de la época de Clay, con la excepción de que sus cuerpos tienen tendencia a ser atenuados y endebles. Clay no lamenta recorrer ese nivel y pasa a las verdaderas entrañas. Ahí está el ardiente magma, los fuegos internos. ¿Aún no te enfrías, viejo planeta? No, ni mucho menos. Carezco de luna y mis mares han variado, pero en el núcleo resplandezco. Los amigos de Clay están muy cerca.
—Soy Bril —musita Serifice.
—Soy Angelon —dice Ti.
Todos son varones y han extraído sus miembros de las vainas. ¿Han venido para fertilizar el núcleo de la Tierra? Brotan nubes de ondulante vapor azul y ocultan a los compañeros de Clay, y él sigue vagando, nadando entre pórfiro, alabastro, sardónice, diabasa, malaquita y feldespato, alanceando los tejidos del mundo como una aguja consciente, hasta que la superficie va acercándose. Clay emerge. Se ha hecho de noche y sus amigos yacen agotados en el anfiteatro; enjambres de doradas avispas adornan sus fláccidos cuerpos, tres varones, tres hembras. En plena exaltación, Clay descubre que puede caminar en el aire. Asciende a una altura de quizá diez metros y, sonriente, anda a grandes y torpes zancadas. ¡Qué fácil es! Todo se reduce a mantener la distancia entre su cuerpo y el suelo. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Recorre la extensión del anfiteatro. Cae flotando hasta que sus pies casi rozan los arbustos y se lanza de nuevo hacia lo alto. Un paso, otro paso, otro más. Vale la pena haber sido arrastrado fuera de rumbo quién sabe cuántos millones de años, para poder andar en el aire de esta forma, no en cierta forma intangible e incorpórea como antes, sino con el mismo y cosquilleante cuerpo.
Clay desciende. Ve la reluciente jaula metálica del esferoide, con su contenido inerme, arrugado y caído. Se acerca y apoya las manos en los brillantes barrotes.
—Nadie debe estar muerto en la noche de la Abertura de la Tierra —dice—. ¡Recobra la fuerza! ¡Ven! ¡Ven! —Clay pone las manos en el espinoso cadáver del esferoide—. ¿Puedes oírme? Te ordeno que vuelvas a la vida, hijo, hija, sobrino, sobrina.
De las profundidades de la abierta Tierra, Clay reclama nueva vida y la bombea al esferoide, que recobra su plenitud, su antigua gordura, se hace liso y firme de nuevo, adopta una tonalidad púrpura, roja, rosada. Vive otra vez. Clay detecta las mudas emanaciones de gratitud.
—Nosotros, los humanos, nos mantenemos unidos —dice Clay al esferoide—. Soy Clay. Mi época es algo anterior a la tuya, anterior al cambio de forma de la raza. Pero, como puedes ver, épocas posteriores lograron el regreso a la disposición original. Esos que duermen allí…, nuestros anfitriones…
Hanmer, Bril, Serifice, Angelon, Ti y Ninameen fluctúan y se hacen indistintos, pasan de macho a hembra y de hembra a macho, se agitan, se aquietan. Todavía están enmarañados en la ceremonia de la Abertura de la Tierra. Clay se pregunta si no debería haberse quedado con ellos, pero decide que, de haberlo hecho, habría perdido el placer del paseo por el aire, y no habría devuelto la vida al esferoide. Ha sido un día de prodigios. Él jamás había conocido tanta dicha.
El delirio de felicidad de Clay no se altera siquiera cuando aparecen arrastrándose los horribles hombres cabra. Él los saluda inclinando la cabeza.
—Soy Clay —explica—. De todos los atrapados por el flujo temporal, yo parezco ser el más antiguo. El esferoide pertenece a una época posterior a la mía. Éstos, naturalmente, forman parte de la variedad de hombre que domina en la actualidad. Y vosotros tres, por lo que deduzco, procedéis de algún período intermedio en que…
Mascullando de forma siniestra, los hombres cabra avanzan hacia él.
Hablan entre ellos en un triste y monótono lenguaje, y avanzan como cangrejos, formando amplios ángulos con el cuerpo. Llenan el ambiente de olor a podredumbre. Clay reprime el desánimo, se repite que debe precaverse de los juicios externos; también estos seres son hijos del hombre, y en alguna época desaparecida debieron representar la cumbre del progreso humano. Me mostraré natural, me mostraré caritativo, me mostraré afectuoso. Ya están muy cerca de él, estiran sus caras hacia él, exhalan fétidos vapores, le salpican con glutinosos salivazos. Clay siente náuseas y tose. Los caprunos seres mantienen sus cortos y gruesos brazos apretados en sus pechos, blancos y sin vello; los dedos, romos y rechonchos, rastrean pizcas de pelada piel, y no tienen uñas. Se mecen rítmicamente sobre sus enormes muslos. Clay ve que sus ojos centellean con indudable malevolencia. La maraña de cizaña que brota de sus pies asfixia el anfiteatro con basta vegetación.
—¿Podemos discutir esto? —pregunta Clay—. Es la noche de la Abertura de la Tierra. Seamos afectuosos. Seamos receptivos. ¿Cómo puedo ayudaros?
Las criaturas se acercan un poco más. Oleadas de genuina amenaza emanan de ellas. Preocupado, Clay trata de alzarse del suelo, pero los brazos de los otros se adelantan para agarrarle y apretarle al suelo. Se ponen a zarandearle, le empujan de uno a otro mientras emiten un débil sonido de matraca, risa corrompida. ¡Un juego! ¡La liebre cercada por los sabuesos!
—No lo entendéis —dice Clay—. Soy un ser humano, una forma primitiva pero que… merece… respeto…
El zarandeo es cada vez más violento. Las caras de los caprunos seres aparecen amenazadoras por encima de Clay; la cabeza de éste sólo llega a sus pechos. Todos patean fieramente el suelo, y la tierra tiembla. Sus dientes brillan.
Hanmer, Ninameen, Ti, Serifice, Bril y Angelon se sientan para observar. No hacen gesto alguno para intervenir.
Sólo el esferoide refleja resentimiento mientras los hombres cabra golpean a Clay: está traqueteando enojadamente. Pero los hombres cabra no entienden el lenguaje esferoide mejor que Clay. Siguen empujando a Clay. A éste le pica la piel en los puntos donde el contacto le ha cubierto de babaza. Y mientras empujan, murmuran con insistencia ante él. ¿Qué están diciendo? Clay imagina que están afirmando: «Tú llegarás a ser como nosotros, tú llegarás a ser como nosotros, tú llegarás a ser como nosotros». Ese cascado chillido, ¿será su risa? ¿Qué siniestro vaivén de hechos creó estos seres a partir del material genético humano? Son esqueletos en el armario del mañana. Son la broma que gastará el futuro a todos los soñadores utópicos. Clay cae al suelo bajo los golpes. La maraña de cizaña que crece con rapidez le envuelve y le deja sin respiración. Le dan patadas y más golpes. Clay vomita. Y sin embargo le anima saber que estas bestias sólo son una fase pasajera de la historia. La humanidad pasará por encima de ellas, purgada, y llegará a ser divina como Hanmer. Es un pensamiento confortador, aunque el divino Hanmer ofrece poco consuelo en este momento. Reanimado, Clay se arrastra por una brecha de los agitados pies y desciende la ladera del anfiteatro en dirección a Hanmer y sus amigos.
—¡Vosotros! ¡Hanmer! —grita—. ¡Decidles que me dejen en paz! ¿No podéis controlar a vuestros antepasados?
Hanmer se echa a reír.
—En este momento están al servicio del Mal, querido mío. Y por lo tanto, fuera de mi control.
Los hombres cabra han observado que Clay se ha escapado. Se vuelven contra el esferoide, pero descargas defensivas los alcanzan en cuanto tocan la jaula y, gruñendo, se alejan y se dirigen pesadamente hacia Clay.
¿Cómo puede él huir? Es capaz de tolerar las magulladuras, pero no el hedor, no la enfermiza fealdad. Dando tumbos, resbalando, Clay corre hacia la creciente oscuridad, rodea las rocas y se lanza hacia el nebuloso bosque. Oye tras él los bufidos de las cabras: huruhf, huruhf, huruhf. Una presurosa zancada le envía hacia una oculta masa de agua; Clay nota la humedad en sus espinillas, trata de retroceder, tropieza con un invisible obstáculo, cae de cabeza hacia delante. Se produce un gran chapoteo. Algo tira de su cuerpo desde abajo. Clay se hunde.