22

—Sólo nos queda un día en Washington antes de que comience la conferencia —dijo Mary—, y hay tantas cosas que quiero enseñarte… Pero quería empezar por aquí. No hay nada más significativo de este país y de lo que significa ser humano… de mi especie de humanidad.

Ponter contempló el extraño panorama que tenía delante, sin comprender. Una cicatriz en el paisaje cubierto de hierba, un profundo surco, corría ochenta pasos para unirse, en ángulo obtuso, con otra cicatriz similar.

Las cicatrices eran negras y reflectantes, un… ¿cómo era esa palabra? Un «oxímoron», eso era: una contradicción. El negro absorbía toda la luz, pero reflectante significaba que la luz rebotaba,

Y, sin embargo, eso era exactamente, un espejo negro que reflejaba la cara de Ponter y la de Mary también. Dos clases de humanidad, no sólo varón y hembra, sino dos especies separadas, dos variaciones del tema humano. El reflejo de Mary mostraba lo que ella llamaba Homo sapiens y él llamaba gliksin: su extraña frente recta, su minúscula nariz, y (no había palabra para eso en el lenguaje de Ponter), su barbilla.

Y su ref1ejo mostraba lo que ella llamaba Hamo neanderthalensis y el llamaba barast, la palabra «humano» en su lenguaje: el ancho contorno de un neanderthal, con su doble arco ciliar y una nariz de tamaño adecuado extendiéndose por un tercio del rostro.

—¿Qué es esto? —preguntó Ponter, contemplando la negrura oblonga, sus reflejos.

—Es un memorial —respondió Mary. Apartó la mirada del negro muro y señaló con la mano los objetos que había en la distancia—. Todo el paseo está lleno de memoriales. Estos dos muros señalan los más importantes. Esa torre es el Monumento a Washington, un memorial al primer presidente de Estados Unidos. Más allá está el Memorial a Lincoln, que conmemora al presidente que liberó a los esclavos.

El traductor de Ponter pitó.

Mary dejó escapar un suspiro. Evidentemente, todavía había más complejidades, más (¿cómo lo había llamado?) más ropa sucia que airear.

—Visitaremos esos dos memoriales más tarde —dijo Mary—. Pero, como decía, quería empezar por aquí. Es el Memorial a los Veteranos de Vietnam.

—Vietnam es una de vuestras naciones, ¿no es así? —preguntó Ponter.

Mary asintió.

—En el sureste asiático… el sureste de Galasoy. Al norte del ecuador. Un trozo de tierra en forma de «5». —Dibujó la letra en el aire con un dedo, para que Ponter pudiera comprender—. En la costa del Pacífico.

—Nosotros llamamos a ese mismo sitio Holtanatan. Pero en mi versión de la Tierra es muy caluroso, con mucha humedad, lluvioso, lleno de pantanos y plagado de insectos. Allí no vive nadie.

Mary alzó las cejas.

—Más de ochenta millones de personas viven allí en esta realidad.

Ponter sacudió la cabeza. Los humanos de esta versión de la Tierra eran tan… incontenibles.

—Y — continuó Mary— allí se libró una guerra.

—¿Por qué? ¿Por los pantanos?

Mary cerró los ojos.

—Por ideología. ¿Recuerdas lo que te conté de la Guerra Fría? Fue parte de eso… pero esta parte fue caliente.

—¿Caliente? —Ponter sacudió la cabeza—. No te estás refiriendo a la temperatura, ¿verdad?

—No. Caliente. Una guerra que ardía. Y donde moría gente.

Ponter frunció el ceño.

—¿Cuánta gente?

—¿En total, de todos los bandos? Nadie lo sabe realmente. Más de un millón de los survietnamitas locales. Entre medio millón y un millón de norvietnamitas. Más… —Indicó el muro.

—¿Sí? —dijo Ponter, todavía asombrado por la negrura reflectante.

—Más cincuenta y ocho mil doscientos nueve americanos. Estos dos muros los conmemoran.

—¿Los conmemoran cómo?

—¿Ves la escritura grabada en el granito negro?

Ponter asintió.

—Son nombres… los nombres de los muertos confirmados, y de los desaparecidos en combate que nunca volvieron a casa. —Mary hizo una pausa—. La guerra terminó en 1975.

—Pero ése es el año que consideráis como… —y Ponter lo nombró. Mary asintió.

Ponter agachó la cabeza.

—No creo que los desaparecidos vayan a volver. —Se acercó al muro—. ¿Cómo están ordenados los nombres?

—Cronológicamente. Por la fecha de fallecimiento.

Ponter miró los nombres, todos escritos con lo que había llegado a reconocer como letras mayúsculas, con una pequeña marca (una «coma», ¿no se llamaba así?) separando cada nombre del siguiente.

Ponter no sabía leer los caracteres en inglés: apenas empezaba a comprender la extraña noción de alfabeto fonético. Mary se colocó a su lado y, en voz baja, le leyó algunos nombres.

—Mike A. Maksin, Bruce J. Moran, Bobbie Joe Mounts, Raymond D. McGlothin. —Señaló otra línea, aparentemente al azar—: Samuel F. Hollifield, Jr. Rufus Hood, James M. Inman, David L. Johnson, Arnoldo L. Carrillo. —Y otra más abajo—: Donney L. Jackson, Bobby W. Jobe, Bobby Ray Jones, Halcott P. Joncs, Jr.

—Cincuenta y ocho mil —dijo Ponter, en voz tan baja como la de Mary.

—Sí.

—Pero… pero has dicho que éstos son americanos muertos.

Mary asintió.

—¿ Qué estaban haciendo librando una guerra a medio mundo de distancia?

—Estaban ayudando a Vietnam del Sur. Verás, en 1954, Vietnam había sido dividido en dos mitades, Vietnam del Norte y Vietnam del Sur, como parte de un acuerdo de paz, cada uno con su propio Gobierno. Dos años más tarde, en 1956, tenía que haber elecciones libres en ambas mitades, supervisadas por un comité internacional, para reunificar Vietnam bajo un solo Gobierno elegido por el pueblo. Pero cuando llegó 1956, el líder de Vietnam del Sur se negó a celebrar las elecciones previstas.

—Me enseñaste mucho acerca de este país, Estados Unidos, cuando visitamos Filadelfia —dijo Ponter—. Sé lo mucho que valoran los americanos la democracia. Déjame adivinar: Estados Unidos envió tropas para obligar a Vietnam del Sur a participar en la prometida elección democrática.

Pero Mary negó con la cabeza.

—No, no, Estados Unidos apoyó el deseo del Sur de no celebrar las elecciones.

—Pero ¿por qué? ¿Era corrupto el Gobierno del Norte?

—No —dijo Mary—. No, era razonablemente honrado y agradable… al menos hasta que las elecciones prometidas, que quería, fueron canceladas. Pero sí que había un Gobierno corrupto: el del Sur.

Ponter sacudió la cabeza, aturdido.

—Pero si has dicho que el del Sur era el Gobierno al que apoyaban los americanos.

—Eso es. Verás, el Gobierno del Sur era corrupto, pero capitalista; compartía el sistema económico americano. El del Norte era comunista: usaba el sistema económico de la Unión Soviética y de China. Pero el Gobierno del Norte era mucho más popular que el corrupto del Sur. Estados Unidos temía que, si se celebraban elecciones libres, los comunistas vencieran y controlaran todo Vietnam, lo que a su vez llevaría a que otros países del sureste de Galasoy cayeran bajo el régimen comunista.

—¿ Y por eso enviaron allí a soldados americanos?

—Sí.

—¿ Y murieron?

—Muchos lo hicieron, sí. —Mary hizo una pausa—. Eso es lo que quería que comprendieras: lo importantes que son los principios para nosotros. Moriremos por defender una ideología, por apoyar una causa. Señaló el muro.

—Esta gente de aquí, estas cincuenta y ocho mil personas, lucharon por aquello en lo que creían. Les dijeron que fueran a la guerra, para salvar a un pueblo débil de lo que se consideraba la gran amenaza comunista, y así lo hicieron. La mayoría eran jóvenes: dieciocho, diecinueve, veinte, veintiún años. Para muchos, era la primera vez que salían de casa.

—Y ahora están muertos.

Mary asintió.

—Pero no olvidados. Los recordamos aquí.

Señaló discretamente. Los guardaespaldas de Ponter (ahora miembros del FBI, conseguidos por Krieger) mantenían a la gente apartada de él, pero los muros eran largos, increíblemente largos, y más allá alguien se apoyaba contra la superficie negra.

—¿Ves a ese hombre de ahí? —preguntó Mary—. Está usando un lápiz y un trozo de papel para frotar y marcar en el papel el nombre de alguien que conocía. Es… bueno, parece tener cincuenta y tantos años, ¿no? Puede que él mismo haya estado en Vietnam. El nombre que está copiando puede haber sido el de un amigo que perdió allí.

Ponter y Mary observaron en silencio mientras el hombre terminaba lo que estaba haciendo; luego dobló el trozo de papel, se lo guardó en el bolsillo del pecho y empezó a hablar.

Ponter sacudió la cabeza levemente, confundido. Indicó el Acompañante insertado en su antebrazo izquierdo.

—Creía que no teníais implantes de telecomunicaciones.

—No los tenemos.

—Pero no veo ningún receptor externo, ningún … ¿cómo los llamáis? Ningún teléfono móvil.

—Así es —dijo Mary, amablemente.

—Entonces, ¿a quién le está hablando?

Mary se encogió levemente de hombros.

—A su camarada perdido.

—Pero si esa persona está muerta.

—Sí.

—No se puede hablar con los muertos —dijo Ponter.

Mary señaló de nuevo el muro; la superficie de obsidiana remedó el gesto de su brazo.

—La gente piensa que puede. Dicen que aquí se sienten más cerca de ellos.

—¿Es aquí donde están guardados los restos de los muertos?

—¿Qué? No, no, no…

—Entonces yo…

—Son los nombres —dijo Mary, algo exasperada— Los nombres. Los nombres están aquí, y nosotros conectamos con las personas a través de sus nombres.

Ponter frunció el ceño.

—Yo… perdóname, no quisiera parecer estúpido. Pero sin duda que eso no puede ser así. Nosotros… mi gente, conecta a través de las caras. Hay incontables personas cuyas caras conozco pero cuyos nombres no he aprendido nunca. Y, bueno, conecto contigo, y aunque sé tu nombre, no puedo articularlo ni pensarlo con claridad siquiera. Mary… Esto es lo mejor que puedo hacer.

—Nosotros pensamos que los nombres son… —Mary se encogió de hombros, al parecer reconociendo lo ridículo que debía de sonar lo que estaba diciendo— mágicos.

——Pero —dijo de nuevo Ponter—, no se puede comunicar con los muertos —No pretendía ser pesado, de verdad que no.

Mary cerró los ojos un momento, como haciendo acopio de fuerza interior … o, pensó Ponter, como si se comunicara con alguien. —Sé que tu gente no cree en la vida después de la muerte —dijo Mary, por fin.

—«Vida después de la muerte» —dijo Ponter, pronunciando las palabras como si fueran un plato de carne— un oxímoron.

—Para nosotros no —dijo Mary, y añadió con apasionamiento—: Para mí no.

Miró en derredor. Al principio Ponter pensó que simplemente exteriorizaba sus pensamientos: supuso que estaba buscando algún modo de explicar lo que sentía. Pero entonces sus ojos dieron con algo y empezó a caminar. Ponter la siguió.

—¿Ves estas flores? —preguntó Mary. Él asintió.

—Naturalmente.

—Las dejó aquí uno de los vivos, para uno de los muertos. Alguien cuyo nombre está en este panel. —Señaló la sección de granito pulido que tenía delante.

Mary se agachó. Las flores (rosas rojas) todavía tenían largos tallos y estaban sujetas por una cuerdecita. Una tarjetita estaba atada al ramo con un lazo…

—«Para Willie —dijo Mary, leyendo evidentemente la tarjeta—, de, su querida hermana.»

—Ah —dijo Ponter, porque no tenía mejor respuesta que dar.

Mary siguió caminando. Llegó hasta un papel de color cervato que había apoyado contra el muro, y lo recogió.

—«Querido Carl» —leyó. Hizo una pausa, y buscó en el panel que tenía delante— Debe de ser él —dijo, extendiendo la mano y tocando levemente un nombre—. Carl Bowen.

Siguió contemplando el nombre grabado.

—Es para ti, Carl —dijo, y al parecer eran sus propias palabras puesto que no estaba mirando la hoja. Bajó entonces los ojos y leyó en voz alta, empezando por el principio:.


Querido Carl:

Sé que debería haber venido antes. Quería hacerla. De verdad. Pero no sabía cómo te tomarías la noticia. Sé que fui tu primer amor, y tú fuiste el mío, y ningún verano ha sido más maravilloso para mí que aquel verano del 66. Pensé en ti todos los días que estuviste fuera, y cuando llegó la noticia de que habías muerto, lloré y lloré, y estoy llorando ahora mientras escribo estas palabras.

No quiero que pienses que he dejado nunca de llorar por ti, porque no lo he hecho. Pero continué con mi vida. Me casé con Bucky Samuels. ¿Te acuerdas de él? ¿Del Eastside? Tenemos dos chicos, ambos ahora mayores que tú cuando moriste.

No me reconocerías, no creo. El pelo se me ha vuelto gris, aunque trato de ocultarlo, y perdí todas las pecas hace tiempo, pero sigo pensando en ti. Amo mucho a Buck, pero te amo también a ti… y sé que algún día volveremos a vemos.

Amor para siempre,

JANE


—¿«Volveremos a vernos»? —repitió Ponter—. Pero si él está muerto.

Mary asintió.

—Ella quiere decir que lo verá cuando muera también.

Ponter frunció el ceño. Mary continuó caminando unos pasos más.

Había otra carta apoyada contra el muro, ésta plastificada. La recogió.

—«Querido Frankie» —empezó a leer. Escrutó el muro que tenía delante— Aquí está —dijo—. Franklin T. Mullens, III.

Leyó la carta en voz alta:


Querido Frankie:

Dicen que un padre no debería sobrevivir a un hijo, ¿pero quién espera que te arrebaten a tu hijo cuando sólo tiene 19 años? Te echo de menos cada día, igual que papá. Ya lo conoces: intenta hacerse el fuerte delante de mí, pero lo oigo llorar en voz baja cuando cree que estoy dormida.

El trabajo de una madre es cuidar de su hijo, y lo hice lo mejor posible. Pero ahora el propio Dios te está cuidando y sé que estás a salvo en sus amorosos brazos.

Volveremos a estar juntos, mi querido hijo. Amor,

MAMÁ


Ponter no supo qué decir. Los sentimientos eran obviamente sinceros… pero eran irracionales. ¿No podía verlo Mary? ¿No podía verlo la gente que escribía aquellas cartas?

Mary siguió leyéndole cartas y tarjetas y placas y rollos de pape que habían dejado apoyados contra el muro. Las frases se fueron marcando en la mente de Ponter.

«Sabemos que Dios está cuidando de tí…»

«Anhelo que llegue el día en que todos volvamos a estar juntos…»

«Tanto olvidado, tanto no dicho, pero prometo decírtelo todo cuando nos encontremos entre los muertos.»

«Duerme ahora, amado…»

«Quiero que llegue el día en que estemos reunido… »

«Oo. ese maravilloso día en el que el Señor nos reunirá en el Cielo.»

«Adiós… ¡Que Dios esté contigo! Hasta que nos volvamos a ver…»

«Cuídate, hermano. Te visitaré de nuevo la próxima vez que venga a D.C…»

«Descansa en paz, amigo mío, descansa en paz…»

Mary había tenido que detenerse varias veces para enjugarse las lágrimas. Ponter también se sintió triste, y sus ojos estaban igualmente húmedos, pero no por el mismo motivo, sospechaba.

—Siempre es duro ver morir a un ser querido —dijo Ponter.

Mary asintió.

—Pero… —continuó él, y luego guardó silencio.

—¿ Sí? —instó Mary.

—Este memorial —dijo Ponter, extendiendo el brazo, señalando los dos grandes muros—. ¿Cuál es su sentido?

Mary volvió a alzar las cejas.

—Honrar a los muertos.

—No a todos los muertos —dijo Ponter, en voz baja—. Aquí solo hay americanos.

—Bueno, sí. Es un monumento al sacrificio hecho por los soldados estadounidenses, una forma que tiene el pueblo de Estados Unidos de mostrar que los aprecian.

—Que los apreciaban.

Mary pareció confundida.

—¿Está funcionando mal mi traductor? preguntó Ponter—. Se puede apreciar, en tiempo presente, lo que todavía existe; sólo se puede haber apreciado, en pretérito, lo que ya no existe.

Mary suspiró: estaba claro que no quería debatir sobre el tema,

—Pero no has contestado a mi pregunta —dijo Ponter, amablemente—. ¿Para qué este memorial?

—Ya te lo he dicho. Para honrar a los muertos.

—No, no. Ése puede ser un efecto, lo reconozco. Pero sin duda el propósito del diseñador…

—Maya Ying Lin —dijo Mary.

—¿Cómo?

—Maya Ying Lin. Es el nombre de la mujer que diseñó esto.

—Ah —dijo Ponter—. Bueno, sin duda su propósito, el propósito de cualquiera que diseñe un memorial, es asegurarse de que la gente no olvide nunca.

—¿Sí? —dijo Mary, irritada por la sutil diferencia que consideraba que estaba haciendo Ponter.

—Y el motivo de no olvidar el pasado es evitar que se repitan los mismos errores.

—Bueno, sí, por supuesto.

—Entonces, ¿ha servido a su propósito este memorial? ¿Se ha evitado el mismo error desde entonces, el error que hizo que todos estos jóvenes murieran?

Mary pensó durante un momento, luego negó con la cabeza. —Supongo que no. Se siguen librando guerras y…

—¿Por parte de Estados Unidos? ¿Por la gente que construyó este monumento?

—Sí.

—¿Por qué?

—Economía. Ideología. Y…

—¿Sí?

Mary se encogió de hombros.

—Venganza. Desquite.

—Cuando este país decide ir a la guerra, ¿dónde se declara la guerra?

—Mm, en el Congreso. Te mostraré más tarde el edificio.

—¿Se puede ver este memorial desde allí?

—¿ Éste? No, no lo creo.

—Deberían hacerla aquí mismo —dijo Ponter, llanamente——. Su líder… el presidente, ¿no?, debería declarar la guerra aquí mismo, delante de estos cincuenta y ocho mil doscientos nueve nombres. Sin duda ése debería ser el sentido de un memorial semejante: si un líder puede plantarse aquí y mirar los nombres de todos los que murieron la vez anterior que un presidente declaró la guerra y seguir llamando a los jóvenes para que vayan y los maten en otra guerra, entonces tal vez la guerra merezca la pena.

Mary ladeó la cabeza, pero no dijo nada.

—Después de todo, dijiste que lucháis para conservar vuestros valores más fundamentales.

—Ése es el ideal, sí —dijo Mary.

—Pero esta guerra… esta guerra de Vietnam, dijiste que era para apoyar a un Gobierno corrupto, para impedir que se celebraran unas elecciones.

—Bueno, sí, en cierto modo.

—En Filadelfia me enseñaste dónde y cómo se fundó este país. ¿No es la democracia el valor más preciado de Estados Unidos, que la voluntad del pueblo se oiga y se cumpla?

Mary asintió.

—Entonces deberían haber luchado para asegurar que ese ideal se cumpliera, haber ido a Vietnam para asegurarse de que la gente de allí tuviera una oportunidad de votar habría sido un ideal americano. Y si el pueblo vietnamés…

—Vietnamita.

—Como sea. Si hubieran elegido el sistema comunista por votación, entonces el ideal americano de democracia se hubiese cumplido. ¿No será que defendéis la democracia sólo cuando el voto es el que queréis que sea?

—Posiblemente tienes razón —dijo Mary—. Mucha gente opinaba que la intervención americana en Vietnam era un error. La consideraban una guerra profana.

—¿Profana?

—Mmm, un insulto a Dios.

Ponter alzó la ceja sobre su ceño.

—Por lo que he visto, este Dios vuestro debe de tener la piel gruesa. Mary ladeó la cabeza, dándole la razón.

—Me has dicho que la mayoría de la gente de este país es cristiana, como tú, ¿no es así?

—Sí.

—¿Una mayoría en qué grado?

—Grande —dijo Mary—. Estuve leyendo sobre eso cuando me trasladé aquí. La población de Estados Unidos tiene unos doscientos setenta millones de habitantes. —Ponter ya había oído esta cifra, así que su magnitud no lo sobresaltó esta vez—. Aproximadamente un millón son ateos: no creen en Dios en absoluto. Otros veinticinco millones no son religiosos; es decir, no se adhieren a ninguna fe concreta. Los otros grupos de fe juntos (judíos, budistas, musulmanes, hindúes) suman quince millones. Todos los demás, casi doscientos cuarenta millones, dicen que son cristianos.

—Así que éste es un país cristiano.

—Bueeeeeno, como mi país natal, Canadá ——dijo Mary—, Estados Unidos se enorgullece de su tolerancia con la diversidad de creencias.

Ponter agitó una mano, desdeñoso.

—Doscientos cuarenta millones de doscientos setenta millones es casi el noventa por ciento: éste es un país cristiano. Y tú y otros me habéis explicado las enseñanzas cristianas fundamentales. ¿Qué dijo Cristo sobre aquellos que os atacan?

—El sermón de la montaña —dijo Mary. Cerró los ojos, al parecer para ayudarse a recordar—. Sabéis lo que se dice: “Ojo por ojo y diente por diente.” Pero yo os digo que no hagáis frente al que os ataca. Al contrario: al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra mejilla.»

—Entonces la venganza no tiene cabida en la política de una nación cristiana —dijo Ponter—. Y sin embargo dices que es un motivo por el que se libran guerras. Del mismo modo, impedir la libre decisión de un país extranjero no debería haber cabido en la política de una nación democrática, y sin embargo causó esta guerra de Vietnam.

Mary no dijo nada.

—¿No lo ves? Para eso debería servir este memorial, este muro de los veteranos de Vietnam: para recordar lo insensato de la muerte, el error, el grave error de declarar una guerra que contraviene vuestros principios más queridos.

Mary continuó en silencio.

—Ése es el motivo por el que las futuras guerras de América deberían ser declaradas aquí, aquí mismo. Sólo si la causa soporta la prueba de apoyar los principios fundamentales más queridos, entonces tal vez se trate de una guerra que debería ser librada.

Ponter dejó que sus ojos se dirigieran de nuevo al muro, al reflejo negro.

Mary no dijo nada.

—Sin embargo —continuó Pol1ter—, déjame hacer un planteamiento más simple. Esas cartas que has leído… supongo que son típicas.

Mary asintió.

—Dejan cartas parecidas todos los días.

—¿Pero no veis el problema? En todas esas cartas existe el problema subyacente de que los muertos no están realmente muertos. «Dios está cuidando de ti.» «Volveremos a estar juntos de nuevo», «…Sé que cuidas de mí.» «Algún día te volveré a ver.»

—Ya hemos hablado de eso antes —dijo Mary—: Mi especie de humanidad (no sólo los cristianos, sino la mayoría de los Homo sapiens, no importa cuál sea su religión) creen que la esencia de una persona no termina con la muerte del cuerpo. El alma sigue viviendo.

—Y esa creencia es el problema —dijo Ponter firmemente———. He pensado en esto desde la primera vez que me lo contaste, pero lo he… ¿cómo decís?, lo he pillado aquí, en este memorial, en este muro de nombres.

—¿Sí?

—Están muertos. Han sido eliminados. Ya no existen. —Tendió la mano hacia delante y tocó un nombre que no podía leer—. La persona que se llamaba así —tocó otro—, y la persona que se llamaba así —y tocó un tercero—, y la persona que se llamaba así ya no están. Sin duda aceptar eso es el motivo de este muro. No se puede venir aquí a hablar con los muertos, porque los muertos están muertos. No se puede venir aquí a pedir perdón a los muertos, porque los muertos están muertos. No se puede venir aquí a ser tocado por los muertos, porque los muertos están muertos. Estos nombres, estos caracteres tallados en piedra… es todo lo que queda de ellos. Ése es el mensaje de este muro, la lección que hay que aprender. Mientras sigáis pensando que esta vida es un prólogo, que habrá más después, que los que fueron maltratados aquí serán recompensados en algún lugar todavía por venir, seguiréis menospreciando la vida, y seguiréis enviando a jóvenes a la muerte.

Mary tomó una bocanada de aire y la dejó escapar lentamente, al parecer controlándose. Hizo un gesto con un movimiento de la cabeza. Ponter se volvió a mirar. Otra persona (un hombre de pelo gris) estaba colocando una cana delante del muro.

—¿Podrías decírselo? —preguntó Mary, hablando bruscamente———. ¿Decirle que está perdiendo el tiempo? O a esa mujer de allí… la que está de rodillas, rezando. ¿Podrías decírselo? ¿Sacarla de su engaño? La creencia de que en algún lugar sus seres queridos todavía existen les da consuelo.

Ponter sacudió la cabeza.

—Esa creencia es lo que hizo que esto sucediera. La única forma de honrar a los muertos es asegurándose de que no entre más gente en ese estado de manera prematura.

Mary parecía enfadada.

—Muy bien. Ve y díselo.

Ponter se volvió y miró a los gliksins y sus reflejos de ébano en el muro. Su pueblo casi nunca tomaba vidas humanas, y el pueblo de Mary lo hacía a una escala enorme, con frecuencia… Sin duda esta creencia en Dios y la otra vida tenía que estar ligada a su disposición a matar.

Dio un paso adelante, pero…

—Pero, ahora mismo, esa gente no parecía maligna, no parecía sedienta de sangre, no parecía dispuesta a matar. Ahora mismo, parecían tristes, increíblemente tristes.

Mary todavía estaba molesta con él.

—Vamos —dijo, indicando con una mano—. ¿Qué te detiene? Ve y díselo.

Ponter pensó en lo triste que él mismo se había sentido cuando murió Klast. Y sin embargo… y sin embargo, aquella gente (estos extraños, extrañísimos gliksins) obtenían consuelo de sus creencias. Miró a los individuos que había junto al muro, apartados de él por agentes armados. No, no, no les diría a esas personas que sus seres queridos habían desaparecido de verdad. Después de todo, no era esta gente triste quien los había enviado a morir.

Ponter se volvió hacia Mary.

—Comprendo que creer les proporciona consuelo, pero… —Sacudió la cabeza—. ¿Pero cómo se rompe el ciclo? Dios hace que matar sea aceptable, Dios proporciona consuelo después de que se haya matado. ¿Cómo se consigue no repetirlo una y otra vez?

—No tengo ni idea —dijo Mary.

—Tenéis que hacer algo.

—Ya lo hago. Rezo.

Ponter la miró, miró a la gente que rezaba, y luego se volvió una vez más hacia Mary, y dejó que su cabeza colgara, contemplando el sucio, incapaz de enfrentarse a ella o a los miles de nombres.

—Si creyera que existe la más mínima posibilidad de que funcione —dijo en voz baja—, yo también rezaría.

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