16

Cuando Mary tenía dieciocho años, Donny, su novio, se marchó a los Ángeles con su familia a pasar el verano. Eso fue antes de que se popularizara el correo electrónico e incluso antes de las llamadas baratas a larga distancia, pero se habían mantenido en contacto por carta. Don le enviaba al principio unas cartas largas y llenas de noticias y declaraciones de cuánto la echaba de menos, de cuánto la amaba.

Pero a medida que los agradables días de junio daban paso al calor de julio y la agobiante humedad de agosto, las cartas se fueron haciendo menos frecuentes y más lacónicas. Mary recordaba vivamente el día que el día que llegó una con sólo el nombre de Don al final, nada más, sin que lo precediera la palabra «amor».

Dicen que la ausencia acrecienta el amor. Tal vez lo hace en algunos casos. Tal vez, en efecto, era así en éste. Habían pasado semanas desde la última vez que Mary había visto a Ponter Boddit, y sentía tanto afecto por él, si no más, como cuando se marchó.

Pero con una diferencia, Cuando Ponter se marchó, Mary se quedó otra vez sola. Ni siquiera era una mujer libre, puesto que Colm y ella estaban solamente separados; el divorcio significaba la excomunión para ambos, y solicitar la nulidad matrimonial parecía una hipocresía.

Pero Ponter no había estado solo durante el tiempo que pasó aquí. Sí, era viudo, aunque no usara ese término, pero al regresar a su universo se vió rodeado de nuevo por su familia: su hombre-compañero Adikor (Mary se había aprendido los nombres de memoria), y sus dos hijas, Jasmel Ket de dieciocho años y Megameg Bek, de ocho.

En la antesala de la planta decimoctava del edificio de la Secretaría de las Naciones Unidas, Mary esperaba a que Ponter saliera de una reunión para verlo por fin. Mientras permanecía sentada, demasiado nerviosa para leer, estómago le daba vueltas, y todo tipo de pensamientos le pasaban por la cabeza. ¿La reconocería Ponter siquiera? Debía de haber visto montones de rubias que rondaban los cuarenta en Nueva York; ¿le parecerían iguales todos los gliksins del mismo color? Además, ella se había cortado el pelo desde su estancia en Sudbury, y había engordado un kilo o dos, maldición.

Y al fin y al cabo había sido ella quien lo había rechazado la última vez. Posiblemente era la última persona a quien Ponter quería ver ahora que había regresado a esta Tierra.

Pero no. No, él había comprendido que estaba todavía enfrentándose a las secuelas de la violación, que su incapacidad de responder a su avance no tenía nada que ver con él. Sí, seguramente él lo había comprendido.

Y sin embargo había…

El corazón de Mary dio un brinco. La puerta se abría, y las voces apagadas de pronto se volvieron claras. Mary se puso en pie de un salto, las manos unidas nerviosamente.

—…y le proporcionaré esas cifras —decía un diplomático asiático, hablándole por encima del hombro a una hembra neanderthal de pelo plateado que debía de ser la embajadora Tukana Prat.

Dos diplomáticos Homo Sapiens más salieron por la puerta, y entonces…

Y entonces apareció Ponter Boddit. Llevaba el pelo rubio oscuro con una raya exactamente en medio y sus asombrosos ojos marrón dorado destacaban incluso a esta distancia. Mary alzó las cejas, pero Ponter no la había visto, ni la había olido, todavía. Estaba hablando con otro diplomático, diciendo algo sobre exploraciones geológicas y…

Y entonces sus ojos se posaron en Mary, y ella sonrió nerviosa, y él dio un pasito de lado para apartarse de la gente que tenía delante y en su rostro apareció aquella sonrisa de casi un palmo que Mary conocía tan bien, y salvó la distancia entre ambos y la abrazó atrayéndola hacía su enorme pecho.

—¡Mary! —exclamó Ponter con su propia voz, y entonces, con la traducción de Hak—. ¡Qué maravilloso es volver a verte.

—Bienvenido —dijo Mary, su mejilla contra la de él—. ¡Bienvenido!

—¿Qué estás haciendo aquí, en Nueva York?

Mary podría haber respondido que estaba allí con la esperanza de tomar una muestra de ADN de Tukana; era verdad, en parte, y una explicación sencilla que le hubiera ahorrado la vergüenza, pero…

—He venido a verte —dijo simplemente.

Ponter la apretujó de nuevo, luego relajó su abrazo y dio un paso atrás, poniendo una mano sobre cada uno de Sus hombros y mirándola a la cara.

—¡Me alegro tanto! —dijo.

Mary fue incómodamente consciente de que las demás personas de la habitación los estaban mirando y, en efecto, después de un instante Tukana se aclaró la garganta, tal como podría haber hecho un gliksin.

Ponter volvió la cabeza y miró a la embajadora.

—Oh —dijo. Perdóneme. Ésta es Mary Vaughan, la genetista de la que le hablé.

Mary avanzó un paso tendiéndole la mano.

—Hola, señora embajadora.

Tukana aceptó la mano de Mary y la estrechó con una fuerza sorprendente. Mary se dijo que, de ser lo suficientemente hábil, podría haber recogido unas cuantas células de Tukana simplemente dándole la mano.

—Es un placer conocerla —dijo la neanderthal—. Yo soy Tukana Prat.

—Sí, lo sé —respondió Mary, sonriendo—. He estado leyendo acerca de usted en los periódicos.

—Mi impresión —dijo, con una sonrisa pícara en su ancho rostro, —, es que tal vez usted y el enviado Boddit quisieran estar a solas.

Sin esperar una respuesta, se volvió hacia uno de los diplomáticos gliksins.

—¿Vamos a su despacho y repasamos esas cifras de dispersión de la población.

El diplomático asintió, y el resto del grupo se marchó, dejando a solas a Mary y Ponter.

—Bien —dijo Ponter, envolviendo a Mary en otro abrazo—. ¿Cómo estás?

Mary no podía decir si era su corazón o el de Ponter el que retumbaba.

—Ahora que estas aquí —dijo—, estoy bien.


El salón de la Asamblea General de las Naciones Unidas consistía en una serie de semicírculos concéntricos situados de cara a un estrado central. A Ponter le sorprendió la mezcla de rostros que veía. En Canadá había advertido diversos colores de piel y tipos faciales y, hasta ahora, su experiencia en Estados Unidos había sido similar. Allí, en aquella enorme cámara, vio la misma variedad de coloración. Lurt le había dicho que, casi con toda certeza, era el resultado de prolongados períodos de aislamiento geográfico para cada grupo de color, suponiendo, como Mary había asegurado, que pudieran reproducirse entre sí.

Pero los representantes de cada país eran todos del mismo color: incluso Canadá y Estados Unidos tenían sólo representantes de piel clara en estas Naciones Unidas.

Más: Ponter estaba acostumbrado a ver consejos en su mundo formados únicamente por miembros de un sexo, o por un número exactamente igual de varones y hembras. Pero allí había tal vez— un noventa y cinco por ciento de varones y una muestra mínima de hembras, ¿Era posible, se preguntó Ponter, que hubiera una jerarquía de «razas», como Mary las había llamado, y los de piel clara tuviera el poder absoluto? Del mismo modo, ¿era concebible que las hembras gliksins tuvieran un estatus inferior y se les permitiera acceder solo en contadas ocasiones a los círculos más prestigiosos?

Otra cosa que sorprendía a Ponter era lo jóvenes que eran la mayoría de los diplomáticos. ¡Algunos eran incluso más jóvenes que él! Mary había mencionado una vez que se teñía el pelo gris para ocultarlo, una idea para él inconcebible, pues ocultar el pelo gris era ocultar la sabiduría. Los gliksins varones, había advertido, tendían menos a teñírselo… quizá su sabiduría era puesta en duda más a menudo. Pero, a pesar de todo, había pocos cabellos grises en el grupo que estaba viendo.

Ponter dejó de preocuparse un poco cuando el encargado principal, cuyo título era, curiosamente, secretario general, resultó ser un hombre de piel oscura de al menos meses pasables. Hélene Gagne había susurrado a Ponter que aquel hombre había ganado recientemente el Premio Nobel de la Paz: fuera lo que fuese eso.

Ponter estaba sentado con la delegación canadiense. Por desgracia, a Mary le habían negado un sitio en la planta principal, aunque supuestamente lo estaba viendo desde la galería de espectadores de arroba. Sobre el podio, Ponter vio una gigantesca versión de la insignia celeste de las Naciones Unidas. Aunque Ponter había aceptado intelectualmente la realidad de donde estaba, emocionalmente seguía, sintiendo que aquel extraño mundo no tenía nada que ver con su Tierra. Pero la insignia tenía en el centro el mapa de la proyección solar de la Tierra, y era igual que los mapas que Ponter había visto en su mundo.

Sin embargo, rodeándola, había ramas de algún tipo de planta, Ponter le preguntó a Hélene el significado de las ramas, y ella le dijo que eran ramas de olivo, un símbolo de paz.

La Torre de la Paz. El Premio de la Paz. Hojas de la Paz. A pesar de todas sus guerras, parecía que la paz estaba constantemente en la mente de los glikins, y Ponter se sintió algo más tranquilo al advenir que la palabra paz no tenía más sílabas que la palabra guerra tal como la pronunciaban.

Después de un largo discurso de apertura a cargo del secretario general, le tocó por fin a Tukana el turno de hablar, Se puso en pie y se acercó al podio mientras los gliksins reunidos hacían esa cosa que ellos llamaban «aplaudir», Tukana llevaba una pequeña caja de madera pulida que colocó en el atril.

El secretario general le estrechó la mano y luego dejó libre el estrado.

—Hola, pueblos de esta Tierra —dijo el implante de Tukana, traduciendo por ella: a Hélene le había costado cierto esfuerzo que el Acompañante aceptara la noción de «pueblos», una forma plural de una palabra, que ya implicaba un colectivo—. Les saludo en nombre del Gran Consejo Gris de mi mundo, y del pueblo de ese mundo,

Tukana continuó, asintiendo en dirección a Ponter.

—La primera vez que uno de nosotros vino aquí, fue un accidente inesperado. Esta vez es deliberado y hay gran expectación por parte de mi pueblo. Anhelamos establecer relaciones pacificas y duraderas con cada una de la naciones representadas aquí.

Continuó de esa manera durante un ralo, diciendo poco que fuera sustancioso. Pero los gliksins, advirtió Ponter, estaban colgados de cada palabra, aunque algunos de los que se encontraban más cerca de él lo examinaban discretamente, al parecer fascinados por su aspecto.

—Y ahora —dijo Tukana, cuando llegó al momento de ir al meollo— es un placer para mí realizar el primer intercambio comercial entre nuestros dos pueblos.

Se volvió hacia el hombre de piel oscura que estaba de pie a un lado del estrado.

—¿Quiere por favor…?

El secretario general regresó al estrado llevando consigo una cajita de madera propia. Tukana abrió su caja, que había sido enviada recientemente desde el otro lado.

—En esta caja —dijo Tukana— hay una reproducción exacta de un resto antropológico: el cráneo de nuestro mundo cuyo equivalente en esta versión de la Tierra se llama AL 288—1, lo que llaman ustedes un Australopithecus afarensis conocido aquí como Lucy.

Tukana le había dicho a su Acompañante que añadiera la « i » larga al nombre.

Un murmullo recorrió la cámara. A Ponter se lo habían explicado. En las dos versiones de la Tierra, el esqueleto de aquella hembra adulta concreta había sido hallado en lo que los gliksins llamaban Hadar, Etiopía, en esta Tierra. Y en el punto correspondiente del noreste de Kakarana en la versión de Ponter. Pero las condiciones climatológicas no habían sido idénticas, En la Tierra de Nueva York y Taranta y Sudbury, el cráneo del fósil se había erosionado antes de que Donald Johnson lo encontrara en el año que los gliksins llamaban 1974. Pero en la versión de Tukana y Ponter, el esqueleto había sido hallado antes de que sufriera muchos daños debido a la erosión. Era una ofrenda inteligente, en opinión de Ponter: subrayaba el hecho de que en ambos mundos existían los mismos depósitos fósiles y minerales, y que un intercambio de localizaciones idénticas sin duda sería mutuamente beneficioso.

—Lo acepto con gratitud en nombre de todos los pueblos de esta Tierra —dijo el hombre de piel oscura—. Y, a cambio, por favor, acepte este regalo nuestro.

Le tendió su caja a Tukana, Ella la abrió, y alzó lo que parecía ser una roca cubierta de plástico transparente.

—Esta muestra de mármol fue recogida por James Irwin en Hadley Rille.

Hizo una dramática pausa, obviamente disfrutando de la falta de comprensión de Tukana.

—Hadley Rille —explicó el secretario general— está en la Luna.

Los ojos de Tukana se abrieron de par en par. Ponter se sintió igualmente anonadado, ¡Un trozo de la Luna! ¿Cómo podía haber dudado de que fuera lo adecuado tener relaciones con estos humanos?

Загрузка...