Mary bajó corriendo la escalinata curva del vestíbulo de las Naciones Unidas. Ponter y Tukana, abandonaban el salón de la Asamblea General, rodeados por un cuarteto de policías uniformados que hacían las veces de guardaespaldas, Mary corrió hacia los dos neanderthales, pero uno de los policías se dispuso a bloquearle el paso.
—Lo siento, señora —dijo.
Mary gritó el nombre de Ponter, y Ponter la miró.
—¡Mary!—respondió con su propia voz, y luego, a través del traductor añadió—: Es aceptable que pase, oficial. Es mi amiga.
El policía asintió y se hizo a un lado. Mary avanzó, cubriendo la distancia entre Ponter y ella.
—¿Cómo crees que ha ido? —preguntó Ponter.
—Brillante —contestó Mary—. ¿De quién fue la idea de traer un molde de vuestra versión del cráneo de Lucy?
—De uno de los geólogos de Inco.
Mary meneó la cabeza, asombrada.
—Una elección perfecta.
La embajadora Prat se volvió hacia Mary.
—Estamos a punto de dejar estas instalaciones para ir a comer ¿Quiere por favor venir con nosotros?
Mary sonrió, la neanderthal podía no ser la diplomática más experta del mundo, pero desde luego era amable.
—Me encantaría —dijo Mary.
—Vamos pues — dijo Tukana—. Tenemos… ¿Cómo lo dicen ustedes? Tenemos una reserva en un comedero cercano.
Mary se alegró de llevar el abrigo, aunque Ponter y Tukana parecían bastante cómodos con su ropa. Los dos llevaban el tipo de pantalones que ya había visto llevar a Ponter, terminados en bolsas que cubrían los pies. Los de Ponter eran verde oscuro y los de Tukana marrones. Y ambos vestían camisas con cierres en los hombros.
Mary se tomó un segundo para mirar la torre de las Naciones Unidas, un gran monolito Kubrickiano recortado contra el sol. Además de por Mary, los dos neanderthales iban acompañados por dos diplomáticos estadounidenses, y dos canadienses. Los cuatro policías rodeaban al grupito mientras recorrían el centro.
Tukana hablaba con los diplomáticos. Ponter y Mary iban detrás charlando.
—¿Cómo está tu familia? —preguntó Mary.
—Está bien —respondió Ponter—. Pero te sorprenderá saber qué sucedió en mi ausencia. Mi hombre-compañero, Adikor, fue acusado de asesinarme.
—¿De verdad? Pero ¿por qué?
—Es una larga historia; Pero, por fortuna, regresé a mi mundo a tiempo para exculparlo.
—¿Y ahora está bien?
—Sí, está bien, Espero que lo conozcas. Es…
Tres sonidos, prácticamente simultáneos: Ponter hizo «oof», uno de los oficiales de policía gritó y hubo un fuerte estampido, como un trueno.
Mientras Ponter se desplomaba, Mary advirtió lo que había ocurrido. Cayó de rodillas junto a él, buscando en su camisa empapada de sangre algún signo de la herida de entrada para poder restañarla.
«¿Un trueno?», pensó Tukana. Pero no, eso era imposible. El cielo, aunque apestoso, estaba claro y sin nubes.
Se volvió y miró a Ponter, quien, asombrosamente, estaba tendido en el pavimento, sangrando. Ese sonido… un arma de proyectiles, una «pistola» era el término. Le habían disparado y…
Y de repente la propia Tukana cayó hacia delante, empujada de bruces contra el sucio, su nariz gigantesca aplastada contra el pavimento.
Uno de los controladores gliksins había saltado sobre la espalda de Tukana, empujándola al suelo, usando su cuerpo para proteger el suyo. Noble, sí, pero Tukana no quería eso. Extendió la mano, agarró al controlador por el antebrazo, lo alzó y lo empujó hacia delante, de modo que aterrizó de espalda ante ella, aturdido. Tukana se puso en pie y, a pesar de la sangre que manaba de su nariz, no tuvo ningún problema para detectar el olor de la explosión química de la pistola. Giró la cabeza a izquierda y derecha y…
Allí. Una figura corriendo, y en su mano… El arma apestosa.
Tukana corrió tras él, sus enormes piernas batiendo el terreno.
—Le han disparado en el hombro derecho —le dijo Hak a Mary a través de su altavoz externo—. Su pulso es rápido, pero débil. Su presión sanguínea está bajando, igual que su temperatura corporal.
—Conmoción —dijo Mary. Siguió explorando el hombro de Ponter hasta encontrar el lugar por donde había penetrado la bala, y su dedo se hundió en la herida hasta el segundo nudillo—. ¿Sabes si la bala ha salido del cuerpo?
Uno de los policías se alzaba sobre Mary; otro usaba la radio que llevaba en el pecho para llamar a una ambulancia. El tercer policía conducía al interior a los diplomáticos estadounidenses y canadienses.
—No estoy seguro —dijo Hak—. No detecto el agujero de salida. Una pausa—. Está perdiendo demasiada sangre. Hay un escalpelo cauterizador láser en su equipo médico. Abre la tercera bolsa a mano derecha.
Mary extrajo un aparato que parecía un grueso pene verde.
—¿Es esto?
—Sí. Gira el cuerpo inferior del escalpelo hasta que el símbolo con los dos puntos y una barra quede alineado con el triángulo de referencia.
Mary miró el aparato e hizo lo que Hak le decía.
—¿Así? —dijo, acercando el escalpelo a la lente del Acompañante.
—Correcto —dijo Hak—. Ahora sigue exactamente mis instrucciones. Abre la camisa de Ponter.
—¿Cómo?
—Hay broches en el hombro. Se abren cuando se les aprieta simultáneamente desde ambos lados.
Mary probó con uno y en efecto se abrió. Continuó hasta que dejó al descubierto todo el hombro y el brazo izquierdos. La herida de entrada estaba rodeada de brillante sangre roja que llenaba los declives de su musculatura.
—El escalpelo se activa pulsando el cuadrado azul. ¿Lo ves?
Mari asintió.
—Si.
—Si pulsas el botón un poco, el láser se activará, pero a baja potencia, y así podrás ver adónde se dirige el rayo. Pulsando hasta el fondo, dispararás el Láser a plena potencia, así suturará la arteria rota.
—Comprendo —dijo Mary. Usó los dedos para abrir la herida y poder ver dentro.
—¿Ves la arteria? —preguntó Hak.
Había demasiada Sangre.
—No.
—Pulsa el cuadrado de activación a la mitad.
Un brillante punto azul apareció en mitad de la sangre.
—Muy bien —dijo Hak—. La rotura de la arteria está a once milímetros de donde señalas, en línea recta entre tu actual posición y el pezón de Ponter.
Mary resituo el rayo, maravillada de la perspectiva que le proporcionaba a Hak el campo sensitivo.
—Un poco más —dijo Hak—. ¡Ahí! Para. Ahora a plena potencia.
El punto se volvió más brillante y Mary vio una vaharada de humo surgir de la herida.
—¡Otra vez! —dijo Hak.
Ella pulsó el cuadrado una vez más.
—Y dos milímetros más allá… no, al otro lado. ¡Ahí! ¡Otra vez!
Ella disparó el láser.
—Ahora, avanza la misma distancia. Sí. ¡Otra vez!
Mary pulsó con fuerza el cuadrado azul, y el olor de más tejido quemado le golpeó la nariz.
—Eso debería ser suficiente —dijo Hak—, hasta que pueda atenderlo un médico.
Los ojos dorados de Ponter se abrieron.
—Aguanta —dijo Mary, mirándolos y sosteniéndole la mano—. Viene ayuda de camino.
Se quitó el abrigo y se lo puso por encima.
Tukana Prat siguió corriendo tras el hombre.
—¡Alto! —gritó uno de los controladores gliksins y con retraso Tukana advirtió que la orden iba dirigida a ella, no al hombre que huía. Pero ninguno de los controladores podía correr tan rápido como Tukana; si renunciaba a la persecución, el hombre de la pistola escaparía.
Parte de la mente de Tukana estaba tratando de analizar la situación. Había comprendido que las pistolas podían ser útiles, pero el elemento sorpresa se había esfumado: era improbable que… el «asaltante» (ésa era la palabra) se volviera y disparara de nuevo. De hecho, parecía empeñado solamente en escapar y, puesto que era un gliksin, probablemente no se le ocurría que, mientras empuñara el arma recién disparada, Tukana no tendría problemas para localizado.
La calle estaba abarrotada, pero Tukana tuvo pocos problemas para abrirse paso entre la multitud; de hecho, los humanos parecían muy interesados en apartarse, del camino de la veloz neandertal lo más rápido posible,
El hombre al que perseguía (y era un hombre, un gliksin varón) parecía más bajo que la mayoría de los de su raza. Tukana devoraba rápidamente la distancia que los separaba; casi podía extender la mano y agarrarlo.
El hombre debió de oír las fuertes pisadas tras de sí. Se arriesgó a mirar por encima del hombro y volvió el brazo con la pistola.
—Nos está apuntando —dijo el Acompañante de Tukana a través de los implantes de su oído.
Tukana ni siquiera había pensado en la sangre de su nariz: los conductos eran lo bastante grandes para permitir la enorme entrada de aire que exigía la carrera. En realidad, sentía la fuerza surgiendo en su interior mientras sus músculos se oxigenaban más. Batió con las piernas en el suelo, saltó y salvó la distancia que la separaba del gliksin. El hombre disparó, pero el proyectil se desvió, provocando gritos entre la multitud. Tukana deseó fervientemente que fueran gritos de terror, no debido a que la bala dirigida a ella hubiera alcanzado a otra persona.
Tukana chocó contra el hombre, derribándolo en la acera, y los dos resbalaron varios pasos, Tukana oyó las pisadas de los controladores que se acercaban desde atrás. El hombre que tenía debajo trató de girarse y disparar de nuevo, Tukana le agarró con su enorme mano la parte trasera de la cabeza, extremadamente estrecha y angulosa, y…
Era su única oportunidad. Seguramente, era…
Y empujó la cabeza del hombre hacia delante, contra la piedra artificial que cubría el suelo. El cráneo se aplastó y la parte delantera de la cabeza se abrió como un melón maduro.
Tukana podía sentir su corazón palpitar y dedicó un momento a respirar.
De repente, fue conciente de que tres de los cuatro controladores los habían alcanzado y ahora estaban desplegados ante ellos, sujetando sus pistolas y apuntando al hombre caído.
Pero, cuando se puso en pie, Tukana vio la expresión de horror en el rostro de uno de los gliksins.
El controlador del centro se dio media vuelta y vomitó.
—Jesucristo —dijo el tercer controlador, con los ojos muy abiertos.
Y Tukana miró al hombre muerto, muerto, muerto que le había disparado a Ponter.
Y, mientras esperaba allí de pie, el sonido de las sirenas se fue acercando.