Franjas de luz que llega manchan el cielo. La oscuridad es derrotada por tonos rosas, grises y azules. Él se despereza y saluda a la mañana, sintiéndose hambriento y sediento. Se acerca al río, se agacha, se moja la cara con agua fría, se frota ojos y dientes y, avergonzado, limpia el seco y pegajoso esperma de sus muslos. Luego engulle agua hasta que desaparece su sed. ¿Comida? Mete un brazo en el río y, con una habilidad que le asombra, coge un agitado pez. Los lisos costados del animal son de color azul oscuro, con filamentos rojos cuyo interior vibra claramente. ¿Crudo? Bien, sí, ¿cómo, si no? Pero al menos que no esté vivo. Él le aplastará la cabeza contra una roca.
—No, por favor. No hagas eso —dice una suave voz.
Él está dispuesto a creer que el pez suplica clemencia. Pero una purpúrea sombra cae sobre él; no está solo. Al volverse ve una silueta delgada y sutil. La fuente de la voz.
—Soy Hanmer —dice el recién llegado—. El pez… por favor, échalo al agua. No es necesario.
Una amable sonrisa. ¿Es una sonrisa? ¿Son unos labios? Él cree que es mejor obedecer a Hanmer. Lanza el pez al agua. Con un burlón latigazo de la cola, el animal se aleja rápidamente. Él vuelve a mirar a Hanmer y le dice:
—No quería comérmelo. Pero tengo mucha hambre y estoy perdido.
—Dame tu hambre —dice Hanmer.
Hanmer no es humano, aunque el parentesco es evidente. Es tan corpulento como un muchacho alto, y su cuerpo, pese a su delgadez, no parece frágil. Su cabeza es grande pero su cuello es fuerte y la espalda es amplia. En ninguna parte de su cuerpo hay pelo. La piel es de color verde dorado y tiene el rasgo inconsútil y duradero del plástico flexible. Sus ojos son globos escarlatas detrás de párpados ágiles y transparentes. Su nariz es un mero reborde; las ventanas nasales son cerradas rendijas; su boca es un corte horizontal con finos labios que no se abren lo suficiente para dejar ver el interior. Tiene muchísimos dedos en las manos y no muchos en los pies. Brazos y piernas están articulados en codos y rodillas, pero las articulaciones parecen ser universales, confiriéndole inmensa libertad de movimiento. El sexo de Hanmer es un enigma. Hay algo en su porte que parece irrefutablemente masculino, y carece de senos y otras características femeninas visibles. Pero donde debería estar el miembro masculino sólo hay un curioso pliegue vertical que se dobla hacia adentro, vagamente como la ranura vaginal aunque no del todo comparable. Debajo, en lugar de dos colgantes testículos hay un solo bulto pequeño, firme y redondeado, quizá equivalente al escroto, como si el objetivo de la evolución hubiera seguido siendo mantener las gónadas fuera de la cavidad del cuerpo pero con el diseño de un recipiente más eficaz. Poca duda cabe de que los antepasados de Hanmer, en cierta época remota, fueron hombres. Pero ¿también puede llamársele hombre a él? Hijo del hombre, quizás.
—Ven conmigo —dice Hanmer. Extiende las manos. Hay delicadas membranas entre los dedos—. ¿Cómo te llamas, extranjero?
Es preciso pensar un momento.
—Yo era Clay —dice a Hanmer.
El sonido de su nombre cae al suelo y rebota. Clay. Clay. Yo era Clay. Clay era yo cuando yo era Clay. Hanmer parece complacido.
—Ven, pues, Clay —dice apaciblemente—. Yo cogeré tu hambre.
Dubitativo, Clay da sus manos a Hanmer. Nota que se acerca al otro ser. Los cuerpos se tocan. Clay siente agujas en los ojos y un fluido negro que entra a chorros en sus venas. Percibe violentamente el laberinto de tubos rojos en su estómago. Puede oír el latido de sus glándulas. Al cabo de un momento Hanmer le suelta y Clay ha perdido totalmente el apetito. Le resulta incomprensible haber pensado en devorar a un pez hace sólo unos instantes. Hanmer se echa a reír.
—¿Mejor ahora?
—Mejor. Mucho mejor.
Con un dedo del pie, Hanmer traza una rápida línea en el suelo. La tierra se abre como una cremallera y Hanmer saca un tubérculo gris, abultado y pesado. Se lo lleva a los labios y lo succiona un instante. Luego lo tiende a Clay, que se lo queda mirando, incierto. ¿Se trata de una prueba?
—Come —dice Hanmer—. Está permitido.
Aunque el hambre ha desaparecido, Clay chupa el tubérculo. Varias gotas de un arenoso jugo entran en su boca. Al instante, brotan llamas en su cráneo y su alma languidece. Hanmer se lanza hacia delante y agarra a Clay antes de que caiga. Le abraza de nuevo; Clay nota que los efectos del jugo decrecen bruscamente.
—Perdóname —dice Hanmer—. No me había dado cuenta. Debes de ser terriblemente primitivo.
—¿Qué?
—Uno de los primeros, supongo. Atrapado en el flujo del tiempo como los demás. Te amamos. Te damos la bienvenida. ¿Parecemos espantosamente extraños? ¿Te sientes solo? ¿Estás apenado? ¿Querrás enseñarnos cosas? ¿Te dedicarás a nosotros? ¿Nos deleitarás?
—¿Qué mundo es este?
—El mundo. Nuestro mundo.
—¿Mi mundo?
—Lo fue. Puede serlo.
—¿Qué época es esta?
—Una buena época.
—¿He muerto?
—La muerte ha muerto. —Hanmer contiene la risa.
—¿Cómo he llegado aquí?
—Atrapado en el flujo del tiempo como los demás.
—¿Arrastrado a mi futuro? ¿Hasta qué punto del futuro?
—¿Es importante eso? —pregunta Hanmer, con aire de aburrimiento—. Vamos, Clay, desvanécete conmigo y comencemos nuestros viajes.
Hanmer trata de coger la mano de Clay una vez más. Clay retrocede.
—Aguarda —murmura. La mañana se ha hecho ya muy brillante. El cielo vuelve a tener su penoso color azul; el sol es un gong. Clay se estremece. Acerca su cara a la de Hanmer y le dice—: ¿Hay otros como yo por aquí?
—No.
—¿Eres humano?
—Naturalmente.
—¿Pero cambiado por el tiempo?
—Oh, no —dice Hanmer—. Tú estás cambiado por el tiempo. Yo vivo aquí. Tú nos visitas.
—Hablo de evolución.
Hanmer se enfurruña.
—¿Podemos desvanecernos ya? Tenemos que ver tantas cosas…
Clay arranca un manojo de los hierbajos de la noche pasada.
—Al menos háblame de esto. Llegaron tres criaturas y estas hierbas crecieron donde…
—Sí.
—¿Qué eran? ¿Visitantes de otro planeta?
—Humanos —dice suspirando Hanmer.
—¿También esos? ¿Formas distintas?
—Antes que nosotros. Después de ti. Atrapados en el flujo temporal, todos.
—¿Cómo es posible que nosotros hayamos evolucionado hasta ser ellos? Ni siquiera en mil millones de años habría cambiado tanto la humanidad. Y además, ¿para volver a cambiar luego? Tú te pareces más a mí que ellos. ¿Cuál es la pauta? ¿Cuál es el recorrido? ¡Hanmer, no consigo entenderlo!
—Aguarda a ver a los otros —dice Hanmer, y empieza a desvanecerse.
Una fina nube gris brota de su piel y le envuelve, y en el interior Hanmer va haciéndose nebuloso, desaparece plácidamente. Brillantes chispas anaranjadas saltan en la nube. Hanmer, aún visible, refleja éxtasis. Clay logra ver un rígido tubo carnoso que sale del pliegue de la entrepierna de Hanmer: sí, él es varón, a pesar de todo, y muestra su sexo en este momento de placer.
—¡Has dicho que me llevarías contigo! —grita Clay.
Hanmer asiente y sonríe. La estructura interna de su cuerpo aparece con claridad, una red de nervios y venas, iluminada por un extraño fuego interno, reluciente, roja, verde y amarilla. La nube se extiende y, de repente, Clay se halla también dentro de ella. Se produce un suave silbido: sus tejidos y fibras, que se evaporan. Hanmer ha desaparecido. Clay gira, se agranda, se atenúa. Percibe sus vibrantes órganos, una exquisita mezcla de texturas y tonos, éste verde y grasiento, aquel rojo y pegajoso, aquí una esponjosa masa oscura, allí una espiral de azul oscuro…, todo maduro, lozano, en los últimos instantes antes de la disolución. Una sensación de aventura y excitación se apodera de Clay. Flota hacia arriba y hacia fuera, fluye sobre la faz de la tierra, adopta un tamaño infinito y renuncia por entero a tener masa. Abarca hectáreas, distritos enteros, dominios completos. Hanmer está junto a él. Se expanden juntos. La luz del sol alcanza a Clay, llega a la vasta superficie superior de su nuevo cuerpo, hace que las moléculas dancen y brinquen con espinosa vistosidad, zumbando y restallando mientras botan por toda partes. Clay percibe los electrones que van de un lugar a otro, ascendiendo la escalera energética. ¡Pip! ¡Pop! ¡Pip! Clay se remonta. Planea. Se imagina que es una gran nube gris que se desliza por el aire. En lugar de un borde borlado tiene cien ojos, y en el centro de todo, la dura masa nudosa del cerebro brilla, vibra y dirige.
Clay ve escenas de la noche pasada: el valle, el prado, las montañas, el riachuelo. El campo de visión cambia después, al ganar altura, y Clay abarca una revuelta y cicatrizada campiña de ríos y peñascos, de erosionados dientes que sobresalen de la tierra, de golfos, de lagos, de promontorios. Abajo hay figuras que se mueven. Ahí están los tres seres caprinos, pedorreando y mascullando bajo un gran e irregular árbol semejante al del caucho. Ahí se ven seis criaturas de la especie de Hanmer, copulando felizmente en la orilla de un dorado estanque. Ahí están los reptiles nocturnos, dormitando en la tierra. Ahí se vislumbra algo enterrado hasta los hombros en el suelo, algo que irradia solemnes y apasionados pensamientos. Ahí llega una escuadrilla de criaturas aladas, aves o murciélagos o incluso reptiles, volando en cerrada formación, oscureciendo el cielo; llegan a una corriente ascendente, horadan el cuerpo de Clay, desde la parte de abajo hasta la de arriba, igual que un millón de punzantes balas, y se esfuman en las alturas sin nubes. Ahí hay inteligencias saturninas que pastan en el barro de oscuros charcos. Ahí se ven dispersos bloques de piedra, quizás antiguas ruinas. Clay no ve una sola construcción entera. No distingue carreteras. El mundo no contiene una sola marca humana de importancia. Es primavera en todas partes; todo está hinchado, lleno de vida. Hanmer, ondulándose como una nube de tormenta, ríe y grita.
—¡Sí! ¡Lo aceptas!
Clay lo acepta.
Clay prueba su cuerpo. Hace que despida rayos fluorescentes y ve sombras violetas que danzan bajo él. Crea aceradas costillas y una columna vertebral de marfil. Teje un nuevo sistema nervioso a partir de pelusas de vacío. Inventa un órgano sensible a colores que supera el ultravioleta y, muy contento, derriba el extremo oscuro del espectro. Se transforma en un enorme órgano sexual y viola a la estratosfera, dejando estelas de luminoso semen. Y Hanmer, siempre junto a Clay, exclama, «¡Sí!», y «¡Sí!» y otra vez «¡Sí!». Clay abarca ya varios continentes. Acelera, busca su terminación y, tras breve esfuerzo, lo encuentra y lo une a sí mismo, de tal modo que se convierte en una nebulosa serpiente que abraza el mundo.
—¿Lo ves? —grita Hanmer—. ¡Es tu mundo! ¿Verdad? ¡El planeta familiar!
Pero Clay no está seguro. Los continentes se han alterado. Ve lo que supone que deben ser las Américas, pero han sufrido cambios, porque la punta del sur ha desaparecido, igual que el istmo de Panamá, y al oeste de lo que debería ser Chile hay una enorme extensión cancerosa, quizá la Antártida desplazada. El océano anega ambos polos. Las costas son nuevas. Clay no localiza Europa. Un tremendo mar interior disimula lo que, sospecha Clay, es Asia; un destello de sol se refleja en el agua, transformándola en un gigantesco ojo burlón. Al llorar, Clay disemina masas de lava a lo largo del ecuador. Un caparazón sobresale serenamente en el lugar donde debería estar África. Una cadena de radiantes islas rutila a lo largo de miles de kilómetros de alterado océano. Clay empieza a sentir pánico. Piensa en Atenas, El Cairo, Tánger, Melburne, Poughkeepsie, Istambul y Estocolmo. Apenado, Clay se enfría y, al helarse, se escinde en una rociada de partículas de hielo que, al instante, atraen a pequeños insectos zumbadores. Los insectos salen disparados de pantanos y marismas; empiezan a engullir a Clay, pero Hanmer los aleja a gritos, los devuelve aturdidos al suelo y después Clay siente su cuerpo reunido y restaurado.
—¿Qué ha pasado?-pregunta Hanmer.
—Estaba recordando —replica Clay.
—No lo hagas —dice Hanmer.
Se remontan de nuevo. Giran, brincan y penetran en el reino de las sombras que circunda el mundo, de tal modo que el planeta en sí no es más que una pequeña impureza esférica del blando y ondeante manto del cuerpo de Clay. Éste observa el giro del planeta. ¡Qué lentitud! ¿Acaso el día se ha alargado? ¿Es éste mi mundo? Hanmer le da un suave codazo y ambos se transforman en ríos de energía de millones de kilómetros de longitud y se evaporan hasta el espacio. Clay arde de ternura, de amor, de ansia por unirse con el cosmos.
—Nuestros mundos vecinos —dice Hanmer—. Nuestros amigos. ¿Lo ves?
Clay lo ve. Ahora sabe que no ha ido velozmente a un planeta o a otra estrella. Lo que ve claramente es Venus, esa nebulosa esfera. Y aquella cosa roja y llena de agujeros es Marte, aunque a Clay le confunde el enmalezado océano de verdor que envuelve las rojizas llanuras. No logra localizar Mercurio. Una y otra vez se desliza en esa órbita interior, busca afanosamente el minúsculo globo, pero el globo no está allí. ¿Habrá caído en el sol? Clay no se atreve a preguntarlo, por miedo a que Hanmer le conteste que sí. Él no soportaría la pérdida de un planeta en estos momentos.
—Ven —dice Hanmer—. Hacia fuera.
Los asteroides han desaparecido. Un acto sensato: ¿quién necesita esos desechos? Pero ahí está Júpiter, prodigiosamente intacto, incluso con la Gran Mancha Roja. Clay se alboroza. Las franjas de color también permanecen, brillantes rayas de ricos tonos amarillos, marrones y anaranjados, separadas por fajas más oscuras.
—¿Sí? —pregunta Clay, y Hanmer dice que puede hacerse.
Se lanzan hacia el planeta, remolinean y flotan en la atmósfera de Júpiter. Caliginosos cristales los envuelven. Sus atenuados cuerpos se entrelazan con moléculas de amoníaco y metano. Van hacia abajo, descienden, llegan a peñascos de hielo que se alzan sobre desolados y untuosos mares, ven turbulentos géiseres y lagos en ebullición. Clay se extiende sobre un continente de nieve y permanece inmóvil, jadeante, encantado del placentero impacto de las muchas toneladas de atmósfera planetaria sobre su espalda. Se transforma en mazo y sondea el gran y escabroso núcleo del planeta, lo golpea felizmente, bong, bong, buooong… Ondas de sonido se alzan en quebrados y cremosos estallidos. Clay se consume en el éxtasis. Pero entonces, inmediatamente después, hay una pérdida compensadora: el brillante Saturno carece de anillos.
—Un accidente —confiesa Hanmer—. Un error. Fue hace mucho tiempo.
Es imposible consolar a Clay. Está en un tris de volver a fracturarse y golpetear la atezada superficie de Saturno con una nube de copos de nieve. Hanmer, comprensivo, se encorva y rodea el planeta, gira, se desliza a lo largo del espectro, hace aparecer doradas luces, vira primero de costado, luego formando suntuosos ángulos.
—No —dice Clay—. Te lo agradezco, pero no servirá.
Y prosiguen hacia Urano, hacia Neptuno, hacia el frígido Plutón.
—No fue obra nuestra —insiste Hanmer—. Pero jamás imaginamos que alguien pudiera sentirlo tanto.
Plutón es un fastidio. Flotando en el espacio, Clay observa cinco primos de Hanmer que caminan por un negro páramo, yendo de ninguna parte a ninguna parte. Clay mira inquisitivamente hacia fuera. ¿Proción? ¿Rigel? ¿Betelgeuse?
—En otra ocasión —murmura Hanmer.
Vuelven a la Tierra.
Caen a plomo en la atmósfera igual que un juego de joyas. Aterrizan. Clay está de nuevo en su cuerpo mortal. Se halla en un cuidado campo de bulbosas plantas, pequeñas y de color verde mar; por encima de él se asoma un gigantesco monolito triangular, ahorquillado en la punta, y por la horquilla corre un burbujeante río que se precipita cien o quizá cientos de metros por la inmensa superficie de ónice de la losa hasta caer en un hoyo prácticamente circular. Clay está temblando. El viaje le ha desangrado. En cuanto puede, se sienta, aprieta sus palmas en sus mejillas, suspira profundamente varias veces, parpadea. Los planetas giran formando obstinados círculos en su cabeza. Su gozo con Júpiter lucha con la pena por los anillos de Saturno. Y Mercurio. Y los amados y viejos continentes, el amigable mapa. Apuñalados por las agujas del tiempo. El aire es apacible y transparente, y Clay escucha una lejana música. Hanmer está de pie al borde del hoyo, contemplando la caída del agua.
¿Es Hanmer? Cuando Hanmer se vuelve, Clay percibe diferencias. Del liso y ceroso pecho han brotado dos senos. Son pequeños, como los de una muchacha que acaba de entrar en la pubertad, pero sin duda alguna son pechos femeninos. Rematados por minúsculos pezones de color rosa. Las caderas de Hanmer se han ensanchado. El pliegue vertical de la base del vientre se ha estrechado hasta formar una rendija, de la que sólo se ve la parte superior. El hemisferio escrotal de la parte inferior ha desaparecido. No es Hanmer. Es una mujer de la especie de Hanmer.
—Soy Hanmer —dice ella a Clay.
—Hanmer era varón.
—Hanmer es varón. Yo soy Hanmer. —Ella se acerca a Clay. Su forma de andar no es la de Hanmer: en lugar de su ágil y suelta desenvoltura hay un movimiento más refrenado, igualmente fluido pero no tan flexible—. Mi cuerpo ha cambiado, pero soy Hanmer. Te amo. ¿Podemos celebrar juntos nuestra jornada? Es la costumbre.
—¿Se ha ido para siempre el otro Hanmer?
—Nada se va para siempre. Todo vuelve.
Mercurio. Los anillos de Saturno. Istambul. Roma.
Clay se hiela. Guarda silencio un millón de años.
—¿Querrás celebrar conmigo?
—¿Cómo?
—Una unión de cuerpos.
—Sexo —dice Clay—. De modo que no es una cosa anticuada.
Hanmer ríe hermosamente. Se tiende en el suelo con un rápido y desgarbado gesto. Las pulposas plantas suspiran, se estremecen, se balancean. Se abren ojillos en las puntas y chorros de precioso fluido brotan en el aire. Una aromática fragancia se extiende. Un afrodisíaco: Clay nota de pronto la rigidez de su miembro. Hanmer dobla las rodillas. Separa sus muslos y Clay examina la brecha intermedia que aguarda.
—Sí —musita ella.
Aturdido por el desconcierto, Clay cubre con su cuerpo el de ella. Sus manos se deslizan hacia abajo para agarrar las frías, lisas, sedosas nalgas. Hanmer ha enrojecido; sus transparentes párpados se han vuelto lechosos, de tal forma que el fulgor escarlata de sus ojos se ha apagado. Al deslizar una mano hacia arriba y acariciarle los pechos, Clay percibe el endurecimiento de los pezones, y la extrañeza ante la inmutabilidad de ciertas cosas le aturde. La humanidad recorre el sistema solar en un momento, los pájaros hablan, las plantas colaboran en placeres humanos, los continentes están en desorden, el universo es una tormenta de maravillosos colores y asombrosos aromas. Y sin embargo, pese al milagro dorado, carmesí y purpúreo de este alterado mundo, los penes continúan exigiendo vaginas, y las vaginas, penes. No parece adecuado. Pero tras un suave y apagado grito Clay penetra en ella y empieza a moverse, un rápido pistón en la húmeda cámara, y la situación le resulta tan normal que por un momento olvida la sensación de pérdida que ha estado con él desde su despertar. Llega al orgasmo con tal celeridad que el clímax le destroza, pero ella se limita a cantar una frágil serie de semitonos y Clay se recobra con idéntica rapidez, y está despejado, y los dos siguen. Ella le ofrece un espasmo de disciplinada intensidad. Las piernas con rodillas giratorias cercan el cuerpo de Clay. La pelvis de Hanmer se derrite. Ella jadea. Susurra. Canta. Clay elige su momento y desencadena su relámpago por segunda vez, provocando una tormenta de sensación en ella. El tacto de la piel de Hanmer sufre una serie de cambios, áspera y erizada primero, lisa como un líquido después, rígida hasta formar olas de elevada cresta más tarde, finalmente en su estado original. En el instante posterior al éxtasis final, Clay recuerda la luna. ¡La luna! ¿Dónde estaba la luna cuando él y Hanmer recorrían velozmente el cosmos? No hay ninguna luna. La luna ya no existe. ¿Cómo ha podido él olvidarse de buscar la luna?
Se desunen y se apartan. Clay se siente vivificado, aunque ligeramente deprimido al mismo tiempo. La bestia del pasado ha manchado al espíritu del futuro con su salino flujo. Calibán supera a Ariel. Aquí, cuando unen cuerpos, ¿señalan el fin con tal torrente de fluido? Él es prehistórico. Pasan unos instantes antes de que Clay se atreva a mirar a Hanmer. Pero ella está sonriéndole. Hanmer se levanta, pone de pie dulcemente a Clay y lo lleva al estanque que hay bajo la cascada. Se bañan. El agua es fría como la hoja de un cuchillo. Los múltiples dedos de Hanmer vuelan jovialmente sobre el cuerpo de Clay; ella es tan femenina que él apenas logra evocar un recuerdo del varón delgado y musculoso con el que empezó la jornada. Ella es coqueta, juguetona, sutilmente posesiva.
—Copulas con gran entusiasmo —dice ella.
Una repentina rociada de brillo cae del sol, que está casi en el cenit. Una hilera de desconocidos colores recorre el pico de una elevada montaña, hacia el… ¿oeste? Clay quiere coger a Hanmer y ella lo evita y huye riendo entre la espinosa espesura. Las plantas la atacan con indiferencia pero no pueden tocarla. Cuando Clay sale tras ella, los espinos le trituran. Prosigue, tambaleándose y cubierto de sangre, y ve que ella le espera junto a un árbol bajo y grueso, no más alto que la hembra. Las ventanas nasales de Hanmer se agitan, sus párpados se abren y se cierran sin cesar, sus pequeños senos suben y bajan. Por un momento Clay la ve con el cabello verde al aire y una espesa y negra maraña púbica, pero el momento pasa y ella está tan lisa como antes. Cinco criaturas llaman roncamente a Clay desde las ramas del árbol. Tienen enormes bocas, larguiruchos cuellos, abultadas alas y, por lo que ve Clay, carecen de cuerpo. —¡Clay! ¡Clay! ¡Clay! ¡Clay! ¡Clay!
Hanmer no les hace caso; las criaturas saltan al suelo y se escabullen. Hanmer se acerca y le besa los arañazos, y las heridas curan. Ella examina austeramente las partes del cuerpo de Clay, toca todo, aprende su anatomía como si un día tuviera que construir algo parecido. La intimidad de la inspección molesta a Clay. Por fin ella queda satisfecha. Hanmer abre el suelo como si fuera una cremallera y saca un tubérculo, igual que hizo ayer el otro Hanmer. Clay lo coge, confiado, y succiona el jugo. Un pelaje azul brota de su piel. Sus órganos genitales crecen de forma tan monstruosa que cae al suelo bajo el peso. Los dedos de sus pies se unen. La luna, piensa él con amargura. Hanmer se acuclilla sobre él y desciende, se empala en la vara de Clay. La luna. La luna. Mercurio. La luna. Clay apenas nota la sacudida orgásmica.
Los efectos del jugo del tubérculo disminuyen. Clay permanece boca abajo, con los ojos cerrados. Al acariciar a Hanmer descubre que él bulto escrotal ha crecido de nuevo en la unión de los muslos. Hanmer es macho otra vez. Clay lo mira: sí, cierto. Pecho plano, amplia espalda, caderas estrechas. Todo vuelve. Demasiado pronto, a veces.
Se acerca la noche. Clay busca la luna.
—¿Tenéis ciudades? —pregunta—. ¿Libros? ¿Casas? ¿Poesía? ¿Alguna vez lleváis ropa? ¿Morís?
—Cuando lo necesitamos —dice Hanmer.