11

Mary Vaughan estaba inclinada sobre su microscopio cuando la puerta de su laboratorio en el Grupo Sinergia se abrió de golpe.

—¡Mary!

Alzó la cabeza y vio a Louise Benoit de pie en el umbral.

—¿Sí?

—¡Ponter ha vuelto!

El corazón de Mary empezó a latir con fuerza.

—¿De verdad?

—¡Sí! Acaban de decirlo por la radio, El portal entre universos ha vuelto a abrirse en el ONS, y Ponter y otro neandertal han pasado a nuestro lado.

Mary se levantó y miró a Louise,

—¿Te apetece un viajecito a Sudbury?

Louise sonrió, como si hubiera esperado una oferta semejante.

—No tiene sentido. Han puesto a los neandertales en cuarentena en las instalaciones de ONS: Es imposible que nos dejen bajar a verlos.

—Oh —dijo Mary. Trató de no parecer decepcionada.

—Pero van a venir a Nueva York a hablar ante las Naciones Unidas cuando los suelten.

—¿De verdad? ¿Está muy lejos de aquí?

—No lo sé. A quinientos o seiscientos kilómetros, supongo. Más cerca que Sudbury, desde luego.

—Quería ir a la ciudad a ver Los productores… —dijo Mary, con una sonrisa que no tardo en desvanecerse—. De todas formas, probablemente no podré ver a Ponter allí tampoco. Estará liado con todo tipo de asuntos diplomáticos.

Pero el tono de Louise era alegre.

—Te olvidas de para quién trabajas, Mary. Nuestro amigo Jock parece tener llaves para abrir cualquier puerta. Dile que necesitas ir a la ciudad a recoger algunas muestras de ADN del neandertal que acompaña a Ponter.

La sonrisa de Mary regresó. En ese momento, le cayó mucho mejor Louise,


—¡Ponter Boddit, tío!

Reuben Montego entró en la cámara de cuarentena, compuesta por dos habitaciones, y alzó un puño cerrado. Ponter hizo entrechocar sus propios nudillos con los de Reuben.

—¡Reuben! —declaró, diciendo el nombre él mismo. Luego, Hak continuó por él—: Me alegro mucho de volver a verte, amigo mío.

Ponter se volvió hacia Tukana y habló rápidamente en lengua neandertal.

—Reuben es el médico de la mina Creighton. Es el primero que me trató cuando casi me ahogué al llegar, y fue en su casa donde Mary Vaughan, Lou Benoit y yo estuvimos en cuarentena.

Se volvió hacia Reuben. Y Hak tradujo una vez más:

—Amigo Reuben, ésta es la embajadora Tukana Prat.

Reuben sonrió ampliamente (para tratarse de un gliksin), y ejecutó una galante reverencia.

—Señora embajadora. ¡Bienvenida!

—Gracias —dijo Tukana, a través de su propio implante Acompañante, que había mejorado para igualar las capacidades de Hak—. Me encanta estar en este mundo. —Contempló la pequeña y austera habitación—. Aunque esperaba ver algo más de él.

Ruben asintió.

—Estamos trabajando en eso. Tenemos expertos que vienen desde el Laboratorio para el Control de Enfermedades de Ottawa y el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades en Atlanta. Tengo entendido que usaron ustedes algún tipo de aparato de esterilización láser. Eso es nuevo para nosotros, y nuestros expertos tendrán que comprobar que realmente funciona.

—Por supuesto —dijo la embajadora Prat—. Aunque esperamos ansiosos establecer relaciones comerciales equitativas con su mundo, comprendemos que esta tecnología es una de las que debemos revelar libremente. Sus expertos podrán venir a nuestro lado del portal y examinar el equipo. La diseñadora del equipo. Dapbur Kajak, está a su disposición, les explicará encantada sus principios y lo someterá a todas las pruebas que requieran.

—Excelente —dijo Reuben—. Entonces deberíamos poder resolver esto rápidamente.

Ponter esperó hasta asegurarse que Reuben hubiese terminado con el tema y entonces dijo, hablando por sí mismo:

—¿Dónde está Mary?

Reuben sonrió, como si hubiera estado esperando la pregunta.

—La ha contratado una empresa estadounidense. Ahora trabaja en Rochester, Nueva York.

Ponter frunció el ceño. Esperaba que Mary estuviera allí, en Sudbury, pero no había motivo para que se quedara después de su marcha. Su hogar, después de todo, no se encontraba en esa ciudad.

—¿Cómo estás, Reuben? —preguntó Ponter. Era una peculiaridad gliksin preguntar constantemente por la salud del otro, pero Ponter sabía que era una cortesía esperada.

—¿Yo? —dijo Reuben—. Bien. He tenido mis quince minutos de fama, y francamente me alegro de que se hayan acabado.

—¿Quince minutos? —repitió Tukana.

Reuben se echó a reír.

—Un artista de aquí dijo una vez que, en el futuro, todo el mundo sería famoso quince minutos.

—Ah —dijo Ponter—. ¿Qué clase de artista?

Reuben intentaba reprimir una sonrisa.

—Mm, bueno, fue muy conocido por pintar latas de sopa.

—Me parece que quince minutos son más de lo que él merecía —dijo Ponter.

Reuben volvió a echarse a reír.

—Te he echado de menos, amigo mío.

Llegó un equipo del Laboratorio para el Control de Enfermedades, seguido poco después de otro del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades. Dos mujeres, una de cada entidad, se convirtieron en los primeros miembros del Homo sapiens sapiens en viajar al universo neandertal. Periódicamente, una u otra asomaba la cabeza por el extremo del túnel y pedía que le pasaran equipo al otro lado.

Ponter trató de esperar con paciencia, pero era frustrante. ¡Todo un mundo extraño esperándolos! Tanto él como Tukana ya habían dado multitud de muestras de sangre y tejidos, además de haber sido sometidos a completos exámenes físicos por parte de Reuben.

A pesar de la cuarentena, Ponter y Tukana recibieron visitas. La primera fue la de una pálida mujer gliksin de pelo marrón corto y gafitas redondas.

—Hola —dijo, con lo que Ponter reconoció tras su trato con Louise Benoit como acento francocanadiense—. Me llamo Hélene Gagné. Pertenezco al Departamento de Asuntos Exteriores y Comercio Internacional de Canadá.

Tukana dio un paso adelante.

—Embajadora Tukana Prat, en representación del Gran Consejo Gris de… bueno, de la Tierra —indicó a Ponter con la cabeza—. Mi asociado, el sabio (y enviado) Ponter Boddit.

—Mis saludos —dijo Hélene—. Encantada de conocerlos a ambos. Enviado Boddit, prometemos que las cosas saldrán un poco mejor que en su última visita.

Ponter sonrió.

—Gracias.

—Antes de continuar, señora embajadora, me gustaría hacerle una pregunta. Tengo entendido que la geografía de su mundo y la de éste son la misma, ¿correcto?

Tukana Prat asintió.

—Muy bien —dijo Hélene. Llevaba un pequeño maletín. Lo abrió y sacó un sencillo mapa del mundo que sólo mostraba formas de tierra, pero no fronteras—. ¿Puede indicarme dónde nació usted?

Tukana Prat tomó el mapa, lo miró y señaló un punto de la costa Oeste de América del Norte. Hélene le tendió un rotulador, sin capuchón.

—¿Puede marcar el lugar … lo más exactamente posible, por favor?

Tukana pareció sorprendida por la petición, pero así lo hizo, poniendo una marca roja en la punta norte de la isla de Vancouver.

—Gracias —dijo Hélene—. Ahora, ¿quiere firmar junto a ese punto?

—¿Firmar?

—Mmm, ya sabe, escribir su nombre.

Tukana Prat así lo hizo, dibujando una serie de símbolos angulares.

Hélene sacó un sello notarial del maletín y marcó el mapa, y luego añadió su propia firma y fecha.

—Muy bien, esperamos que con esto quede zanjada la cuestión. Nació usted en Canadá.

—Yo nací en Podnilak —dijo Tukana.

—Sí, sí, pero eso está en lo que corresponde a Canadá en este mundo… a la isla de Vancouver, la Columbia Británica, para ser precisos. Es usted, según todas las leyes establecidas, canadiense. Y ya sabemos que el enviado Boddit nació cerca de Sudbury, Ontario. Así que si usted y el enviado Boddit no ponen objeciones, lo primero que vamos a hacer cuando salgan de la cuarentena es concederles a ambos la ciudadanía canadiense.

—¿Por qué? —preguntó Tukana Prat.

Pero antes de que Helene pudiera responder, Ponter intervino.

—Este asunto ya se trató durante mi primer viaje. Hacen falta documentos para viajar entre naciones en esta versión de la Tierra. El más importante —hizo una pausa, mientras Hak le recordaba el nombre —se llama pasaporte, y no se puede tener pasaporte sin ciudadanía.

—Así es —dijo Hélene—. Recibimos bastantes presiones de otros gobiernos, sobre todo de Estados Unidos, cuando estuvo usted aquí la vez anterior, porque no salió de Canadá. Bueno, cuando salgan de aquí, los llevaremos a Ottawa (ésa es la capital de Canadá), para que los nombren ciudadanos de acuerdo con la Sección 5, Párrafo 4, del Acta de Ciudadanía Canadiense, que permite a un ministro conceder a cualquiera la ciudadanía en circunstancias especiales. No se preocupen: no afectará a su capacidad para seguir siendo ciudadanos de la jurisdicción que sea apropiada en su mundo; Canadá ha reconocido siempre la doble nacionalidad. Pero cuando viajen fuera de Canadá, serán tratados como diplomáticos canadienses, y por tanto se les concederá inmunidad diplomática a todos los efectos. Eso nos permitirá eludir cualquier restricción hasta que se establezcan relaciones formales entre cada una de sus naciones y nuestro mundo.

—¿Cada una de nuestras naciones? —dijo Tukana—. Nosotros tenemos un Gobierno mundial unificado. ¿No tienen ustedes lo mismo?

Hélene negó con la cabeza.

—No. Tenemos una cosa llamada «Naciones Unidas»… Los trajinaremos a su sede después de una cena de Estado con nuestro primer ministro en Ottawa. Pero no es un Gobierno mundial; es sólo un foro donde las naciones independientes discuten asuntos de mutua importancia. A medida que pase el tiempo, su Gobierno tendrá que ser formalmente reconocido por cada una de las naciones que componen la ONU.

—¿Y cuántas naciones hay? —preguntó Tukana.

Ponter sonrió.

—No se lo va a creer —dijo.

—En este momento hay ciento noventa y un Estados miembros —dijo Hélene—. Así que ya ve, su Gobierno tardará años en negociar tratados y acuerdos con cada una de esas naciones. Pero Canadá, naturalmente, ya tiene tratados con todas ellas, así que al convertirse en diplomáticos canadienses, al menos de nombre, podrán viajar a cualquiera de esos países y hablar con sus líderes gubernamentales.

Tukana parecía anonadada.

—Estoy segura de que todo es como debe ser.

—Así es.

—Muy bien —dijo Ponter—. ¿Cuándo salimos de aquí?

—Pronto, espero —contestó Hélene—. Yo tampoco puedo dejar las instalaciones de la ONS ahora, hasta que se les permita a ustedes dos. Pero los médicos parecen impresionados por lo que han visto de su tecnología descontaminante.

La noticia complació a Ponter, ya que parecía que serían liberados pronto: se había pasado casi todo su último viaje a Canadá en cuarentena, después de todo, y no le hacía gracia tener que soportar más de lo mismo, sobre todo bajo tierra.

Aquella tarde, Tukana se retiró a la segunda de las habitaciones de la suite de cuarentena. Como a mucha gente de su generación, por lo visto le gustaba echar una siesta. Ponter se entretuvo practicando el inglés con la ayuda de Hak hasta que regresó Reuben Montego acompañado de un varón gliksin bajito, velludo y pálido, cuyo aspecto contrastaba marcadamente con la piel oscura y la cabeza completamente afeitada de Reuben.

—Eh, Ponter —dijo Reuben—. Éste es Arnold Moore, geólogo.

—Hola —dijo Ponter.

Arnold le tendió la mano, que Ponter estrechó.

—Doctor Boddit, es un verdadero placer conocerlo. ¡Un verdadero placer!

El aburrimiento le había pasado factura: Ponter no pudo resistirse a un pequeño sarcasmo.

—¿Seguro que no hay peligro en tocarme?

Pero Arnold no entendió el comentario.

—¡Oh, quería bajar a verlo desde el primer momento en que supe que estaba usted aquí! Esto es un regalo. ¡Un verdadero regalo!

Ponter sonrió débilmente.

—Gracias.

—Por favor —dijo Arnold, indicando la silla de la que se había levantado Ponter—. Por favor, siéntese.

Ponter así lo hizo, y Arnold le dio la vuelta a otra silla y se sentó a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo, que ahora tenía delante. Ponter notó que su ceja se alzaba: ésa parecía una forma más cómoda de sentarse. Se levantó y le dio la vuelta a su silla para sentarse del mismo modo. No era tan cómoda como una silla de horcajadas, pero la postura desde luego era una mejora.

Reuben se excusó y se marchó a charlar con los inmunólogos que pululaban por las instalaciones.

—Tengo que hacerle una pregunta —dijo Arnold.

Ponter asintió, para que continuara.

—Hemos advertido que algo inusitado le está sucediendo a esta versión de la Tierra —dijo el geólogo—, y me preguntaba si podría usted decirme si está pasando lo mismo en su versión.

—¿Qué?

—Bueno, la aurora boreal… y la aurora austral también se comportan de un modo raro.

Ponter se sorprendió.

—No, no ocurre nada de eso. De hecho, anoche mismo vi las luces nocturnas: eran perfectamente normales.

Arnold pareció decepcionado.

—Esperábamos que supieran ustedes algo. Nuestra mejor deducción es que el campo magnético de la Tierra se está colapsando, y que los polos tal vez vayan a invertirse.

Ponter alzó de nuevo la ceja, frunciéndola sobre su frente.

—¿Cuándo fue la última vez que pasó algo así, aquí?

—No estoy seguro de la fecha. Hace muchos miles de años.

—¿No ha habido ningún colapso del campo desde entonces?

—No.

—Fascinante. Nosotros tuvimos uno… ¿Hak?

—Hace seis años —dijo Hak, a través de su altavoz externo.

—¿Quiere decir que terminó hace seis años?

—Sí.

—Pero debió de empezar hace siglos.

Ponter negó con la cabeza.

—Empezó hace veinticinco años.

—Déjeme que aclare esto —dijo Arnold, los ojos como platos—. El colapso de todo su campo tardó… ¿cuánto? ¿Diecinueve años?

—Así es, correcto —dijo Ponter—. Hasta hace veinticinco años, el campo magnético tenía su duración normal. Entonces se colapsó: el planeta no tuvo ningún campo magnético apreciable durante los siguientes diecinueve años. Y luego, hace seis años, el campo regresó de golpe.

—¿De golpe? —repitió Arnold, asombrado—. No, debe de estar usted bromeando.

—Cuando bromeo, intento ser mucho más gracioso —dijo Ponter.

—Pero… pero… siempre hemos creído que el campo magnético tardaría cientos, y probablemente miles de años en colapsarse.

—¿Por qué?

—Bueno, ya sabe, a causa del tamaño de la Tierra.

—El campo magnético del Sol se invierte cada ciento cuarenta meses o así, cada once años, y el Sol tiene un millón de veces el tamaño de la Tierra.

—Sí, pero…

—No pretendo parecer más gris que usted —dijo Ponter—. Sabíamos muy poco sobre los colapsos de campo, también, hasta que experimentamos uno. Algunos de nuestros geólogos se asombraron también por su rapidez.

—Colapso geomagnético y restablecimiento en menos de dos décadas —dijo Arnold—. Increíble.

—Fue un momento interesante para dedicarse a la física —dijo Ponter—. Nuestra gente aprendió mucho sobre el proceso… el proceso por el que el campo… ¿Tienen un nombre para eso?

Arnold asintió.

—La geodinamo. —Ponter frunció el ceño: otra «i» impronunciable. Pero dejó que Hak se encargara de suministrarlo a medida que hiciera falta; sólo eran los nombres propios lo que Ponter hacía que su Acompañante repitiera exactamente al decirlos—. Sí. Aprendimos mucho sobre la geodinamo.

—Nos encantaría escuchar lo que saben —dijo Arnold.

Ponter se alegró de que Tukana estuviera durmiendo; probablemente ya había revelado demasiada información. Pero aquello de comerciar con datos… alteraba al científico que había en él. Todos los datos deberían ser intercambiados libremente. De todas formas, decidió cambiar ligeramente de tema.

—¿Le preocupa a Inco que la demanda de níquel se venga abajo durante el período del colapso?

El níquel se utilizaba mucho para las brújulas en ambas versiones de la Tierra, y el depósito de Sudbury era el más grande del mundo.

—¿Qué? Mm, ni siquiera lo había pensado.

Ponter se sintió confundido.

—Reuben dijo que era usted geólogo…

—Sí, lo soy —reconoció Arnold—. Pero no trabajo para Inco. Pertenezco al Medio Ambiente de Canadá. Vine en avión desde Ottawa en cuanto llegó la noticia de que se había restablecido el contacto con su mundo.

—Ah —dijo Ponter, todavía sin comprender.

—Mi trabajo es proteger el medio ambiente.

—¿No es eso trabajo de todos? —preguntó Ponter, siendo, lo sabía, un poco mordaz.

Pero de nuevo a Arnold se le escapó el matiz.

—Sí, desde luego. Desde luego. Pero quería averiguar qué podría saber su gente de los efectos medioambientales asociados con los colapsos del campo magnético. Esperaba que pudieran tener algunos datos de los registros fósiles… ¡pero tener estudios completos de un colapso reciente! Eso es fabuloso.

—No hubo ningún efecto medioambiental apreciable —dijo Ponter—, Algunas aves migratorias se confundieron, pero eso fue todo.

—Supongo que es lógico. ¿Cómo se adaptaron?

—Las aves afectadas tienen una poderosa sustancia magnética en el cerebro…

—Magnetita —apuntó Arnold—. Tres átomos de hierro y cuatro de oxígeno.

—Sí —dijo Ponter—. Otras clases de aves navegan siguiendo las estrellas, y algunos individuos de la especie que usa magnetita cerebral para determinar la dirección fueron capaces de guiarse también por las estrellas. Siempre ocurre así en la naturaleza: las diferencias dentro de una población proporcionan vigor cuando el medio ambiente cambia, y las capacidades más cruciales tienen un sistema de refuerzo.

—Fascinante —dijo Arnold—. Fascinante. Pero dígame, ¿cómo determinaron ustedes que el campo magnético de la Tierra se invierte periódicamente? Eso es algo nuevo para nosotros.

—La alteración de la polaridad del campo magnético del planeta se registra en los lugares de impacto de meteoritos.

—¿Sí? —dijo Arnold, alzando su única y larga ceja… ¡qué refrescante era ver a alguien que parecía normal, al menos en ese aspecto!

—Sí —contestó Ponter—. Cuando un meteoro de níquel y hierro choca contra la Tierra, el impacto alinea el campo magnético del meteoro.

Arnold frunció el ceño.

—Supongo que es lógico. Igual que golpear una barra de hierro con un martillo y convertirla en un imán.

—Exactamente. Pero si no lo supieron ustedes gracias a los meteoritos, ¿cómo llegó su gente a saber que el campo magnético de la Tierra se invierte periódicamente?

—Por los sedimentos marinos —respondió Arnold.

—¿Qué? —dijo Ponter.

—¿Conocen ustedes las placas tectónicas? —preguntó Arnold—. Ya sabe, ¿la deriva continental?

—¿Los continentes derivan? —dijo Ponter, poniendo cara de tonto. Pero entonces alzó una mano. No, esta vez estaba haciendo un chiste. — Sí, mi gente lo sabe. Después de todo, las costas de Ranilass y Podlar estuvieron una vez claramente unidas.

—Debe de referirse a América del Sur y África —dijo Arnold, asintiendo. Sonrió con tristeza—. Sí, cabría pensar que tendría que haber parecido cegadoramente obvio para todo el mundo, pero nuestra gente tardó décadas en aceptar la idea.

—¿Por qué?

Arnold se encogió de hombros.

—Usted es científico; sin duda lo comprenderá. La vieja guardia creía saber cómo funcionaba el mundo, y no estaban dispuestos a renunciar a sus teorías. Como sucede con tantos cambios paradigmáticos, no se trataba de convencer a nadie de que cambiara de opinión. Más bien, hubo que esperar a que pasara una generación.

Ponter trató de ocultar su asombro. ¡Qué extraordinaria aproximación a la ciencia tenían estos gliksins!

—En cualquier caso —continuó Arnold—, al final acabamos por encontrar pruebas de la deriva continental. En mitad de los océanos… hay sitios donde se acumula magma del manto, formando roca nueva…

—Nosotros dedujimos que esos lugares deben existir —dijo Ponter—. Después de todo, ya que hay sitios donde la roca vieja es empujada hacia abajo…

—Zonas de subducción —informó Arnold.

—Como usted diga. Si hay sitios donde las rocas antiguas se hunden, sabíamos que debe haber sitios donde surjan rocas nuevas, aunque, naturalmente, nunca los hemos visto.

—Nosotros hemos tomado muestras.

Ponter puso de verdad cara de tonto esta vez.

—¿En pleno océano?

—Sí, desde luego —dijo Arnold, evidentemente contento de que por una vez, los suyos anduvieran por delante—. Y si mira las rocas a ambos lados de la grieta de la que surge el magma, se ven pautas simétricas de magnetismo… normales a cada lado de la grieta, distancias igualmente inversas a izquierda y derecha de la grieta, normales de nuevo al otro lado pero más lejanas, y así sucesivamente.

—Impresionante.

—Tenemos nuestros momentos —dijo Arnold.

Sonrió, y estaba claramente invitando a Ponter a hacer lo mismo.

—¿Perdone? —dijo Ponter.

—Es un chiste; un juego de palabras. Ya sabe: «momento magnético», el producto de la distancia entre los polos de un imán y la fuerza de cada polo.

—Ah —dijo Ponter. Aquella manía gliksin por los juegos de palabras… nunca la comprendería.

Arnold parecía decepcionado.

—De todas formas, me sorprende que su campo magnético se colapsara antes que el nuestro —dijo—. Quiero decir, comprendo el modelo Benoit: que este universo se desgajó del suyo hace cuarenta mil años, en el alba de la conciencia. Bien. Pero no veo cómo nada que su gente o la mía haya hecho en los últimos cuatrocientos siglos pueda haber afectado a la geodinamo.

—Sí que es sorprendente —reconoció Ponter.

Arnold se levantó de la silla.

—Con todo, debido a eso ha satisfecho usted más mi particular curiosidad de lo que creía posible.

Ponter asintió.

—Me alegro. Deberían ustedes… ¿cómo lo dirían? Deberían navegar sin esfuerzo por el colapso del campo magnético —guiñó un ojo—. Después de todo, nosotros lo hicimos.

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