—Dispersit —dijo Dietrich—. Dedit pauperibus; justitia ejus manet in saeculum saeculi: cornu ejus exaltabitur in Gloria.
Joachim le respondió:
—Beatus vir, qui timet Dominum; in mandates ejus cupit nimis.
—Gloria Patri et Filio et Spintui Sancti.
—Amén —dijeron ambos al unísono, sin otro eco por parte de la congregación que el de Theresia Gresch, arrodillada sobre las piedras de la nave a la luz de las velas. Pero Theresia era una presencia tan constante en la iglesia como las estatuas de las hornacinas.
Sólo había dos tipos de mujeres tan fervorosas en su devoción: las locas y las santas, aunque no eran dos especies muy alejadas entre sí. Hay que estar un poco loco para ser santo, al menos tal como entiende el mundo la locura.
Theresia tenía el rostro suave y redondo de una doncella, aunque Dietrich la conocía desde hacía veinte años. Que él supiera, nunca había estado con un hombre, y en efecto hablaba con sencillez e inocencia. En ocasiones, Dietrich sentía celos, pues el Señor había abierto las puertas del cielo a aquellos que eran como niños pequeños.
—«… de la opresión de la llama que me rodeaba —leyó Joachim del Libro de la Sabiduría— y en medio del fuego no me quemé…»
Dietrich dio gracias en silencio por haber sido salvados del fuego tres días antes. Sólo Rudolf Pforzheimer había muerto. Su anciano corazón se había parado cuando la esencia elektronik estaba en su apogeo.
Dietrich trasladó el libro al otro lado del altar y leyó el Evangelio de Mateo, concluyendo:
—«Si alguien quiere venir conmigo, que coja lo que tiene y se lo dé a los pobres.»
—Amén —exclamó Joachim.
—Na, Theresia —dijo Dietrich mientras cerraba el libro y ella se sentaba sobre sus talones para escucharlo con sonrisa carente de toda culpa—. Sólo unas cuantas fiestas tienen vigilia nocturna. ¿Por qué está la de San Lorenzo entre ellas?
Theresia sacudió la cabeza, lo cual significaba que se acordaba, pero prefería que Dietrich se lo dijera.
—Hace unos cuantos días, recordamos al papa Sixto II, que fue asesinado por los romanos mientras cantaba misa en las catacumbas. Sixto tenía siete diáconos. Cuatro murieron con él en la misa y a otros dos que fueron perseguidos los mataron el mismo día. Por eso decimos «Sixto y sus compañeros». Lorenzo fue el último de los diáconos y eludió la captura durante varios días. Sixto le había entregado las posesiones de la Iglesia para que las guardara…, incluyendo, dicen, la copa de la que bebió Nuestro Señor en la Última Cena y que los papas habían usado hasta entonces para decir misa. Lorenzo las distribuyó entre los pobres. Cuando los romanos lo encontraron y le ordenaron que entregara las riquezas de la Iglesia, Lorenzo los llevó a los suburbios de la ciudad y les mostró a los pobres, señalando…
—¡Ahí están las riquezas de la Iglesia! —exclamó Theresia, y dio una palmada—. ¡Oh, me encanta esa historia!
—Ojalá les gustara tanto a más papas y obispos —murmuró Joachim. Entonces, al escucharse a sí mismo, continuó con más fuerza—: ¡Recuerda lo que escribió Mateo del camello y el ojo de la aguja! Algún día, oh, mujer, puede que los artesanos creen una aguja singularmente grande. En algún lugar de la lejana Arabia tal vez viva un camello diminuto. Sin embargo, el significado implícito de las palabras del Maestro es el siguiente: los ricos y los obispos, aquellos que comen en mesas repletas, que sientan sus posaderas en cojines de seda, no son nuestros guías morales. ¡Mira al sencillo carpintero! Y mira a Lorenzo, que sabía dónde estaba el auténtico tesoro: donde el ladrón no puede robar ni los ratones consumir. ¡Benditos sean los pobres! ¡Benditos sean los pobres!
Exaltaciones como ésa habían hecho que se recelara mucho de la orden de Joachim. Los conventuales habían repudiado a sus hermanos por ello, pero los espirituales no se mordían la lengua. Algunos habían muerto en la hoguera, otros habían huido en busca de la protección del kaiser. Cuánto mejor era, pensaba Dietrich, pasar completamente inadvertido. Alzó los ojos al cielo y algo pareció moverse entre las sombras producidas por las velas en las vigas y travesaños del techo de la iglesia. Un pájaro, tal vez.
—Pero la pobreza no es suficiente mérito —le advirtió Dietrich a Theresia—. Muchos Gärtners en sus chozas aman más las riquezas que un señor generoso de mano abierta. El bien y el mal están en todas partes. —Antes de que Joachim pudiera discutir el argumento, añadió—: Ja, el rico tiene más problemas para encontrar a Cristo porque el brillo del oro deslumbra sus ojos; pero nunca olvides que el pecado está en el hombre, no en el oro.
Regresó al altar para terminar la misa y Joachim tomó el pan y el vino de la credencia y lo siguió. Theresia le entregó una cesta de hierbas y raíces que había recogido y Joachim la llevó también al altar. Luego, como sólo había recibido órdenes menores, el franciscano minorita se hizo a un lado. Dietrich abrió los brazos y recitó una oración para la ofrenda.
—Oratio mea…
Theresia lo aceptó todo con la simpleza con que lo aceptaba todo en la vida. Era una buena mujer, pensó Dietrich. Nunca sería colocada en el calendario de los santos, nunca sería recordada por los siglos de los siglos como Lorenzo y Sixto: sin embargo, poseía su misma generosidad de espíritu. Cristo vivía en ella porque ella vivía en Cristo. Sin poder evitarlo, la comparó con la casquivana Hildegarde Müller.
Los concilios habían propuesto que el sacerdote diera la espalda a su rebaño y no los viera desde el altar como se había hecho desde tiempos inmemoriales. El argumento era que pastor y grey debían mirar juntos a Dios, el oficiante delante de todos como el comandante de un ejército conduce a sus lanceros a la batalla. Algunas de las grandes catedrales habían invertido ya sus altares, y Dietrich esperaba que la práctica pronto se hiciera universal. Sin embargo, qué triste sería no poder contemplar a las Theresias del mundo.
Después de la vigilia, mientras regresaban a la rectoría, Joachim le dijo a Dietrich:
—Ha sido hermoso eso que habéis dicho. No me lo esperaba.
Dietrich había estado observando a Theresia marcharse con su cesta de hierbas, ahora bendecidas y por tanto aptas para preparar pócimas y ungüentos.
—¿Qué he dicho? —No esperaba recibir alabanzas por parte de Joachim y el cumplido de la primera observación le satisfacía más que la crítica implícita de la puya subsiguiente.
—Cuando dijisteis que el rico no puede encontrar a Cristo porque el oro deslumbra sus ojos, me ha gustado. Me gustaría repetirlo.
—He dicho que le costaba más encontrarlo. Nunca es fácil para nadie. Y no olvides el resplandor. El oro en sí es una cosa útil. Es el resplandor la ilusión cegadora.
—Podríais haber sido franciscano.
—¿Y arder con todos vosotros? Soy un cura sencillo de la diócesis. Gracias, pero me quedaré al margen. Los kaisers y los papas son como las piedras del molino de Klaus. Entre ellas, mal sitio para situarse.
—Nunca he leído que Cristo predicara el lujo y la riqueza.
Dietrich alzó la antorcha para ver mejor a su compañero.
—¡Tampoco he oído yo que dirigiera bandas de campesinos armados para saquear un feudo!
Tanta vehemencia hizo que Joachim se encogiera.
—¡No! —dijo el minorita—. No predicamos eso. El ejemplo de Francisco es…
—¿Dónde estabais cuando el movimiento campesino de los Armleder fue por toda Rhineland colgando a los ricos y quemando sus casas?
Joachim se lo quedó mirando.
—¿Los Armleder? Yo era un niño y vivía en casa de mi padre. Los Armleder nunca llegaron hasta allí.
—Agradece que no lo hicieran.
Una extraña expresión se dibujó en los rasgos del monje. Miedo, pero también algo más. Luego el rostro se cerró una vez más.
—Es inútil discutir lo que podría haber sido.
Dietrich gruñó, cansado de pronto de pinchar al joven, quien seguramente tenía ocho o nueve años cuando las turbas habían campado a sus anchas por la región.
—Cuida de no dar rienda suelta a pasiones como la envidia —dijo.
Joachim se apartó de él, pero se volvió después de unos cuantos pasos.
—De todas formas, ha sido una buena frase.
Se marchó, y Dietrich agradeció que el joven no le hubiera hecho la misma pregunta. «¿Dónde estabas, Dietrich, cuando pasaron los Armleder?»
Un movimiento a su derecha le llamó la atención, pero deslumbrado por la antorcha no pudo distinguir más que una sombra que saltó de detrás de la iglesia. Dietrich corrió hasta la cima de la colina y alzó la antorcha para iluminar la pedregosa cuesta del otro lado, pero sólo vio agitarse unos matorrales y una piedra cayendo colina abajo.
Otro movimiento, éste detrás de él. Se dio media vuelta y atisbo unos grandes ojos brillantes. Luego le arrebataron la antorcha de las manos y cayó al suelo. Soltó un grito mientras el segundo intruso huía dejando un rastro de ramas rotas y hojas agitadas.
En unos instantes, Joachim y Theresia acudieron a su lado. Dietrich aseguró a sus rescatadores que estaba ileso, pero de todas formas Theresia exploró su cráneo y sus brazos buscando heridas. Cuando sus dedos le tocaron la nuca, dio un respingo.
—¡Ay!
—Tendréis un chichón aquí por la mañana —le dijo Theresia—, pero el hueso no está roto.
Joachim había recuperado la antorcha y la alzó para que Theresia pudiera ver lo que estaba haciendo.
—¿También eres cirujana? —preguntó.
—Mi padre me enseñó las hierbas y medicinas, y a arreglar huesos tal como decían sus libros —le dijo Theresia—. Poneos algo frío, padre —le recomendó a Dietrich—. Si os duele la cabeza, tomad un poco de raíz de peonía con aceite de rosas. Haré una mezcla esta noche y os la traeré.
Cuando se marchó, Joachim dijo:
—Os ha llamado «padre».
—Muchos lo hacen —respondió Dietrich secamente.
—Me pareció que quería decir… algo más.
—¿Ah, sí? Bueno, fue mi pupila, por si quieres saberlo. La traje aquí cuando tenía diez años.
—Ah. ¿Entonces sois su tío? ¿Qué les ocurrió a sus padres?
Dietrich recuperó la antorcha.
—Los Armleder los mataron. Quemaron la casa con todos dentro. Sólo Theresia escapó. Le enseñé lo que había aprendido de medicina en París y, cuando cumplió los doce años y se hizo mujer, Herr Manfred le concedió el derecho de practicarla en sus tierras.
—Siempre había pensado…
—¿Qué?
—Siempre había pensado que tenían una causa justa. Los Armleder, quiero decir, contra los ricos.
Dietrich contempló las llamas de la antorcha.
—Sí que la tenían; pero summum ius, iniuria summa.
Un lunes, Dietrich y Max partieron hacia el Bosque Grande para buscar a Josef el carbonero y su aprendiz, a quienes no habían visto desde los incendios del Día de Sixto. Hacía calor y Dietrich ya estaba empapado de sudor antes de que hubieran recorrido la mitad de la distancia. Una fina bruma mitigaba la intensidad del sol, pero era un pobre alivio. En los campos de primavera, donde el ejército recolector trabajaba en las tierras del señor, Oliver Becker descansaba a la sombra de un grueso roble, ajeno a las miradas de sus compañeros.
—El muy descarado —dijo Max cuando Dietrich lo señaló—. Se deja el pelo largo como si fuera un joven señor. Se pasa todo el día sentado viendo a todos los demás trabajar porque puede pagar la multa. En Suiza, todo el mundo trabaja.
—Debe de ser un país maravilloso, entonces, Suiza.
Max le dirigió una mirada recelosa.
—Lo es. No tenemos «mein Herrs». Cuando hay que resolver un asunto, reunimos a todos los guerreros y lo resolvemos a mano alzada, sin que hagan falta señores.
—Creía que las tierras suizas eran feudos de Habsburg.
Schweitzer manoteó.
—Supongo que el duque Albrecht lo piensa también: pero la gente de las montañas tenemos una idea distinta… Parecéis pensativo, pastor. ¿Qué ocurre?
—Temo que las manos de todos esos vecinos, alzadas juntas, puedan imponer un día una tiranía mayor que la mano de un solo señor. Con un señor, al menos sabes a quién pedir cuentas, pero cuando una turba alza muchas manos, ¿de quién es la culpa?
Max hizo una mueca.
—¿Pedir cuentas a un señor?
—Hace cuatro años, la aldea presentó un pleito contra el administrador de Manfred cuando éste cerró el prado común.
—Bueno, Everard…
—El señor debe salvar su honor. Es una artimaña legal, pero resulta útil. Como esa daga tuya. Un palmo más larga y sería una espada, lo cual estaría por encima de tu rango.
—A los suizos nos gusta —respondió Max, posando una mano en el pomo y sonriendo.
—Lo que quiero decir es que Manfred pudo entonces castigar a su administrador por hacer lo que le había dicho que hiciera, y todo el mundo fingió creerlo.
Max hizo un gesto cortante.
—Moorgarten consiguió un veredicto más contundente. Trajimos al duque de Habsburg a rendir cuentas.
Dietrich lo miró.
—Todo lo que sea demasiado contundente acaba con los campesinos colgando de un árbol. Es una fruta que preferiría no ver cosechada otra vez.
—En Suiza, los campesinos ganaron.
—Y sin embargo estás aquí, sirviendo al señor de Hochwald, quien sirve al conde de Baden y al duque de Habsburg.
A esto Max no contestó nada.
Cruzaron el puente sobre el arroyo y siguieron el camino hacia el valle del Oso. A la izquierda quedaron los campos en barbecho y a la derecha los de otoño. El terreno era cada vez más escarpado e iba acercándose al camino de tierra, de modo que éste parecía más una trinchera que un sendero. Setos y matorrales para impedir que las vacas y ovejas se internaran en los sembrados proporcionaban un poco de sombra a los caminantes… y parecían auténticos árboles a causa de la altura del terreno donde brotaban. El camino, enfangado en ese trecho a causa de un arroyuelo, serpenteaba primero hacia un lado, luego hacia el otro según dictaba la pendiente. Dietrich se había preguntado muchas veces qué tipo de lugar podía ser el valle del Oso para que los viajeros no parecieran dispuestos a ir allí directamente.
Cerca de los pastos comunes, el camino abandonaba su aspecto subterráneo y remontaba la cima de una colina, una leve hinchazón del terreno que marcaba el primer pico hacia el Katerinaberg. El sol estaba allí más implacablemente presente, pues incluso la leve sombra de los setos había desaparecido. Alguien había abierto la puerta entre los campos comunes y los de otoño para que las vacas de la aldea pudieran pastar y depositar sus excrementos para la siembra de otoño.
Desde la elevación del prado, amarillo de flores de amor del hortelano, divisaron la mansión de Heinrich Altenbach, en el camino del Salto del Ciervo. Altenbach había dejado la mansión hacía varios años para desecar los páramos. Como eran territorio yermo, los páramos no habían sido reclamados como propiedad de ningún señor, y Altenbach había construido en ellos una casa para no tener que caminar cada día hasta sus campos.
—Supongo que todos los hombres preferirían vivir en sus propias tierras —sugirió Max cuando Dietrich indicó la granja—. Si poseyera su propio arado y sus bestias, y no tuviera ningún deseo de compartirlos con su vecino. Pero está muy lejos del castillo si un ejército pasa por aquí, y esos vecinos tal vez no le abrieran la puerta.
Al otro lado del prado, el bosque se oscurecía lentamente. Finas columnas de humo blanco se retorcían entre los pinos, robles y abedules. Dietrich y Max se detuvieron bajo un roble solitario para beber de sus odres de agua. Dietrich llevaba algunas nueces en el zurrón, que compartió con el sargento. Éste, por su parte, estudió las columnas de humo con mucha atención mientras sopesaba las nueces en su mano como si fueran un par de dados.
—Es fácil perderse ahí—comentó Dietrich.
—No hay que dejar el sendero —contestó Max, medio distraído—. No debe uno internarse en la maleza.
Cascó la nuez y se metió el fruto en la boca.
El bosque era más frío que el campo abierto. La luz del sol penetraba solamente aquí y allá, llegando a los matorrales y las florecitas que crecían bajo las copas. Unos cuantos pasos y Dietrich se sintió engullido. Los sonidos de la cosecha se alejaron, luego se apagaron hasta cesar por completo de enfrentarse al silencio. Max y él pasaron entre los robles, abedules y abetos negros pisando la alfombra crujiente de hojas del año anterior. Dietrich no tardó en desorientarse por completo y procuró no apartarse del sargento.
El aire apestaba a humo rancio y cenizas y, superponiéndose a todo, imperaba un penetrante olor a sal y orina y azufre mezclados. Pronto llegaron a un terreno quemado. Allí, las ascuas brillaban dentro de los troncos hendidos, esperando un soplo de aire para estallar de nuevo en llamas. En los matorrales había atrapados cuerpos calcinados de animales pequeños.
—La carbonera de Holzbrenner está más allá, creo —dijo Dietrich—. Por ahí. —Max no dijo nada. Intentaba mirar a todas partes a la vez—. El carbonero es un hombre solitario —continuó Dietrich—. No le habría ido mal la vida contemplativa. —Pero Max no escuchaba—. Sólo fue un rayo —dijo Dietrich, y el sargento dio un respingo y se volvió por fin a mirarlo.
—¿Cómo sabíais…?
—Pensabas en voz alta. No te habría pedido que me acompañaras, pero nadie ha visto a Josef desde el incendio y Lorenz teme por él y su aprendiz.
Max gruñó.
—El herrero teme quedarse sin carbón. Klaus me ha dicho que ese Josef sólo va a la aldea cuando tiene carbón que vender o impuestos que pagar al señor, y entonces casi siempre envía al muchacho. El viento sobrenatural derribó su horno y prendió fuego al bosque, y ha estado cavando uno nuevo. Por eso no hemos visto su humo.
—El viento no fue sobrenatural —insistió Dietrich, pero sin demasiada convicción.
La desolación fue aumentando a medida que avanzaban. Vieron árboles caídos, desenraizados, tumbados, apoyados unos sobre otros. La luz del sol asomaba entre las copas.
—Un gigante ha jugado a los bolos —dijo Dietrich.
—He visto una destrucción como ésta.
—¿Como ésta? ¿Dónde?
Max sacudió la cabeza.
—Pero no tan grande. Mirad cómo los árboles yacen en direcciones opuestas, como si todos hubieran caído hacia afuera desde un mismo centro.
Dietrich lo miró con interés.
—¿Por qué?
—En el asedio de Cividale en Friuli, hace casi… Oh, casi veinte años ya, creo. Cristo, sí que era joven y estúpido para haberme escapado de esa forma. ¿Ayudar a los austríacos contra los venecianos? ¿Qué tenía que ver esa disputa conmigo? Dos de los caballeros alemanes trajeron un pot-de-fer con pólvora negra. Bueno, nos ayudó a tomar la ciudad, pero uno de los barriles estalló mientras mezclaban la pólvora… Siempre hacen la mezcla en el campo y comprendo por qué. Hubo un estallido como un trueno y el viento hizo caer a hombres y equipo por todas partes. —Miró de nuevo los árboles caídos—. Como éstos.
—¿De qué tamaño debe ser un barril de pólvora negra para producir tanto daño? —preguntó Dietrich.
Max no respondió. Un sonido vibrante, como el canto de las cigarras, llenó el aire: aunque no era tiempo de chicharras. Dietrich contempló los árboles caídos y pensó: «El impulso vino de esta dirección.»
Finalmente, el sargento resopló.
—Bueno, pues. Por aquí.
Se volvió para seguir el camino que conducía a la carbonera.
El claro era un pozo poco profundo de cincuenta pasos de diámetro cubierto con una capa de ceniza y tierra batida. En el centro aplanado se encontraba el horno en sí: un montículo de tierra y hierba de cinco largos pasos de diámetro. Pero el sello de tierra se había abierto por un lado, revelando la madera de su interior y permitiendo que el viento avivara el fuego. Las chispas se habían dispersado hacia el bosque, iniciando los incendios cuyos restos acababan de encontrar.
El Día de Sixto, el viento había hecho sonar las campanas de la iglesia al otro lado del valle. Allí tenía que haber soplado con cien veces más fuerza…, sacudiendo los árboles que rodeaban el claro, arrasando los cortavientos que regulaban la entrada de aire en el horno, arrancando la tierra y creando un canal a través del bosque como un río en una riada. Sólo los árboles más fuertes permanecieron firmes, y muchos se doblaron y quebraron.
Dietrich rodeó el horno destrozado. Un abanico de troncos quemados y paja marcaba el lugar donde antes se encontraba la casa del carbonero. Al fondo, contra los árboles caídos al otro lado del claro, Dietrich encontró a Josef y su aprendiz.
Sus torsos calcinados carecían de brazos y piernas y, en el caso del muchacho, de cabeza. Dietrich rebuscó en su memoria el nombre del chico, pero no logró recordarlo. Ambos cuerpos habían sido zarandeados y se habían roto, como si hubieran caído de una gran altura, y estaban cubiertos de astillas de madera. Sin embargo ¿qué viento podía ser tan fuerte? Más allá, vio una pierna ensartada en una rama de abedul. No siguió buscando, sino que dio la espalda al terrible espectáculo.
—Están muertos, ¿verdad? —preguntó Max desde el otro lado del horno.
Dietrich asintió y rezó con la cabeza gacha una breve plegaria de corazón. Cuando se persignó, Max hizo lo mismo.
—Necesitaremos un caballo para transportar los cuerpos —dijo el sargento—. Mientras tanto, el horno servirá de cripta.
Sólo hicieron falta unos minutos, en el transcurso de los cuales Dietrich encontró la cabeza del muchacho. El pelo se había quemado por completo y los ojos se habían derretido, y Dietrich lloró sobre los restos calcinados de la belleza del joven. Anton. Recordó entonces el nombre. Un muchacho simpático, de ojos prometedores. Josef lo amaba con toda el alma, como al hijo que su vida solitaria nunca le había concedido.
Cuando terminaron, colocaron hierba suelta en la abertura para protegerla lo más posible contra los animales.
Schweitzer dio un respingo y un paso hacia los bosques humeantes que tenía detrás. El crujido de unas ramas se perdió velozmente en la distancia.
—Nos vigilan —dijo.
—No parecían pasos —comentó Dietrich—. Parecía más bien un ciervo, o un conejo.
El sargento negó con la cabeza.
—Un soldado sabe cuándo lo vigilan.
—Entonces, sean quienes sean, son tímidos.
—No lo creo —respondió Max sin darse la vuelta—. Creo que son centinelas. Corren para llevar la noticia o para que no los veamos. Es lo que yo haría.
—¿Caballeros proscritos?
—Lo dudo. —Acarició el pomo de su daga—. En Francia hay trabajo de sobra. No tienen por qué vivir como ladrones en un sitio como éste. —Pasados unos segundos, añadió—: De todas formas, se han ido. El señor volverá mañana. Veremos cuáles son sus deseos.