Durante las dos semanas que siguieron a la aterradora revelación de Hans, Dietrich evitó de nuevo el campamento krenk; tampoco Hans lo llamó por el hablador-lejano, así que en ocasiones el sacerdote casi se olvidaba de que las bestias estaban allí. Trató incluso de disuadir a Hilde de visitarlas, pero la mujer, poseída por un extraño orgullo en su ministerio, se negó.
—Su alquimista desea que les lleve las comidas más diversas, para encontrar las que sean más de su gusto. Además, son seres mortales, no importa que sean repulsivos.
Mortales, sí. Pero los lobos y los osos eran mortales y uno no se acercaba a ellos a la ligera. No creía que Max pudiera protegerla si los krenken se daban la vuelta y la mordían.
Sin embargo, los krenken hablaban e ideaban herramientas ingeniosas, así que evidentemente poseían un intelecto. ¿Podría haber un alma con intelecto pero sin voluntad? Estas cuestiones lo dejaban perplejo y escribió una pregunta para que Gregor la llevara a la archidiócesis de Friburgo.
El Herr había anunciado el Día de Santa Aurelia que enviaría una caravana al mercado de Friburgo para vender vino y pieles y comprar tela y otros artículos, así que un frenesí de actividad consumía la aldea. Sacaron las grandes carretas de cuatro ruedas, las inspeccionaron, repararon los arneses, frotaron con sebo los ejes. Los aldeanos mientras tanto repasaron sus almacenes en busca de artículos para el mercado y reunieron montones de pieles, sebo, miel, hidromiel y vino según dictaran su inteligencia y sus posesiones. Klaus había encargado a Gregor la carreta de la comunidad.
Dietrich encontró al cantero en el prado, dirigiendo la carga de las carretas.
—Asegúrate de que ese barril está bien atado —advirtió Gregor a su hijo—. Buen día, pastor. ¿Tenéis algo para el mercado?
Dietrich le tendió la carta que había escrito.
—No es para vender, pero entrégale esto al archidiácono Willi.
El cantero estudió el paquete y el sello rojo de cera que Dietrich había estampado en él.
—Esto parece oficial —dijo.
—Sólo son unas preguntas que tengo.
Gregor se echó a reír.
—¡Creía que erais quien tiene las respuestas! Nunca vais a la ciudad con nosotros, pastor. Un hombre culto como vos encontraría allí muchas cosas interesantes.
—Quizá demasiado —respondió Dietrich—.¿Sabes qué respondió una vez fray Pedro de Apulia cuando le preguntaron qué pensaba de las enseñanzas de Joaquín de Fiore?
Gregor se había agachado bajo el carro y empezaba a engrasar los ejes.
—No, ¿qué?
—Dijo: «Me importa tan poco Joaquín como la quinta rueda de un carro.»
—¿Qué? ¿Una quinta rueda? ¡Ay, rayos y truenos! —Gregor se había golpeado la cabeza con el fondo del carro—. ¡Una quinta rueda! —dijo, saliendo de debajo—. Qué gracioso. Vaya.
Dietrich se dio la vuelta y vio al hermano Joachim que se marchaba. Echó a andar tras él, pero Everard, que estaba supervisando los carros oficiales, lo agarró del brazo.
—El Herr ha convocado a tres de sus caballeros para que sirvan de guardias —dijo—, pero quiere que Max lidere una tropa de soldados. Falkenstein no saqueará la caravana a la ida. ¿Para qué necesita miel… excepto para endulzar su ánimo? Pero al regreso podría resultarle demasiado tentadora. Toda esa plata tintineará como la campana de la misa y su avaricia podría imponerse a su prudencia. Max ha ido al lazareto. Montad uno de los palefridi del Herr y llamadlo.
Dietrich señaló a su huésped, que ya se marchaba.
—Tengo que hablar con…
—La palabra que ha usado ha sido «ahora». Discutid con él, no conmigo.
Dietrich no quería visitar a los animales parlantes. ¿Quién sabía a qué actos los impulsarían sus instintos? Miró el sol.
—Es probable que Max esté ya de vuelta.
Everard hizo una mueca.
—O tal vez no. Ésas han sido las instrucciones del Herr.
Dietrich vaciló.
—Manfred te lo ha contado, ¿verdad? Lo de los krenken.
Everard no quiso mirarlo a los ojos.
—No sé qué es peor, si verlos cara a cara o imaginarlos. —Se estremeció—. Sí, me ha hablado de ellos. Max, que usa la cabeza para algo más que para ponerse el casco, jura que son mortales. En cuanto a mí, tengo una caravana que organizar. No me molestéis. Thierry y los demás llegarán mañana, y no estoy preparado.
Dietrich cruzó el valle hasta los establos, donde Gunther le esperaba ya con un hermoso caballo de viaje.
—Me apena no poderos ofrecer una jumenta —dijo Gunther.
Las jumentas, o mulas de palafrén, se criaban para que las usaran las mujeres y los clérigos y poseían la solidez de los burros. Picado, Dietrich ignoró las manos que le ofrecía Gunther y montó desde el estribo. Tras sujetar las riendas del sorprendido Gunther, hizo bailar al caballo unos cuantos pasos para demostrarle que era el amo y luego lo espoleó con los talones. No llevaba espuelas (que alguien que no fuera noble las usara habría violado la Paz Suaba), pero el caballo aceptó la orden y echó a andar.
En el camino, Dietrich lo dejó trotar, disfrutando del ritmo de la criatura y la sensación del viento en la cara. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que cabalgara un animal tan hermoso como aquél y se perdió un rato en sus pensamientos con placer animal. Pero no debería haber dejado que su orgullo se impusiera. Gunther podría preguntarse cómo había adquirido un simple párroco esa habilidad con los caballos.
Manfred sin duda tenía sus motivos, pero Dietrich deseaba que no le hubiera hablado a Everard de los krenken. Al final la noticia acabaría por correr, pero no tenía sentido azuzarla.
En el lugar donde los árboles habían sido arrasados, vio la jumenta del molinero atada al tocón donde Hilde solía dejar comida. No había ninguna otra montura cerca, pero como Max no hubiese abandonado a Hilde, debía de haber ido a pie. Dietrich desmontó, trabó las patas traseras de su caballo y siguió la pista que Max había marcado.
Aunque era de día, pronto quedó envuelto en un brillo verde. Abetos y pinos se elevaban hacia el cielo mientras que el más humilde avellano, privado de su cobertura, se acurrucaba desnudo bajo ellos. Dietrich no había llegado muy lejos cuando oyó suaves gemidos femeninos resonando entre los árboles, como si el bosque mismo gimiera. El corazón de Dietrich latió con más rapidez. El bosque, siempre amenazador, adquirió un aspecto más siniestro. Dríadas susurrantes pretendían abrazarlo con sus dedos secos y desnudos.
«Estoy perdido», pensó, y miró alrededor lleno de pánico en busca de las marcas de Max. Se dio la vuelta y una rama le arañó la mejilla. Jadeó, echó a correr, chocó contra un abedul. Se volvió, desesperado por regresar junto a su caballo. Al llegar a una elevación del terreno, resbaló y cayó. Apretó la cara contra la vieja manta de hojas y tierra, esperando que el bosque lo agarrara.
Pero el esperado contacto no se produjo y lentamente se dio cuenta de que los gemidos habían cesado. Alzó la cabeza y vio no el claro donde esperaba su caballo, sino el arroyo donde Max, Hilde y él se habían detenido el primer día. Atados a un robusto roble que se retorcía surgiendo de la orilla del arroyo había dos rocines.
Max y Hilde estaban allí, colocando en su sitio una coquilla, bajando una falda. Max sacudió hojas y tierra y agujas de pino del corpiño de Hilde, apretando sus pechos al hacerlo.
Dietrich se marchó arrastrándose, sin ser visto. Max tenía razón. El sonido se transmitía en el bosque. Luego, tras ponerse en pie, corrió entre los abetos, yendo de matorral en matorral hasta que la fortuna le mostró las marcas y las siguió hasta donde había dejado el caballo.
La jumenta que había visto antes ya no estaba.
Como Max regresaba ya a la aldea, Dietrich dirigió también su montura a casa, feliz de no tener que continuar hasta el lazareto. Pero, al llegar a un recodo del camino, el animal se encabritó, Dietrich apretó los muslos hasta que el caballo retrocedió unos cuantos pasos hacia la carbonera. Y así se calmó un poco y Dietrich le habló para aplacarlo. El animal se agitaba, los ojos desorbitados, coceando nervioso.
—Tranquilo, hermano caballo —le dijo. Tras colocarse el arnés en la cabeza, preguntó—: Hans. ¿Estás en el camino de la carbonera?
Sólo el rumor de los pinos y las hojas secas llegaba a sus oídos. Eso, y los inevitables y lejanos chirridos de los krenken, que, al ser un sonido natural, parecían más parte del bosque que los amorosos gemidos de Hilde Müller en brazos de Max Schweitzer.
—No te acerques más —dijo en su oído la voz del Heinzelmännchen.
Dietrich se quedó quieto. El sol era visible a través del entramado gris de los árboles, pero ya estaba más bajo de lo que deseaba.
—Me cortas el paso —dijo Dietrich.
—Los artesanos de Gschert quieren doscientos palmos de alambre de cobre. Sabe tu especie el arte de extraer alambre; pregunta. Debe extraerse del grosor de una aguja, sin grietas.
Dietrich se frotó la barbilla.
—Lorenz es herrero. El cobre puede que no sea lo suyo.
—Bien. Dónde se encuentra un artesano del cobre; pregunta.
—En Friburgo —dijo Dietrich—. Pero el cobre es caro. Lorenz podría hacer la tarea por caridad, pero no un artesano de Friburgo.
—Te daré un lingote de cobre que hemos extraído de las rocas cercanas. El herrero puede quedarse lo que no use para el alambre.
—¿Y ese alambre asegurará vuestra partida?
—Sin él, no podemos marcharnos. Para sacar el cobre de la veta sólo ha hecho falta… calor. No tenemos los medios para hilarlo. Dietrich, tú no tienes la frase en tu cabeza para hacerlo. Lo oigo en tus palabras. No irás a la villa franca.
—Hay… riesgos.
—Bien. Entonces esta «caridad» tuya, esa renta que debes al Herr-de-las-estrellas tiene límite. Cuando regrese, despedazará a aquellos que no cumplieron sus órdenes.
—No —dijo Dietrich—. No es así como gobierna. Sus caminos son misteriosos para los hombres. —«Y qué mejor prueba de ello que este encuentro», pensó. Miró una vez hacia las nubes, como si esperara ver allí a Jesús, riendo—. Na. Dame el lingote y me encargaré del alambre.
Pero Hans no quiso acercarse a él y dejó el lingote en el camino.
La caravana partió al día siguiente y cruzó la llanura hasta el punto de encuentro, donde se les unió la caravana de Niederhochwald. Thierry von Hinterwaldkopf comandaba los tres caballeros y los quince soldados de Max. Eugen portaba el estandarte de Hochwald.
Otros carros se les fueron uniendo por el camino: uno de un consorcio imperial del Salto del Ciervo y otro del señorío de la capilla de San Oswald. El cabildo proporcionó dos soldados más y Einhardt, el caballero imperial, trajo a su Junker y cinco soldados más. Thierry, al ver que su pequeña tropa aumentaba, sonrió.
—¡Cristo, casi agradecería un ataque de la gente de Falkenstein!
Desde la cima del barranco, Dietrich oyó ese extraño susurro en el que hablan los valles lejanos: una jerga formada por el viento a través de las ramas peladas y las hojas perennes de abajo, por el arroyo veloz que caía en cascada por la pendiente, por el coro de saltamontes y otros insectos.
La caravana iba bajando por la falda del Katerinaberg. Poco acogedores grupos de piedra verde y terreno yermo alternaban con grupos de hayas desoladas y sacudidas por el viento. El camino se quebraba ante ellos tan sólo unos pocos cientos de metros, pero la caída era en una pendiente tan escarpada que Dietrich a veces espiaba desde aquel punto la vanguardia de la tropa que llegaba por el otro lado. Había senderos que no podían seguir los carros. Vio antiguas escaleras talladas en la pared de piedra y se preguntó quién las habría tallado.
El fondo, cuando lo alcanzaron, era un salvaje barranco lleno de matorrales y robles caídos, flanqueado a ambos lados por grandes rocas sobresalientes y empinados precipicios boscosos. Un torrente, alimentado por las cascadas que caían de las alturas, chocaba y siseaba contra las rocas de su centro, convirtiendo en lodo el pequeño sendero que habían marcado los carros.
—Ahí está el Salto del Ciervo —dijo Gregor, señalando un macizo que se asomaba al barranco—. La historia cuenta que un cazador persiguió a un ciervo por todo el bosque y la bestia saltó desde esa roca hasta el lado de Breitnau. ¿Veis cómo el valle se estrecha allí? A pesar de todo, dicen que fue un salto maravilloso. El cazador estaba tan emocionado persiguiéndolo que trató de imitarlo, aunque con resultados menos felices.
Burg Falkenstein, en lo alto de uno de los precipicios, controlaba el paso. Las torretas salpicaban la Schildmauer como verrugas de sapo, marcadas con aberturas cruciformes para arqueros ocultos. Los centinelas eran siluetas en las almenas; sus movimientos no se distinguían en la distancia. La escolta fingió indiferencia, pero todos alzaron un poco sus escudos y agarraron con un poco de más fuerza las lanzas.
—Esos perros no cargarán contra caballeros —dijo Thierry después de que la tropa pasara sin más daño que los insultos—. Son lo bastante duros para enfrentarse a monjas o mercaderes, pero no se atreven a librar una verdadera batalla.
A la salida del barranco, el arroyo dejaba de ser un torrente para convertirse en un silencioso hilo de agua y el valle se ensanchaba para convertirse en verdes praderas. En las alturas, una torre cuadrada dominaba todo el paisaje.
—La atalaya de Falkenstein —explicó Max—. Su Burgraf hace desde allí señales al castillo cuando pasa una partida que merece la pena saquear. Entonces Falkenstein sale para impedirle el avance mientras los hombres de la atalaya le bloquean la retirada.
En el ancho y suave valle de Kirchgartner, el camino del barranco Falkenstein se unía a la carretera de Friburgo. Los hombres de Hochwald dispusieron sus carretas en círculo para la noche y encendieron una hoguera. Thierry destacó a unos soldados para que montaran guardia.
—Es seguro acampar aquí—le dijo Max a Dietrich—. Si Von Falkenstein nos ataca en este lado, deberá responder ante el Graf de Urach, y eso significa Pforzheim y toda la familia Baden.
—En tiempos antiguos —le contó Dietrich a Gregor mientras cenaban—, todas las caravanas eran así. Los mercaderes iban a armados con arcos y flechas y estaban unidos por juramento.
—¿Ah, sí? —preguntó Gregor—. ¿Como una orden de caballería?
—Muy parecido. Se llamaba un Hans o, para los franceses, una compañía, porque «compartían el pan». El Schildrake llevaba el estandarte a la cabeza de la banda, como hace Eugen, y el Hansgraf ejercía su autoridad sobre sus hermanos-mercaderes.
—Como Everard.
—Doch. Excepto que las caravanas en esos tiempos eran mucho más grandes y viajaban de feria en feria.
—Esas ferias debieron de ser espectaculares. A veces desearía haber vivido en los tiempos antiguos. ¿Eran los caballeros ladrones más comunes que ahora?
—No, pero había vikingos del Norte, magiares del Este y sarracenos de su fortaleza en los Alpes.
—¿Sarracenos en los Alpes?
—En Garde-Frainet. Atacaban a los mercaderes y peregrinos que cruzaban de Italia a Francia.
—¡Y ahora tenemos que ir a Tierra Santa a combatirlos!
Thierry los oyó y gruñó.
—Si al sultán le apetece atacarme, sé cómo defenderme; pero si me deja en paz, no le molestaré. Además, si Dios está en todas partes, ¿por qué ir a Jerusalén a encontrarlo?
Dietrich estuvo de acuerdo.
—Por eso ahora elevamos la hostia tras la consagración. Para que la gente sepa que Dios está en todas partes.
—Eso ya no lo sé —continuó Thierry—, pero si Jerusalén es tan santa, ¿por qué tantos regresan siendo malvados? —Volvió la cabeza hacia el extremo del barranco—, ¿Habéis oído lo que cuentan de él?
Dietrich asintió.
—El diablo liberó a su antepasado de los sarracenos al precio de su alma.
Thierry limpió su plato con un trozo de pan.
—Hay más en esa historia.
Hizo a un lado el plato y su Junker lo recogió para fregarlo. Los otros, sentados alrededor del fuego, anhelaban el relato, así que el caballero se limpió las manos en las rodillas, contempló el círculo de rostros, y lo contó.
—El primer Falkenstein fue Ernst von Schwaben, un buen caballero dotado de todas las virtudes masculinas…, excepto que el cielo le había negado un hijo que llevara su nombre a la posteridad. Maldecía al cielo por eso, cosa que apenaba enormemente a su piadosa esposa.
»Una voz en sueños le dijo que, para hacer las paces con el cielo, debía peregrinar a Tierra Santa. Al orgulloso Graf le horrorizó la perspectiva de esta terrible penitencia; pero por fin aplacó sus propios deseos y partió con Barbarroja en la segunda gran peregrinación de caballeros. Antes de marchar, partió su anillo de bodas y, guardándose la mitad, le dijo a su esposa que, si no regresaba al cabo de siete años, debería considerar que sus lazos ya no existían.
»Na. El ejército alemán pasó mil penalidades y Barbarroja se ahogó; pero Ernst continuó hasta Tierra Santa, donde su espada se hizo famosa entre los infieles. En una batalla, fue capturado por el sultán. Con cada nueva luna, su captor le ofrecía la libertad si abrazaba la religión de Mahoma. Naturalmente, él se negaba.
»Así pasaron los años hasta que un día el sultán, impresionado por su caballerosidad y paciencia, lo puso en libertad. Deambuló por el desierto, siempre hacía el sol poniente; hasta que, una noche, mientras dormía, el diablo acudió a él.
—¡Je! —se burló Gregor a la luz de la hoguera—. Sabía que el villano estaba en alguna parte.
Los siervos que conducían los carros se persignaron al oír el terrible nombre.
—El maligno le recordó que el séptimo año expiraría por la mañana y su esposa se casaría con su primo. Pero prometió llevarlo a casa antes del amanecer y sin perder su alma… siempre que durmiera durante el viaje. Así que hizo este malvado trato.
»E1 maligno se convirtió en león y, cuando el caballero montó sobre él, sobrevoló tierra y mar. Aterrado, el caballero cerró los ojos y durmió… hasta que el grito de un halcón lo despertó. Miró horrorizado hacia abajo, donde se alzaba su castillo. Una procesión matrimonial estaba entrando en él. Con un salvaje rugido, el espíritu maligno lo soltó y huyó.
»Durante el banquete, la Gräfin Ida advirtió a aquel desconocido que nunca apartaba sus tristes ojos de su rostro. Cuando él vació su copa, se la tendió a un criado, para que se la ofreciera a su señora. Cuando ella miró dentro de la copa, vio… medio anillo.
Todos dejaron escapar un profundo suspiro de satisfacción. Thierry continuó.
—Tras echar mano a su pecho, ella sacó la otra mitad del anillo y lo arrojó feliz a la copa. Así se unieron las dos mitades y la esposa se dejó abrazar por su marido. Un año más tarde le dio un hijo. Y por eso la familia tiene un halcón en su escudo de armas.
—Uno casi comprende que un hombre pueda aceptar ese tipo de trato —dijo Everard.
—El maligno siempre ofrece un bien menor esperando apartar nuestros corazones del mayor —dijo Dietrich—. Pero un hombre no puede perder su alma con un truco.
—Además —dijo Thierry, contemplando con satisfacción a su público—, Ernst podría haber sido un santo, que Philip seguiría siendo un ladrón.
—Era una época romántica —sugirió Gregor—. Esas historias que contaban de Barbarroja y el rey inglés…
—Corazón de León —dijo Dietrich.
—¡Sabían cómo llamar a los reyes entonces! Y el Buen Rey Luis. Y el noble sarraceno que era amigo y rival de Corazón de León, ¿cómo se llamaba?
—Saladino.
—Un caballero muy noble —comentó Thierry—, a pesar de ser infiel.
—¿Y dónde están ahora? —dijo Dietrich—. Sólo son nombres en las canciones.
Thierry bebió de su copa y se la tendió a su Junker para que volviera a llenarla.
—Una canción es suficiente.
Gregor alzó la cabeza.
—Pero realmente debe de ser…
—¿Qué?
El cantero se encogió de hombros.
—No sé. Glorioso. Salvar Jerusalén.
—Ja. Lo es.—Dietrich guardó silencio un momento, de modo que Gregor se volvió a mirarlo—. El primero que empuñó la cruz lo hizo por piedad. Los turcos habían destruido la Cruz del Santo Sepulcro y expulsaron a los peregrinos de los altares. No eran tan tolerantes como los árabes, que dominaban la Ciudad Santa. Pero creo que muchos fueron también por las tierras, y la perspectiva no tardó en deformarse. Los legados no pudieron encontrar suficientes voluntarios, de modo que Outremer se quedó sin refuerzos. Los Regensburgers asaltaron a aquellos que llevaban la cruz y el cabildo de Passau declaró una «guerra santa» contra el legado papal, que había venido a reclutar hombres.
Gregor echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—El Salto del Ciervo.
—¿Qué?
—¡Bueno, los caballeros, después de expulsar a los sarracenos de los Alpes, se olvidaron de detenerse y trataron de saltar hasta Outremer!
La caravana de Hochwald entró en Friburgo por la Puerta de Suabia, donde pagaron al Graf el peaje de un óbolo por cada piel y cuatro pfennigs por cada barril de vino. La miel de Walpurga pagó cuatro pfennigs por bote.
—Todo paga impuestos —gruñó Gregor mientras atravesaban la puerta—, excepto el buen pastor.
El grupo entró en una placita llamada Oberlinden y, allí, en la taberna del Oso Rojo, Everard se encargó del alojamiento.
—Aunque vos, pastor, probablemente os quedaréis con el capellán de la iglesia de Nuestra Señora.
—Siempre escatimando pfennigs —exclamó Gregor, que había sacado un arcón de ropa del carro y lo dejó junto a la puerta de la posada.
—Thierry y Max han llevado a sus hombres al Schlossberg —dijo el administrador, indicando la fortaleza encaramada en la colina situada al este de la ciudad—. Lástima tener que compartir una cama con gente como este truhán —dijo, señalando con un dedo al camero—, pero cuantos menos cuerpos metamos en la habitación, más cómodos estaremos todos. Gregor, acompaña al sacerdote y paga al gremio un puesto en el mercado. Averigua adónde van nuestros carros.
Le lanzó a Gregor una bolsita de cuero y el cantero la pilló al vuelo.
Gregor se echó a reír y, agarrando a Dietrich por el codo, lo sacó del patio de la taberna.
—Me acuerdo de cuando Everard era un simple campesino como el resto de nosotros —dijo—. Ahora se da muchos aires.
Miró alrededor y divisó el campanario que se alzaba sobre los tejados de los modestos edificios del norte de Oberlinden.
—Por aquí.
Se abrieron paso entre una riada de mercaderes, soldados, maestros de gremios con ricos abrigos de marta; aprendices que corrían a cumplir los encargos de sus maestros; mineros de las montañas que proporcionaban a la ciudad sus riquezas de plomo y plata; caballeros del campo que contemplaban boquiabiertos los edificios y el bullicio; hilanderas de Bisgrovia que llevaban cestas de hilo a las tejedoras; un hombre que apestaba a río y llevaba al hombro un largo palo del que colgaban un puñado de peces goteantes; un «monje gris», que cruzaba la plaza hacia el Augustiner.
La ciudad había sido fundada en plena fiebre de la plata, ciento cincuenta años antes. Un grupo de mercaderes había alquilado solares de dos metros por tres metros y medio por una renta anual de un pfennig cada uno, por lo cual cada colono adquiría el derecho hereditario del solar, el uso de las zonas comunes y el mercado, la exención de impuestos y el derecho a elegir al Maier y el Schultheiss. La situación había atraído a siervos y hombres libres de todo el país.
De la calle de la Sal se dirigieron por un estrecho callejón a la calle de los Zapateros, que olía a cuero y pieles sin curtir. Pequeños arroyos corrían por canales situados a lo largo de las calles, un sonido limpio y relajante.
—¡Qué gran ciudad! —exclamó Gregor—. Cada vez que vengo aquí parece más grande.
—No tan grande como Colonia o Estrasburgo —dijo Dietrich, escrutando los rostros que encontraba en busca del primer gesto sorprendido de reconocimiento.
Gregor se encogió de hombros.
—Lo bastante grande para mí. ¿Conocisteis a Auberede y Rosamund? No, eso fue antes de que llegarais. Eran siervas que tenían una parcela en común cerca de Unterbach, que les atendía un Gärtner… He olvidado su nombre. Se marchó al «salvaje oriente», se convirtió en un «caballero de vacas» de una de esas grandes manadas. Supongo que ahora vive en una «nueva ciudad» y combate contra eslavos furiosos. ¿Que estaba diciendo?
—¿Auberede y Rosamund?
—Ach, ja. Bueno, esas dos eran trabajadoras esforzadas y astutas. Al menos Auberede era astuta. Mi padre siempre se contaba los dedos después de estrecharle la mano. ¡Je! Mientras el Gärtner trabajaba su tierra, ellas se hacían con unas vides que pertenecían a Heyso; ése era el hermano de Manfred, que entonces tenía Hochwald. Lo convencieron para que les concediera la custodia de un almacén cerca de Oberbach, además de algunas de las vides para compartir. Después de unos años, les había ido tan bien que se lo concedió todo como medio de ingresos: ¡parcela, viñedos, almacén, más una carreta y algunos caballos flamencos! Finalmente, cansadas de trabajar por media parte, convencieron a Heyso para que convirtiera la concesión en un alquiler. Compraron una casa en Friburgo con los ingresos y un día se mudaron aquí sin despedirse siquiera.
—¿Llegaron a comprar su libertad?
El cantero se encogió de hombros.
—Heyso nunca fue tras ellas y, pasado un año y un día, fueron libres. Le concedió sus parcelas a Volkmar, como era su derecho: eran parte de las tierras del señor, después de todo; pero las mujeres todavía envían a un hombre suyo para atender los viñedos en alquiler, así que supongo que todos están contentos con el acuerdo.
—Un siervo menos es una parcela menos robada al señor —dijo Dietrich—. El dinero se valora más que el servicio manual. La gente de los señoríos se llamaba en otros tiempos familia. Ahora, todo es dinero y beneficio.
Gregor gruñó.
—No es suficiente, si me lo preguntáis. Aquí está la catedral.
La plaza era un clamor de martillos, chirrido de poleas, chasquear de lonas y maldiciones de los obreros que levantaban los puestos del mercado. Sobre ellos se alzaba una magnífica iglesia de piedra roja. La construcción había comenzado poco después de que se fundara la ciudad y la nave seguía el estilo de aquella época.
El coro y el crucero habían sido añadidos más tarde, al estilo moderno, pero con suficiente habilidad para no presentar ningún contraste acusado con 1a apariencia general. Las paredes exteriores estaban adornadas con estatuas de santos en protectores huecos de piedra. Bajo los aleros, modernas gárgolas abrían la boca y sonreían y, cuando llovía, vomitaban el agua que caía del tejado. El campanario ascendía trescientos palmos sobre sus cabezas. Altas ventanas con vitrales horadaban las paredes: ¡tantas que el tejado parecía flotar sin suspensión!
—Parece que todo vaya a desplomarse bajo su propio peso —dijo Dietrich—. La cúpula del coro de Beauvais sólo tenía ciento cincuenta y seis palmos de alto, y se derrumbó y mató a los obreros.
—¿Cuándo fue eso?
—Oh, hace sesenta años, creo. Lo oí decir en París.
—Eran tiempos primitivos… y los constructores eran franceses. Necesitan todas esas luces porque el anticuado piso superior es demasiado débil para iluminar el interior. Pero claro, como decís, no queda pared suficiente para sostener el techo. Así que usan esas «columnas de fuerza» para reforzar la pared y repartir el peso del techo. —Gregor señaló la hilera de contrafuertes.
—El cantero eres tú —dijo Dietrich—. He oído decir que los parisinos terminaron su gran iglesia de Nuestra Señora hace tres años. No creo que hayan acabado todavía. La torre necesita un remate de aguja. ¿Es ése el emporium? Creo que es allí donde tienes que ir para conseguir un puesto. ¿Por dónde queda la iglesia franciscana?
—Todo recto desde la plaza de la Catedral hasta el otro lado de la calle Mayor. ¿Por qué?
—Tengo una cruz que Lorenz hizo para ellos y se me ha ocurrido ir a hablarles un poco de Joachim.
Gregor sonrió.
—¿Por qué no llevarles mejor a Joachim?
Los monjes de la iglesia de San Martín estaban montando un gran pesebre en el santuario. Francisco de Asís había iniciado la costumbre de construir portales de Belén en Navidad, y su popularidad se había extendido hasta Germania.
—Empezamos a colocar figuras después de San Martín —explicó el prior. La festividad de San Martín marcaba el principio popular de la Navidad, aunque no el litúrgico—. Primero, los animales. Luego, en Nochebuena, la Sagrada Familia; el día de Navidad, los pastores y finalmente, en Epifanía, los Reyes Magos.
—Ciertos padres de la Iglesia —dijo Dietrich —sitúan la Navidad en el mes de marzo, lo cual sería más razonable que diciembre si los pastores guardaban sus rebaños de noche.
Los monjes se detuvieron para mirarse. Se echaron a reír.
—Es lo que sucedió lo que importa, no cuándo sucedió —le dijo el prior.
Dietrich no respondió, pero aquélla era la clase de paradoja histórica que atraía a los estudiantes de París, y él ya no era estudiante ni estaba en París.
—El calendario está equivocado, en cualquier caso —dijo.
—Como demostraron Bacon y Grosseteste —reconoció el prior—. Los franciscanos no somos anticuados en filosofía natural. «Sólo el hombre docto en la naturaleza comprende verdaderamente el Espíritu, ya que descubre el Espíritu allí donde se encuentra: en el corazón de la naturaleza.»
Dietrich se encogió de hombros.
—Pretendía hacer una broma, no una crítica. Todo el mundo habla del calendario, pero nadie hace nada para corregirlo.
De hecho, puesto que la Encarnación significaba el principio de una nueva era, había sido asignada simbólicamente al 25 de marzo, Día de Año Nuevo, y el 25 de diciembre caía necesariamente nueve meses después. Dietrich indicó el belén.
—En cualquier caso es un hermoso espectáculo.
—No es un «hermoso espectáculo» —le reprendió el prior—, sino una advertencia temible y solemne para los poderosos: «¡Contemplad a vuestro Dios: un niño pobre e indefenso!»
Algo sorprendido, Dietrich permitió que el prior y el abad lo escoltaran hacia el vestíbulo; lo hicieron despacio, pues el abad, un hombre mayor con una nube de pelo blanquecino en la cabeza casi calva, cojeaba.
—Gracias por traernos noticias del hermano Joachim —dijo el abad—. Informaremos al convento de Estrasburgo. —Entornó los ojos, recordando—. Un muchacho devoto, según recuerdo. Espero que le hayáis enseñado los peligros del exceso. No les vendría mal a los espirituales un poco de contención. —El abad miró de reojo a su prior—. Decidle que puede conseguirse acomodo. Marsilius ha muerto. Supongo que os habéis enterado. Todos han muerto ya, excepto Ockham, y está haciendo las paces con Clemente. Tiene que ir a Aviñón a pedir perdón.
Dietrich se detuvo en seco.
—Ockham. ¿Sabéis cuándo? No se imaginaba a Will pidiendo perdón a nadie.
—Será en primavera. El capítulo se reunirá y hará una petición formal. Clemente busca un modo de hacerle dar marcha atrás sin que sea demasiado obvio lo necio que fue Juan al expulsarlo. —El abad sacudió la cabeza—. Michael y los demás fueron demasiado lejos cuando acudieron al kaiser. Y no somos nosotros quienes tenemos que ordenar los asuntos de los reyes, sino que debemos cuidar de los pobres y afligidos.
—Eso puede requerir ordenar los asuntos de los reyes —dijo Dietrich.
El anciano guardó silencio un instante antes de preguntar suavemente:
—¿Habéis aprendido los peligros del exceso, Dietrich?
Al regresar a la iglesia de Nuestra Señora, Dietrich advirtió que una de las pescaderas que preparaba su puesto se había detenido a mirarlo. Se estremeció con la brisa, se subió la capucha y continuó caminando. Cuando miró atrás, ella estaba atando las cuerdas del tenderete. Había imaginado su interés. La gente había olvidado hacía tiempo.
La diócesis de Estrasburgo gobernaba Alsacia, Bisgrovia y la Selva Negra; pero un archidiácono residente en Friburgo hablaba en nombre del obispo. Dietrich lo encontró rezando en la capilla de la Reconciliación, y consideró una buena señal encontrar de rodillas a un hombre de tan alto rango.
Cuando el archidiácono se persignó y se puso en pie, vio a Dietrich y exclamó:
—¡Dietrich, viejo amigo! No te había visto desde París.
Era un hombre de habla tranquila y modales amables, y con una impaciencia acuciante en los ojos.
—Ahora tengo una parroquia en Hochwald. No tan grande como la tuya, Willi, pero es tranquila.
El archidiácono Wilhelm se persignó.
—Dios-nos-ama, sí. Demasiadas emociones estos últimos años pasados. Primero, Ludwig y Friedrich luchando por la corona, luego los barones (Endingen, Üsenberg y Falkenstein) arrasando Bisgrovia por Dios sabe qué motivos durante seis años…
Indicó la capilla de la Reconciliación, que los barones habían construido como ofrenda de paz.
—Luego el movimiento de los Armleder aplastando, quemando y ahorcando por doquier. Así que la locura pasó de los nobles al Herrenfolk, a la gente común. Dios sea alabado por estos diez años de paz… Dios y la Liga Suaba. Friburgo y Basilea fuerzan ahora a los barones a estar en paz, y Zürich, Berna, Constanza y Estrasburgo se les han unido, como tal vez hayas oído. Ven a dar un paseo. ¿Sabes algo de Aureoli o Buridan o alguno de los otros? ¿Sobrevivieron a la peste?
—No sé nada. Me han dicho que Ockham va a hacer las paces.
Willi gruñó y se acarició la barba entrecana.
—Hasta que escoja su próxima pelea. Debe de haberse dormido cuando en clase hablaban acerca de eso de «benditos sean los mansos». Tal vez los franciscanos no enseñan eso en Oxford.
En la nave, la cúpula parecía alzarse hasta el infinito y Dietrich vio lo que Gregor había querido decir cuando se refería a la iluminación interior. Junto a la entrada de la torre había una hermosa estatua de la Virgen flanqueada por dos ángeles, tallada según el viejo estilo del siglo anterior. Los vitrales eran modernos, menos los rosetones del crucero sur, también de estilo antiguo.
—Tengo una preocupante pregunta teológica, señoría. Dietrich le entregó el paquetito y explicó sucintamente sus pensamientos referidos a los krenken, a quienes describió como forasteros de un lugar terrible, gobernados en gran medida por el instinto en vez de por la razón. ¿Podía tener alma gente semejante?
—Puestos a errar —dijo Willi—, es mejor errar del lado de la cautela. Asume que tienen alma a menos que demuestren lo contrario.
—Pero su falta de razón…
—Das demasiado peso a la razón. La razón, y la voluntad, siempre están dañadas hasta cierto punto. Considera esto: un hombre aparta la mano del fuego sin sopesar antes argumentos sic et non. Estar sujeto a hábitos y condiciones no priva de ser un alma.
—¿Y si el ser poseyera la apariencia de una bestia y no de un hombre? —aventuró Dietrich.
—¡Una bestia!
—Un cerdo, tal vez, o un caballo, o… o un saltamontes.
Willi se echó a reír.
—¡Que vano argumento! Las bestias poseen las almas que les son apropiadas.
—¿Y si la bestia pudiera hablar y construir aparatos y…?
Willi dejó de caminar y ladeó la cabeza.
—¿Por qué te muestras tan agitado, Dietl, por una secumdum imaginationem? Esas preguntas son buenas preguntas de lógica en la escuela, pero no tienen ningún sentido práctico. Fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero Dios no tenía cuerpo material.
Dietrich suspiró y Willi le colocó una mano en el hombro.
—Pero por los viejos días de París, pensaré en el tema. Ése es el problema de las escuelas, ¿sabes? Deberían enseñar las artes prácticas: magia, alquimia, mecánica. Toda esa dialéctica está en el aire. —El archidiácono agitó una mano sobre su cabeza, meneando los dedos—. Na, nada gusta más a la gente que una buena disputa. ¿Recuerdas las multitudes en las discusiones públicas semanales? Te diré lo que pienso de entrada. —El archidiácono arrugó los labios y alzó un dedo—. El alma es la forma del cuerpo, pero no como la forma de una estatua es formatio et terminatio materiae, pues la forma no existe separada de lo material. No hay blancura sin un objeto blanco. Pero el alma no es una forma en este sentido simple, y en particular, no es la forma de la materia que informa. Por tanto, la forma de un ser no afecta el alma del ser, pues entonces algo inferior movería algo más alto, lo cual es imposible.
—El Concilio de Viena declaró lo contrario —sugirió Dietrich—. El noveno artículo decretaba que el alma es una forma como cualquier otra forma.
—O lo parecía. Pobre Peter Aureoli. Trató con mucho afán de reconciliar ese decreto con las enseñanzas de los Padres, pero eso es lo que pasa cuando dejas que un comité de aficionados se dedique a esos asuntos. Ahora, Dietl, dame un abrazo y me marcharé a reflexionar sobre tu problema.
Los dos se abrazaron unos instantes antes de concederse el beso de la paz.
—Que el Señor esté contigo, Willi —dijo Dietrich cuando se separaron.
—Deberías visitar Friburgo más a menudo —dijo el archidiácono.
Delante de la catedral, Dietrich torció el cuello en busca de las gárgolas que infestaban los aleros hasta que encontró la que había mencionado Gregor: un demonio agarrado a las paredes con las piernas muy largas y el culo sobre la plaza. Canalillos en los miembros conducían el agua de lluvia a través del trasero de la criatura hasta la plaza del mercado de abajo. La gente lo llamaba el cagón.
La risa de Dietrich atrajo la atención de una desaliñada dama que vendía pescado ahumado en un puesto cercano en la plaza de la Catedral.
—Buen día, sacerdote —dijo la mujer, que tenía acento de Alsacia—. Nada como la iglesia de donde viene, supongo.
—No. Nada como ella. Pero aquí no hay nada como de donde vengo.
Ella le dirigió una mirada peculiar.
—A la contra, ¿no? Conocí a un hombre así, sí señor. Podía dedicarle una hermosa sonrisa y él citaba a alguien alto y poderoso de París que pensaba que podía ser la Tierra la que giraba alrededor del Sol. Siempre tenía una segunda manera de mirar las cosas. —Ladeó la cabeza y lo estudió—. Os vi antes y os dais cierto aire… Venid, poned la mano aquí. Una cosa que nunca olvidaré es el contacto de su mano contra mi pecho.
Dietrich retrocedió y la mujer se echó a reír.
—Pero él no era ningún timorato —dijo—. No, nunca se echaba atrás ante estas cosas dulces. Ni ante otras más amargas, ¿eh? —Se volvió a reír, pero poco a poco guardó silencio. Cuando Dietrich se dio media vuelta, su voz lo detuvo antes de que diera unos cuantos pasos—. Lo buscaron —dijo—. Tal vez más que yo, pues querían colgarlo y yo no quería hallarme tan cerca. Supongo que no era el hombre adecuado para mí, tan bien hablado como era. Ya no lo andan buscando, pero puede que todavía lo ahorquen, si lo encuentran.
Dietrich cruzó a toda prisa la plaza hasta el callejón de la Manteca, donde desapareció en el entramado de calles que conducía a la Puerta de Suabia. Por fin, miró hacia atrás y vio que un niño se había reunido con la pescadera: un niño moreno de unos doce años, esbelto y musculoso y vestido de pescador. Dietrich vaciló un instante más, pero aunque el niño hablaba con su madre, no alzó la mirada y por eso Dietrich no llegó a verle la cara.
A lo largo de los días siguientes, a medida que el mercado se volvía más bullicioso, Dietrich evitó la plaza de la Catedral. Llegó a un acuerdo con un calderero para que hilara el lingote.
—Siempre que lo estires lo bastante fino para que pase por este ojo —le dijo Dietrich. Y mostró un artilugio que le habían dado los krenken.
El orfebre silbó.
—El calibre es enormemente fino, pero cuanto más fino lo hile, menos cobre usaré, así que desde luego tengo un buen motivo. —Se rió de manera un tanto brusca. Tras él, su aprendiz estaba sentado en un taburete con las tenazas en la mano, viendo a su maestro negociar.
—¿Cuándo estará hecho?
—Debo trabajar el hilo en varias reducciones para que no se endurezca. Veréis, primero debo reblandecerlo con fuego y martillearlo un poco a través de una matriz. Luego mi aprendiz lo sujetará con las tenazas y lo agitará de un lado a otro, sacando con cada movimiento más alambre a través del agujero de la matriz. Pero no puedo sacarlo tan fino de una sola vez o el hilo se romperá.
Dietrich no estaba interesado en los detalles de su trabajo.
—Mientras no haya soldaduras…
El orfebre estudió el lingote con avaricia.
—Doscientos palmos… Tres días.
Al cabo de tres días el mercado terminaría y Dietrich podría abandonar esa ciudad de ojos curiosos.
—Me parece bien. Volveré entonces.
Habló también con un vidriero sobre el coste de reparar las ventanas rotas de la iglesia y se aseguró que el hombre prometiera acudir a la montaña en primavera.
—He oído decir que tenéis langostas allá —dijo el vidriero—. Mala cosecha. Un tipo de San Blasien dijo que oyó langostas por todo el Katerinaberg. —El hombre reflexionó un momento, y luego añadió con un guiño—: Y dijo que los monjes de San Blasien expulsaron a un demonio. Una horrible criatura entró en los almacenes a robar comida. Así que los monjes prepararon una trampa una noche y lo expulsaron con fuego. El demonio huyó hacia el Feldberg, pero los monjes quemaron la mitad de la cocina en la hazaña. —Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada—. Quemaron la mitad de su cocina. Ja. Ustedes viven cerca del Feldberg. No habrán visto a esa criatura acercarse, ¿no?
Dietrich negó con la cabeza.
—No, no la hemos visto.
El vidriero hizo un guiño.
—Creo que los monjes estaban celebrando la vendimia. Yo mismo veo un montón de demonios de esa forma.
Cuando terminó el mercado, las carretas partieron hacia Hochwald con bolsas de monedas, piezas de tela y una sonrisa satisfecha en el rostro de Everard.
Dietrich no fue con ellos, pues la promesa del orfebre había sido demasiado optimista.
—Requiere un trabajo diferente —insistió el hombre—. El calibre es tan fino que sigue rompiéndose.
Era una súplica para aceptar un alambre más grueso, pero Dietrich no quiso oírla.
No le gustaba quedarse atrás, pero sin el alambre los krenken se quedarían eternamente, y había tenido una visión de lo que significaría eso. «Puede que todavía lo ahorquen, si lo encuentran.» Se quedó en la casa capitular de la catedral, comiendo con Willi y los otros, pero nunca salía por las puertas que daban al sur y nunca se aventuraba hacia el río Dreisam, donde las cabañas de los pescadores flanqueaban el curso debilitado por el otoño. Rezó por la mujer y su hijo (y por su hombre, si había encontrado uno nuevo), y rezó para poder al menos recordar su nombre. De vez en cuando, se preguntaba si había malinterpretado las palabras obscenas de una pescadera. Todo había sucedido en otra parte. Todo se había hecho pedazos al pie de las murallas de Estrasburgo, pisoteado bajo los cascos de la caballería alsaciana, lejos de Bisgrovia. Era demasiada coincidencia que ella estuviera allí. Eso implicaba demasiada crueldad por parte de Dios.
El alambre estuvo por fin listo en la conmemoración de Pirminius de Reichenau. Dietrich partió con un grupo de mineros que se dirigían a las montañas de plata, acompañándolos hasta que sus caminos divergieron y él siguió la ruta del norte hacia el valle de Kirchgartner. Allí encontró una caravana de Basilea, dirigida por un judío llamado Samuel de Medina, al servicio del duque Albrecht.
Dietrich consideró a Medina suntuoso y arrogante, pero tenía un gran contingente de guardias armados contratados en Friburgo y a las órdenes de un capitán Habsburgo con un salvoconducto firmado por Albrecht. Dietrich se tragó su orgullo y habló con el administrador del judío, Eleazar Abolafía, quien, como su amo, hablaba un español corrompido por muchas palabras de hebreo.
—No os prohibo caminar con nosotros —dijo el hombre con aire ofendido—, pero si no podéis mantener el paso, señor, os dejaremos atrás.
La caravana partió a la mañana siguiente con un tintineo de bocados y el gruñido de las ruedas de los carromatos. Medina cabalgaba un alazán adecuado a su tamaño mientras que Eleazar conducía una carreta que llevaba un pesado cofre de roble. Dos soldados cabalgaban por delante y otros dos detrás del grupo. El resto, todos a pie, se mezclaban con los demás viajeros y, de vez en cuando, se asomaban a la carreta. El grupo estaba formado por un mercader cristiano de Basilea, un comisionado de un comerciante de sales vienes y un tal Ansgar de Dinamarca, que llevaba una capa de peregrino adornada con insignias que representaban los altares que había visitado. Regresaba a Dinamarca tras su paso por Roma.
—La peste ha estado a punto de destruir la Ciudad Santa —le contó Ansgar a Dietrich—. Huimos a las montañas y el cielo tuvo piedad de nosotros. Florencia está devastada. Pisa…
—También Burdeos —dijo Eleazar subido al carro—. La peste apareció en los muelles y el mayor de Bisquale los hizo incendiar. Eso fue… —Contó con los dedos—. El segundo día de septiembre. Pero el fuego arrasó casi toda la ciudad, incluido el almacén de mi señor… Y también el Château de l'Ambriero, donde están los ingleses. La princesa Joan iba a casarse con nuestro príncipe. Ya había muerto de peste, me han dicho, pero el fuego consumió su cuerpo.
Dietrich y los peregrinos se persignaron e incluso el judío pareció triste, pues la peste mataba a cristianos, judíos y sarracenos con igual desprecio.
—No ha llegado a Suiza —comentó Dietrich.
—No —dijo el judío—. Basilea estaba limpia cuando partimos. Y también Zürich…, aunque eso no impidió que la ciudad expulsara a mi pueblo porque pensaron que podríamos traerla.
—Pero… —dijo Dietrich, sorprendido—, el Santo Padre ha condenado dos veces esa creencia.
Eleazar se encogió de hombros.
Dietrich dejó avanzar la carreta y se quedó junto al comerciante de Basilea, que llevaba de la brida su caballo alsaciano.
—Lo que el judío no os dirá —murmuró el hombre— es que los suizos tienen una confesión. Un judío llamado Agimet admitió haber envenenado los pozos de Ginebra. Los cabalistas lo enviaron con órdenes secretas, junto con otros.
Dietrich se preguntó cuánto habría ido embelleciéndose la historia al pasar de boca en boca. Si la cristiandad poseyera los habladores-lejanos de los krenken podría contarse la misma historia a todo el mundo, lo cual tal vez no aseguraría la verdad, pero al menos sí que todos oyeran la misma mentira.
—¿Se reafirmó ese Agimet en su confesión después?
El mercader se encogió de hombros.
—No, lo negó todo, lo cual demostró que estaba mintiendo; así que fue torturado por segunda vez y después se reafirmó en lo dicho.
Dietrich sacudió la cabeza.
—Esas confesiones no son convincentes.
El hombre de Basilea volvió a montar y desde la grupa preguntó:
—¿Sois entonces amante de los judíos?
Dietrich no dijo nada. El peligro había pasado ahora que el mal aire había dejado atrás París; pero el miedo continuaba en aquellas ciudades que se habían salvado. El pánico se alimentaba de los rumores y la pira se alimentaba del pánico.
Tanto se ensimismó Dietrich en sus pensamientos que hasta que no tropezó con la espalda del peregrino danés no descubrió que la caravana se había detenido y los supuestos guardias, junto con los caballeros del estandarte del halcón, habían rodeado la caravana con las espadas desenvainadas.
En el suelo, con la garganta limpiamente cortada de un tajo, yacía su capitán. Dietrich recordó que había venido con los judíos de Basilea, mientras que los otros soldados habían sido contratados en Friburgo para proteger el cofre. El muerto llevaba el águila Habsburgo en la librea; pero Dietrich sólo tuvo tiempo de mirarlo antes de que los otros cautivos y él fueran conducidos como ovejas sendero arriba hasta las puertas de la Roca del Halcón.