—¿Ésta es tu casa? —preguntó Mary.
Ponter asintió. Habían pasado un par de horas visitando algunos edificios públicos, pero ya era bien entrada la tarde.
Mary se sorprendió. La casa de Ponter no estaba hecha de ladrillo ni piedra, sino principalmente de madera. Naturalmente, Mary había visto muchas casas de madera (aunque los planes urbanísticos las prohibían en muchas partes de Ontario), pero nunca una así. La casa de Ponter parecía haber crecido. Era como si un tronco de árbol muy grueso, pero muy corto, se hubiera expandido hasta llenar por completo un molde gigantesco con cubos y cilindros del tamaño de habitaciones, y luego el molde hubiera sido retirado del árbol, cuyo interior había sido a partir de entonces vaciado parcialmente sin llegar a matarlo. La superficie de la casa seguía cubierta de oscura corteza marrón, y el árbol en sí parecía vivo aún, aunque las hojas de las ramas que se extendían a partir de su cuerpo central habían empezado a cambiar de color para el otoño.
Sin embargo, habían realizado trabajos de carpintería, sin duda.
Las ventanas eran perfectamente cuadradas, presumiblemente talladas en la madera. También, a un lado de la casa, había una plataforma construida con tablas.
—Es… —los adjetivos luchaban por conseguir la supremacía en la mente de Mary: extraño, maravilloso, raro, fascinante. Pero lo único que consiguió decir fue—: precioso.
Ponter asintió, En el mundo de Mary hubiesen dicho «gracias» en respuesta a un cumplido como aquél, pero Mary había aprendido que los neanderthales no reconocían normalmente las alabanzas que les hacían por cosas de las que no eran responsables. Antes, había dicho que una de las camisas de Ponter era bastante bonita, y él la miró perplejo, como preguntándose si alguien querría llevar algo que no fuera bonito.
Mary indicó un gran cuadrado negro en el suelo, junto a la casa: medía tal vez unos veinte metros de lado.
—¿Qué es eso? ¿Una zona para aterrizar?
—Sólo incidentalmente. En realidad es un recolectar solar. Convierte la luz del sol en electricidad.
Mary sonrió.
—Supongo que tendrás que quitarle la nieve de encima en invierno.
Pero Ponter negó con la cabeza.
—No. El hoverbús que nos lleva al trabajo aterriza ahí y usa sus propulsores para despejar la nieve al hacerla.
Lo mucho que Mary detestaba acarrear nieve había sido uno de los motivos por los que se había decidido por un apartamento después de separarse de Colmo Sospechaba que en su mundo las compañías de transportes pondrían el grito en el cielo si tuvieran que enviar un autobús con una pala delante a las casas de todo el mundo después de una nevada.
—Vamos —dijo Ponter, caminando hacia la casa—. Entremos.
La puerta de la casa cedió hacia dentro. Las paredes interiores eran de madera pulida: la sustancia del árbol que las rodeaba. Mary había visto cientos de habitaciones pandadas en madera antes, pero nunca una donde las vetas dibujaran una pauta continua por todas las paredes. Si no hubiera visto primero la casa desde fuera, se habría sentido anonadada por la forma en que se había conseguido el efecto. Se habían abierto pequeños agujeros en las paredes, en diversos puntos, que contenían esculturas y adornos.
Al principio Mary creyó que el suelo estaba cubierto por una alfombra verde, pero no tardó en darse cuenta de que era hierba. Se encontraba en lo que parecía ser un salón. Había un par de sil1as de forma extraña, y un par de sofás brotaban de las paredes. No había cuadros, pero todo el techo había sido pintado con un complejo mural, y…
Y de repente a Mary la sangre se le heló en las venas. Había un lobo dentro de la casa.
Mary se quedó inmóvil, el corazón redoblando.
El lobo empezó a atacar, corriendo hacia Ponter.
—¡Cuidado! —gritó Mary.
Ponter se volvió y cayó de espaldas contra uno de los sofás…
El lobo estaba sobre él, las fauces completamente abiertas y… y Ponter se reía mientras el lobo le lamía la cara.
Ponter repetía un puñado de palabras una y otra vez en su propio idioma, pero Hak no las traducía. De todas formas, el tono era de divertido afecto.
Después de un momento, se quitó el lobo de encima y se puso en pie. La criatura se volvió hacia Mary.
—Mary —dijo Ponter—, ésta es mi perra, Pabo.
—¡Una perra! —exclamó Mary.
El animal era completamente lupino, por lo que veía: salvaje, hambriento, depredador.
Pabo se tendió junto a Ponter y, alzando el hocico, dejó escapar un largo y fuerte aullido.
—¡Pabo! —la riñó Ponter. Y su siguiente palabra debió de ser el equivalente neanderthal a «¡compórtate!». Le sonrió a Mary, pidiendo disculpas—. Nunca había visto a un gliksin.
Ponter le acercó el animal. Mary notó que la espalda se le envaraba y trató de no temblar, mientras el dentudo animal, que debía de pesar al menos cincuenta kilos, la olisqueaba de arriba abajo.
Ponter le habló a la perra unos instantes, palabras sin traducir, en el mismo tono afectuoso que en el mundo de Mary se empleaba para hablar con las mascotas.
En ese momento entró Adikor, procedente de otra habitación.
—Hola, Mary —dijo—. ¿Has disfrutado del paseo?
—Mucho.
Ponter se acercó a Adikor y lo envolvió en un abrazo. Mary apartó la mirada un momento pero, cuando volvió a mirar, los dos estaban de pie, el uno aliado del otro, de la mano.
Mary sintió de nuevo los retortijones de los celos, pero…
No, no. Sin duda eso no estaba bien por su parte. Evidentemente Ponter y Adikor se estaban comportando como hacían siempre, sinceros en su mutuo afecto.
Y sin embargo…
Y sin embargo, ¿había iniciado Adikor el abrazo? ¿O Ponter? Sinceramente, no podía decirlo. Y se habían entrelazado las manos mientras ella no miraba; no podía decir quién había extendido la mano hacia quién. Tal vez Adikor estaba marcando su territorio, haciendo una demostración ante Mary de su relación con Ponter.
Pabo, convencida, ahora al parecer de que Mary no era ningún monstruo, se apartó y se subió a uno de los sofás que crecían, literalmente , de la pared.
—¿Te gustaría ver el resto de la casa? —preguntó Ponter.
—Claro.
La condujeron a una zona (en realidad no era una habitación independiente) que debía de ser la cocina. Una lámina de vidrio cubría el suelo de hierba. Mary no reconoció ninguna de las instalaciones, pero supuso que el pequeño cubo debía de ser algo parecido a un horno microondas, y la unidad grande, consistente en dos cubos idénticos superpuestos, algún tipo de frigorífico. Expresó en voz alta estas suposiciones, y Adikor se echó a reír.
—En realidad, eso es un horno láser —dijo, indicando la unidad pequeña—. Utiliza la misma rotación de frecuencias que empleamos en el esterilizador que ya conoces, pera en este caso para que cocine la carne de manera uniforme por dentro y por fuera. Y ya no usamos la refrigeración para almacenar comida, aunque solíamos hacerlo. Eso es una caja de vacío.
—Ah —dijo Mary. Se volvió, y se llevó una sorpresa. Ocupaban una pared cuatro pantallas perfectamente cuadradas y planas, cada una mostrando una imagen distinta del mundo neanderthal. Desde el principio le habían preocupado los aspectos orwellianos de la sociedad neanderthal, pera no esperaba que Ponter se dedicara a vigilar a sus vecinos.
—Eso es el mirador —dijo Adikor, reuniéndose con ellos—. Así es como seguimos a los exhibicionistas.
Se acercó al cuarteto de monitores e hizo un ajuste. De repente, los cuatro cuadrados se fundieron en uno solo, con una visión ampliada del exhibicionista que estaba en la parte inferior derecha.
—Éste es mi favorito —dijo Adikor—. Hawst siempre está haciendo algo interesante. —Observó la imagen un momento. —Ah, está en un partido de daybatol.
—Vamos —dijo Ponter, haciendo señas para que los dos lo siguieran.
Su tono sugería que, en cuanto Adikor empezaba a ver un partido de daybatol, era difícil apartarlo del mirador.
Mary y Adikor lo siguieron. La siguiente habitación era indudablemente su dormitorio/cuarto de baño. En ella una gran ventana daba a un arroyo, y un hueco cuadrado lleno de cojines también cuadrados formaba una gran superficie para dormir. Encima había unos cuantos almohadones en forma de disco. A un lado de la habitación había un pozo circular, de nuevo hundido en el suelo.
—¿ Eso es el baño? —preguntó Mary.
Ponter asintió.
—Puedes usarlo, si quieres.
Mary negó con la cabeza.
—Más tarde, tal vez.
Su mirada se posó en la cama, e imágenes de Ponter y Adikor, desnudos y enzarzados en actos sexuales, se formaron en su mente.
—Y ya está —dijo Ponter—. Esto es nuestro hogar.
—Vamos —dijo Adikor—. Volvamos al salón.
Así lo hicieron, siguiendo a Ponter. Adikor espantó a Pabo de uno de los sofás y se tumbó de espalda en él. Ponter indicó a Mary que ocupara el otro sofá. Tal vez estar tumbado era la postura normal de descanso de los neanderthales; desde luego, sería la mejor manera de contemplar los murales del techo.
Mary ocupó en efecto el otro sofá, pensando que Ponter se sentaría a su lado. Pero en cambio se acercó al lugar donde Adikor estaba sentado y le dio un golpecito afectuoso en la cabeza. Adikor se enderezó. Mary esperaba que se sentara adecuadamente, pero en cuanto Ponter tomó asiento en el extremo del sofá, Adikor volvió a tenderse, colocando la cabeza sobre el regazo de Ponter.
Mary sintió un nudo en el estómago. De todas formas, Ponter probablemente no había traído hasta entonces a su casa a una mujer con la que estuviera relacionado sentimentalmente.
—Bien, ¿qué te parece nuestro mundo hasta ahora? —preguntó Ponter.
Mary aprovechó la oportunidad para apartar la mirada de Ponter y Adikor, como si tuviera la necesidad de visualizar mentalmente todo lo que ya había visto.
—Es… —Se encogió de hombros—. Diferente.
Y entonces, advirtiendo que eso podía parecer ofensivo, añadió rápidamente:
—Pero bonito. Muy bonito.
Hizo una pausa.
—Limpio.
Su propio comentario la hizo reír por dentro. Limpio. Eso era lo que decían siempre los americanos cuando visitaban Toronto. ¡Qué ciudad tan limpia tienen!
Pero Toronto era una pocilga comparada con lo que Mary había visto de Saldak. Siempre había pensado que era económicamente imposible que una gran población de humanos no tuviera un efecto devastador sobre el medio ambiente, pero…
Pero no era una gran población lo que hacía esas cosas. Más bien era una población en crecimiento constante. Con sus generaciones discretas, parecía que los neanderthales habían disfrutado de un crecimiento cero de la población desde hacía siglos.
—Nos gusta —dijo el recostado Adikor, al parecer intentando continuar la conversación—. Y, naturalmente, es por eso que es como es.
Ponter acarició el pelo de Adikor.
—Su mundo tiene también sus encantos.
—Tengo entendido que vuestras ciudades son mucho más grandes —dijo Adikor.
—Oh, sí —contestó Mary—. Muchas tienen millones de habitantes. Toronto, de donde yo soy, tiene casi tres millones.
Adikor sacudió la cabeza adelante y atrás sobre el regazo de Ponter.
—Sorprendente.
—Te llevaremos al Centro después de cenar dijo Ponter—. Las cosas son más compactas allí; los edificios sólo están separados unas decenas de pasos.
—¿Es ahí donde se celebrará la ceremonia de la unión? —preguntó Mary.
—No, eso ocurrirá a medio camino entre el Centro y el Borde.
De repente Mary reparó en algo.
—Yo… no he traído nada bonito que llevar.
Ponter se echó a reír.
—No te preocupes. Nadie podrá decir qué ropa gliksin es normal y cuál es para ocasiones especiales. A nosotros todas nos parecen raras.
Bajó la cabeza, mirando a Adikor a la cara.
—Por cierto, mañana tienes una reunión con el Consorcio Fluxata no, ¿no? ¿Qué vas a ponerte?
En vez de apartar a Mary de la conversación, Hak continuó traduciendo.
—No lo sé —dijo Adikor.
—¿ Y la pelliza verde? —dijo Ponter—. Me gusta cómo te marca los bíceps y…
De repente, Mary no pudo soportarlo más. Se puso en pie de un salto y se acercó a la puerta.
—Lo siento —dijo, intentando controlar su respiración, intentando calmarse—. Lo siento mucho.
Y salió a la oscuridad.