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Finalmente, al cabo de tres días, los especialistas del Laboratorio para el Control de Enfermedades y el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (la agencia norteamericana equivalente) determinaron que la embajadora Tukana Prat y el enviado Ponter Boddit estaban libres de infección y levantaron la cuarentena.

Ponter y Tukana, acompañados por cinco soldados y el doctor Montego, recorrieron el túnel de la mina hasta el ascensor de metal y realizaron el largo viaje hasta la superficie. Al parecer, se había corrido la noticia de que iban para arriba: gran número de mineros y otros trabajadores de Inco se habían reunido en la enorme sala superior donde se hallaba la boca del ascensor,

—Hay una multitud de periodistas esperando en el aparcamiento —dijo Hélène Gagné—. Embajadora Prat, tendrá que hacer usted una breve declaración, naturalmente,

Tukana alzó la ceja,

—¿Qué tipo de declaración?

—Un saludo, Ya sabe, el habitual gesto diplomático.

Ponter no tenía ni idea de a qué se refería, pero claro, no era su trabajo. Hélène los guió para salir de la amplia sala y, tras atravesar unas puertas, salieron al otoño de Sudbury. Hacía al menos dos grados más que en el mundo que Ponter había dejado atrás, tal vez más, pero, naturalmente, habían pasado tres días bajo tierra: la diferencia de temperatura no implicaba nada necesariamente.

De todas formas, Ponter sacudió asombrado la cabeza. Nunca había salido de aquel sitio estando consciente: había subido desde la mina, una sola vez, inconsciente por una herida en la cabeza. Pero ahora tenía ocasión de ver realmente la gigantesca mina, la gran abertura en el suelo que habían practicado aquellos humanos, la enorme extensión de tierra que habían despejado de árboles, el colosal «aparcamiento», como ellos lo llamaban, cubierto de cientos de vehículos personales.

¡Y el olor! Retrocedió cuando captó el abrumador hedor de aquel mundo, la peste nauseabunda. La mujer de Adikor, Lurt, les había explicado las posibles fuentes de los olores, basándose en las descripciones que Ponter les había dado: dióxido de nitrógeno, dióxido de azufre y otros venenos que se desprendían con la quema de petroquímicos.

Ponter había advertido a Tukana de lo que les esperaba, y ella trataba disimuladamente de cubrirse la nariz con la mano. Ponter recordaba con afecto a la gente de aquí, pero había olvidado (o suprimido) sus recuerdos del horrible trabajo que habían hecho cuidando de su versión del planeta.

Jock Krieger, sentado a su mesa, navegaba por las dos redes: la pública y el enorme conjunto de sitios clasificados del Gobierno, disponibles a través de cables de fibra óptica, a los que sólo aquellos con el permiso de seguridad pertinente podían acceder.

A Jock nunca le había gustado toparse con algo que no comprendía: lo único que le daba la impresión de que no tenía el control era la ignorancia. Y por eso estaba intentando confirmarlo buscando información sobre colapsos geomagnéticos, sobre todo desde que había llegado de Sudbury la noticia de que esas cosas al parecer sucedían muy rápidamente.


Jock había esperado que hubiera miles de páginas web dedicadas a ese tema, y aunque todos los sitios de noticias habían publicado algo en la última semana, regurgitando principalmente las mismas opiniones de tres o cuatro «expertos», había en realidad muy pocos estudios específicos acerca del fenómeno. De hecho, la mitad de las pistas que encontró en la red eran de supuestos científicos creacionistas que intentaban negar la evidencia de inversiones geomagnéticas prehistóricas, al parecer porque su número hubiese excedido la edad de la Tierra, que sólo tenia unos cuantos miles de años.

Pero en un estudio llamó la atención de Jock la cita del artículo de una revista, Earth and Planetary Science Letters, de 1989, titulado “Las pruebas indican que se produce una variación de campo extremadamente rápida durante una inversión geomagnética”. Los autores eran Robert S. Coe y Michel Prévot, el primero de la Universidad de California en Santa Cruz y, el segundo, de la Université des Sciences et Techniques de Montpellier (la ciudad de Francia, supuso Jock, y no la de Vermont). La UCSC era decididamente una institución de fiar, y la otra (unos cuantos clics con el ratón), sí, también era aceptable. Pero el maldito artículo no estaba en la red: como gran parte de los conocimientos del mundo anteriores a 1990, al parecer nadie se había molestado en colgarlo. Jock suspiró. Tendría que ir a una biblioteca de verdad a buscar un ejemplar.

Mary recorrió el pasillo y bajó las escaleras hasta el despacho de Jock Krieger, en la planta baja. Llamó con los nudillos, esperó a que él le dijera que entrara y eso hizo.

—Lo tengo —dijo Mary.

—Bueno, entonces, mantenga la distancia — dijo Jock, cerrando la ventana de su buscador.

Mary estaba demasiado nerviosa para pillar el chiste, aunque cayó más tarde en la cuenta.

—He descubierto cómo distinguir a los gliksins de los neandertales.

Jock se levantó de su sillón Aeron.

—¿Está segura?

—Sí. Es pan comido. Los neanderthales tienen veinticuatro pares de cromosomas, mientras que nosotros sólo tenemos veintitrés. Es una diferencia abismal, tan grande a escala genética como la diferencia entre macho y hembra.

Las cejas grises de Jock se alzaron hacia su tupé.

—Si eso era tan obvio, ¿por qué ha tardado tanto?

Mary explicó su confusión con el ADN mitocondrial.

—Ah —dijo Jock, asintiendo—. Buen trabajo. Muy buen trabajo.

Mary sonrió, pero su sonrisa se desvaneció pronto.

—La Sociedad Paleoantropológica va a celebrar su reunión anual dentro de un par de semanas —dijo—. Me gustaría presentar allí mi cariotipo neanderthal. Alguien lo hará, tarde o temprano, pero me gustaría tener prioridad.

Krieger frunció el ceño.

—Lo siento, Mary, pero está bajo contrato de secreto.

Mary se preparó para pelear.

—Si, pero…

Jock levantó una mano.

—No, tiene razón. Lo siento. Es difícil abandonar las costumbres del RAND. Sí, por supuesto, puede presentar su descubrimiento. El mundo tiene derecho a saberlo.


Hélene Gagné contempló a los cientos de periodistas que se habían congregado en el aparcamiento de la mina Creighton.

—Damas y caballeros —dijo, hablando por el micrófono de una cadena de televisión—, gracias por venir. De parte del pueblo de Ontario, el pueblo de Canadá y el pueblo del mundo, es un placer dar la bienvenida a los dos emisarios de la versión paralela de la Tierra. Sé que algunos de ustedes ya conocen al doctor Ponter Boddit, que ahora tiene el título de «enviado».

Hizo un gesto a Ponter y, al cabo de un instante, éste advirtió que debía reaccionar de algún modo. Alzó la mano derecha y saludó entusiasta, cosa que, por algún motivo, causó gracia a los periodistas gliksins.

—Y ésta es la embajadora, la señora Tukana Prat —continuó Hélene—. Estoy segura de que tiene unas palabras para nosotros.

Hélene miró expectante a Tukana, que, tras algún gesto adicional por parte de Hélene, se acercó al micrófono.

—Nos alegramos de estar aquí —dijo Tukana.

Luego se apartó amablemente del micrófono.

Hélene parecía mortificada; ocupó rápidamente el lugar de Tukana.

—Lo que la embajadora Prat quiere decir, de parte de su gente, es que está encantada de iniciar contactos formales con nuestro pueblo y espera que se establezca un diálogo productivo y mutuamente beneficioso sobre asuntos de interés común. —Se volvió hacia Tukana, buscando su aprobación por estos comentarios. Tukana asintió. Hélene continuó—: Y espera que su pueblo y el nuestro tengan numerosas oportunidades para realizar intercambios comerciales y culturales. —Miró otra vez a Tukana: la hembra neanderthal al menos no parecía inclinada a poner objeciones—. y le gustaría dar las gracias a Inco, al Observatorio de Neutrinos de Sudbury, al alcalde y los concejales de Sudbury, al Gobierno de Canadá y a las Naciones Unidas, donde hablará mañana, por su hospitalidad. —Miró de nuevo a Tukana, indicando el micro—. ¿No es así?

Tukana vaciló un momento, y luego volvió a acercarse al micrófono.

—Mm, sí. Lo que ella dice.

Los periodistas aullaron.

Hélene se inclinó hacia Tukana y puso una mano sobre el micro, pero Ponter la oyó de todas formas.

—Tenemos mucho trabajo que hacer hasta mañana.


Cuando Mary hubo salido de su despacho, Jock Krieger se asomó a la ventana. Había escogido el emplazamiento de su oficina, por supuesto. La mayoría hubiese preferido vistas al lago, pero eso significaba mirar al norte, apartándose de Estados Unidos. La ventana de Jock daba al sur, pero como la mansión que albergaba el Grupo Sinergia estaba en una península, Jock veía un hermoso paisaje marino. Se pasó la mano por la cara, contempló su mundo, y pensó.


Tukana y Ponter se asombraron al ver el jet del Ejército canadiense que los llevaría a Ottawa. Aunque su gente había desarrollado helicópteros, los aviones a reacción eran desconocidos en el mundo neanderthal.

Cuando Tukana hubo superado la impresión del despegue, se volvió hacia Hélene.

—Lo siento —dijo la embajadora—. Creo que antes no he estado a la altura de sus expectativas.

Hélene frunció el ceño.

—Bueno, digamos que los humanos de aquí esperamos un poco más de pompa y circunstancia.

El traductor de Tukana pitó dos veces.

—Ya sabe —dijo Hélene—, un poco más de ceremonia, algunas palabras amables más.

—Pero dijo que nada de sustancia.

Hélene sonrió.

—Exactamente. El primer ministro es bastante campechano: no tendrá ningún problema con él esta noche. Pero mañana se dirigirá a la Asamblea General de las Naciones Unidas, y esperarán que hable durante algún tiempo.

Hizo una pausa.

—Perdóneme, pero creí que era usted diplomática de carrera.

—Lo soy —dijo Tukana, a la defensiva—. He pasado tiempo en Evnoy y Ranillass y Nalkanu, representando los intereses de Saldak. Pero nosotros intentamos llegar al meollo lo más rápidamente posible en esas discusiones.

—¿No les preocupa ofender a nadie siendo bruscos?

—Por eso los embajadores viajamos a esos lugares en vez de negociar por medio de telecomunicaciones. Nos permite oler las feromonas de aquellos con quienes hablamos, y a ellos oler las nuestras.

—¿Funciona eso cuando se dirige a un grupo grande?

—Oh, sí. He mantenido negociaciones con diez personas e incluso once a la vez.

Hélene se quedó boquiabierta.

—Mañana hablará ante mil ochocientas personas. ¿Podrá detectar si está ofendiendo a alguien en un grupo tan grande?

—No, a menos que el individuo ofendido sea el que está más cerca de mí.

—Entonces, si no le importa, me gustaría darle unos cuantos consejos.

Tukana asintió.

—Como creo que dicen ustedes, soy toda oídos.

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