39

Ponter esperó en silencio en la galería de entrada del edificio, con una puerta de cristal tras él, otra delante. Hicieron falta varios cientos de latidos, pero finalmente alguien se acercó desde los ascensores que Ponter podía ver más allá. Se dio la vuelta, ocultando el rostro, y esperó. El gliksin que se acercaba salió del vestíbulo, y Ponter detuvo rápidamente la puerta de cristal antes de que se cerrara. Cruzó rápidamente el suelo de losa (prácticamente el único sitio donde había visto cuadrados en la arquitectura gliksin era en las losas del suelo) y pulsó el botón para llamar un ascensor. El que acababa de traer al gliksin estaba todavía allí, y Ponter entró.

Los botones de las plantas estaban dispuestos en dos columnas, y en los dos superiores ponía «15» y «16». Ponter pulsó el de la derecha.

El ascensor (el más pequeño y más sucio que había visto en este mundo, aún más sucio que el de la mina de Sudbury) se puso en marcha. Ponter contempló el indicador sobre la cascada puerta de acero, esperando a que coincidiera con el par de símbolos que había seleccionado, cosa que hizo por fin. Salió del ascensor y se internó en un pasillo, cuya sencilla alfombra gris estaba gastada en algunos sitios y manchada en la mayoría de los demás. Las paredes estaban cubiertas con finas hojas de papel pintado, con símbolos redondos verdes y azules; algunas hojas se habían despegado.

Ponter vio cuatro puertas a cada lado del pasillo, a su izquierda, y cuatro más en el pasillo de la derecha: un total de dieciséis apartamentos. Se acercó a la puerta más próxima, apoyó la nariz en la rendija opuesta a los goznes, olisqueó arriba y abajo rápidamente, tratando de aislar los olores que salían del hedor almizcleño de la alfombra del pasillo.

No era ésta. Se acercó a la puerta siguiente y olisqueó de nuevo. Reconoció un olor… el mismo olor acre que había notado en el sótano de la casa de Reuben Montego cuando Reuben y Louise Benoit estaban allí abajo.

Continuó hasta la tercera puerta. Había un gato dentro pero, de, momento, ningún humano.

En el siguiente apartamento olía a orina. Por qué estos gliksins no tiraban siempre de la cisterna de sus cuartos de baño era algo que no comprendería nunca; una vez que le explicaron cómo funcionaba, nunca había dejado de hacerlo. También olió a cuatro o cinco personas. Pero Mary había dicho que Ruskin vivía solo.

Ponter había llegado al fondo del pasillo. Pasó al lado opuesto e inhaló profundamente la primera puerta. Habían cocinado vaca dentro hacía poco, y un material vegetal picante. Pero no había ningún olor humano que reconociera.

Probó con la puerta siguiente. Humo de tabaco y las feromonas de una, no, de dos mujeres.

Ponter pasó a la siguiente puerta, que resultó ser distinta de las demás, pues carecía de número y de cerradura. Al abrirla, encontró una habitación pequeña con una puerta mucho más pequeña que cedió, revelando una especie de pozo. Pasó al siguiente apartamento, colocándose una mano abierta delante de la cara, intentando despejar el olor que procedía del pozo. Inspiró profundamente y…

Más humo de tabaco y… y el olor de un hombre… un hombre delgado que no sudaba demasiado.

Ponter olisqueó de nuevo, pasando la nariz arriba y abajo por la rendija de la puerta. Podía ser…

Sí, lo era. Estaba seguro. Ruskin.

Ponter era físico, no ingeniero. Pero le había estado prestando atención a este mundo, igual que Hak. Conversaron unos instantes, de pie en el pasillo, ante el apartamento de Ruskin, Ponter susurrando y Hak hablando a través de los implantes de su oído.

—Sin duda la puerta está cerrada con llave —dijo Ponter.

Esas cosas rara vez se veían en su mundo; las puertas sólo se cerraban para proteger a los niños de algún riesgo.

—La solución más sencilla es que él abra la puerta por su cuenta —dijo Hak.

Ponter asintió.

—Pero ¿lo hará? Creo que eso —señaló— es una lente que le permite ver quién hay fuera.

—A pesar de sus despreciables cualidades, Ruskin es científico. Si un ser de otro mundo apareciera ante tu puerta en el Borde de Saldak, ¿te negarías a abrirla?

—Merece la pena intentarlo.

Ponter golpeó la puerta con los nudillos, como había visto hacer a Mary en alguna ocasión.

Hak había estado escuchando con atención.

—La puerta es hueca. Si no te deja entrar, no deberías tener problema para echarla abajo.

Ponter volvió a llamar.

—Tal vez tiene el sueño profundo.

—No —dijo Hak—. Lo oigo acercarse.

Hubo un cambio en la cualidad de la luz tras la lente visara de la puerta: presumiblemente, Ruskin miraba para ver quién llamaba a esa hora de la noche.

Finalmente, Ponter oyó el sonido de un mecanismo de metal y la puerta se abrió un poco, revelando la cara afilada de Ruskin. Una cadenita dorada a la altura de los hombros parecía asegurar la puerta para que no se abriera más.

—¿Doc … doctor Boddit? —preguntó, claramente sorprendido.

Ponter había planeado urdir una historia de cómo necesitaba la ayuda de Ruskin, con la esperanza de acceder al apartamento, pero se sintió incapaz de hablar en tono civilizado con aquel… con aquel primate. Con la mano derecha, la palma hacia fuera, empujó la puerta. La cadena chasqueó, la puerta se abrió de golpe y Ruskin cayó hacia atrás.

Ponter entró rápidamente y cerró la puerta tras él.

—¿Qué dem…? —gritó Ruskin, poniéndose en pie.

Ponter advirtió que Ruskin iba vestido con ropa de diario normal, a pesar de la hora… y eso le hizo pensar que acababa de regresar a casa, posiblemente después de haber atacado a otra mujer.

Ponter empezó a acercarse.

—Violó usted a Qaiser Remtulla. Violó a Mary Vaughan.

—¿De qué está hablando?

Ponter continuó hablándole en voz baja.

—Puedo matarlo con las manos desnudas.

—¿Está loco? —gritó Ruskin, retrocediendo.

—No — dijo Ponter, avanzando—. No estoy loco. Es este mundo de ustedes el que está loco.

Los ojos de Ruskin se dirigían a izquierda y derecha en la desordenada habitación, buscando sin duda una vía de escape… o un arma. Tras él había una abertura en la pared, un hueco que parecía conectar con una zona de preparación de comida.

—Se las verá conmigo —dijo Ponter—. Se las verá con la justicia.

—Mire, sé que es nuevo en este mundo, pero nosotros tenemos leyes. No puede…

—Es usted un violador múltiple.

—¿Qué se ha tomado?

—Puedo demostrado —dijo Ponter, acercándose aún más.

De repente Ruskin se giró y dobló el cuerpo, buscando en la ventanita de la pared. Se volvió sosteniendo una pesada sartén. Ponter ya había visto esas cosas, cuando estaba en cuarentena en casa de Reuben Montego. Ruskin blandió la sartén, agarrando el asa con ambas manos.

—No se acerque más.

Ponter continuó avanzando, implacable. Cuando estaba sólo a un paso de Ruskin, éste golpeó. Ponter alzó el brazo para protegerse la cara. La resistencia del aire debió de frenar lo suficiente para que el escudo no se activara, y por eso Hak recibió gran parte del impacto. Ponter disparó el brazo derecho y agarró la laringe de Ruskin.

—Suelte ese objeto o le aplastaré la garganta.

Ruskin trató de hablar, pero Ponter cerró los dedos. El gliksin consiguió descargar un golpe más con la sartén en el hombro de Ponter… afortunadamente, no el que tenía herido. Ponter levantó a Ruskin del suelo.

—¡Suelte ese objeto! —gruñó.

La cara de Ruskin se había vuelto púrpura, y sus ojos (sus ojos azules) parecían a punto de estallar. Finalmente soltó la sartén, que golpeó con estrépito el suelo de madera. Ponter hizo girar a Ruskin y lo golpeó contra la pared adyacente a la ventanita. El yeso de la pared se abolló un poco con el impacto y apareció una gran grieta.

—¿Vio en las noticias a la embajadora Prat matando a nuestro atacante?

Ruskin seguía jadeando en busca de aire.

—¿Lo vio? —exigió Ponter—. La embajadora Prat es una 144. Yo soy un 145. Soy diez años más joven que ella. Aunque mi sabiduría no iguala todavía la que ella posee, mi fuerza sobrepasa la suya. Si me sigue provocando, le hundiré el cráneo.

—¿Qué… ? —La voz de Ruskin sonaba increíblemente ronca— ¿Qué quiere?

—Primero, quiero la verdad. Quiero que reconozca sus crímenes.

—Sé que esa cosa que lleva en el brazo es una grabadora, por el amor de Dios.

—Admita los crímenes.

—Yo nunca…

—Los policías de Toronto tienen muestras de su ADN por la violación de Qaiser Remtulla.

Ruskin escupió las palabras.

—Si supieran que es mi ADN, estarían ellos aquí, no usted.

—Si insiste en negarlo, lo mataré,

Ruskin consiguió sacudir levemente la cabeza, a pesar de la tenaza aplastante de Ponter.

—Una confesión bajo coacción no es confesión en absoluto.

Hak soltó un pitido, pero Ponter dedujo el significado de lo que era «coacción».

—Muy bien, entonces convénzame de que es inocente.

—No tengo que convencerlo de nada.

—No lo tuvieron en cuenta para un ascenso ni para un empleo fijo a causa de su color de piel y de su sexo —dijo Ponter.

Ruskin no dijo nada.

—Odiaba el hecho de que otras personas… de que mujeres fueran promocionadas antes que usted.

Ruskin se debatía, intentando librarse de Ponter, pero Ponter no tenía dificultades para sujetado, —Deseaba herirlas. Humillarlas.

—Sigue pescando, cavernícola.

—Se le negó lo que quería, así que tomó lo que sólo puede ser entregado.

—No fue así…

—Dígame —susurró Ponter, doblando hacia atrás uno de los brazos de Ruskin—. Dígame cómo fue.

—Yo merecía la plaza. Pero seguían jodiéndome una y otra vez. Esas zorras seguían jodiéndome y…

—¿Y qué?

—Y por eso les demostré lo que puede hacer un hombre.

—Es usted una desgracia para los hombres —dijo Ponter—. ¿A cuántas violó? ¿A cuantas?

— Solo…

—Solo a Mary y Qaiscr?

Silencio,

Ponter apartó a Ruskin de la pared y lo volvió a golpear contra ella.

La grieta se hizo más larga.

—¿Hubo otras?

—No. Sólo…

Dobló más el brazo de Ruskin.

—¿Sólo quién? ¿Sólo quién?

La bestia aulló de dolor.

—¿Sólo quién? —repitió Ponter.

Ruskin gruñó, y luego, entre dientes, dijo:

—Sólo a Vaughan. Y a esa puta paqui…

—¿Qué? —dijo Ponter, confundido, mientras Hak pitaba.

Volvió a retorcer el brazo.

—Remtulla. Violé a Remtulla. Ponter relajó un poco su presa.

—Eso se acabó, ¿me entiende? Nunca volverá a hacerlo. Yo estaré vigilando. Otros estarán vigilando. Nunca más.

Ruskin gruñó inarticuladamente.

—Nunca más —dijo Ponter—. Haga ese juramento.

—Nun-ca… más —dijo Ruskin, los dientes todavía apretados.

—Y nunca le hablará a nadie de mi visita aquí. Si lo hace su sociedad lo castigará por sus crímenes. ¿Comprende? ¿Comprende?

Ruskin consiguió asentir.

—Muy bien —dijo Ponter, aflojando brevemente su tenaza. Pero entonces volvió a hacer chocar a Ruskin contra la pared, y esta vez un trozo de yeso se desgajó—. No, no, no está bien —continuó Ponter, ahora era él quien apretaba los dientes—. No es suficiente. No es justicia.

Apoyó su peso contra Ruskin una vez más, su entrepierna chocó contra el trasero del gliksin.

—Va a descubrir lo que es ser mujer.

El cuerpo entero de Ruskin se tensó.

—No, tío. Cristo, no… eso no…

—Es sólo justicia —dijo Ponter, buscando en su cinturón médico y sacando un inyector de gas comprimido.

El aparato siseó contra el cuello de Ruskin.

—¿Qué demonios es eso? —gritó—. No puede…

Ponter sintió a Ruskin desplomarse. Lo depositó en el suelo.

—Hak, ¿estás bien?

—Eso de antes ha sido un buen golpe —contestó el Acompañante—, pero sí, estoy ileso.

—Lo siento.

Ponter miró a Ruskin, tendido de espaldas en el suelo, hecho un guiñapo. Agarró las piernas del hombre, estirándolas.

Ponter buscó en la cintura de Ruskin. Tardó un poco, pero finalmente comprendió cómo funcionaba el cinturón. Una vez estuvo suelto, encontró el botón y la cremallera que cerraban el pantalón. Los abrió ambos.

—Deberías quitarle primero los zapatos —dijo Hak.

Ponter asintió.

—Cierto. Se me olvida que van por separado.

Se volvió hacia los pies de Ruskin y, después de algunas pruebas, desató los cordones y le quitó los zapatos. Ponter dio un respingo al notar el olor de los pies. Regresó de rodillas a la cintura de Ruskin y procedió a quitarle los pantalones. Luego le bajó la ropa interior, que resbaló por las piernas casi carentes de pelo, y finalmente se la sacó por los pies.

Por fin, Ponter contempló los genital es de Ruskin.

—Algo va mal… —dijo—. Está desfigurado.

Movió el brazo, para que la lente de Hak pudiera ver sin obstáculos.

—Sorprendente —dijo el Acompañante—. No tiene capucha en el prepucio.

—¿Qué?

—No hay piel.

—Me pregunto si todos los varones gliksins serán igual.

—Eso los convertiría en únicos entre los primates —replicó Hak.

—Bueno —dijo Ponter—, eso no influye en lo que voy a hacer…


Cornelius Ruskin recuperó el sentido al día siguiente; sabía que era de día por la luz que entraba por las ventanas del apartamento. La cabeza le daba vueltas, le dolía la garganta, tenía el codo en llamas, le dolía la espalda y sentía como si le hubieran pateado los testículos. Trató de levantar la cabeza del suelo, pero una oleada de náusea se apoderó de él, así que dejó caer la cabeza sobre el parqué. Lo intentó de nuevo un momento después, y esta vez consiguió apoyarse en un codo. Llevaba puestos la camisa y los pantalones, y también los zapatos y los calcetines. Pero tenía los cordones desatados.

«Maldita sea —pensó Ruskin—. Maldita sea.» Había oído que los neanderthales eran gays. Cristo, no estaba preparado para eso. Se tendió de lado y se llevó una mano al fondillo de los pantalones, rezando para que no estuvieran manchados de sangre. El vómito le subió a la dolorida garganta, y luchó por contenerlo tragando saliva.

«Justicia» había dicho Boddit. Justicia hubiese sido conseguir un trabajo decente, en vez de ser superado por un puñado de mujeres y minorías sin cualificar…

A Ruskin le dolía tanto la cabeza que pensó que Ponter debía de estar todavía allí dentro, golpeándole con la sartén en el cráneo una y otra vez. Cerró los ojos, tratando de hacer acopio de fuerzas. Tenía tantos achaques, tantos dolores, que no podía concentrarse en nada.

¡Maldita idea simia de justicia poética! Sólo porque se la había metido a Vaughan y Remulla, demostrándoles quién era realmente el jefe, Boddit al parecer había decidido que sería justo sodomizarlo.

Y era también sin duda una advertencia: una advertencia para que tuviera la boca cerrada, una advertencia de lo que le esperaba si alguna vez acusaba a Ponter de algo, de lo que le sucedería en la cárcel si alguna vez lo condenaban por violación…

Ruskin tomó una enorme bocanada de aire y se llevó una mano a la garganta. Notaba las marcas dejadas por los dedos del hombre-mono. Cristo, probablemente estaría cubierto de horribles cardenales.

Finalmente, la cabeza dejó de girarle lo suficiente para que intentara ponerse en pie. Usó el borde de la encimera para sujetarse, y se quedó allí, esperando a que los destellos de luz de sus ojos se apagaran. En vez de agacharse para atarse los cordones, se quitó los zapatos.

Esperó otro minuto más, hasta que la cabeza dejó de latirle lo suficiente y pensó que no se desplomaría si dejaba de sujetarse. Entonces fue cojeando por el pequeño pasillo hasta el único y cutre cuarto de baño del apartamento, pintado de un verde mareante por algún inquilino anterior. Entró y cerró la puerta, revelando un espejo de cuerpo entero agrietado en una esquina desde que lo habían atornillado a la puerta. Se soltó el cinturón y se bajó los pantalones, y entonces le dio la espalda al espejo y, preparándose para lo que pudiera ver, se bajó los calzoncillos.

Le preocupaba tener el mismo tipo de marcas de dedos en los cachetes del culo, pero no había nada, excepto una gran magulladura en un lado… que, advirtió, debía de haberse hecho cuando Ponter lo derribó por primera vez al suelo al irrumpir por la puerta.

Ruskin separó uno de los cachetes para poder echar un vistazo al esfínter. No tenía ni idea de qué esperar (¿sangre, tal vez?), pero eso no era nada extraño.

No podía imaginar que un ataque semejante no dejara ninguna marca, pero por lo visto ése había sido el caso. De hecho, por lo que parecía, no le habían hecho nada en el trasero.

Perplejo, se acercó a la taza, con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Se colocó ante la taza de porcelana y se buscó el pene, lo agarró, apuntó y…

«¡No!»

¡No, no, no!

¡Por el amor de Dios, no!

Ruskin palpó, se inclinó, se enderezó y volvió tambaleándose al espejo para ver mejor.

«Dios, Dios, Dios…»

Pudo verse, ver sus ojos azules llenos de absoluto horror, ver su mandíbula abierta y…

Se asomó al espejo, tratando de verse mejor el escroto. Lo recorría una línea vertical y parecía… (¿podía ser?) como si lo hubieran sellado.

Palpó de nuevo, buscando las bolsas sueltas y arrugadas, esperando haberse equivocado.

Pero no lo había hecho.

Por Dios, no se había equivocado.

Ruskin se desplomó contra el lavabo y dejó escapar un largo y penetrante aullido.

Sus testículos habían desaparecido.

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