—Discúlpeme, embajadora Prat —dijo el joven secretario, entrando en el vestíbulo de las Naciones Unidas—. Ha llegado de Sudbury una valija diplomática para usted.
Tukana Prat miró a los diez estimados neanderthales que estaban sentados en diversas posturas, mirando por las enormes ventanas o tendidos de espaldas en el suelo. Suspiró.
—Lo estaba esperando —les dijo en su idioma, y luego, dejando que su Acompañante tradujera, le dio las gracias al secretario y tomó la bolsa de cuero con el escudo canadiense grabado.
Dentro había una perla de memoria. Tukana abrió la placa de su Acompañante y la insertó. Le dijo al Acompañante que reprodujera el mensaje por el altavoz externo, para que todos en la sala pudieran oído.
—Embajadora Tukanu Prat —dijo la furiosa voz del consejero Bedros—, lo que ha hecho usted es inexcusable. Yo, nosotros, el Gran Consejo Gris, insistimos en que usted y esos a quienes ha drogado para que viajen con usted vuelvan de inmediato. Nosotros…
Hizo una pausa, y a Tukana le pareció que podía oído tragar saliva, presumiblemente para calmarse.
—Estamos muy preocupados por la seguridad de todos ellos. Las contribuciones que hacen a nuestra sociedad son inestimables. Todos ustedes deben regresar a Saldak inmediatamente tras recibir este mensaje.
Lonwis Trob sacudió su anciana cabeza.
—Joven malcriado.
—Bueno, ahora es imposible que cierren el portal con nosotros a este lado —dijo Derba Jonk, la experta en células madre.
—Eso es cierto — comentó Dor Farrer, el poeta, sonriendo.
Tukana sonrió.
—Quiero darles a todos las gracias por acceder a venir aquí. Supongo que nadie querrá obedecer la orden del consejero Bedros.
—¿Bromea? —dijo Lonwis Trob, volviendo hacia Tukana sus ojos mecánicos azules—. No me había divertido tanto en muchos diezmcses.
Tukana sonrió.
—Muy bien —dijo—. Repasemos nuestros calendarios de trabajo para mañana. Krik, tiene usted que actuar por la mañana en un programa de vídeo llamado Buenos días, América; cubren los gastos de traer un cuerno de hielo a través del portal y, sí, comprenden que tienen que mantenerlo congelado. Jalsk, el equipo de entrenadores de algo llamado «las olimpiadas» va a venir a Nueva York para reunirse con usted mañana: lo harán en el centro de atletismo de la Universidad de Nueva York. Dor, un gliksin llamado Ralph Vicinanza, que es lo que ellos llaman un agente literario, quiere llevarle a comer al mediodía. Adjudicadora Harbron y sabio Klimílk, ustedes darán una charla en la Facultad de Derecho de Columbia mañana por la tarde, Borl, usted y un representante de las Naciones Unidas aparecerán en algo llamado El show de David Letterman, que se graba esta noche. Lonwis, usted y yo tenemos que hablar mañana por la noche en el Centro Rase para la Tierra y el Espacio. Y, naturalmente, habrá un puñado de reuniones a las que tendremos que asistir, aquí, en las Naciones Unidas.
Kobast Gant, el experto en IA, sonrió.
—Apuesto a que mi viejo amigo Ponter Boddit se alegra de que estemos aquí. Así se aliviará de parte de la presión; sé cuánto odia ser el centro de atención.
Tukana asintió.
—Sí, estoy segura de que le vendrá bien descansar un poco, después de todo lo que le ha ocurrido…
Ponter, Mary y el omnipresente agente del FRT salieron por fin del bar del hotel y se encaminaron hacia los ascensores. Estaban solos; no había nadie más esperando y el encargado de noche, a docenas de metros de distancia, estaba sentado ante el mostrador, leyendo en silencio un ejemplar del USA Today mientras mordisqueaba una de las manzanas Granny Smith que el hotel proporcionaba gratis,
—Ya hace rato que ha terminado mi turno, señora ——dijo Carlos— El agente Burnstein está de servicio en su planta y los vigilará allí…
—Gracias, Carlos —respondió Mary .
El agente asintió y le habló a su pequeño aparato de comunicación.
—Foxy Lady y Beefcake van para arriba.
Mary sonrió. Cuando le dijeron que el FBI les asignaría nombres en clave, cosa que era una chulada, había preguntado si podría elegirlos. Carlos volvió su atención hacia Mary y Ponter.
—Buenas noches, señora. Buenas noches, señor.
Pero, naturalmente, no se marchó del hotel: se apartó unos pasos y esperó a que llegara el ascensor.
Mary sintió de pronto un cierto sofoco, aunque sabía que allí hacía más fresco que en el bar. Y, no, no era que la pusiera nerviosa estar a solas con Ponter en el ascensor. Un desconocido, sí, eso probablemente la asustaría el resto de su vida. ¿Pero Ponter? No. Nunca.
A pesar de lodo, Mary se sentía sofocada. Intentó no mirar a los ojos marrón dorado de Ponter. Se centró en las pantallas que indicaban en qué planta estaban los cinco ascensores; miró el cartel enmarcado sobre los botones de llamada que anunciaba los desayunos dominicales del hotel; miró el cartel de emergencia contra incendios.
Llegó uno de los ascensores y sus puertas se abrieron con un interesante sonido de redoble. Ponter hizo un galante gesto de tú—primero con la mano, y Mary entró en el ascensor despidiéndose de Carlos, que asintió solemne. Ponter la siguió y miró al panel de control. Sabía leer bien los números: los neanderthales tal vez no hubieran desarrollado nunca un alfabeto, pero tenían sistema decimal, incluido un signo para el cero. Extendió la mano, pulsó el botón cuadrado del doce y sonrió cuando se iluminó.
Mary deseó que su habitación no hubiese estado también en la planta doce. Ya le había explicado a Ponter por qué no existía la planta trece. Pero de haberla, tal vez la hubiesen alojado en ésa. No importaba: no era supersticiosa… aunque, reflexionó, Ponter diría que lo era. Según su definición, todo el que creía en Dios era supersticioso.
De todas formas, si ella hubiese estado en otra planta, en cualquier planta, entonces sus buenas noches habrían sido cortas y dulces. Sólo un saludito entrecortado y un «hasta mañana» por parte de quien saliera primero del ascensor.
El número ocho sobre la puerta perdió un segmento y se convirtió en un nueve.
«Pero de esta forma —pensó Mary—, tendrá que haber más.» Sintió que el ascensor se detenía y que las puertas se abrían. Esperándolos estaba el agente Burstein. Mary lo saludó con un gesto. Casi esperó que se colocara detrás de Ponter y recorriera el pasillo con ellos, pero pareció contentarse con situarse junto al ascensor.
Así que, Ponter y Mary recorrieron el pasillo, dejaron atrás el hueco con la máquina de hielo y pasaron ante una habitación tras otra, hasta que…
—Bien —dijo Mary, el corazón redoblando, Buscó en su bolso la tarjeta magnética—, ésta es la mía.
Mary miró a Ponter. Ella miró a ella. Nunca sacaba su llave con antelación: era lo último en que pensaba, al proceder de un mundo donde pocas puertas tenían cerradura, y las que la tenían se abrían a una señal de sus Acompañantes.
Ponter no dijo nada.
—Bueno —dijo ella, torpemente—. Supongo que buenas noches.
Ponter guardó silencio mientras extendía el brazo y le tomaba la mano. Le quitó con destreza la tarjeta magnética, la colocó en la cerradura y esperó a que la pantallita destellara. Entonces asió el pomo y abrió la puerta.
Mary miró por encima del hombro, para comprobar si el pasillo estaba vacío. Naturalmente, allí estaba el omnipresente agente del FBI. No se sentía cómoda con eso, pero al menos no era uno de los paleontólogos…
La mano de Ponter subió por el brazo de Mary, lenta, suavemente, y alcanzó su hombro. Luego la dirigió muy suavemente hacia su cara, acariciándole el pelo tras la oreja.
Y entonces, finalmente, sucedió.
Su cara se dirigió hacia la de ella, y su boca tocó su boca, y Mary sintió una oleada de placer inundar su cuerpo. Sus brazos la rodearon, y los suyos a él, y…
Y Mary no pudo decir realmente quién llevaba la voz cantante, pero los dos se movieron de lado, todavía abrazados, para cruzar la puerta, que Ponter cerró suavemente con el pie.
De repente, Ponter se agachó y tomó a Mary en brazos, llevándola, como si no pesara más que una niña, más allá del cuarto de baño hasta la cama, donde la colocó suavemente, encima de las sábanas.
El corazón de Mary latía aún más rápido que antes. No se sentía así desde hacía veinte años, desde su primera vez con Donny, cuando sus padres se marcharon a pasar fuera el fin de semana.
Ponter se cernió sobre ella un segundo, alzando la ceja en gesto de interrogación, dándole la oportunidad de impedir que las cosas fueran más allá. Mary le sonrió un poco y extendió la mano, deslizando los brazos alrededor de su enorme cuello, atrayéndolo hacia sí.
Por un instante, Mary esperó que fueran a representar una de esas escenas que había visto tantas veces en las películas pero que nunca había tenido ocasión de protagonizar en la vida real, con la ropa desprendiéndose por arte de magia mientras ellos rodaban y rodaban sobre las sábanas.
Pero no fue así. Mary advirtió que Ponter no tenía ni idea de cómo desabrochar los botones, y tanteaba torpemente, aunque le gustó la sensación de sus nudillos rozándole el pecho mientras lo intentaba.
Por su parte, Mary tenía la esperanza de hacerla un poco mejor, después de haber recibido instrucciones de Hak tras el tiroteo para abrir los cierres del hombro de una camisa neanderthal. Pero la última vez que había hecho eso fue a plena luz del día. Ahora, sin embargo, Ponter y ella estaban casi a Oscuras. Ninguno de los dos había encendido las luces de la habitación al entrar; la única iluminación era la que entraba por las ventanas, que tenían echadas las gruesas cortinas marrones.
Habían rodado y Mary estaba encima ahora, y maniobró hasta que logró sentarse a horcajadas sobre el pecho de Ponter. Extendió la mano hacia el botón superior de su blusa. Se soltó fácilmente, y Mary miró hacia abajo. Pudo ver su pequeño crucifijo dorado (el que había comprado recientemente para sustituir al que le había regalado a Ponter en su primera visita) reposando contra el triángulo invertido de piel blanca que revelaba la abertura de la camisa.
Soltó un segundo botón, y la camisa se abrió más, revelando partes de su sencillo sujetador blanco.
Mary miró a Ponter, tratando de leer su expresión, pero él le estaba mirando el pecho, tal como estaba, y su ceño saliente le impedía verle los ojos. ¿La estaba mirando con placer o con desazón? No tenía ni idea de lo pechugonas que solían ser las mujeres neanderthales, pero a juzgar por la embajadora Prat, tenían un montón de vello corporal, y el pecho de Mary era lampiño.
Y entonces, en la semioscuridad, oyó hablar a Ponter con su propia voz.
—Eres preciosa.
Mary sintió que la preocupación, la inhibición, la abandonaban, Soltó los botones restantes y palpó tras su espalda para desabrochar el sujetador. Lo dejó deslizarse por sus pechos, y las manos de Ponter subieron por su estómago hasta alcanzarlos, hasta acunarlos, sopesándolos en las manos. y entonces la atrajo, recostándola contra su torso, y su enorme boca encontró su pecho izquierdo, y Mary jadeó, y él se lo metió por completo en la boca y lo saboreó y lo acarició con la lengua.
Y entonces su boca se dirigió al pecho derecho, su lengua trazaba un sendero húmedo en la llanura entre ambos, y encontró el otro pezón y lo sostuvo entre los labios y lo chupó suavemente, y Mary sintió una corriente eléctrica subir y bajar por su espalda.
Aunque Ponter seguía completamente vestido, Mary podía sentir su erección contra su muslo. De pronto sintió la imperiosa necesidad de verlo; ya lo había visto desnudo, cuando estaban en cuarentena juntos, en casa de Reuben, pero nunca en erección. Se apartó, su pezón escapó de entre los labios de Ponter, y recorrió su cuerpo hasta que sus manos pudieron trabajar en su cintura. Pero no tenía ni idea de cómo quitarle los pantalones; él se había despojado del cinturón médico en cuanto llegó a la habitación, pero los pantalones carecían de cierre… aunque el bulto de su pene era obvio.
Ponter se echó a reír, extendió la mano y le hizo algo al atuendo, que de repente quedó suelto alrededor de su cintura. Arqueó la espalda y se lo sacó por encima de las caderas, y…
Y al parecer los neanderthales no usaban ropa interior.
Ponter era enorme: grueso y largo. No estaba circuncidado, aunque su glande púrpura asomaba más allá del prepucio. Mary pasó lentamente la palma de la mano por la longitud de su pene, sintiéndolo moverse con cada latido de su corazón.
Se separó de él y le ayudó a quitarse los pantalones. Los pies estaban cubiertos por bolsas sujetas a las perneras, sujetas en dos puntos, pero él se deshizo rápidamente de ellas. Quedó desnudo de cintura para abajo, y Mary de cintura para arriba. Ella se levantó de la cama, se quitó los zapatos y se desabrochó la falda, que dejó caer al suelo. Los ojos de Ponter estaban clavados en su cuerpo, y ella vio que se abrían como platos. Mary miró hacia abajo y se echó a reír: llevaba unas sencillas bragas de color beige y con la falta de luz parecía que allí abajo: era completamente lisa y sin rasgos. Enganchó los pulgares en la tira, elástica, y se bajó las bragas, revelando…
Ella había leído que hoy estaba de moda que las mujeres se recortaran gran parte del vello púbico; una vez había oído a Howard Stern, referirse a lo que quedaba como «la pista de aterrizaje». Pero Mary, sólo recortaba los bordes cuando se depilaba las piernas y, por primera vez, advirtió, Ponter estaba viendo vello corporal tupido en una hembra gliksin. Sonrió, claramente complacido por el descubrimiento, y se levantó de la cama, incorporándose también. Tocó los hombros de su prenda superior de una manera determinada, que se abrió como la camisa de Bruce Banner, resbalando hasta la alfombra del suelo.
Ahora estaban los dos de pie, separados por un metro, ambos completamente desnudos, a excepción del Acompañante y la venda en el hombro de Ponter, donde le habían disparado. Ponter acortó distancias entre ellos, tomó de nuevo a Mary en brazos y cayeron de lado en la cama.
Mary lo quería en su interior… pero no todavía, no tan pronto. Habían perdido un montón de tiempo, y el cansancio que antes había llevado a Mary a dar por terminada la noche había desaparecido por completo. Pero, de todas formas, ¿cómo hacían el amor los neanderthales? ¿Y si algo era tabú o se consideraba repulsivo? Decidió dejar a Ponter llevar la iniciativa, pero también él vacilaba, presumiblemente preocupado por la misma cuestión, y finalmente Mary se encontró haciendo algo que nunca había hecho, acariciando con la lengua el musculoso y peludo torso de Ponter, y bajando por los contornos de su estómago. Tras una breve vacilación, dando a Ponter la oportunidad de detenerla si quería, abrió mucho la boca y se introdujo su pene.
Ponter dejó escapar un suspiro de contento. Mary había hecho felaciones a Colm antes, pero siempre con pocas ganas, porque sabía que a él le gustaba, pero sin obtener ningún placer. Esta vez, sin embargo, devoró a Ponter ansiosamente, apasionadamente, disfrutando del rítmico latido de su enorme órgano y el sabor salado de su piel. Pero no quería que él terminara de esta forma, y, si estaba la mitad de excitado que ella, sin duda se correría pronto si continuaba. Mary dejó que el pene saliera de su boca con una larga y lenta chupada final, alzó la mirada y sonrió. Él se dio la vuelta e hizo lo mismo, y con la lengua encontró el clítoris de inmediato y jugueteó con él. Ella jadeó un poco… sólo porque hizo un esfuerzo consciente por no jadear mucho. Ponter alternaba entre movimientos rápidos con la lengua arriba y abajo y mordisqueos en sus labios.
Mary estaba disfrutando cada segundo, pero no quería correrse de esta forma, no la primera vez con él. Lo quería dentro de ella. Ponter parecía estar pensando exactamente lo mismo, ya que apartó la cara de ella y la miró, la barba brillando en la oscuridad con su humedad.
Ella esperó que, simplemente, se tumbara sobre ella y le introdujera el pene al hacerlo, pero de repente la hizo darse media vuelta. Mary volvió a jadear, pero esta vez de sorpresa. Nunca había practicado el sexo anal, y no estaba segura de querer practicarlo. Pero de repente las manos de Ponter se deslizaron por su cuerpo, la acariciaron y la auparon de modo que quedo en cuatro patas, y su largo pene entró en su vagina desde atrás. Mary no pudo evitar dejar escapar un gruñido mientras él la penetraba, pero también se sintió aliviada de que no hubieran entrado en un nuevo territorio sexual. Sus manos, desde atrás, le acariciaron los pechos mientras entraba y salía de ella. Mary y Colm lo habían intentado de vez en cuando al estilo perrito, pero el pene de Colm no era lo bastante largo para satisfacerla realmente cuando lo hacían así. Pero Ponter…
¡Maravilloso, maravilloso Ponter!
En sus fantasías sobre aquel momento (fantasías que había intentado apartar de su mente cada vez que se producían), siempre los había imaginado haciéndolo en la postura del misionero, su boca cubriendo la suya mientras se introducía en ella, pero…
Pero se llamaba la postura del misionero por un motivo; no era la postura sexual que más gustaba a todo el mundo en esta Tierra.
Ponter debía de haber estado preguntándose lo mismo. Habló en voz baja, y Hak tradujo al mismo volumen. Con todo, advertir que el Acompañante de Ponter era consciente de todo lo que estaban haciendo provocó que la espalda de Mary se envarara un momento. Nunca lo había hecho con nadie mirando, y había conseguido disuadir a Colm las dos veces que él había tratado el tema de grabar en vídeo sus actos amorosos.
—¿Es así como lo hacéis? —había preguntado la voz de Hak, de parte de Ponter.
Mary trató de apartar de su mente la idea de Hak, y contestó:
—En realidad, tendemos a hacerlo cara a cara.
—Ah —dijo Ponter, y Mary lo sintió salir de ella.
Pensó que simplemente iba a volverla de espaldas, pero se quedó de pie junto a la cama y le tendió una mano. Perpleja, Mary le dio la suya, y él la ayudó a ponerse en pie; el duro pene chocó contra su liso vientre. Él extendió entonces sus dos enormes manos, sostuvo cada glúteo en una y la levantó del suelo. Las piernas de Mary se abrieron de forma natural, rodeando su cintura, y él la bajó hasta su pene, alzándola y bajándola sin esfuerzo una y otra vez a lo largo de su tronco mientras permanecía en pie. Sus labios respondieron, y cuando se besaron, y mientras, su corazón redoblaba y el pecho de él subía y bajaba, ella se corrió con una gran sensación de estremecimiento, gimiendo a su pesar, y cuando terminó, Ponter aumentó el ritmo de sus oscilaciones arriba y abajo aún más, y Mary se apartó un poco de él, mirándole a la cara, sus hermosos ojos dorados clavados en ella, mientras su cuerpo se sacudía por el orgasmo. Y, por fin, los dos cayeron de lado sobre la cama, y él la abrazó a ella, y ella lo abrazó a el.