Durante el verano, Sharon y Tom realizaban su labor de investigación desde casa. Hoy en día es bastante fácil, porque el mundo se encuentra literalmente al alcance de la yema de nuestros dedos; pero también puede ser una trampa, pues lo que necesitamos puede que se encuentre más allá del alcance de la mano. Ahí está Tom, encorvado sobre el ordenador, junto a la ventana, siguiendo vagas referencias en la red. Está de espaldas a la habitación, es decir, a Sharon, que tendida en el sofá al otro lado de la misma, con el cuaderno abierto, rodeada de bolas de papel y tazas de infusión a medio terminar, piensa en lo que sea que piensan los físicos teóricos. Mira hacia Tom, pero contempla alguna visión interna, así que en cierto modo también ella está de espaldas. Sharon utiliza ordenador, pero es orgánico y lo tiene entre las orejas. Puede que no esté conectado por medio de ninguna red con el mundo exterior, pero Sharon Nagy crea sus propios mundos, extraños e inaccesibles, uno de los cuales se encuentra en el confín mismo de la cosmología.
No es hermoso ese mundo suyo. Las líneas geodésicas son combadas y retorcidas. El espacio y el tiempo divergen formando espirales en curiosos vórtices fractales, en direcciones para las cuales no existe nombre alguno. Las dimensiones son resbaladizas como el mercurio… Vistas de lado, desaparecerían.
Y sin embargo…
Y sin embargo, ella sentía una pauta oculta bajo el caos y la acechaba como un gato: con pasos sigilosos, nunca de frente. Tal vez sólo le faltaba la manera acertada de verlo para encontrarlo bello. Pensemos en Cuasimodo, o en la Bestia de la Bella.
—¡Maldición!
Una voz ajena se coló en su mundo. Oyó a Tom golpear el monitor de su PC y cerró los ojos, tratando de no escuchar. Casi podía verlo con claridad. Las ecuaciones apuntaban a múltiples grupos de rotación conectados por una meta-álgebra. Pero…
—¡Durák! ¿Bünözö! ¡Jáki!
… pero el mundo se quebró en un caleidoscopio y, durante un momento, se sintió abrumada por una sensación de pérdida infinita. Lanzó el bolígrafo contra la mesita, donde chocó contra las tazas de porcelana. Evidentemente, Dios no quería que resolviera todavía la geometría del espacio Janatpour. Miró a Tom, que murmuraba sobre el teclado.
Hay una cosa cierta acerca de Sharon Nagy, un detalle casi inadvertido: usa bolígrafo y no lápiz. Lo que anuncia una cierta arrogancia.
—Muy bien —exigió saber—. ¿Qué pasa? Llevas todo el día maldiciendo en lenguas raras. Algo te molesta y yo no puedo trabajar: eso me molesta.
Tom giró en su silla y se volvió para mirarla.
—¡CLIO no quiere darme la respuesta correcta!
Ella hizo una mueca.
—Bueno, pues espero que pudieras arrancársela con esos golpes.
Él abrió la boca y la cerró de nuevo y tuvo el detalle de parecer cortado, porque también hay algo cierto acerca de él. Si existen dos tipos de personas en el mundo, Tom Schwoerin es del otro tipo. Pocos pensamientos suyos no llegaban a su boca. Era un hombre que se hacía escuchar, lo que significa que era fundamentalmente sonoro.
Frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—Estoy frustrado, eso es todo.
De eso no cabía duda. Sharon opinaba de su verborrea lo que un avaro del despilfarro. Era el tipo de persona a quien la expresión «ni que decir tiene» induce en efecto al silencio. En cualquier caso, la frustración de Tom era sólo un síntoma.
—¿Por qué estás frustrado?
—¡Eifelheim no desaparece!
—¿Y por qué debería desaparecer?
Él abrió las manos, desesperado.
—¡Porque no está!
Sharon, que tenía otro por qué pendiente, se frotó el puente de la nariz. «Sé paciente y al final todo tendrá sentido.»
—Vale, vale —admitió él—. Parece una tontería, pero… mira, Eifelheim era una aldea de la Selva Negra que no fue repoblada nunca.
—¿Y…?
—Que debería haberlo sido. He hecho dos docenas de simulaciones de la parrilla de asentamientos de Schwarzwald y el lugar se repuebla cada vez que lo hago.
Ella no tenía paciencia con sus problemas. Como historiador, Tom no creaba mundos, sólo los descubría; así que era realmente del otro tipo de personas. Sharon añoraba sus geodésicas. Casi tenían sentido. Tom ni siquiera empezaba a tenerlo.
—¿Una simulación? —replicó—. Entonces cambia el puñetero modelo. Tendrás multicolinealidad en los términos, o algo por el estilo.
La emoción, sobre todo la emoción profunda, siempre pillaba a Tom desprevenido. Lo suyo eran breves estallidos. Sharon podía estallar como un volcán. La mitad de las veces, él no acababa de entender por qué estaba enfadada con él; la otra mitad de las veces se equivocaba. La miró un momento antes de poner los ojos en blanco.
—Claro. Ignorar la teoría de Rosen-Zipf-Christaller. ¡Una de las piedras angulares de la cliología!
—¿Por qué no? —dijo ella—. En la ciencia de verdad, la teoría tiene que encajar con los hechos, no al revés.
La cara de Tom se puso roja, pues ella había tocado (como ya sabía) uno de sus puntos flacos.
—¿Ah, sí, a cuisla? ¿De verdad? ¿No fue Dirac quien dijo que era más importante que las ecuaciones fueran bellas que no que encajaran en el experimento? He leído en alguna parte que las mediciones de la velocidad de la luz han ido menguando con los años. ¿Por qué no ignorar entonces la teoría de que la velocidad de la luz es constante?
Sharon frunció el ceño.
—No seas tonto. —Ella también tenía sus puntos flacos. Tom no sabía cuáles eran, pero conseguía encontrarlos igualmente.
—¡Tonto, y un infierno! —Golpeó bruscamente el terminal y ella dio un leve respingo. Luego se dio la vuelta y miró una vez más la pantalla. Se hizo un silencio que fue la continuación de la discusión.
Sharon tenía la peculiar habilidad de proyectarse fuera de sí misma, algo muy valioso si vuelves a tu interior de vez en cuando. Los dos se estaban comportando como unos tontos. Ella estaba furiosa porque le habían hecho perder el hilo de sus pensamientos y Tom porque una de sus simulaciones no funcionaba. Sharon miró su propio trabajo y pensó: «No me estoy ayudando al no ayudarle.» Aunque fuese un mal motivo para ser caritativa era mejor que no tener ninguno.
—Lo siento.
Hablaron al unísono. Ella alzó la cabeza y él se dio la vuelta, y se miraron el uno al otro un momento y ratificaron un armisticio tácito. La línea geodésica de la paz y la tranquilidad era escucharlo, así que Sharon cruzó la habitación y se sentó en la esquina de su escritorio.
—Muy bien —dijo—. Explícamelo. ¿Qué es esa teoría de Zip-lo-que-sea?
Por respuesta, él se volvió hacia el teclado, introdujo los comandos con la fluidez de un pianista y movió la silla para dejarle sitio.
—Dime qué ves.
Sharon suspiró y se colocó tras él con los brazos cruzados y la cabeza ladeada. La pantalla mostraba una red de hexágonos, cada uno de ellos con un solo punto en su interior. Algunos puntos brillaban más que otros.
—Un panal —le dijo ella—. Un panal con luciérnagas.
Tom gruñó.
—Y dicen que los físicos son unos poetas pésimos. ¿Notas algo?
Ella leyó los nombres situados junto a los puntos. Omaha. Des Moines. Ottumwa…
—Cuanto más brillante es el punto, más grande es la ciudad. ¿Correcto?
—Al revés, en realidad, pero correcto. ¿Qué más?
¿Por qué no podía decírselo? Tenía que convertirlo todo en un juego de las adivinanzas. Sus estudiantes, que esperaban sus clases con la boca abierta, a menudo sentían la misma inquietud. Sharon se concentró en la pantalla, buscando lo obvio. No consideraba la cliología una ciencia especialmente profunda, ni siquiera la consideraba una ciencia.
—Muy bien. Las ciudades grandes forman un anillo abierto. Alrededor de Chicago.
Tom sonrió.
—Ganz bestimmt, Schatz. Tendría que haber seis, pero el lago Michigan se interpone, así que el anillo está incompleto. Ahora, ¿qué rodea cada una de las grandes ciudades?
—Un anillo de ciudades no tan grandes. ¡Qué fractal! Pero la pauta no es perfecta…
—La vida no es perfecta —respondió él—. La microgeografía y las condiciones limítrofes distorsionan la pauta, pero la corrijo transformando las coordenadas en el equivalente de una llanura infinita.
—Un multipliegue. Muy bonito —dijo ella—. ¿Cuál es tu transformación?
—La distancia real es una función del tiempo y la energía necesarios para viajar entre dos puntos. No-abeliana, lo cual complica las cosas.
—¿No-abeliana? ¿Pero entonces…?
—B puede estar más lejos de A que A de B. Claro, ¿por qué no? A los portugueses les resultó más fácil navegar bordeando la costa de África hacia el sur que recorrer el camino inverso. O, por ejemplo, nuestra propia tintorería: las calles son de una sola dirección, así que tardamos el triple en llegar a ella que en volver de allí.
Pero Sharon ya no le estaba escuchando. «¡No-abeliana! ¡Claro, claro! ¿Cómo he podido ser tan estúpida?» ¡Oh, la vida feliz y sin dudas de un campesino abeliano, euclidiano, hausdorff! ¿Podía ser noisotrópico el espacio Janatpour? ¿Era posible que la distancia que había en una dirección no fuera la misma en la dirección inversa? «Siempre es más rápido el camino de vuelta a casa.» ¿Pero cómo podía ser? ¿Cómo?
La voz de Tom interrumpió de nuevo sus meditaciones.
—… carros tirados por bueyes o automóviles. Por tanto, el mapa está siempre en transición de un equilibrio a otro. Ahora, observa.
Si ella no le apoyaba mientras se quejaba, nunca terminaría de hacer su propio trabajo.
—¿Que observe qué? —preguntó, quizá con más brusquedad de lo que pretendía, porque él la miró dolido antes de inclinarse de nuevo sobre el teclado. Mientras lo hacía, Sharon cruzó la habitación y recuperó su cuaderno de notas para atrapar su huidizo pensamiento.
—La investigación original de Christaller —dijo Tom, que no había advertido su movimiento—. En Württemberg, siglo XIX.
Sharon miró por compromiso la pantalla.
—Muy bien…
Entonces, casi en contra de su voluntad, se inclinó hacia el ordenador.
—Otro panal —dijo—. ¿Es una pauta común?
Él no respondió. En lugar de eso, le mostró una serie de mapas. El estudio de Johnson de los asentamientos de Late Uruk alrededor de Warka. La reconstrucción de Alden de las ciudades toltecas en el valle de México. El análisis de Skinner de las aldeas de Sichuan. El poco común estudio de Smith sobre el oeste de Guatemala que encontró dos redes, india y ladina, superpuestas, como universos paralelos.
—Ahora estudia este mapa. Asentamientos comprobados de antiguos sumerios y elamitas.
A su pesar, Sharon estaba intrigada. Un mapa así podía ser una rareza; dos o tres, una coincidencia; pero tantos…
—¿Por qué es rojo ese punto? —preguntó.
Tom miró la pantalla con indulgencia.
—Mi derecho a la fama. No había ningún pueblo conocido en ese lugar. Pero los escritos antiguos están llenos de referencias a lugares que nunca hemos localizado. Así que envié al viejo Hotchkiss un e-mail diciéndole que desplazara su excavación. Eso lo sacó de quicio…, es un microhistoriador de la vieja escuela. Pero lo que realmente le fastidió fue encontrar por fin las ruinas, dos años más tarde, justo donde yo le había dicho que estarían.
Así que sus pautas tenían también un valor predictivo. Las pautas eran interesantes. Podían guiar, como la astrología, hacia la verdadera ciencia.
—Tiene que haber una causa —dijo ella.
Él asintió, satisfecho.
—Ochen khoroshó.
—Muy bien, picaré. ¿Cuál es?
Él tocó la pantalla con una uña.
—Cada lugar proporciona cierto grado de refuerzo biopsicológico a sus habitantes. Tierras ricas, una veta de plata, un buen surtido de guano, lo que sea. Andere Länder, andere Sitten. La intensidad de ese refuerzo define una función potencial sobre el paisaje, y el gradiente de ese potencial es una fuerza que llamamos afinidad.
Sharon no hizo ningún comentario. Nunca había considerado las «fuerzas de la historia» de Tom como otra cosa que una metáfora. Ella era física, y los físicos tratan con fuerzas reales.
—Si la afinidad fuera la única fuerza —continuó Tom—, toda la población se centraría en un punto de máxima densidad. Pero la demografía en sí crea una segunda fuerza porque, caeteris paribus, la gente prefiere espacios abiertos y amplios a notar el codo de otro en la oreja. Así que existe la tendencia contraria, es decir, a que la población se esparza por el paisaje en una especie de muerte térmica cultural. La interacción entre estas dos fuerzas genera las ecuaciones diferenciales de un proceso de reacción-difusión. La población se acumula en los emplazamientos de equilibrio, que se distribuyen por tamaño según la ley de rangos de Zipf. Cada asentamiento genera un campo potencial cultural cuya fuerza es proporcional a su riqueza y población y que disminuye proporcionalmente al cuadrado de la distancia. Geográficamente, esos asentamientos y sus tierras adyacentes forman pautas hexagonales llamadas redes de Christaller. Ert, Nagy kisasszony?
—Ertek jol, Schwoerin ur —respondió ella. Sharon no estaba convencida del todo, pero si se lo discutía se enzarzarían toda la noche en la conversación y nunca volvería al espacio Janatpour. Además, el modelo explicaba aquella notable consistencia de pautas de asentamiento. Frunció los labios. Si no tenía cuidado, se vería arrastrada a resolver el problema de Tom en vez del suyo—. ¿Entonces, dónde encaja ese Eifelheim tuyo?
Tom hizo un gesto de desestimación.
—No encaja. —Hizo aparecer otro mapa en la pantalla—. Aquí está la Selva Negra. ¿Notas algo raro?
Después de ver todos aquellos mapas, la celdilla vacía le saltó a la vista. Sharon tocó la pantalla pasando el dedo de aldea en aldea. Bärental, Oberreid, Hinterzarten, St. Wilhelm… Todos los caminos giraban alrededor del espacio en blanco, algunos se doblaban sobre sí mismos para evitarlo. Tom tenía razón. Tendría que haber habido una población allí.
—Eso es Eifelheim —anunció Tom amargamente.
—El pueblo que no estaba —murmuró ella—. Pero ¿cómo puede una población que no está tener nombre siquiera?
—Del mismo modo que el pueblo elamita tenía uno. Hay suficientes referencias en vanas fuentes para triangular su emplazamiento. Attendez. —Introdujo otra orden—. La misma región, en la Baja Edad Media, reconstruida a partir de fotos del LANDSAT. —Ladeó la cabeza—. C'est drôle, ma chérie. De cerca, no se ve nada; sin embargo, desde kilómetros de altura, los fantasmas de las aldeas desaparecidas destacan claramente. —Miró la pantalla y señaló—. Ahí está Eifelheim.
El puntito ocupaba la casilla anteriormente vacía.
—Entonces no lo entiendo. Has descubierto otra «ciudad perdida», como en Sumeria.
Pero Tom negó con la cabeza.
—No —dijo apenado, mirando la pantalla—. Los asentamientos se abandonan porque su afinidad decrece o porque la tecnología hace que las distancias no sean lo mismo. Las minas de plata se agotan o una autopista atraviesa la zona. No es éste el caso. La afinidad tendría que haber hecho que un «pueblo posterior» se fusionara al cabo de una generación en algún lugar de ese hexágono. Bagdad reemplazó a Seleucia, Babilonia y Acad en el mismo hexágono, en Mesopotamia.
—¿Te indican tus fotos satélite cuándo desapareció ese Eifelheim?
—Por eliminación, supongo que en la Alta Edad Media, probablemente durante la Peste Negra. La pauta de uso de las tierras cambia a partir de entonces.
—¿No se despoblaron muchos sitios entonces? He leído en alguna parte que murió un tercio de la población de Europa.
Ella creía haber explicado algo, haber visto algo que Tom había pasado por alto. Ningún campo del conocimiento es tan transparente como el de otro.
Tom ignoró su comentario triunfal.
—Sí —dijo sin hacerle caso—, y en Oriente Medio también. Ibn Jaldún escribió que… Bueno, hicieron falta doscientos años para que la densidad de población fuera de nuevo la de los tiempos medievales, pero todas las aldeas abandonadas fueron reocupadas o sustituidas por un nuevo asentamiento cercano. Você accredita agora? Allí vivió gente durante más de cuatrocientos años, y luego… no volvió a vivir nadie más.
Ella se estremeció. Por la forma en que Tom lo decía, no parecía natural.
—El lugar se convirtió en tabú —continuó él—. En 1702, el mariscal Villars se negó a pasar por allí con su ejército para reunirse con sus aliados bávaros.
Tom abrió una delgada carpeta y leyó un papel.
—Esto es lo que escribió al elector: «Cette vallée de Neustadt que vous me proposez. C'est le chemm qu'on apelle le Val d'Enfer. Que Votre Altesse me pardonne l'expression: je ne suis pas diable pour y passer.» Ésta fue la ruta que rechazó, a través del Höllenthal: el valle del Infierno. Siguió con el dedo una ruta en el mapa de la pantalla, hacia el nordeste, desde Falkenstein hasta más allá de Eifelheim, al pie del Feldberg.
—Ni siquiera había un camino que atravesara esa selva hasta que los austríacos construyeron uno en 1770… para que María Antonieta pudiera viajar a Francia cómodamente, cosa que resultó ser una mala idea. Incluso después de construido el camino, era difícil viajar por allí. La retirada de Moreau por ese valle fue una hazaña tal que, cuando por fin salió de él, lo consideró casi una victoria. Y luego aquí… —Rebuscó de nuevo en la carpeta—. Tengo una copia de una carta de un viajero inglés llamado Hughes, que en 1900 escribe: «Continué hasta Himmelreich, para que la noche no me sorprendiera en el maligno territorio de Eifelheim.» Está siendo un poco sarcástico: el típico inglés eduardiano burlándose de los «pintorescos» cuentos populares alemanes. Pero, fíjate, no se quedó a pasar la noche. Y Anton Zaengle (ya recuerdas a Anton), me envió un recorte de periódico que… Toma, léelo tú misma. —Le tendió la carpeta—. Adelante. Es el primero.
Si algo se aprende en cosmología, es que el camino más corto no siempre es la línea recta. Dentro de la carpeta Sharon encontró un recorte del Freiburger Wochenbericht junto con su traducción al inglés.
(Friburgo i/Br.) Aunque los oficiales lo consideran una pura superstición, algunos soldados norteamericanos de maniobras en la zona creen haber encontrado la tumba del conde Drácula, a cientos de kilómetros de Transilvania. Un portavoz de la Tercera División de Infantería Norteamericana reconoció que algo a caballo entre el culto y la moda acerca de una lápida medieval decorada con la talla de un rostro demoníaco se ha extendido entre los soldados.
La tumba se encuentra en una región de la Selva Negra llamada Eifelheim.
La región es un denso bosque y los soldados se niegan a divulgar la localización exacta de la tumba con el argumento de que la curiosidad de los turistas ofendería a su ocupante. Esto conviene a los granjeros de las cercanías, que temen de un modo supersticioso el lugar.
A Monseñor Heinrich Lurm, portavoz de la diócesis de Friburgo de Bisgrovia, le preocupa que los buscadores de curiosidades puedan profanar el cementerio, a pesar de sus siglos de antigüedad. «Supongo que no se puede impedir que estos jóvenes crean lo que quieren creer —dijo—. Los hechos son mucho menos emocionantes que las fábulas.»
Monseñor también restó importancia a la posible relación entre la talla que los soldados han descrito y las historias locales de monstruos voladores llamados Krenkl. «Después de unos cientos de años de viento y lluvia, mi rostro no tendría tampoco buen aspecto. Si los soldados americanos contemporáneos pueden inventar historias sobre una talla, también pudieron hacerlo los campesinos alemanes.»
Sharon le devolvió el recorte.
—Aquí está tu respuesta. Krenkl. Tienen su propia versión del demonio de Jersey revoloteando por allí.
Él le dedicó una mirada compasiva.
—Sharon, es la Selva Negra. Hay en ella más demonios, fantasmas y brujas por kilómetro cuadrado que en ningún otro lugar del planeta. Estos «Krenkl voladores de Eifelheim» van de la mano del «demonio de Feldberg» y el «púlpito del diablo» y los refugios de brujas de Kandel y la cueva secreta de Tannhäusser y de todo lo demás. No, Schatzi. La historia se desarrolla por fuerzas materiales, no por creencias místicas. El abandono fue el origen de las historias, no al contrario. La gente no se despierta una mañana y decide de repente que el lugar en el que lleva viviendo cuatro siglos está de pronto verboten. Das ist Unsimi.
—Bueno… La Peste Negra…
Tom se encogió de hombros.
—Pero la peste hizo «causa común». Asoló todas las poblaciones. Sea cual sea la respuesta, tiene que explicar no sólo por qué Eifelheim fue abandonada para siempre, sino por qué sólo lo fue Eifelheim. —Se frotó los ojos—. El problema es que no hay datos. Nada. Nichts. Nichto. Nincs. Unas cuantas fuentes secundarias, nada contemporáneo a los hechos. La referencia más antigua que he encontrado es un tratado teológico sobre meditación, escrito tres generaciones más tarde. Está ahí. —Indicó con un dedo la carpeta.
Sharon vio una imagen escaneada de un manuscrito en latín. Ocupaba casi toda la página una D capitular rodeada por una greca de parras entrelazadas siguiendo una pauta compleja interrumpida aquí y allá por hojas y bayas, extraños triángulos y otras figuras geométricas. Una vaga sensación de déjà vu se apoderó de ella mientras la estudiaba.
—No es demasiado bonita —dijo.
—Feísima —dijo Tom—. Y el contenido es aún peor. Se titula «El alcance de otro mundo por medio de la búsqueda interior». Gottes Himmel, no estoy bromeando. Un rollo místico sobre una «Trinidad de Trinidades» y cómo Dios puede estar en todas partes en cualquier momento, «incluidos momentos y lugares que no podemos conocer excepto mirando en nuestro interior». ¡Pero…! —Tom alzó el dedo índice—: el autor atribuye las ideas, cito textualmente, «al viejo cantero Seybke, cuyo padre conoció personalmente al último pastor del lugar que llamamos Eifelheim». Fin de la cita. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué te parece como dato de primera mano?
—Qué forma tan curiosa de expresarlo. «El lugar que llamamos Eifelheim.» —Sharon pensaba que Tom estaba alardeando, además de quejándose, como si hubiera acabado por amar aquella pared de ladrillo contra la que se daba cabezazos. Le recordaba a su madre, quejándose constantemente de su salud. No le gustaba estar enferma, pero no dejaba de enorgullecerse de lo insoportables que eran sus enfermedades.
Sharon repasó las páginas, preguntándose si había algún modo de hacer salir a Tom del apartamento. No paraba de dar vueltas a lo mismo y le amargaba la vida. Le devolvió la carpeta.
—Necesitas más datos.
—Bozhe moi, Sharon. Ya nye durák! ¡Dime algo que no sepa! He buscado y buscado. CLIO ha seguido todas las referencias a Eifelheim que hay en la red.
—Bueno, no todo está en la red —replicó ella—. ¿No hay viejos papeles polvorientos en archivos y almacenes de bibliotecas que nadie ha leído, mucho menos escaneado. Creía que eso era lo que hacíais los historiadores antes de tener ordenadores… Echar raíces junto a estantes polvorientos, quitar telarañas.
—Bueno… —dijo él, dudoso—. Todo lo que no esté on-line puede ser escaneado a petición…
—Eso es si sabes que el documento existe. ¿Y el material que no está catalogado?
Tom frunció los labios y la miró. Asintió lentamente.
—Había unos cuantos artículos sin importancia —admitió—. En su momento no parecieron demasiado prometedores, pero ahora… Bueno, como dicen: Cantabit vaceus coram latrone viator. —Le sonrió—. «Un hombre sin blanca canta antes que un ladrón» —explicó—. Como yo, ¿qué puede perder?
Se acomodó en su asiento y miró al techo, pellizcándose ausente el labio inferior. Sharon sonrió para sí. Conocía esa costumbre. Tom no estaba mal, pero era como una motocicleta vieja. Había que darle una buena patada para que arrancara.
Más tarde, cuando Tom se marchó a la biblioteca, Sharon advirtió la pantalla de CLIO todavía encendida y suspiró, exasperada. ¿Por qué Tom lo dejaba todo encendido siempre que salía? Ordenadores, luces, aparatos de música, televisores. Dejaba una estela de electrodomésticos en marcha tras de sí dondequiera que fuese.
Cruzó la habitación para apagar el PC, pero se detuvo con el dedo sobre la indicación del camino mientras contemplaba la celdilla vacía. Eifelheim… Un siniestro agujero negro rodeado por una constelación de poblaciones vivas. Algo horrible debía de haber sucedido allí una vez. Algo tan perverso que siete siglos más tarde la gente lo rehuía y había olvidado por qué.
Bruscamente, se apartó de la máquina. «No seas tonta», se dijo. Pero eso le recordó algo que había dicho Tom. Y eso a su vez la hizo dudar. ¿Y si…? Y nada volvió a ser igual.