Había una escalerilla a mano en el lado de Ponter del portal, pero habría sido engorroso hacerla pasar por la estrecha sala de cálculo. Así que esperó a que los gliksins trajeran una desde el otro lado de la cámara de detección de neutrinos. Parecía la misma escalerilla por la que Ponter había subido cuando regresó a casa.
Hicieron falta unos cuantos intentos, pero por fin la escalerilla quedó apoyada contra el extremo abierto del tubo de Derkers que asomaba de lo que Ponter sabía que debía de parecerles el aire a los gliksins.
Tras él, Ponter vio a Dern y Adikor usando herramientas para fijar su extremo del tubo de Derkens al suelo de granito de la cámara de cálculo cuántico.
Una vez que la escalerilla estuvo en su sitio, Ponter se retiró tubo abajo y dejó que Adikor y Dern se asomaran. Se tomaron un instante para contemplar el fascinante espectáculo de la cámara de detección de neutrinos y los extraños seres de abajo, y luego se pusieron a trabajar, debatiéndose con las cuerdas que atarían la parte superior de la escalerilla a la boca del tubo de Derkers. Ponter oía a Adikor murmurar «increíble, increíble» una y otra vez mientras trabajaba.
Adikor y Dern regresaron luego a su extremo del tubo y Ponter y la embajadora Prat lo recorrieron en toda su longitud. Ponter se dio media vuelta y bajó por la escalerilla, con cuidado, hasta el suelo de la cámara de detección de neutrinos. Al acercarse al fondo, sintió las manos de los gliksins en sus brazos, para ayudarle a bajar. Puso un pie y luego otro en el suelo de la cámara y se volvió.
—¡Bienvenido de nuevo! —dijo uno de los gliksins, sus palabras traducidas por Hak a los implantes que Ponter tenía en el oído.
—Gracias —respondió Ponter.
Contempló las caras que lo rodeaban, pero no reconoció ninguna. No era de extrañar: aunque hubieran llamado a alguien que él conociera en el momento en que vieron la sonda, esa persona todavía estaría en camino desde la superficie.
Ponter se apartó de la escalerilla y alzó la cabeza para mirar a la boca del tubo. Hizo señas a la embajadora Prat y gritó:
—¡Puede bajar!
La embajadora se dio media vuelta y bajó por la escalerilla.
—¡Eh, mirad! —dijo uno de los gliksins—. ¡Es una mujer neanderthal!
—Es Tukana Prat —dijo Ponter—. Nuestra embajadora ante su mundo.
Tukana llegó abajo y se volvió. Dio una palmada, para quitarse el polvo de la escalerilla que se le había quedado en las manos. Un gliksin (uno de los dos hombres de piel oscura) dio un paso al frente. Parecía no saber que hacer, y luego, después de un instante, inclinó la cabeza ante Tukana y dijo:
—Bienvenida a Canadá, señora.
—Habíamos planeado pedirles que nos llevaran ante su escalerilla —dijo Hak, a través de su altavoz externo—, pero veo que ya lo han hecho.[1]
El inconveniente de tener que recurrir a Hak para la traducción era que todo tenía que ser filtrado a través de su sentido del humor.
Ponter entendía lo suficiente el lenguaje gliksin para advertir lo que estaba pasando. Se dio un golpe en el antebrazo izquierdo.
—¡Au! —dijo Hak en los implantes de su oído. Luego, por el altavoz se corrigió—. Lo siento. Quiero decir. «Llevaran ante su líder.»
—Bueno, yo soy Guy Hornby —dijo el hombre de piel oscura que se había adelantado—. Soy ingeniero jefe. Y ya hemos llamado a la doctora Mah, en Ottawa… Es la directora del ONS. Puede que llegue más tarde, si es necesario.
—¿Está por aquí Mary Vaughan? —preguntó Ponter.
—¿Mary? Oh… Mary. La profesora Vaughan. No, se fue.
—¿Lou Benoit?
—¿Se refiere a Louise? También se fue.
—Reuben Montego, entonces.
—¿El doctor? Claro, podemos llamarlo para que baje.
—La verdad es que preferimos subir a verlo —dijo Ponter, mientras Hak traducía.
—Mm, claro —contestó Hornby. Miró al túnel que sobresalía en el aire—. ¿Creen que permanecerá abierto?
Ponter asintió.
—Es lo que esperamos.
—¿De modo que puedan volver a, mm, su lado? —dijo uno de los otros gliksins.
—Sí.
—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó el mismo gliksin, que tenía la piel clara, el pelo naranja y ojos celestes.
Ponter miró a Tukana, quien le devolvió la mirada. Finalmente, Tukana dijo:
—Mi Gobierno desea reunirse con alguien que pueda hablar en nombre de su pueblo.
—Oh —dijo el de pelo naranja—. Bueno, yo no puedo, claro…
Ponter y Tukana cruzaron la enorme cámara acompañados por la multitud de gliksins, Piezas de la esfera acrílica que habían estado en el centro de aquel espacio se amontonaban ahora contra sus paredes circulares, e incontables piezas fotomultiplicadoras, como girasoles estaban siendo montadas.
Cuando llegaron al otro lado de la cámara, había allí otra escalerilla, incluso más alta que la que llegaba al tubo de Dekers. Ésta se utilizaba para acceder a la escotilla de la entrada a la cámara de detección de neutrinos, la misma escotilla cuadrada que había reventado cuando Ponter y todo el aire de la sala de cálculo cuántico fueron transferidos desde el otro lado. Hornby subió el primero por la escalerilla y atravesó la escotilla. Tukana inició el ascenso.
Ponter miró hacia el túnel que conducía a su mundo y el corazón le dio un vuelco cuando vio a Adikor justo dentro de la boca, mirándolo. Ponter pensó en saludarlo, pero hubiese sido demasiado parecido a un adiós, y por eso sólo sonrió, aunque no había forma de que Adikor viera su expresión a tanta distancia. Probablemente era mejor así, pues la sonrisa, Ponter lo sabía, era forzada. Se agarró a los lados de la escalerilla y empezó a subir, esperando que ésta no fuera la última vez que veía a su amado hombre-compañero.
Ponter se abrió paso por la abertura y se puso de pie. De repente, cinco gliksins vestidos de uniforme verde avanzaron hacia él; cada uno sostenía una gran arma que disparaba proyectiles.
Ponter había leído bastante literatura especulativa; conocía historias de mundos paralelos en los que existían versiones malignas de gente del universo familiar. Su primera idea fue que, de algún modo, había sido transferido a un universo diferente.
—Señor Boddit —dijo uno de los… soldados era la palabra, ¿no ?—. Soy el teniente Donaldson, del Ejército canadiense. Por favor, apártese de la escotilla.
Ponter así lo hizo, y la embajadora Prat la atravesó entonces hasta auparse en el suelo de metal. Las paredes que rodeaban aquel punto estaban cubiertas de plásticos de color verde oscuro, y del techo colgaban tubos y conductos de plástico. Lo que parecía equipo informático estaba adosado a algunas de las paredes.
—¿Señora? —dijo Donaldson, mirando a Tukana.
Ponter habló y Hak tradujo.
—Ésta es Tukana Prat, nuestra embajadora ante su mundo.
—Embajadora, señor Boddit, tendré que pedirles a ambos que me acompañen.
Ponter no se movió.
—¿No somos bienvenidos aquí?
—Nada de eso —respondió Donaldson—. De hecho, estoy seguro de que nuestro Gobierno estará encantado de reconocer a la embajadora, y de garantizarles a ambos pleno trato diplomático. Pero por ahora tienen que venir conmigo.
Ponter frunció el ceño.
—¿Adónde van a llevamos?
Donaldson indicó la puerta que conducía fuera de aquella cámara, Estaba cerrada. Ponter se encogió de hombros, y Tukana y él se encaminaron hacia allí. Uno de los otros soldados se adelantó y la abrió. Entraron en una estrecha y abarrotada sala de control.
—Sigan avanzando rápidamente, por favor —dijo Donaldson.
Ponter y Tukana así lo hicieron.
—Como recordará usted, señor Boddit —dijo Donaldson, caminando tras ellos—, el Observatorio de Neutrinos de Sudbury está situado a dos mil metros bajo tierra, y se mantiene en condiciones de esterilización, para impedir la introducción de polvo u otros contaminantes que pudieran afectar al equipo detector.
Ponter miró brevemente a Donaldson, pero continuó caminando.
—Bueno —continuó Donaldson—, hemos ampliado aún más las instalaciones, por si usted u otros miembros de su especie regresaban. Me temo que van a tener que ser puesto en cuarentena hasta que estemos seguros de que no hay inconveniente en dejarlo subir a la superficie.
—¡Otra vez no! —dijo Ponter—. Podemos demostrar que estamos libres de contaminación.
—Yo no soy quién para decidir eso, señor —dijo Donaldson—. Pero la gente que sí puede hacerlo viene ya de camino.