—¡Reunión de crisis! —gritaba Jock Krieger mientras se abría camino por los pasillos del edificio del Grupo Sinergia en Rochester—. ¡Todo el mundo a la sala de conferencias!
Louise Benoit asomó la cabeza por la puerta de su laboratorio.
—¿Qué ocurre?
—¡A la sala de conferencias! —gritó Jock por encima del hombro—. ¡Ahora!
No tardaron más de cinco minutos en reunirse todos en lo que antaño había sido el palaciego salón, cuando había gente que vivía de verdad en aquella mansión.
—Muy bien, amigos —dijo Jock—. Es hora de empezar a ganarse esos sueldos.
—¿Qué pasa? —preguntó Lilly, del grupo de imágenes.
—Acaban de disparar le al NP en Nueva York —dijo Jock.
—¿Le han disparado a Ponter? —preguntó Louise, los ojos como platos.
—Eso es.
—¿Está…?
—Está vivo. Es todo lo que sé sobre su estado ahora mismo.
—Y la embajadora —preguntó Lilly.
—Está bien —contestó Jock—. Pero mató al hombre que le disparó a Ponter.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Kevin, también de imágenes.
—Creo que todos conocen mi pasado —dijo Jock—. Mi especialidad es la teoría de juegos. Bueno, las apuestas están muy altas. Algo va a pasar y tenemos que averiguar qué para poder aconsejar al presidente, y…
—El presidente —dijo Louise, los ojos marrones muy abiertos.
—Eso es. Se acabó el recreo. Necesito saber qué van a hacer los neanderthales en respuesta a esto, y cómo deberíamos responder nosotros a lo que hagan. Muy bien damas y caballeros. ¡Empiecen a dar ideas!
Tukana Prat contempló al hombre que acababa de matar. Hélene Gagné la había alcanzado y ahora la sostenía por el codo. Ayudaba a caminar a la mujer neanderthal, apartándola del cadáver.
—No pretendía matado —dijo Tukana, en voz baja, aturdida.
—Lo sé —contestó Hélene, en tono conciliador—. Lo sé.
—Él… intentó matar a Ponter. Intentó matarme.
—Todo el mundo lo ha visto —dijo Hélene—. Ha sido en defensa propia.
—Sí, pero…
—No tenía elección, tenía que detenerlo.
—Que detenerlo, sí —dijo Tukana—. Pero… pero…
—Ha sido en defensa propia, ¿Me oye? No insinúe siquiera que pueda haber sido algo más.
—Pero…
—¡Escúcheme! Esto va a ser ya bastante complicado tal como es.
—Yo… tengo que hablar con mis superiores —dijo Tukana.
—Y yo también —respondió Hélene—, y…
El teléfono móvil de Hélene sonó. Respondió a la llamada.
—¿Allo? Oui. Oui. Je ne sais pais. J`ai… un moment, s'il vous plait.
Cubrió el auricular y se dirigió a Tukana.
—La OPM.
—¿Qué?
—La oficina del primer ministro. —Volvió al auricular, y continuó hablando en francés—. Non, Non, mais… Oui… beaucoup de sang… Non, elle est sain et sauf. D´accord. Non, pas de probleme. D´accord. Non, aujourd´hui. Oui, maintenant… Pearson, oui. D´accord, oui. Au revoir.
Hélene cerró el teléfono y lo guardó.
—Tengo que llevarla de vuelta a Canadá, en cuanto la policía de aquí termine de interrogarla.
— ¿Interrogarme?
—Es sólo una formalidad. Luego la llevaremos a Sudbury, para que pueda informar a su gente.
Hélene miró a la mujer Neanderthal con la cara manchada de sangre.
—¿Qué… que piensa que querrán hacer sus superiores?
Tukana se volvió de nuevo hacia el hombre muerto, y luego miró hacia donde los camilleros de la ambulancia estaban atendiendo a Ponter tendido de espaldas.
—No tengo ni idea —dijo.
—Muy bien —dijo Jock Krieger, caminando de un lado a otro del opulento salón de la mansión de Seabreeze—, sólo hay dos posturas que podamos tomar. Primera, que ellos los neandertales son la parte agraviada. Después de todo, sin provocación alguna, uno de nuestra especie le pegó un tiro a un miembro de su especie. Segundo, que nosotros somos la parte agraviada. Cierto, uno de los nuestros le disparó a uno de ellos, pero su tipo vive y el nuestro está muerto.
Louise Benoit negó con la cabeza.
—No me gusta pensar que un terrorista, o un asesino, o lo que demonios fuera es «uno de los nuestros»
—Ni a mí —respondió Jock—. Pero a eso se reduce todo. El juego es gliksin contra neandertal; nosotros contra ellos. Y alguien tiene que hacer el próximo movimiento.
—Podríamos pedir disculpas —dijo Kevin Bilodeau, reclinándose en el asiento que ocupaba—. Agachar la cabeza y decirles cuanto lo sentimos.
—Yo digo que esperemos a ver qué hacen ellos —repuso Lilly.
—¿Y si lo que hacen es cerrar la puerta? —dijo Jock, volviéndose a mirarlos—. ¿Y si desenchufan su maldito ordenador cuántico? —Se volvió hacia Louise—. ¿Cuánto le falta para reproducir su tecnología?
—¿Bromea? Apenas he empezado.
No podemos permitirles cerrar el portal —dijo Kevin.
—¿Qué sugiere? —rezongó uno de los sociólogos, un hombretón blanco de unos cincuenta años—. ¿Qué enviemos soldados para impedir que cierren el portal?
—Tal vez deberíamos hacer eso —dijo Jock.
—¡No hablará en serio! —Exclamó Louise.
—¿Tiene una idea mejor? —Replicó Jock.
—Ellos no son idiotas, ¿sabe? —dijo Louise—. Estoy segura de que habrán preparado algún tipo de salvaguarda en su extremo para impedir que hagamos precisamente eso.
—Tal vez si —dijo Jock—. Tal vez no.
—Sería una pesadilla diplomática apoderarse del portal —dijo Rassmusen, un tipo de aspecto hirsuto cuya especialidad era la geopolítica; había estado intentando deducir qué unidades nucleares políticas podrían tener los neandertales, puesto que la geografía de su mundo era igual que la de éste—. La crisis del canal de Suez otra vez.
—Maldición —dijo Krieger, dándole una patada a la papelera—. Maldición.— Sacudió la cabeza—. El sentido de la teoría de juegos es determinar el mejor resultado realista para ambas partes en conflicto. Pero esto no es un juego malabar nuclear… es más bien un partido de baloncesto en el patio del colegio. ¡A menos que hagamos algo, los neandertales pueden recoger el balón y marcharse a casa, poniéndole fin a todo!
Tukana Prat tomó un vuelo de Air Canada en el JFK que la llevó al aeropuerto Pearson de Toronto, y desde allí, con Air Ontario, llegó a Sudbury, acompañada todo el tiempo por Hélene Grangé. Un coche las estaba esperando en el aeropuerto de Sudbury y las llevó a la mina Creighton. La embajadora tomó el ascensor, recorrió los túneles del ONS hasta la cámara de observación de neutrino y atravesó el tubo de Derkens para pasar al otro lado… su lado.
Y ahora mantenía una reunión en el Pabellón de Archivos de Coartadas con el Gran Consejero Gris Bedros, quien, como el portal estaba en su región, se encargaba de todos los asuntos relacionados con el contacto con los gliksins.
Las imágenes que el implante Acompañante de Tukana (con su capacidad de memoria ampliada) habían grabado en el otro lado habían sido descargadas en su archivo de coartadas, y Bedros y ella habían contemplado todo el lío en la holoburbuja que flotaba ante ellos.
—En realidad no hay ninguna duda de lo que deberíamos hacer —dijo Bedros—. En cuanto esté lo suficientemente bien para dejar el hospital gliksin, debemos recuperar a Ponter Boddit. Y luego deberíamos cortar el enlace con el mundo gliksin.
—Yo… no sé si ésa es necesariamente la respuesta correcta —dijo, Tukana—. Ponter estará bien, aparentemente, Es un gliksin quien ha muerto.
—Sólo porque falló.
—Sí, pero…
—Nada de peros, embajadora. Voy a recomendar al consejo que cerremos permanentemente el portal en cuanto podamos recuperar al sabio Boddit.
—Por favor —dijo Tukana—. Tenemos una oportunidad demasiado grande para dejada pasar.
—Ellos nunca han hecho una purga de su poso genético —repuso Bedros—. Las tendencias más espantosas y peligrosas siguen sueltas en su población.
—Eso lo comprendo, pero no obstante…
—¡Y llevan armas! No para cazar, sino para matarse unos a otros. ¿Y cuántos días hicieron falta para que una de esas armas se volviera contra miembros de nuestra especie? —Bedros sacudió la cabeza—. Ponter Boddit nos contó lo que le había sucedido a nuestra especie en su mundo… recuerde, se enteró en su viaje previo. Ellos, los gliksins, nos exterminaron. Piense en eso, embajadora Prat, ¡Piense en eso! Físicamente, los gliksins son débiles, ¡Figuras flacas y debiluchas! y sin embargo consiguieron eliminamos de allí, a pesar de nuestra fuerza superior y nuestros cerebros más grandes, ¿Cómo es posible que lo consiguieran?
—No tengo ni idea, Además, Ponter sólo dijo que era una teoría sobre lo que nos había sucedido en su mundo.
—Nos eliminaron a traición —continuó Bedros, como si Tukana no hubiera hablado—. Con engaños. Con violencia inimaginable. Enjambres de ellos, armados con rocas y lanzas, debieron de marchar hacia nuestros valles, abrumándonos con su número, hasta que la sangre de nuestra especie empapó la tierra y murió hasta el último de los nuestros. Esa es su historia. Ésa es su costumbre. Sería una locura que dejáramos abierto un portal entre nuestros dos mundos.
—El portal está en las profundidades de la roca, y pueden conseguir que una o dos personas pasen cada vez. No creo que tengamos que preocuparnos…
—Puedo oír a nuestros antepasados diciendo lo mismo, hace medio millón de meses, «¡Oh, mira! ¡Otra clase de humanidad! Bueno, seguro que no tenemos que preocuparnos por nada. Después de todo, las entradas a nuestros valles son estrechas.»
—No sabemos con seguridad si eso es lo que pasó —dijo Tukana.
—¿Por qué correr el riesgo? —preguntó Bedros—. ¿Por qué arriesgarse, aunque sea un solo día más?
Tukana Prat desconectó la holoburbuja y caminó lentamente de un lado a otro.
—Aprendí algo difícil en ese otro mundo —dijo en voz baja—. Aprendí que, según sus baremos, no soy gran cosa como diplomática. Hablo demasiado sucintamente y de manera demasiado simple. Y, sí, digo claramente que hay muchas cosas desagradables en esa gente. Tiene usted razón cuando los llama violentos. Y el daño que le han hecho a su medio ambiente es incalculable. Pero hay grandeza también en ellos. Ponter tiene razón cuando dice que llegarán a las estrellas.
—Pues que tengan buen viaje.
—No diga usted eso. He visto obras de arte en su mundo sorprendentemente hermosas. Son distintos de nosotros, y hay cosas, por carácter y temperamento, que ellos pueden hacer y nosotros no… cosas maravillosas.
—¡Pero uno de ellos intentó matarlos!
—Uno, sí. Uno entre seis mil millones. —Tukana guardó silencio un instante—. ¿Sabe cuál es la mayor diferencia entre ellos y nosotros?
Bedros pareció a punto de hacer una observación sarcástica, pero se lo pensó mejor.
—Dígamela usted.
—Creen que hay un propósito en todo esto. — Tukana abrió los brazos, abarcando todo a su alrededor—. Creen que la vida tiene un significado.
—Porque se han engañado a sí mismos para creer que el universo tiene una inteligencia que lo guía.
—En parte, sí. Pero va más allá de eso. Incluso sus ateos… los que no creen en su Dios, buscan significado, explicaciones. Nosotros existimos, pero ellos viven. Ellos buscan.
—Nosotros también buscamos. Exploramos con la ciencia.
—Pero lo hacemos por sentido práctico. Queremos una herramienta mejor, y por eso estudiamos hasta que hacemos una mejor. Pero ellos se preocupan con lo que llaman las grandes cuestiones: ¿Por qué estamos aquí? ¿Para qué es todo esto?
—Ésas son preguntas sin sentido.
—¿Lo son?
—¡Por supuesto que sí!
—Tal vez tenga usted razón —dijo Tukana—. O tal vez no. Tal vez ellos estén acercándose a la respuesta, acercándose a una nueva iluminación.
—¿Y entonces dejarán de matarse unos a otros? ¿Entonces dejarán de violar su medio ambiente?
—No lo sé. Tal vez. Hay bien en ellos.
—Hay muerte en ellos. El único modo de sobrevivir al contacto con ellos es que se maten entre sí antes de que consigan matamos a nosotros.
Tukana cerró los ojos.
—Sé que tiene usted buenas intenciones, consejero Bedros, y…
—No sea condescendiente conmigo.
—No lo hago. Comprendo que tiene usted en cuenta los intereses de nuestro pueblo. Pero yo también. Y mi perspectiva es la de una diplomática.
—Una diplomática incompetente —replicó Bedros—. ¡Incluso los gliksins así lo creen!
—Yo…
—¿O siempre mata usted a los nativos?
—Mire, consejero, estoy tan molesta como usted, pero…
—¡Basta! —gritó Bedros—. ¡Basta! Nunca deberíamos haber permitido a Ponter Boddit que nos impulsara a hacer esto. Es hora de que prevalezcan cabezas más viejas y sabias.