Era la última tarde de Mary Vaughan en Sudbury, y estaba experimentando sentimientos claramente encontrados.
No tenía ninguna duda de que marcharse de Taranta le había hecho bien. Después de lo sucedido allí («Dios mío —pensó—, ¿fue sólo hace dos semanas?»), salir de la ciudad, escapar de todas las cosas que le habrían recordado aquella horrible noche fue el mejor curso de acción. Y aunque había terminado con una nota melancólica, no habría cambiado por nada del mundo el tiempo pasado con Ponter Boddit.
Había algo surrealista en sus recuerdos; ¡era todo tan fantástico! y sin embargo había incontables fotografías y vídeos, e incluso algunas radiografías, que demostraban que había sucedido de verdad. Un neanderthal moderno de una versión paralela de la Tierra había llegado de algún modo a este universo. Ahora que se había marchado, la propia Mary apenas se lo creía.
Pero había sucedido. Ponter había estado allí de verdad, y ella de hecho había… ¿Estaba exagerando? ¿Exagerándolo mentalmente? No. Eso era lo que había ocurrido.
Había llegado a querer a Ponter, tal vez incluso a enamorarse de él. Si al menos se hubiera sentido entera, completa, inviolada, sin traumas, tal vez las cosas hubiesen sido diferentes. Oh, se hubiese enamorado igualmente del grandullón (de eso estaba segura), pero cuando él le tendió la mano y tocó la suya aquella noche que contemplaban las estrellas, ella no se habría quedado petrificada.
Era demasiado pronto, le dijo al día siguiente. Hacía demasiado poco que…
Odiaba la palabra; odiaba pensarla, decirla.
Hacía demasiado poco de la violación.
Y al día siguiente tenía que regresar a casa, de vuelta al lugar donde había sucedido, de vuelta al campus de la Universidad de York en Taranta y a su antigua vida como profesora de genética.
Su antigua vida de soledad.
Echaría de menos muchas cosas de Sudbury. Echaría de menos la ausencia de atascos de tráfico. Echaría de menos a los amigos que había hecho, incluido a Reuben Montego y, sí, incluso a Louise Benoit. Echaría de menos la atmósfera relajada de la diminuta Universidad Laurentian, donde había realizado los estudios de ADN mitocondrial que habían demostrado que Ponter Boddit era en efecto un neanderthal.
Pero, sobre todo, advirtió, mientras contemplaba desde el borde de la carretera el claro cielo nocturno, echaría de menos esto. Echaría de menos ver las estrellas con tal profusión que resultaba imposible contarlas. Echaría de menos ver la galaxia de Andrómeda, que Ponter había identificado para ella. Echaría de menos ver la Vía Láctea extendiéndose por el cielo.
Y… ¡Sí! ¡Sí!
Echaría de menos especialmente la aurora boreal, fluctuando y agitándose en el cielo del norte, hojas de luz verde pálido, cortinas espectrales.
Mary esperaba poder ver de nuevo la aurora aquella noche. Volvía de casa de Reuben Montego, en Lively (¡ja!), donde había celebrado una última barbacoa con él y Louise, y había aparcado a un lado de la carretera únicamente para contemplar el cielo nocturno.
Los cielos cooperaban. La aurora era sobrecogedora. Siempre asociaría las luces del norte con Ponter. La otra única ocasión en que las había visto, él la acompañaba. Sintió una extraña sensación en el pecho, de expansión mezclada con asombro, de contracción asociada a la tristeza.
Las luces eran preciosas. Él se había ido.
Un frío brillo verde bañaba el paisaje mientras la aurora continuaba fluctuando y bailando; los álamos y abedules se recortaban contra el espectáculo, sus ramas agitándose levemente con la suave brisa de agosto.
Ponter había dicho que veía a menudo la aurora. En parte eso era debido a que su pueblo, adaptado al frío, prefería latitudes 1N:1S septentrionales que los humanos de este mundo.
En parte, también, debido a que el fenomenal sentido del olfato de los neanderthales y sus siempre vigilantes implantes Acompañantes hacían que fuese seguro estar al raso incluso en la oscuridad; Saldak, la ciudad natal de Ponter, localizada en su mundo en el mismo lugar que Sudbury en éste, no iluminaba sus calles de noche.
Y en parte porque los neanderthales usaban energía solar limpia para cubrir la mayoría de sus necesidades energéticas, lo que hacía que sus cielos estuviesen mucho menos contaminados que éstos.
Mary había llegado a sus treinta y cinco años actuales sin haber visto la aurora, y no esperaba tener ningún motivo para regresar a Ontario Norte, así que esta noche, lo sabía, bien podría ser la última que viera las ondulantes luces del norte.
Se regodeó en la visión.
Algunas cosas eran iguales en ambas versiones de la Tierra, según había dicho Ponter: los detalles generales de la geografía, la mayoría de las especies de plantas y animales (aunque los neanderthales nunca se habían dedicado a matar en exceso, y todavía tenían mamuts y dinornis en su mundo); las características generales del clima. Pero Mary era científica: comprendía la teoría del caos, cómo el aletea de una mariposa bastaba para influir en los sistemas climáticos a medio mundo de distancia. Sin duda, el que hubiera un cielo despejado aquí, en esta Tierra, no significaba que se cumpliera lo mismo en el mundo de Ponter.
Pero si el clima coincidía, tal vez Ponter estuviera contemplando también el cielo nocturno ahora.
Y tal vez estuviera pensando en Mary.
Ponter estaría, naturalmente, viendo exactamente las mismas constelaciones, aunque les dieran nombres distintos: nada terrestre podría haber perturbado las lejanas estrellas. Pero ¿sería igual la aurora? ¿Tenían las mariposas o las personas algún efecto sobre la coreografía de las luces del norte? Tal vez Ponter y ella estaban mirando el mismo espectáculo exacto: una cortina de luz que se agitaba adelante y atrás, las siete brillantes estrellas de la Osa Mayor o, como él la llamaba, La Cabeza del Mamut) extendiéndose en las alturas.
El podría incluso estar viendo el mismo titilar a la derecha, el mismo titilar ala izquierda, el mismo… Jesús.
Mary se quedó boquiabierta.
La cortina boreal se estaba partiendo por la mitad, como un papel de seda color aguamarina rasgado por una mano invisible. La fisura se hizo mas larga, más ancha, comenzando desde lo alto y avanzando hacia el horizonte. Mary no había visto nada parecido la primera noche que contempló las luces del norte.
La cortina finalmente se separó en dos mitades, abriéndose como el mar Rojo ante Moisés. Unas cuantas… parecían chispas, pero ¿lo eran? Unas cuantas chispas saltaron entre ambas mitades, sorteando la abertura. Y entonces la mitad de la derecha pareció enrollarse desde abajo, como una persiana que sube, y, al hacerlo, cambió de colores, ahora verde, ahora azul, ahora violeta, ahora naranja, ahora turquesa.
Luego, en un destello (un estallido espectral de luz), esa parte de la aurora desapareció.
La capa de luz restante giraba como si estuviera siendo absorbida por un desagüe en el firmamento. A medida que giraba, más y más rápidamente, desprendía brotes de frío fuego verde, una rueda de fuegos artificiales contra la noche.
Mary lo contempló todo, transfigurada. Aunque ésta fuera solamente la segunda vez que observaba la aurora, había visto incontables imágenes de las luces del norte en libros y revistas. Sabía que aquellas imágenes fijas no hacían justicia al espectáculo; había leído cómo la aurora ondulaba y se agitaba.
Pero nada la había preparado para esto.
El vórtice continuó contrayéndose, haciéndose más brillante, hasta que por fin, con (¿lo había oído de verdad?) lo que sonó como un pop, desapareció.
Mary retrocedió tambaleándose, y chocó contra el frío metal de su Dodge Neon alquilado. De repente fue consciente de que los bosques que la rodeaban, insectos y ranas, búhos y murciélagos, habían guardado silencio, como si todos los seres vivos miraran asombrados al cielo.
El corazón de Mary redoblaba, y un pensamiento se repetía en su cabeza mientras volvía a la seguridad del coche: «Me pregunto si se supone que debe hacer eso…»