24

La Sociedad Paleo-antropológica se reunía anualmente y por turnos con la Asociación Arqueológica Americana y la Asociación Americana de Antropólogos Físicos. Este año la reunión era con la primera, y el lugar convenido el Crowne Plaza de Franklin Square.

La estructura del congreso era sencilla: un solo estilo de presentación, consistente en exposiciones de quince minutos. Sólo había ocasionalmente tiempo para preguntas; John Yellen, el presidente de la sociedad, mantenía el horario previsto con la precisión de un Phileas Fogg.

Al final del primer día de disertaciones muchos de los paleo-antropólogos se reunieron en el bar del hotel.

—Estoy segura de que a la gente le encantaría tener una oportunidad para hablar contigo informalmente —le dijo Mary a Ponter, en el pasillo que conducía al bar.

—¿Vamos?

Los acompañaba, solemne, un agente del FBI, una de sus sombras en aquel viaje.

Ponter dilató las aletas de la nariz.

—Hay gente fumando en esa sala.

Mary asintió.

—En un montón de jurisdicciones, gracias a Dios, los bares son el Único sitio donde la gente puede fumar todavía… y Ottawa y algunos otros lugares incluso lo han prohibido en los bares.

Ponter frunció el ceño.

—Lástima que esta reunión no fuera en Ottawa.

—Lo sé. Si no puedes soportarlo, no tenemos por qué entrar.

Ponter lo consideró.

—He tenido muchas ideas para inventos desde que estoy aquí, sobre todo de adaptación de la tecnología gliksin. Pero sospecho que la principal contribución sería desarrollar filtros nasales para que mi gente no se vea asaltada constantemente por los olores que hay aquí.

Mary asintió.

—A mí tampoco me gusta el olor del humo de tabaco. De todas formas…

—Podemos entrar —dijo Ponter.

Mary se volvió hacia el agente del FBI.

—¿Le apetece una copa, Carlos?

—Estoy de servicio, señora —dijo, cortante—. Pero lo que usted y el enviado Boddit quieran tomar me parece bien.

Mary abrió la marcha. La habitación era oscura, con paredes de madera panelada. Una docena de científicos estaban sentados a la barra en taburetes, y había tres grupitos en las mesas. Un televisor en la parte superior de una pared emitía una reposición de Seinfeld. Mary reconoció de inmediato el capítulo: aquel en que Jerry resulta ser un antidentista redomado. Estaba a punto de seguir avanzando cuando sintió la mano de Ponter en el hombro.

—¿No es ése el símbolo de tu país?

Ponter señalaba con la otra mano, y Mary miró hacia donde estaba indicando: un cartel eléctrico mural de Molson Canadian. Sabía que Ponter no podía leer lo que decía, pero había identificado correctamente la hoja de arce roja.

—Ah, sí —dijo Mary—. Canadá es famosa por eso aquí. Cerveza… Grano fermentado.

Ponter parpadeó.

—Debéis de estar muy orgullosos.

Mary se acercó a uno de los grupitos sentados en sillas en forma de cuenco alrededor de una mesa circular.

—Carlos, ¿le importa? —dijo, volviéndose hacia el hombre del FBI.

—Estaré por aquí, señora —respondió él—. Ya he oído suficiente sobre fósiles por un día.

Se dirigió a la barra y se sentó en un taburete, pero de cara hacia ellos, no al camarero.

Mary se volvió hacia la mesa. ¿Podemos sentarnos?

Las tres personas (dos hombres y una mujer) estaban enzarzadas en animada conversación, pero alzaron la cabeza y reconocieron de inmediato a Ponter.

—Dios mío, sí —dijo uno de los hombres.

Ya había una silla libre en la mesa; rápidamente, consiguió otra.

—¿A qué debemos el placer? —dijo el otro hombre, mientras Mary y Ponter se sentaban.

Mary pensó en decirles parte de la verdad: que nadie fumaba en la mesa y que los asientos estaban colocados de tal forma que, aunque otros pudieran desear unírseles, no había espacio para que nadie más lo hiciera: no quería que agobiaran a Ponter. Pero no tenía intención de contar el resto: que Norman Thierry, el pomposo experto en ADN de la UCLA estaba sentado al otro lado de la sala. Se moriría de ganas por hablar con Ponter, pero no podría hacerlo.

Así que Mary simplemente ignoró la pregunta e hizo las presentaciones.

—Éste es Henry Ciervo Corredor —dijo, indicando a un nativo americano de unos cuarenta años—. Henry es de Brown.

—Era de Brown —la corrigió Henry—. Me he trasladado a la Universidad de Chicago.

—Ah —dijo Mary—. Y ella e… —indicó a la mujer, que era blanca y tendría unos treinta y cinco años— Angela Bromley, del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Angela tendió la mano derecha.

—Es un verdadero placer, doctor Boddit.

—Ponter —dijo Ponter, que había comprendido que en esta sociedad no había que usar el nombre de pila de otro a menos que se invitara a hacerlo.

—Y éste es mi marido, Dieter —continuó Angela.

—Hola —dijeron Mary y Ponter simultáneamente.

—¿Es usted antropólogo? —preguntó Mary.

—No, no, no —dijo Dieter—. Lo mío es el revestimiento de aluminio.

Ponter ladeó la cabeza.

—Lo oculta usted bien.

Los otros parecieron perplejos, pero Mary se echó a reír.

—Ya se acostumbrarán al sentido del humor de Ponter —dijo.

Dieter se levantó.

—Déjenme que les traiga algo de beber. Mary… ¿vino?

—Vino blanco, sí.

—¿Y Ponter?

Ponter frunció el ceño, sin saber qué pedir. Mary se inclinó hacia él.

—Los bares siempre tienen Coca-Cola.

—¡Coca-Cola! —dijo Ponter, con deleite—. Sí, por favor.

Dieter desapareció. Mary se sirvió algunos cacahuetes del cuenco de madera que había sobre la mesa.

—Bien —le dijo Angela a Ponter—. Espero que no le importe que le haga algunas preguntas. Ha vuelto usted nuestro campo patas arriba, ya sabe.

—No era mi intención —dijo Ponter.

—Por supuesto que no. Pero todo lo que oímos sobre su mundo desafía algo que creíamos saber.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, se dice que su gente no practica la agricultura.

—Es cierto.

—Siempre habíamos creído que la agricultura era un requisito previo para una civilización avanzada —dijo Angela, dando un sorbo al combinado que estaba tomando.

—¿Por qué? —preguntó Ponter.

—Bueno, verá, pensábamos que sólo a través de la agricultura podía garantizarse un suministro de comida seguro. Eso permite a la gente especializarse en otros trabajos: maestro, ingeniero, funcionario del Gobierno, etcétera.

Ponter meneó lentamente la cabeza adelante y atrás, como si le asombrara oír aquello.

—Tenemos gente en mi mundo que decide vivir al antiguo estilo. ¿Cuánto tiempo creen que tarda uno de ellos en proporcionar sustento para ello mismo y quienes dependen de ello?

Mary sabía que el lenguaje de Ponter tenía un pronombre neutro de tercera persona; Hak intentaba expresarlo.

Angela se encogió un poco de hombros.

—Mucho, supongo.

—No… mientras el número de los que dependen sea bajo. Ocupa aproximadamente el nueve por ciento del tiempo de uno. —Hizo una pausa, bien calculándolo él mismo o escuchando la conversión de Hak—. Unas sesenta horas al mes.

—Sesenta horas al mes —repitió Angela—. Eso son… Dios mío, sólo son quince horas a la semana.

—¿Una semana es un grupo de siete días? —preguntó Ponter, mirando a Mary. Ella asintió—. Sí, entonces, eso es. El resto del tiempo puede dedicarse a otras actividades. Desde el principio, hemos tenido mucho tiempo de sobra.

—Ponter tiene razón —dijo Henry Ciervo Corredor. —Quince horas por semana es la carga de trabajo media de los cazadores-recolectores de esta Tierra, también.

—¿De veras? —dijo Angela, soltando su vaso. Henry asintió.

—La agricultura fue la primera actividad humana en que la recompensa fue directamente proporcional al esfuerzo. Si trabajas ochenta horas a la semana sembrando campos, tu ganancia es el doble que si trabajas cuarenta. Cazar y recolectar no es así: si cazas a tiempo completo, acabas matando todas las presas de tu territorio; de hecho, es contraproducente esforzarte demasiado como cazador.

Dieter regresó, colocó los vasos delante de Mary y Ponter, y se sentó.

—¿Pero cómo se consigue un asentamiento permanente sin agricultura? —preguntó Angela.

Henry frunció el ceño.

—Lo está entendiendo mal. No es la agricultura lo que produce un asentamiento permanente. Es la caza y la recolección.

—Pero… no, no. Lo recuerdo del colegio…

—¿Y cuántos maestros americanos nativos tuvo en el colegio? —preguntó Henry Ciervo Corredor, en tono helado.

—Ninguno, pero…

Henry miró a Ponter, luego a Mary.

—Los blancos rara vez comprenden este punto, pero es absolutamente cierto. Los cazadores-recolectores se quedan en un sitio. Vivir de la tierra requiere conocerla íntimamente: qué plantas crecen dónde, adónde irán a beber los grandes animales, dónde ponen sus huevos las aves. Hace falta toda una vida para conocer de verdad un territorio. Mudarse a otro lugar es tirar por la borda todo ese conocimiento, tan duramente conseguido.

Mary alzó las cejas.

—Pero los granjeros necesitan echar raíces, como si dijéramos.

Henry no le rió el chiste.

—De hecho, los granjeros son itinerantes a lo largo de generaciones. Los cazadores-recolectores mantienen familias pequeñas; después de todo, las bocas de más que alimentar aumentan el trabajo que tiene que hacer un adulto. Pero los granjeros quieren familias grandes: cada hijo es otro trabajador que enviar a los campos, y cuanto más hijos tengas, menos trabajo tendrás que hacer tú mismo.

Ponter estaba escuchando con interés; su traductor pitaba suavemente de vez en cuando, pero parecía que seguía el hilo de la conversación.

—Supongo que tiene sentido —dijo Angela, pero parecía dubitativa.

—Lo tiene ——contestó Henry—. Pero cuando los hijos de los granjeros crecen, tienen que mudarse y fundar sus propias granjas. Pregúntele a un granjero dónde vivía su tatarabuelo y nombrará un lugar muy lejano; pregúntele a un cazador-recolector, y dirá «aquí mismo».

Mary pensó en sus padres, que vivían en Calgary; sus abuelos, en Inglaterra e Irlanda y Gales, y… Dios, ni siquiera sabía de dónde eran sus bisabuelos, mucho menos sus tatarabuelos.

—Un territorio no es algo que se abandona a la ligera —continuó Henry—. Por eso los cazadores-recolectores valoran tanto a los mayores.

Mary todavía se sentía dolida porque Ponter pensaba que había sido tonta al teñirse el pelo.

—Hábleme de eso.

Henry dio un sorbo de cerveza.

—Los granjeros valoran a los jóvenes, porque la agricultura es un negocio de fuerza bruta. Pero la caza y la recolección se basan en el conocimiento. Cuantos más años puedas recordar, más ves las pautas, más conoces el territorio.

—Nosotros valoramos a nuestros mayores —dijo Ponter—. No hay ningún sustituto para la sabiduría.

Mary asintió.

—Sabíamos eso de los neanderthales —dijo—, basándonos en los fósiles hallados. Pero no comprendía por qué.

—Yo soy especialista en Australopithecus —dijo Angela—. ¿A qué fósiles se refiere?

—Bueno —contestó Mary—, el espécimen conocido como La Chapelle-aux-Saints tenía parálisis y artritis, y una mandíbula rota y le faltaban la mayoría de los dientes. Obviamente habían cuidado de él durante años; era imposible que hubiera podido cuidar de sí mismo. De hecho, es probable que alguien tuviera que masticarle la comida. Pero La Chapelle tenía cuarenta años cuando murió… era viejo según los baremos de una gente que normalmente vivía sólo veintitantos años. ¡Qué tesoro de conocimientos debía de tener sobre el territorio de su tribu! ¡Décadas de experiencia! Lo mismo ocurre con Shanidar I, de Irak. Ese pobre hombre tenía también cuarenta años y estaba en peor estado aún que La Chapelle: ciego del ojo izquierdo, y le faltaba el brazo derecho.

Henry silbó unas cuantas notas. Mary tardó un segundo, pero reconoció la melodía: el tema de El hombre de los seis millones de dólares. Sonrió y continuó:

—También cuidaban de él, no por caridad, sino porque una persona tan vieja era una fuente de conocimientos de caza.

—Es posible —dijo Angela, un poco a la defensiva—, pero, de todas formas, fueron los granjeros quienes construyeron las ciudades, los que tenían la tecnología. En Europa, en Egipto…, lugares donde la gente cultivaba, ha habido ciudades desde hace miles de años.

Henry Ciervo Corredor miró a Ponter, como en busca de apoyo.

Ponter se limitó a ladear la cabeza, pasándole la pelota al nativo americano.

—¿Cree que los europeos tenían tecnología, metalurgia y todo eso y que, nosotros, los nativos, no, por algún tipo de superioridad inherente? —preguntó Henry—. ¿Eso es lo que piensa?

—No, no —dijo la pobre Ange1a—. Por supuesto que no. Pero…

—Los europeos tuvieron ese tipo de cosas por pura suerte. Yacimientos justo en la superficie; pedernal para hacer herramientas de piedra. ¿Ha intentado alguna vez tallar granito, que es lo que más abunda aquí? Se hacen unas puntas de flecha penosas.

Mary esperaba que Angela dejara el tema, pero no lo hizo.

—Los europeos no tenían sólo herramientas. También fueron lo bastante listos para domesticar animales… bestias de carga que trabajaran para ellos. Los nativos americanos nunca domesticaron a ninguno de los animales que había aquí.

—No los domesticaron porque no se podía —dijo Henry—. Sólo hay catorce grandes herbívoros domesticables en todo el planeta, y sólo uno de ellos (el reno) se encuentra en Norteamérica, y sólo en el lejano Norte. Los cinco principales animales domésticos son todos eurasiáticos de origen: la oveja, la cabra, la vaca, el caballo y el cerdo. Los otros nueve son de menor importancia, como los camellos… geográficamente aislados. No se puede domesticar la megafauna de Norteamérica: el alce, el oso, el ciervo, el bisonte o el león de las montañas. Simplemente no tienen el temperamento necesario para ello. Oh, tal vez se les puede capturar, pero no se les puede entrenar, y no llevarán un jinete a cuestas por mucho que intentes domarlos.

La voz de Henry se fue volviendo más fría a medida que hablaba.

—No fue una inteligencia superior lo que condujo a los europeos a tener lo que tuvieron. De hecho, podría afirmarse que los nativos de Norteamérica demostraron tener más cerebro al sobrevivir careciendo de metales y herbívoros domesticables.

—Pero había algunos indios… lo siento, nativos americanos, que cultivaban —dijo Angela.

—Claro. ¿Pero qué cultivaban? Maíz, principalmente… porque eso es lo que había aquí. Y el maíz tiene muy pocas proteínas en comparación con los otros cereales, que existían en toda Eurasia.

Angela miró a Ponter.

—Pero… pero los neanderthales se originaron en Europa, no en Norteamérica.

Henry asintió.

—Y tenían unas herramientas de piedra magníficas: la industria moustenana.

—Pero no domesticaron animales, a pesar de que ha dicho usted que había muchos en Europa que podrían haber sido domesticados. y no cultivaban.

—¡Hola! —dijo Henry—. ¡Tierra a Angela! Nadie domesticaba animales cuando los neanderthales vivían en esta Tierra. Y nadie cultivaba entonces: ni los antepasados de Ponter, ni los suyos ni los míos. La agricultura comenzó en el Creciente Fértil hace diez mil quinientos años. Eso fue mucho después de que los neanderthales se hubieran extinguido… al menos en esta línea temporal. ¿Quién sabe qué podrían haber hecho si hubieran sobrevivido?

—Yo lo sé —dijo Ponter, simplemente. Mary se echó a reír.

—Muy bien —dijo Henry—. Entonces cuéntenoslo. Su pueblo nunca desarrolló la agricultura, ¿verdad?

—Así es.

Henry asintió.

—Probablemente están mejor sin ella, en cualquier caso. La agricultura trae muchas cosas malas.

—¿Como qué? —preguntó Mary, procurando, ahora que Henry al parecer se había calmado un poco, que su voz mostrara curiosidad en vez de desafío.

—Bueno, ya he mencionado la superpoblación —dijo Henry—. Y el efecto sobre la tierra es obvio: se destruyen bosques para obtener tierras de cultivo. Además, naturalmente, están las enfermedades que proceden de los animales domesticados.

Mary vio que Ponter asentía. Reuben Montego les había explicado lo mismo allá en Sudbury.

Dieter que resultó ser bastante agudo para ser especialista en aluminios, asintió.

—Y no sólo enfermedades físicas: también hay enfermedades culturales. La esclavitud, por ejemplo: eso es un producto directo de la necesidad de mano de obra agrícola.

Mary miró a Ponter, incómoda. Era la segunda referencia a la esclavitud que Ponter escuchaba en Washington. Sabía que tenía que dar algunas explicaciones…

—Así es —dijo Henry—. La mayoría de los esclavos trabajaban en las plantaciones. Y aunque no fuese esclavitud en el sentido literal de la palabra, la agricultura requiere lo que a fin de cuentas es lo mismo: peonadas, temporeros y todo eso. Por no mencionar la sociedad de clases: feudalismo, terratenientes y todo lo demás; son directamente un producto de la agricultura.

Angela se agitó en su asiento.

—Pero incluso cuando se trata de cazar, los restos arqueológicos demuestran que nuestros antepasados eran mucho mejores en eso que los neanderthales.

Ponter se había perdido durante la discusión sobre agricultura y feudalismo. Pero había entendido claramente la declaración de Angela.

—¿En qué sentido? —preguntó.

—Bueno —contestó Angela—, no vemos ninguna prueba de eficacia en la forma de cazar de sus antepasados.

Ponter frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—Los neanderthales sólo mataban animales de uno en uno.

En cuanto pronunció las palabras, Angela se dio cuenta de que había cometido un error.

Ponter alzó la ceja.

—¿Cómo cazaban sus antepasados?

Angela pareció incómoda.

—Bueno, mm… lo que solíamos hacer era, bueno, solíamos conducir manadas enteras de animales hasta los acantilados y matar a cientos de una vez.

Los ojos de Ponter se abrieron como platos.

—Pero… pero eso es… desenfrenado —dijo—. Sin duda, ni siquiera sus poblaciones más grandes podían aprovechar toda esa carne. Y además, parece una cobardía matar así.

—Yo… no sé cómo expresarlo. —Angela se ruborizó—. Quiero decir, nosotros pensamos que es una tontería correr riesgos innecesarios, así que…

—Saltan ustedes desde aviones —dijo Ponter—. Se tiran desde lo alto de acantilados. Han convertido el darse puñetazos en un deporte organizado. He visto todo eso en televisión.

—No todos hacemos esas cosas —dijo Mary, amablemente.

—Muy bien, pues —dijo Ponter—. Pero además de los deportes de riesgo, he visto otras conductas comunes. —Señaló hacia la barra— o fumar tabaco, beber alcohol, cosas que me han dado a entender que son peligrosas y —asintió a Henry—, ambas cosas, por cierto, producto de la agricultura. Sin duda esas actividades pueden considerarse «riesgos innecesarios». ¿Cómo se puede matar animales de un modo tan cobarde, pero luego correr riesgos como…? Oh, oh, espere. Ya lo tengo. Creo que ya lo tengo.

—¿Qué? —dijo Mary.

—Sí, ¿qué? —preguntó Henry.

—Un momento —dijo Ponter, persiguiendo un pensamiento e1usivo. Al cabo de segundos, asintió, tras haber capturado lo que perseguía—. Ustedes los gliksins beben alcohol, fuman y se dedican a deportes peligrosos para demostrar su capacidad residual. Dicen a quienes los rodean: «Mirad, en momentos poco difíciles puedo castigarme sustancialmente y seguir funcionando bien, lo que demuestra a las posibles parejas que no funciono al límite de mis capacidades. Por tanto, en momentos de escasez, obviamente tendré el exceso de fuerza y la capacidad de aguante para seguir siendo un buen proporcionador.»

—¿De veras? —dijo Mary—. ¡Qué idea tan interesante!

—Lo entiendo, porque mi especie hace lo mismo… pero de otra forma. Cuando cazamos…

Mary lo pilló al vuelo.

—Cuando cazáis, no lo hacéis de modo sencillo. No empujáis a los animales por los acantilados, ni les arrojáis lanzas desde distancias seguras… algo que hacían mis antepasados pero no los tuyos, al menos en esta versión de la Tierra. No, tu gente se dedica a atacar cuerpo a cuerpo a tos animales de presa, combatiéndolos uno a uno, y arrojándoles lanzas de cerca. Supongo que es lo mismo que fumar y beber: mira, cariño, puedo traer la cena, con las manos desnudas, así que si las cosas se ponen feas, y tengo que cazar de manera más segura, puedes tener por cierto que seguiré trayendo el bacón a casa.

—Exactamente —dijo Ponter.

Mary asintió.

—Tiene sentido. —Señaló a un hombre delgado sentado al otro lado del bar—. Eric Trinkaus, allí presente, descubrió que muchos fósiles de neanderthal mostraban el mismo tipo de heridas en el torso superior que encontramos en los modernos jinetes de rodeo, como si hubieran sido embestidos por animales, presumiblemente mientras estaban enzarzados en combate con ellos.

—Oh, sí, en efecto —dijo Ponter—. De vez en cuando algún mamut me ha lanzado por los aires, y…

—¿Ha hecho qué? —dijo Henry.

—Algún mamut…

—¿Un mamut? —repitió Angela, asombrada.

Mary sonrió.

—Veo que vamos a estar aquí un rato. Déjenme que los invite a todos a otra ronda…

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