Jurard Selgan se levantó de su silla de horcajadas y recorrió en redondo su oficina circular mientras Ponter Boddit le hablaba de su primer viaje al mundo gliksin.
—¿Así que su relación con Mary Vaughan terminó con una nota insatisfactoria? —preguntó Selgan, regresando por fin a su asiento.
Ponter asintió.
—Las relaciones a menudo no se resuelven —dijo Selgan. —Sería bonito que no fuera el caso, pero sin duda no será la primera vez que una relación suya haya terminado de manera decepcionante.
—No, no lo ha sido —dijo Ponter, en voz muy baja.
—Está pensando en una persona en concreto, ¿verdad? —dijo Selgan—. Cuénteme.
—Mi mujer-compañera, Klast Harbin.
—Ah. Su relación con ella terminó, ¿no? ¿Quién inició la separación?
—No la inició nadie —replicó Ponter—. Klast murió, hace veinte meses.
—Oh. Mis condolencias. Era… ¿era una mujer mayor?
—No. Era una 145, igual que yo.
Selgan alzó la ceja en su ceño.
—¿Fue un accidente?
—Fue cáncer de la sangre.
—Ah —dijo Selgan—. Una tragedia. Pero…
—No lo diga. —El tono de Ponter era brusco.
—¿Qué no diga qué? —preguntó el escultor de personalidad.
—Lo que estaba a punto de decir.
—¿Y qué cree que era?
—Que mi relación con Klast se cortó bruscamente, igual que mi relación con Mary.
—¿Es así como lo siente? —preguntó Selgan.
—Sabía que no tendría que haber venido —dijo Ponter—. Los escultores de personalidad piensan que sus reflexiones son tan profundas… Pero no lo son: son simplistas, «Relación Verde que termina bruscamente, y te lo recuerda la manera en que termina la Relación Roja.»
Ponter hizo una mueca de desdén.
Selgan permaneció en silencio durante varios latidos, tal vez esperando a ver si Ponter decía algo más por voluntad propia. Cuando quedó claro que no lo haría, Selgan habló de nuevo.
—Pero usted presionó para que el portal entre este mundo y el mundo de Mary volviera a abrirse.
Dejó que la frase colgara en el aire entre ellos durante un tiempo, y Ponter finalmente respondió.
—¿Y cree que por eso presioné? —dijo Ponter—. ¿Que no me importaban las consecuencias para este mundo? ¿Que lo único que me preocupaba era resolver esta relación inacabada?
—Dígamelo usted —dijo Selgan, amablemente.
—No fue así. Oh, cierto, hay una similitud superficial entre lo que me pasó con Klast y lo que me pasó con Mary. Pero soy un científico. —Dirigió a Selgan una furiosa mirada de sus ojos dorados—. Un verdadero científico. Sé cuándo hay auténtica simetría, y aquí no la hay, y sé cuándo un parecido es falso.
—Pero usted presionó al Gran Consejo Gris. Lo vi en mi mirador, junto con miles de personas más.
—Bueno, sí, pero…
—¿Pero qué? ¿En qué estaba pensando entonces? ¿Qué intentaba conseguir?
—Nada… excepto lo que fuera mejor para todo nuestro pueblo,
—¿Está seguro de eso?
—¡Claro que estoy seguro!
Selgan guardó silencio, dejando que Ponter escuchara sus propias palabras resonar en la pared de madera pulida.
Ponter Boddit tenía que admitir que nada de lo que había experimentado (probablemente, nada de lo que ninguna otra persona hubiera experimentado jamás) había sido más aterrador que ser trasportado corporalmente de este mundo a aquel otro mundo extraño, donde llegó en medio de una oscuridad absoluta y casi se ahogó en un gigantesco tanque de agua.
Pero, a pesar de todo, de todas las cosas que sucedían en este mundo, en este universo, pocas podían compararse al puro terror de dirigirse al Gran Consejo Gris. Después de todo, no se trataba sólo del Consejo Gris local; el Gran Consejo Gris dirigía el planeta, y sus miembros se habían trasladado allí, a Saldak, con el fin concreto de ver a Ponter y Adikor y el ordenador cuántico que habían usado dos veces para abrir un portal a otra realidad.
El Gran Consejo Gris estaba formado por individuos veinte años mayores que Ponter, de por lo menos la generación 143. La sabiduría, la experiencia, y, sí, cuando se les antojaba, la testarudez de gente tan mayor era formidable.
Ponter podría haber dejado correr el asunto. Nadie presionaba para que Adikor y él volvieran a abrir el portal al otro mundo. De hecho, excepto tal vez el grupo femenino de Evsoy, nadie se lo hubiese reprochado si Ponter y Adikor hubieran dicho, simplemente, que la apertura del portal había sido una casualidad irreproducible.
Pero la posibilidad de comerciar entre dos clases de humanidad era demasiado importante para que Ponter la ignorara. Sin duda podría intercambiarse información: lo que la gente de Ponter sabía sobre superconductores, por ejemplo, a cambio de lo que los gliksins sabían de naves espaciales. Pero, además, podían intercambiar cultura: el arte de este mundo por el arte de aquel mundo, una epopeya iterativa dibalat, tal vez, a cambio de una obra de ese Shakespeare del que había oído hablar allí; esculturas del gran Kaydas a cambio de la obra de un pintor gliksin.
Ponter se dijo que estos nobles pensamientos eran su única motivación. No tenía nada personal que ganar abriendo de nuevo el portal. Sí, estaba Mary. Sin embargo, era indudable que Mary no estaba realmente interesada en un ser tan distinto a ella, una criatura velluda donde los machos de su especie eran lampiños, tan fornida cuando la mayoría de gliksins era grácil, un ser con un arco ciliar doble que ondulaba sobre sus ojos, ojos que eran dorados en vez de azules como los de Mary o del marrón oscuro de tantos otros de su especie.
Ponter no tenía ninguna duda de que Mary había sufrido realmente del que había hablado, pero ésa debía de ser sólo la más destacada de muchas razones por las que había rechazado sus avances.
Pero no.
No era así.
Había habido una atracción real y mutua. Por encima de líneas temporales, a través de fronteras entre especies, había sido real. Estaba seguro.
Pero ¿irían mejor las cosas entre ambos si se reanudaba el contacto? Atesoraba sus hermosos y maravillosos recuerdos del tiempo que había pasado con ella: y eran sólo recuerdos, pues su implante Acompañante había sido incapaz de transmitir nada a su archivo de coartadas desde el otro lado. Mary existía sólo en su imaginación, en sus pensamientos y sueños; no había ninguna realidad objetiva con la que comparada, excepto los breves atisbas captados por el robot que Adikor había hecho pasar por el portal para atraer a Ponter a casa.
Sin duda era mejor así. Nuevos contactos estropearían lo que ya habían tenido.
Y sin embargo…
Y sin embargo, parecía que el portal podía volver a abrirse.
De pie en la pequeña antesala, Ponter miró a Adikor Huid, su hombre-compañero. Adikor asintió, animándolo. Era hora de entrar en la cámara del Consejo. Ponter tomó el tubo de Derkers sin expandir que había traído consigo, y los dos hombres atravesaron las enormes puertas dispuestos a enfrentarse a los Grandes Grises.
—La presencia aquí del sabio Boddit —dijo Adikor Huid, señalando a Ponter— es prueba indiscutible de que una persona puede pasar al otro universo y regresar ilesa.
Ponter miró a los veinte Grises, diez varones y diez hembras, dos de cada uno de los diez gobiernos regionales del mundo. En algunos foros, los varones se sentaban a un lado de la sala y las hembras al otro. Pero el Gran Consejo Gris se ocupaba de asuntos que afectaban a la especie entera, y los varones y hembras que se habían reunido allí, procedentes de todo el mundo, se mezclaban en un gran círculo.
—Pero —continuó Adikor—, a excepción de Jasmel, la hija de Ponter, que asomó la cabeza por el portal durante nuestras operaciones de rescate, nadie más de este mundo ha ido a aquel otro. Cuando creamos el portal, fue por accidente: un resultado inesperado de nuestros experimentos de cálculo cuántico. Pero ahora sabemos que este universo y aquel otro, donde dominan los gliksins, están relacionados de algún modo. El portal de aquí se abre siempre a aquél, de los múltiples universos alternas que nuestra física nos dice que deben de existir. Y, según cabe deducir de nuestra experiencia previa, el portal permanecerá abierto mientras un objeto sólido esté atravesándolo.
Bedros, un viejo varón de Evsoy, frunció el ceño ante Adikor.
—¿Qué propone entonces, sabio Huid? ¿Que lancemos una vara a medias por ese portal para mantenerlo abierto?
Ponter, de pie junto a Adikor, se volvió levemente para que Bedros no viera su sonrisa.
Adikor no fue tan afortunado: Bedros lo estaba mirando y no podía apartar la vista sin ser irrespetuoso.
—Mm, no —dijo—. Tenemos en mente algo más, ah, versátil. Dern Kord, un ingeniero conocido nuestro, propone que insertemos un tubo de Derkers a través del portal.
Era la señal para que Ponter desplegara el tubo de Derkers. Metió los dedos dentro de la estrecha boca y tiró. El tubo, un entramado de metal, se expandió con estrépito hasta que su diámetro fue mayor que la altura de Ponter.
—Estos tubos se utilizan para reforzar los túneles de las minas en situaciones de emergencia —dijo Ponter—. Una vez expandidos, se resisten a retraerse. De hecho, la única manera de que vuelvan a su tamaño original es usando un abridor que suelte uno a uno los cierres de cada intersección de los segmentos de metal entrecruzados.
Bedros comprendió la idea al instante, lo que decía bastante a su favor.
—¿ Y creen que uno de estos tubos mantendría abierto el portal indefinidamente, para que la gente pudiera atravesado, como un túnel entre los dos universos?
—Exactamente —dijo Ponter.
—¿Qué hay de las enfermedades? —preguntó Jurat, una hembra local de la generación 141. Estaba sentada frente a Bedros, así que Ponter y Adikor tuvieron que volverse para mirada—. Tengo entendido que cayó usted enfermo cuando estuvo en el otro mundo.
Ponter asintió.
—Sí. Conocí allí a una física gliksin que…
Hizo una pausa cuando uno de los Grandes Grises esbozó una sonrisa de desdén. Ponter ya se había acostumbrado a la idea, pero comprendía por qué resultaba graciosa: bien pudiera haberse referido a un filósofo cavernícola.
—Pues bien —continuó Ponter—, ella propuso que las líneas temporales se dividieron… bueno, dijo que hace cuarenta mil años, medio millón de meses. Desde entonces, los gliksins han vivido en condiciones de hacinamiento, y han criado animales en gran número alimentarse. Es probable que allí hayan evolucionado numerosas enfermedades contra las que no tenemos ninguna inmunidad. Y es posible que aquí hayan evolucionado algunas enfermedades a las que ellos no sean inmunes, aunque nuestra densidad de población más baja lo hace improbable, según me han dicho. En cualquier caso, tendremos que contar con un sistema de descontaminación, y todo el que viaje en cualquier dirección tendrá que ser tratado.
—Pero espere —dijo Jindo, otro varón, que venía de las tierras situadas al sur, en el lado opuesto del cinturón ecuatorial desocupado. Por fortuna, estaba sentado a la derecha de Jurat, así que Ponter y Adikor no tuvieron que volverse de nuevo—. Este túnel entre mundos tiene que estar situado en el fondo de la mina de níquel Debral, a un millar de brazadas bajo la superficie, ¿no es así?
—Sí —respondió Ponter—. Verá, es nuestro ordenador cuántico lo que hace posible acceder al otro universo, y para que funcione tiene que estar protegido de la radiación solar. La enorme cantidad de roca proporciona esa protección.
Bedros asintió, y Adikor se volvió hacia él.
—Así que la gente no podrá viajar en gran número entre los dos mundos.
—Lo que significa —dijo Jurat, continuando el argumento de Bedros—, que no tenemos que preocupamos por una invasión.
Adikor se volvió para mirarla, pero Ponter siguió mirando a Bedros.
—Y los individuos no sólo tendrán que venir atravesando ese estrecho túnel, sino que tendrán que subir hasta la superficie antes de llegar a nuestro mundo.
Ponter asintió.
—Exactamente. Ha llegado al tuétano.
—Aprecio su entusiasmo por su trabajo —dijo Pandaro, la presidenta del Consejo, una hembra galasoyana 140 quien, hasta este momento, había permanecido callada. Estaba sentada a medio camino entre Bedros y Jurat, así que Ponter se volvió a la izquierda y Adikor a la derecha hasta que los dos estuvieron mirándola—. Pero déjeme ver si lo comprendo correctamente. No es posible que los gliksins puedan abrir un portal a este mundo, ¿verdad?
—Así es, presidenta —dijo Ponter—. Aunque naturalmente no lo aprendí todo sobre su tecnología informática, están muy lejos de construir un ordenador cuántico similar al que Adikor y yo creamos.
—¿Cuánto les falta para conseguirlo? —preguntó Pandaro—. ¿Cuántos meses?
Ponter miró brevemente a Adikor: su hombre-compañero era, después de todo, el experto en hardware. Pero Adikor contestó con una expresión que indicaba que Ponter continuara y respondiese.
—Al menos trescientos, diría yo, posiblemente muchos más.
Ponter abrió los brazos, como si la respuesta fuera obvia.
—Bueno, entonces no corre prisa tratar este tema. Podemos tomarnos nuestro tiempo para estudiar el asunto, y…
—¡No! —exclamó Ponter. Todos los ojos de la sala cayeron sobre él.
—¿Perdone? —dijo la presidenta, glacial.
—Quiero decir, que… que no sabemos si este fenómeno podrá reproducirse a la larga. Cualquier condición podría cambiar y…
—Comprendo su deseo de continuar con su trabajo, sabio Boddit —dijo la presidenta—, pero están las cuestiones de la transmisión de enfermedades, de la contaminación y…
—Ya tenemos la tecnología necesaria para protegemos contra eso —dijo Ponter.
—En teoría —dijo otra consejera, también hembra—. Pero en la práctica, la técnica Kajak no se ha utilizado nunca para eso. N o podemos estar seguros…
—¡Son ustedes tan tímidos! —replicó Ponter. Adikor lo miró sorprendido, pero Ponter ignoró a su compañero—. Ellos no estarían tan asustados. ¡Han escalado las montañas más altas de su mundo! ¡Se han sumergido en los océanos! ¡Han orbitado la Tierra! ¡Han llegado a la Luna! No fue la cobardía de unos viejos lo que…
—¡Sabio Boddit! —El tono de la presidenta retumbó en la cámara del Consejo.
Ponter se detuvo.
—Yo… lo siento, presidenta. No pretendía…
—Creo que está muy claro lo que pretendía —dijo Pandaro—. Pero nuestra función es ser cautos. Tenemos sobre nuestros hombros el bienestar del mundo entero.
—Lo sé —dijo Ponter, tratando de mantener la calma—. ¡Lo sé, pero hay tanto en juego! No podemos esperar interminables meses. Tenemos que actuar ahora. Ustedes tienen que actuar ahora.
Ponter notó que la mano de Adikor se posaba amablemente sobre su antebrazo.
—Ponter… —dijo en voz baja.
Pero Ponter se zafó.
—Nosotros no hemos llegado a la Luna. Probablemente no llegaremos nunca a Marte tampoco, ni a las estrellas. Esta Tierra paralela es el único mundo al que nuestro pueblo tendrá acceso jamás. ¡No podemos dejar escapar la oportunidad!
Aunque fuese apócrifa, Mary Vaughan había oído la historia tan a menudo que sospechaba que probablemente era cierta. Decían que cuando Toronto decidió construir una segunda universidad, en los anos sesenta, se compraron los planos del campus a una lejana universidad del sur de Estados Unidos. Parecía una buena idea, pero nadie tuvo en cuenta las diferencias climatológicas.
Eso solía crear problemas, al menos en invierno. En el campus había originalmente mucho espacio entre los edificios, que se había ido llenando a lo largo de los años con nuevas construcciones. Ahora estaba abarrotado: repleto de cristal y acero, ladrillo y hormigón.
De todas formas, había cosas del campus que le gustaban a Mary. Lo más notable era el nombre de la Facultad de Empresariales, junto a la que pasaba ahora: The Schulich School of Business. Y, sí, Schulich se pronunciaba como «lamer los zapatos».
Todavía faltaba una semana para que comenzaran las clases, y el campus estaba casi desierto. Aunque era pleno día, Mary todavía sentía aprensión mientras caminaba, al doblar las esquinas, al caminar junto a los muros, al internarse en los pasillos.
Aquí había sucedido, después de todo. Fue aquí donde la violaron.
Como la mayoría de las universidades norteamericanas, en York ya había más alumnas que alumnos. A pesar de todo, de los más de cuarenta mil estudiantes, unos veinte mil varones podrían haber sido responsables… suponiendo que el animal fuera un estudiante de York.
Pero no, no, eso no estaba bien. York estaba en Toronto, y es difícil encontrar una ciudad más cosmopolita. La había violado un hombre blanco con los ojos azules. Un porcentaje elevado de la población de York no encajaba con esa descripción.
Y era fumador: Mary recordaba vivamente el hedor a tabaco de su aliento. Aunque le dolía cada vez que veía a un estudiante encender un cigarrillo (estos muchachos, después de todo, habían nacido en los años ochenta, dos décadas después de que las autoridades sanitarias anunciaran que fumar era mortal), lo cierto era que una minoría de mujeres, e incluso menos hombres, fumaba.
Así que la persona que la había atacado no era cualquiera: era parte de un subconjunto de un subconjunto de un subconjunto: varones, de ojos azules y piel blanca, fumadores.
Si Mary daba con él algún día, podría demostrar su culpabilidad. No había muchas ocasiones en que ser especialista en genética tuviera aplicaciones prácticas en la vida privada, pero había sido providencial aquella horrible noche. Mary sabía cómo conservar muestras del semen del hombre, que contenían ADN susceptible de identificarlo de manera concluyente.
Mary continuó atravesando el campus. No había multitudes entre las que abrirse paso todavía. Pero lo cierto es que se hubiese sentido más segura de ser así. Después de todo, la violación había sido durante las vacaciones de verano, cuando había menos gente. Las multitudes significaban seguridad, ya fuera en la sabana africana o allí, en Toronto.
Y ahora, mientras continuaba su camino, Mary advirtió que un hombre se le acercaba. Se le aceleró el pulso pero prosiguió su camino: no podía pasarse el resto de la vida desviándose cada vez que se le acercara un hombre. Sin embargo…
Sin embargo, era un hombre blanco, eso estaba claro.
Su pelo tendía a rubio. No había visto el pelo de su atacante: llevaba pasamontañas. Pero los ojos azules a menudo iban emparejados con el pelo claro.
Mary cerró los ojos un segundo, apartando el brillante sol, alejándose del mundo. Tal vez debería haber seguido a Ponter a través del portal hasta el universo Neanderthal. Desde luego esa idea se le había pasado por la cabeza mientras corría por el campus de la Laurentian en busca de Ponter, para que llegara al fondo de la mina Creighton antes de que el portal que conducía a su realidad se cerrara de nuevo. Después de todo, allí, al menos, hubiera sabido con seguridad que su atacante no estaba cerca.
El hombre que se le acercaba ya estaba a menos de una docena de metros de distancia. Era joven (probablemente un estudiante de verano), y llevaba pantalones vaqueros y una camiseta y gafas de sol. Era un luminoso día de verano: la propia Mary llevaba sus Foster Grants. No había manera de distinguir de qué color eran sus ojos, aunque no podían ser del color dorado de los de Ponter… ella nunca había visto a ningún humano con unos ojos así.
Mary se sentó cuando el hombre se acercó más, y más aún.
Aunque no hubiera llevado gafas de sol, Mary no habría sabido de qué color tenía los ojos: cuando el hombre pasó por su lado, agachó la cabeza incapaz de mirarlo.
Maldita sea —pensó—. Maldita sea.