Una borrosa niebla los envuelve; las onduladas frondas emiten ahora densa luz rosada. Llueve brevemente. Muy lejos, quizás en lo alto de una montaña invisible pero elevada, una hembra se pone a sollozar y el sonido del llanto flota sobre el grupo, una serie de inquietantes lamentos de alguien abandonado.
—¿Qué es eso?-pregunta Clay a Hanmer.
—Es Mal, llorando en las montañas.
—¿Mal?
—Mal. Uno de los poderes que nosotros propiciamos.
—¿Tenéis dioses?
—Tenemos a los que son mayores que nosotros. Como Mal.
—¿Por qué llora él?
—Quizá de alegría —sugiere vagamente Hanmer.
El sonido del sollozo de Mal se apaga mientras el grupo prosigue su pausado caminar. La llovizna termina y desciende un húmedo calor, pero Clay, empapado, tiembla pese a ello. Empieza a sentir fatiga por primera vez desde su despertar. Es un extraño tipo de cansancio, cansancio metafísico cuya naturaleza aturde a Clay. No ha comido ni dormido en esta época, pero no está hambriento ni amodorrado. Y los músculos, aunque ha recorrido muchos kilómetros, no le duelen. Pero ahora tiene una nueva pesadez en los huesos, como si el tuétano estuviera convirtiéndose en acero, y su cabeza es una carga para su columna vertebral, y sus órganos se remueven y se pegan a las paredes de carne que los contienen. Finalmente, Clay piensa que lo que está experimentando es un rasgo del ambiente y no de su organismo: una emanación, una especie de radiactividad que mana de las rocas y sangra de la tierra.
—Cada vez estoy más cansado —dice, volviéndose hacia Ninameen—. ¿Y tú?
—Claro. Aquí sucede eso.
—¿Por qué?
—Estamos en la parte más antigua del mundo. La edad yace amontonada en nubes alrededor de nosotros. Es imposible no respirarla mientras avanzamos, y nos atonta.
—¿No sería más prudente sobrevolarla?
—No puede hacemos ningún daño. Es una incomodidad pasajera.
—¿Cómo se llama este lugar?
—Viejo —le informa Ninameen.
Viejo, así se llama. El cuerpo de Clay se condensa. Su piel se arruga. Hace brotar un manto de áspero pelo blanco en su pecho, su vientre y sus lomos. Sus genitales se marchitan. Sus tobillos se lamentan. Sus venas se comban. Sus ojos se nublan. Se queda sin aliento. Su espalda se encorva. Se le doblan las rodillas. Su corazón se desboca y funciona más despacio. Sus ventanas nasales resuellan. Clay se esfuerza en no respirar, temiendo estar inhalando edad en forma de venenoso humo, pero el mareo le abruma al cabo de unos instantes, y tiene que tragar aire en el lóbrego ambiente. Lo mismo les sucede a sus compañeros; la tersa y cerosa piel de los Deslizadores está agrietada y arrugada, su elástica zancada es un torpe arrastrar de pies, sus ojos están apagados. Los senos de las hembras se han transformado en horribles tetillas, planas y colgantes, con pezones ennegrecidos y corroídos. Los labios penden fláccidos, dejando al descubierto encías grises y sin dientes. Clay está preocupado por esos cambios; porque si los Deslizadores son eternos e imperecederos, ¿cómo es que están alterándose al atravesar los valles de Viejo? ¿O acaso han tenido el tacto de corromper su carne pensando en Clay, para que él no sienta vergüenza de su personal deterioro? Le han dicho tantas mentiras corteses que ya no confía en ellos. Quizás están soñando otra vez para él. Quizá su aventura no sea más que un sueño de Hanmer, una inquieta agitación entre el anochecer y el alba.
Clay se esfuerza en avanzar. Les ruega en silencio que le concedan un respiro en este lugar. Qué fácil sería, piensa él, que ellos recurrieran a sus pálidas y centelleantes nubes para brincar fuera de este depresivo cenagal en maravilloso vuelo. Pero ellos insisten en caminar. Clay avanza cada vez con más lentitud. La brillante fronda que ilumina su camino se ha contagiado de la senectud; se encorva y se dobla, y su fulgor ha decaído. La ruta es ascendente, con lo que la marcha es más dificultosa. Clay tiene seca la garganta y su lengua, hinchada, es un montón de ropa vieja en su boca. Glutinosas lágrimas gotean en los bordes de sus ojos y caen sobre su pecho. Clay recuerda a los hombres cabra, escamosos y horribles, cubiertos de espumarajos.
Invisibles animales chacharean en la maleza. La tenue luz de la fronda muestra a Clay dentudas bocas abiertas ante la base de todos los árboles próximos. Flores de oscuros pétalos exhalan un olor de fluido digestivo. Clay nota un tamborileo en sus sienes, frialdad en las entrañas. Cae dos veces, y dos veces logra levantarse sin ayuda. Viejo. Viejo. Viejo. El mismo universo está agonizando. Los soles han desaparecido, las moléculas yacen en inmóviles montones en el vacío, la entropía ha ganado su larga guerra. ¿Cuánto tiempo más? ¿Cuántos metros más? Clay no soporta la visión de su agostado cuerpo y, tembloroso, se deshace de la fronda, contento de librarse de la iluminación. Pero Bril, tras recobrarla, vuelve a ponerla en la mano de Clay.
—No debes condenarla a enraizarse en un lugar como este —le dice.
Y el alma de Clay se llena de pena y vergüenza y él mantiene asida la fronda, mientras trata de no mirar su cuerpo ni el de los demás.
Todos los colores se han desteñido. Clay ve las cosas en forma de negras sombras, incluso el fulgor de la fronda. Sus huesos se tuercen a cada paso. Las espirales de sus intestinos están remendadas y escamosas. Sus pulmones están desmenuzándose. Con violento esfuerzo, Clay se lanza hacia Hanmer —destrozado, arrugado- y murmura:
—¡Vamos a morir aquí! ¿No podríamos salir más aprisa?
—Lo peor ha pasado —dice Hanmer en voz sosegada e inalterable.
Es cierto. Aún están sumidos en la noche, pero el yerto dominio de Viejo va soltando de mala gana a Clay. La resurrección es gradual y prolongada. Latidos, jadeos y resoplidos cesan poco a poco; los síntomas de decadencia física desaparecen por momentos. El cuerpo de Clay se yergue. Su vista se aclara. Su piel cobra lisura. Sus dientes vuelven, brotan en las hinchadas encías. Su masculinidad surge triunfalmente. Pero ni siquiera su firmeza de mástil logra aliviarle del recuerdo del lugar donde ha estado y de lo que ha sufrido; todavía nota en su hombro las garras del tiempo, y no olvida detalle alguno de su incursión en la espantosa vejez. Clay camina con cuidado y reserva fuerzas. Consume aire con precaución. Le obsesiona la fragilidad de su estructura interna. Oye el arañazo de hueso sobre hueso, el áspero susurro de la oscura sangre que se abre paso entre agrandadas arterias. Confía poco en su renacimiento. ¿Ha terminado realmente la dura prueba, o acaso el restablecimiento es sólo un sueño dentro de un sueño? No. Ha recobrado la juventud, si bien matizada por sombríos indicios de mortalidad.
—¿Hay muchos lugares como éste en el mundo? —pregunta.
—Sólo existe un Viejo —dice Ninameen—. Pero hay otras zonas de aflicción.
—¿Como cuáles?
—Una se llama Vacío. Una se llama Lento. Una se llama Hielo. Una se llama Fuego. Una se llama Oscuro. Una se llama Pesado. ¿Creías que todo nuestro mundo era un jardín?
—¿Cómo nacieron esos lugares?
—En los viejos tiempos —dice Ninameen —fueron creados para la instrucción de la humanidad. —La Deslizadora ríe chillonamente—. Entonces los humanos eran muy serios.
—Pero ahora vosotros tenéis la facultad de eliminar estos lugares —sugiere Clay.
Ninameen vuelve a reír.
—Cierto, pero no lo haremos. Los necesitamos. También ahora somos muy serios.
El cuerpo de Ninameen es firme y elástico de nuevo. Tiene los pechos altos, los muslos prietos. Vuelve a caminar con paso ágil, fluido. Su piel verde y dorada ha recobrado el fulgor interno. Igual sucede con el resto de Deslizadores, que han regresado al estado boyante y vigoroso.
En ese momento aparece una luz en el cielo.
No es el sol naciente. A menos que Clay haya perdido totalmente su sentido de la dirección, el grupo ha caminado hacia el oeste durante la noche; pero la luz está delante. Es un cono de luminoso verde que se alza de un punto del pie de la ladera que ahora descienden, y se extiende hasta ocupar buena parte del cielo. Es igual que un géiser de claro fulgor que despide sus chorros en las alturas. Al filtrarse a través de la luz, el viento provoca remolinos de tono más grisáceo, torbellinos de luz dentro de luz. Acompaña al estallido de brillantez un ruido extraño, un susurro, un murmullo que recuerda a Clay el canto de agua lejana. También se oye algo así como risa subterránea, resonante, escurridiza. Unos instantes más de descenso y Clay disfruta de una clara vista de lo que hay delante. En el punto donde la colina se funde con el valle, una vítrea capa cubre la tierra; el valle entero parece estar encerrado en esta capa de vidrio que se extiende hacia el horizonte. En el centro, en una fumarola circular, brota la imponente columna de luz verde. Detrás de la oscilante e intermitente luminosidad, Clay distingue tenuemente una forma enorme, quizás una montaña baja y alargada. No se ve rastro de vegetación. El aspecto del conjunto es ominoso y sobrenatural. Clay mira a los Deslizadores para que le expliquen el fenómeno, pero los semblantes de sus compañeros están rígidos a causa de la concentración y todos avanzan con un interés tan hipnótico que él no se atreve a interrumpir su meditación con preguntas. Prosiguen en silencio. Finalmente Clay siente el liso y frío vidrio bajo sus pies descalzos. Al adentrarse en el vidrio, los Deslizadores se detienen y se vuelven para dejar las frondas a lo largo del límite entre vidrio y tierra. Clay hace lo propio. Las raíces se arrastran ansiosamente hacia el suelo incluso antes de tocarlo. La fronda enraiza y, a la luz de la verde nube que se derrama hacia lo alto, su transparencia cobra sutiles novedades.
Deslizándose sobre el pulido suelo, el grupo describe un circunspecto arco en torno a la fumarola, bordeándola en dirección sur. Clay ve claramente la abertura, raramente pequeña para un efecto tan inmenso, un círculo no mayor que la circunferencia de sus brazos extendidos, rodeado por un saliente de casi medio metro de altura. Y a través de este círculo la verde brillantez arde con vibrantes resplandores que parecen expelidos rítmicamente por una fábrica situada en el núcleo del mundo. A Clay todo le parece artificial aquí, obra de una especie de hijos del hombre, seguramente antigua desde el punto de vista de los Deslizadores pero sin duda alguna creada mucho después de que la época entera de Clay se hubiera esfumado.
Ahora se hallan en la misma nube verde.
El ambiente es eléctrico. Clay siente picor en sus poros. Un acre olor taladra sus fosas nasales. Su desnudo cuerpo suda y exhala vapor. Silenciosos y solemnes, los Deslizadores se mantienen aparte, y Clay respeta su reservado talante. El grupo avanza casi paralelamente a la fumarola. Al pasar junto a ella, entrando en la retaguardia del cono de verdor, Clay logra ver con mayor claridad la enorme forma que se alza al oeste. No es una montaña. Es más bien un extraño monolito de carne, un gigantesco Moloc viviente, rechoncho e inmenso, agazapado tras el verdor. La criatura reposa en una colosal placa curvada, de estructura metálica y color escarlata oscuro, que la sostiene por encima del nivel de la tierra. Reflejos de la nube verde se deslizan por los bordes de esta taza, tiñendo de ese color el escarlata, mezclándose con él en varios puntos hasta crear un marrón lustroso, abrumador. El mismo color de la agazapada criatura. Clay ve la correosa piel, gruesa, lustrosa y arrugada como el pellejo de un reptil. La silueta de ese ser es de rana, pero únicamente una rana onírica, sin ojos, sin patas: un ahusado promontorio, de cuerpo alargado, hocico romo, con un dorso alto y abovedado, gruesos costados, panza abultada, partes inferiores como pedestales. Reposa inmóvil, igual que un ídolo. Clay no capta siquiera un vestigio de respiración, aunque está convencido de que la criatura vive. Allí descansa, bajo el resplandor del verde repunte, creando la impresión de que tiene milenios de edad y es vastamente sabia, un observador, un meditador, un coloso encalmado. La punta de su hocico se alza como mínimo ciento cincuenta metros en el aire. Sus gigantescas patas traseras se pierden en las sombras. Si se movieran, el planeta temblaría. Ominosa, monstruosa, una montaña viva, la criatura guarda el vítreo valle con frígido fervor. ¿Qué es? ¿De dónde vino? Clay consulta sus magros conocimientos sobre las especies humanas de estos avanzados tiempos, los conocimientos reunidos gracias a Quoi el Respirador: ¿Se trata de un Esperador, un Intercesor, Un Destructor? ¿Una especie que nadie le ha descrito? Es difícil creer que ese ser esté incluido entre los hijos de los hombres. Aunque los humanos, en la plenitud de los tiempos, decidieran transformarse en cabras, calamares y esferoides, Clay no puede creer que pretendieran convertirse en montañas. Lo que ve debe ser una monstruosidad sintética, o un visitante de otra galaxia que quedó abandonado en la Tierra, o un residuo de los inquietos sueños de un Deslizador que por azar se ha rezagado en el mundo real.
Hanmer encabeza el grupo. Todos caminan precavidamente siguiendo el borde meridional del tremendo plato en que descansa la criatura. Los colores reverberan en el coloso, manchando los cuerpos de los marchantes con franjas rojas, verdes y marrones. Cuando casi la han dejado atrás, la criatura da por fin una muestra de vida: de ella brota un terrible, estruendoso gemido, casi fuera del umbral auditivo, que provoca temblores en la tierra y grietas en el vítreo suelo. Es un ahogado rugido tan violentamente angustioso que Clay se estremece de pena. Él ha oído tales alaridos en animales atrapados en la selva al meter la pata en trampas con fauces de acero. Pero aparte de ese torvo sonido, no hay más señales de animación en la criatura.
Clay interroga a Hanmer en cuanto están a salvo lejos del extraño ser.
—Un dios —le informa Hanmer—. Dejado por una época anterior. Privado de devotos. Una entidad desgraciada.
—¿Un dios? —repite Clay—. ¿Tienen los dioses esa forma?
—Éste, sí.
—¿Qué forma tenían sus devotos?
—La misma —dice Hanmer—, pero su tamaño era menor. Vivieron hace once eras y dieciséis eones. Antes de mi época, quiero decir.
—Después de la mía.
—No hace falta aclararlo. Crearon un dios a su imagen y semejanza. Lo dejaron reposando en esta plaza. Hermosamente rodeado de cristal. Bellos efectos luminosos. Esa gente sabía cómo construir cosas. Aquí obtuvieron extraña longevidad para sus estructuras. El mundo está muy cambiado, pero esta obra perdura. Sin embargo, ellos no perduraron.
—¿Humanos?
—Como quien dice.
Clay vuelve la cabeza. Ve los géiseres de luz verde, ve las potentes nalgas del abandonado dios. La tierra tiembla con los nuevos gritos de la deidad. Las lágrimas se desatan en los ojos de Clay. Un alocado impulso le domina: Clay hace la señal de la Cruz como si se encontrara ante un altar sagrado. Su gesto le sorprende a él mismo, porque nunca se ha considerado cristiano. Pero a pesar de todo, el acto de sumisión está hecho, y el esbozo de los rápidos movimientos de la mano de Clay se demora, reluce en el aire ante sus ojos. Instantes después la montaña-rana chilla otra vez, de modo más terrible. Se inician desprendimientos; caen rocas en estruendosos aludes; la fulgurante corteza de vidrio del valle se parte en cien puntos al ceder ocultas fallas. Sobre ese monstruoso retumbo de bajo llega, de nuevo, el agudísimo sollozo de Mal, y las risas resuenan en el cielo. El miedo envuelve a Clay. No puede moverse. Se riega los pies con su cálida orina. Aguarda un inminente temblor de tierra. Varias manos aferran sus muñecas: Ninameen, Ti, Bril.
—Vamos —le dicen sin cesar—. Vamos, vamos.
Y se lo llevan en volandas mientras los primeros rayos de la mañana se deslizan como marea que vuelve.