Ponter Boddit y Tukana Prat fueron nombrados (o confirmados, ya que las opiniones legales variaban) ciudadanos canadienses en la sede del Parlamento de Canadá a última hora de la tarde. Celebró el acto el ministro de Ciudadanía e inmigración, con periodistas de todo el mundo.
Ponter lo hizo lo mejor que pudo con el juramento, que había memorizado con la ayuda de Hélen Gagné; sólo pronunció mal unas cuantas palabras:
—Afirmo que seré fiel y digno aliado a Su Majestad la reina I-sa-bel II, reina de Canadá, sus herederos y sucesores, y que cumpliré fielmente las leyes de Canadá y mis deberes como ciudadano canadiense.
Helen Gagné quedó tan satisfecha con su actuación que aplaudió espontáneamente al final de su discurso, lo que le valió una severa mirada del ministro.
Tacaña tuvo más problemas con las palabras, pero se las apañó para pronunciarlas también.
Después de la ceremonia, hubo una recepción con vino y queso… aunque Hélen advirtió que Ponter y Tukana no probaban nada. No bebían leche ni comían productos lácteos; tampoco parecían atraídos por los derivados de los cereales. Hélene les había dado sabiamente de antes de la ceremonia, no fuera a ser que se cebaran en las bandejas de fruta y carne mechada. A Ponter pareció gustarle especialmente la carne ahumada de Montreal.
Cada uno de los neandertales había recibido no sólo un certificado de ciudadanía canadiense; sino también una tarjeta sanitaria de Notario y un pasaporte. Al día siguiente volarían a Estados Unidos. Pero todavía quedaba un deber oficial más que cumplir en Canadá.
—¿Le gustó la cena con el primer ministro canadiense? —preguntó Selgan, sentado en su silla de horcajadas en su despacho redondo.
Ponter asintió.
—Mucho, Había gente muy interesante. Comimos grandes filetes de vacuno de Alberta… otra parte de Canadá, al parecer. Y verduras, también, algunas de las cuales reconocí, otras no.
—Debería probar ese vacuno yo mismo —dijo Selgan.
—Está muy bueno, aunque es casi la única carne de mamífero que comen… eso y una forma de jabalí que han creado mediante cría selectiva.
—¡Ah! —dijo Selgan—. Bueno, también me gustaría probar eso algún día. —Hizo una pausa—. Bien, veamos dónde nos encontramos. Había regresado usted a salvo al otro mundo, pero las circunstancias le habían impedido ver a Mary todavía. Sin embargo, se había reunido con los más altos cargos del país en el que estaba. Había comido bien y se sentía… ¿cómo? ¿Satisfecho?
—Bueno, supongo que podríamos decir que sí. Pero…
—¿Pero qué? —preguntó Selgan.
—Pero la satisfacción no duró mucho.
Después de cenar en el 24 de Sussex Drive, llevaron a Ponter al hotel Cháteau Laurier, donde se retiró a su enorme suite. Las habitaciones eran… «opulentas» era el término inglés adecuado, creía; adornadas de manera mucho más profusa que ninguna cosa que hubiera en su mundo.
Tukana se marchó con Hélene Gagné para repasar de nuevo lo que sería una presentación adecuada el día siguiente ante las Naciones Unidas, Ponter no tenía que decir nada, pero de todas formas se pasó la noche leyendo sobre esa institución.
Bueno, en realidad eso no era exacto del todo; ni él ni Hak podían leer todavía en inglés, pero usaba un ordenador parecido a una concha de almeja que le había proporcionado el Gobierno canadiense, programado con una especie de enciclopedia. La enciclopedia tenía un sistema de voz que leía en un irritante tono mecánico: desde luego, el pueblo de Ponter tenía un par de cosas que enseñar a los gliksins sobre síntesis de voz. De todas maneras, Hak escuchaba las palabras inglesas pronunciadas por el ordenador, y luego se las traducía a Ponter a la lengua neandertal.
Al principio del artículo sobre las Naciones Unidas, había una referencia a la «carta» de la organización, al parecer su documento fundacional. Ponter se sintió horrorizado por su encabezamiento.
Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles…
Dos guerras… ¡durante la vida de un ser humano! Había habido guerras en la historia del mundo de Ponter, pero de la última hacía casi veinte millones. Sin embargo, había sido devastadora, y el sufrimiento no fue indecible (palabra que Hak tradujo como «incontable»), más bien al contrario; a cada joven se le enseñó la horrible verdad: que 719 personas habían muerto en esa guerra.
¡Una pérdida de vidas tan devastadora! y sin embargo estos gliksins habían librado no una sino dos guerras en un período tan corto como mil lunas.
Pero claro, ¿quién sabía qué antigüedad tenían estas Naciones Unidas? Tal vez aquello de «en nuestra vida» había sido hacía mucho tiempo. Ponter le pidió a Hak que siguiera escuchando el artículo y mirara para ver si podía encontrar una fecha de fundación. Lo hizo: Uno-nueve-cuatro-cinco.
El año actual, tal como los gliksins los contaban, era dos-algo, ¿no?
—Exactamente ¿cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Ponter.
Hak se lo dijo, y Ponter sintió que se desplomaba contra la silla. La vida en cuestión, la vida en la que no sólo una guerra sino dos habían arrasado a la humanidad era esta vida.
Ponter quiso saber más sobre la guerra gliksin. Hélene le había abierto la enciclopedia por la entrada sobre las Naciones Unidas antes de marcharse con Tukana, pero Ponter consiguió manejar aquella interfaz, completamente obsoleta.
—¿Qué palabra usan para «guerra»? —preguntó.
Hak hizo un análisis del texto que había oído y las palabras que aparecían en la pantalla del ordenador.
—Es la sexta agrupación de caracteres que aparece a la derecha de la novena línea del texto.
Ponter usó la yema del dedo para ayudarse a encontrar el punto en la pantalla plana.
—Eso no puede ser —dijo—. Esa agrupación tiene tres símbolos w-a-r.
La palabra neanderthal para «guerra» era mapartaltapa; Ponter había deseado a menudo desde que estaba aquí saber más de lingüística (¡qué útil hubiese sido!) pero un principio que sí comprendía es que los términos cortos se aplicaban a los conceptos comunes.
—Creo que tengo razón —dijo Hak—. La palabra es war.
—Pero… oh.
Ponter contempló el… «teclado» era el término. Consiguió encontrar el primer símbolo, w, pero no encontró nada parecido a una a o una r.
—Si seleccionas la palabra —dijo Hak—, creo que puede hacer una búsqueda.
Ponter tocó la zona sensible al tacto del teclado, moviendo el diminuto pino de la pantalla hasta que su cima tocó la palabra y, después de algunos intentos, consiguió recalcarla. En el lado izquierdo de la pantalla apareció una lesta y…
Ponter se quedó boquiabierto mientras Hak iba leyendo los nombres.
La guerra del Golfo.
La guerra de Corea.
La guerra civil española.
La guerra Hispanoamericana.
La guerra de Vietnam.
La guerra de Secesión.
La guerra de 1912.
La guerra de las Dos Rosas.
Seguía y seguía.
Más y más.
Y…
Y…
El corazón de Ponter redoblaba.
La Primera Guerra Mundial.
La Segunda Guerra Mundial.
Ponter quiso maldecir, pero las únicas palabrotas que conocía eran las propias de su especie: referencias a la putrefacción de la carne, a la eliminación de residuos corporales. Ninguna parecía adecuada ahora. Hasta ese momento, no había encontrado sentido al estilo gliksin de imprecaciones que invocaban a un poder superior putativo, llamando a un ser superior para encontrar sentido a las locuras del hombre. Pero ése era en realidad el tipo de expresión que necesitaba. ¡Todo el mundo en guerra! Ponter casi tuvo miedo de mirar los artículos, miedo de oír cuál había sido el cómputo de muertes. Vaya, debían de haberse producido a millares…
Movió el dedo por el recuadro sensible al contacto y dejó que la enciclopedia le hablara a Hak.
En la Primera Guerra Mundial habían muerto diez millones de soldados.
Y en la Segunda Guerra Mundial, cincuenta y cinco millones de personas (soldados y civiles por igual) habían muerto por causas diversas llamadas «combate», «inanición», «bombardeos aéreos», «epidemias», «masacres» y «radiación», aunque no tenía ni idea de qué podía tener que ver eso último con la guerra.
Ponter se sintió físicamente enfermo. Se levantó de la silla, se acercó a la ventana de la habitación del hotel y contempló el panorama nocturno de aquella ciudad, Ottawa. Hélene le había dicho que el alto edificio que podía verse desde allí, situado en Parliament Hill, se llamaba Torre de la Paz.
Abrió la ventana lo máximo que le permitía (que no fue mucho) y dejó que entrara parte del maravilloso aire frío del exterior. A pesar del olor, calmó un poco su estómago, pero no podía dejar de sacudir la cabeza adelante y atrás una y otra vez.
Pensó en lo que había preguntado su amado Adikor a su regreso ¿Son buena gente, Ponter? ¿Deberíamos entablar contacto con ellos?
Y Ponter había dicho que sí. El hecho de que hubiera más contacto con esta raza (de asesinos, de guerreros) era cosa suya. Pero había visto tan poco de su mundo la primera vez y…
No. Había visto mucho. Había visto lo que le habían hecho al medio ambiente, cómo habían destruido enormes extensiones de tierra, cómo se multiplicaban sin control. Había sabido lo que eran, incluso entonces, pero…
Ponter inspiró de nuevo aquel aire helado, para tranquilizarse.
Había querido volver a ver a Mary. Y ese deseo lo había cegado a lo que sabía sobre los gliksins. Su malestar no se debía a la sorpresa por lo que acababa de descubrir, lo sabía. Más bien se debía a la comprensión de que había suprimido deliberadamente su buen juicio.
Miro de nuevo a la Torre de la Paz, alta y marrón con algún tipo de reloj en lo alto, justo en el corazón de la sede del Gobierno de aquel país donde estaba. Tal vez… tal vez los gliksins habían cambiado. Habían creado esa organización que iba a visitar mañana, esas Naciones Unidas, específicamente, o eso decía su carta, para preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra.
Ponter dejó la ventana abierta, se acercó a la cama (dudaba que pudiera acostumbrarse jamás a aquellas camas blandas y elevadas que tanto gustaban a los gliksins), y se tumbó de espaldas, con los brazos tras la cabeza, contemplando los arabescos de la escayola del techo.
Ponter y Tukana, acompañados por Hélene Gagné y dos oficiales de paisano de la Real Policía Montada de Canadá que actuaban como guardaespaldas, fueron conducidos en limusina al Aeropuerto internacional de Ottawa. Los dos neanderthales se habían entusiasmado durante su anterior vuelo desde Sudbury a Ottawa: ninguno había visto antes el terreno de Ontario Norte (que era: la misma mezcla de pinos y lagos y rocas que en su versión de la tierra) desde un punto de vista tan maravilloso.
Al principio, Ponter tuvo cierto complejo de inferioridad a la luz de la avanzada tecnología de los gliksins: aeroplanos e incluso naves espaciales. Pero su investigación de la noche anterior le había hecho comprender por qué aquellos humanos habían progresado tanto en esas áreas: había vuelto a leer varios artículos de la enciclopedia.
Era un concepto tan básico para ellos que merecía ser expresado con una palabra muy breve.
La guerra había sido el motor…
Incluso las frases que empleaban para describir tales logros eran bélicas: la guerra había hecho posible la conquista del aire, la conquista del espacio.
Llegaron a la terminal. Ponter consideraba enorme el edificio que los mineros utilizaban para cambiarse de ropa, pero aquella gigantesca estructura era el espacio interior más grande que hubiese visto jamás, y estaba repleto de gente, y de feromonas. Ponter se sintió mareado y también algo avergonzado: muchos los miraban a Tukana y a él sin disimulo.
Tras algunas formalidades y papeleos (Ponter no lo entendió en detalle) los condujeron a un extraño portal. Hélene les dijo a Tukana y a él que se quitaran el cinturón médico y lo colocaran sobre una cinta móvil, y también que vaciaran las bolsas de su ropa, cosa que hicieron. Y entonces, siguiendo un gesto de Hélen, Ponter atravesó el portal.
Una alarma sonó de inmediato, sobresaltándolo.
Un hombre uniformado se apresuró a pasarle una especie de sonda por encima del cuerpo, que soltó un alarido por encima de su antebrazo izquierdo.
—Súbase la manga— dijo el hombre.
Ponter nunca había oído esa expresión, pero adivinó su significado. Se soltó los cierres de la manga y se arremangó dejando al descubierto el rectángulo de metal y plástico de su Acompañante.
El hombre se lo quedó mirando durante un rato; y luego, casi para sí, dijo:
—Podemos reconstruirlo. Tenemos la tecnología necesaria.
—¿Perdone? —preguntó Ponter.
—Nada —dijo el hombre—. Puede usted continuar. El vuelo a la ciudad de Nueva York fue breve: ni siquiera medio diadécimo. Hélene había advertido a Ponter, tanto en este vuelo como el del día anterior, de que era posible que experimentara cierta incomodidad durante el descenso, porque la presión del aire cambiaría rápidamente, pero Ponter no sintió nada, tal vez era una afección de los gliksin debida a sus diminutos senos nasales.
El avión, según anunciaron por los altavoces, tenía que desviarse al sur y volar directamente sobre la isla conocida como Maniatan, para sortear el tráfico aéreo. «Cielos abarrotados —pensó Ponter—. ¡Qué sorprendente!» De todas formas, estaba encantado. Después de hartarse de oír hablar sobre la guerra, había buscado en la enciclopedia la entrada sobre la ciudad de Nueva York. Descubrió que había en ella muchos grandes monumentos humanos. Sería maravilloso verlos desde el aire. Buscó y encontró, la gigantesca mujer verde con expresión ceñuda y una antorcha en alto. Pero, por mucho que lo intentó, no logró localizar las dos torres que supuestamente se alzaban sobre los edificios colindantes, cada una de unos increíbles ciento diez pisos de altura.
Cuando por fin aterrizaron, Ponter le preguntó a Hélene por los desaparecidos «rascacielos», palabra que le parecía poética.
Hélene pareció muy incomoda.
—Ah —dijo—. Se refiere a las torres gemelas del World Trade Center. Eran dos de los edificios más altos del planeta, pero…
Su voz se quebró ligeramente, lo que sorprendió a Ponter.
—Yo, siento tener que se la que se lo diga, pero… —Otra vacilación—. Pero fueron destruidas por un ataque terrorista.
El acompañante de Ponter pitó, pero Tukana, que evidentemente había estado investigando por su cuenta, inclinó la cabeza hacia Ponter.
—Forajidos gliksins que usan la violencia para intentar forzar un cambio político o social.
Ponter sacudió la cabeza, anonadado una vez más por el universo al que había llegado.
—¿Cómo fueron destruidos los edificios?
Hélene vaciló una vez más antes de responder.
—Dos grandes aviones con los tanques llenos de combustible fueron secuestrados y se les hizo chocar deliberadamente contra las torres.
Ponter no supo qué responder. Pero se alegró de no haberse enterado de aquello hasta haber aterrizado.