Manfred llamó a su banquete un simposium y prometió un debate entre Dietrich y Ockham como entretenimiento de sobremesa. Pero como algunas diversiones no son del gusto de todo el mundo, esto no sustituyó las canciones de Peter ni las acrobacias del enano ni la exhibición de platos y cuchillos del malabarista. El perro amaestrado del enano apenas arrancó una mueca a Will Ockham; pero Kunigunda y Eugen se rieron abiertamente, sobre todo cuando el perro le bajó las calzas al enano para descubrir su culo desnudo. Einhardt, como Manfred, prestó más atención a las canciones.
—Einhardt estaba molesto conmigo —le había confesado antes Manfred a Dietrich— por haberse perdido el torneo, así que con esto hago las paces con él.
Dietrich, tras haber verificado el famoso hedor del caballero, agradeció que su corpulenta esposa, lady Rosamund, se sentara entre ambos.
La mesa estaba repleta de aves y venado y era continuamente atendida por un incesante río de criados que traían platos, retiraban las bandejas vacías y esparcían por el suelo paja fresca mezclada con flores para ocultar los olores cuando pisaban. Tras cada asiento un paje esperaba para atender las necesidades de cada comensal. Tarkhan, acicalado y peinado para parecer respetable, atendía a su amo, pues los ritos de Malacai no le permitían comer de la despensa de Manfred, sino de sus propias provisiones, preparadas bajo su supervisión. Normalmente, dos de los sabuesos de Manfred deambulaban por la sala, carroñeando las sobras que caían de la mesa; pero, por respeto a la sensibilidad del judío, los animales habían sido apartados del festín. Sus penosos aullidos podían oírse levemente desde las perreras.
Eugen estaba sentado a la derecha de Manfred y Kunigunda a la izquierda. Junto a ellos se hallaban Dietrich y Will, con Malacai el judío a la derecha de Will. La esposa y la hija de Malacai permanecían en sus aposentos, para decepción de Eugen, que esperaba con ansia la exótica visión de mujeres cubiertas con velo. Lady Rosamund difícilmente podía ser una compensación.
A la izquierda de Einhardt, al pie de la mesa, se sentaba Thierry von Hinterwaldkopf. El caballero ya había cumplido sus días de servicio obligado, pero Manfred esperaba convencerlo para que sirviera unos cuantos días más y que lo ayudara a perseguir a los forajidos.
En un rincón, junto a la chimenea, se encontraban Peter el Minnesinger con sus dos ayudantes.
—Con el permiso de mein Herr —dijo, tensando las cuerdas hasta afinarlas—, voy a cantar algo de Perceval.
—¡Ese horrible cuento francés no! —se quejó Einhardt.
—No, señor caballero. —Peter se ahuecó el pelo y colocó el laúd sobre su regazo—. Cantaré la versión de Wolfam von Eschenbach, que todos los hombres consideran la más noble adaptación de la historia.
Manfred agitó una mano.
—Algo menos pesado —dijo—. Algo emocionante. Toca La canción del halcón.
Devoto del Arte Nuevo, Peter solía quejarse de la afición de Manfred por las Minnesong anticuadas, en las que todo eran figuras y símbolos, y hubiese preferido una lírica más moderna, con personajes reales que se movieran en paisajes reales. Sin embargo, La canción del halcón estaba diestramente construida y no se podía cambiar ningún verso sin estropear su métrica. Su autor, anónimo como solían ser los poetas de antaño, era solamente conocido como «el de Kürenburg».
Crié un halcón durante más de un año
Cuando como quería lo tuve adiestrado
y hube con cintas de oro sus plumas adornado
se alzó hasta las alturas y voló hacia otro lado.
Desde entonces lo he visto elegante, volando,
y con lazos de seda en las garras mostrando
con su abrigo de plumas que brillaba dorado.
Que Dios mantenga unido quienes viven amando.
Al escucharla, Dietrich se maravilló por cómo Dios podía aparecer en los lugares más inesperados, pues La canción del halcón le había dado la respuesta de Dios al problema de Ilse y Gerd. No importaba que Ilse hubiera sido bautizada y Gerd no, pues Dios uniría a los amantes.
Y a más que a los amantes. ¿No había criado Dietrich a Theresia para que fuera como él quería que fuera? ¿No había ella «volado hacia otro lado»? ¿No la había visto desde entonces «elegante, volando»? Sin duda que Dios volvería a unirlos una vez más. Una lágrima se abrió paso por su mejilla y Kunigunda, siempre atenta a quienes tenía cerca, se dio cuenta y colocó su mano en la suya.
Después, entre el estrépito de la cubertería y los Kraustrunks, la conversación de la mesa se centró en asuntos mundanos. La casa Bardi había seguido a la casa Peruzzi a la insolvencia, según les contó Ockham, y Malacai añadió que la plata se había vuelto escasa.
—Toda va a Oriente, para pagarle al sultán seda y especias.
—En su tratado sobre el dinero que me regaló mein Herr —dijo Dietrich—, el joven Oresme escribió que el dinero puede ser comprendido igual que el arco iris o el magnetismo. Declara que «si el príncipe fija una tasa en las monedas que difiere de los valores del oro a la plata en el mercado, la moneda devaluada desaparecerá de la circulación y la sobrevalorada permanecerá en curso».
—¿Una filosofía del dinero? —dijo Ockham.
—La plata en efecto compra más oro en Oriente —dijo Malacai, atusándose la barba.
—¡Así que «vuela a otro lado»! —rió Kunigunda.
—Que Dios no separe la plata de aquellos que la aman —añadió Thierry, mirando de reojo al judío.
—¡Bah! —dijo Einhardt—. Entonces el príncipe simplemente fija los precios del oro y la plata en el mercado para igualar los valores que pone a la moneda.
—Tal vez no —respondió Dietrich—. Jean Olivi argumentó que el precio de una cosa deriva del valor que le dan aquellos que quieren comprarla…, no importa lo que los mercaderes exijan o los príncipes decreten o cuánto trabajo haya en su creación.
Ockham se echó a reír.
—Es la retorcida influencia de Buridan. Oresme es su alumno, igual que lo fue el Hermano Ángelus aquí presente. —Hizo un gesto con la cabeza hacia Dietrich—. Y de uno de Sajonia, llamado Pequeño Alberto, se habla mucho. Ah, Dietl, tendrías que haberte quedado en París. Hablarían de ti del mismo modo.
—Dejo la fama para los demás —respondió Dietrich, cortante.
Cuando más tarde la charla regresó a la política, Ockham contó el infame avance de la corte de Wittelsbach a través de Italia veinte años antes, cuando habían quemado la efigie del Papa.
—Después de todo, ¿qué tiene que decir un francés en la elección del kaiser Romano?
—¡Sauwhol!—dijo Einhardt, saludando con su copa.
—Pensaba usar esto como tema de la disputa —dijo Manfred, indicando con un trozo de venado que sirvieran vino—. Cuéntanos tus argumentos, hermano Ockham, si no son meramente que comiste a la mesa de Ludwig.
Ockham apoyó la barbilla en su palma y se frotó la oreja con un dedo.
—Mein Herr —dijo después de un momento—, Marsiglio escribió que nadie podía contradecir al príncipe en su propia tierra. Naturalmente, quería decir que Jacques de Cahors no podía contradecir a Ludwig…, cosa que complacía a Ludwig enormemente. Y lo que quería decir de hecho era que era gibelino y echaba la culpa al Papa de todos los males de Italia.
—«Gibelino» —dijo Einhardt—. ¿Por qué no pueden pronunciar Vibligen los italianos?
Manfred estudió el dorso de su mano.
—¿Y no estás de acuerdo…?
Ockham habló con cautela.
—Argumenté que, in extremis, y si el príncipe se ha vuelto un tirano, entonces es legítimo que otro príncipe, incluso un Papa, invada su país y lo derroque.
Einhardt resopló y Thierry se envaró. Incluso Manfred se quedó quieto.
—Como los señores de Bisgrovia derrocaron a Von Falkenstein —terció Dietrich rápidamente.
Einhardt gruñó.
—Forajidos, doch.
La repentina tensión se alivió.
Manfred dirigió a Dietrich una mirada divertida. Arrojó al suelo el hueso de su venado y se volvió de nuevo hacia Ockham.
—¿Y cómo podemos saber cuándo el príncipe se ha vuelto un tirano?
El paje de Ockham volvió a rellenar el Krautstrunk del inglés y Ockham dio un sorbo antes de contestar.
—Habréis oído la máxima: «Lo que complace al príncipe tiene fuerza de ley.» Pero yo dije que: «Lo que complace al príncipe razonable y justamente por el bien común tiene fuerza de ley.»
Manfred estudió a su invitado con atención y se frotó la mejilla.
—El príncipe tiene siempre en mente el bien común —dijo.
Ockham asintió.
—Naturalmente, un príncipe que gobierna con la ley de Dios en el corazón así lo hará; pero los hombres son pecadores y los príncipes son hombres. Los hombres poseen ciertos derechos naturales que les ha concedido directamente Dios y de los cuales el príncipe no puede ser privado. El primero de los cuales es el derecho a su propia vida.
Eugen hizo un gesto con el cuchillo.
—Pero puede matarlo un enemigo o caer de peste u otra herida. ¿Qué derecho tiene a la vida un hombre que se ahoga en un río?
Ockham alzó el índice.
—Que un hombre posea un derecho natural a su propia vida significa solamente que su defensa de esa vida es legítima, no que esa defensa tenga éxito. —Extendió las manos—. En cuanto a otros derechos naturales, cuento el derecho a la libertad frente a la tiranía y el derecho a la propiedad. A esto último podemos renunciar cuando al así hacerlo se persigue la propia felicidad.
Ockham cortó la salchicha que el paje le había colocado delante.
—Como hacen los espirituales para imitar la pobreza del Señor y sus apóstoles.
Thierry se echó a reír.
—Bien. Así hay más para el resto de nosotros.
Ockham agitó la mano, sin hacerle caso.
—Pero con Ludwig muerto, cada hombre debe cuidar de lo suyo, así que voy a Aviñón a hacer las paces con Clemente. Esta salchicha está excelente.
Einhardt golpeó la mesa.
—Sois delgado para ser monje, pero veo que tenéis apetito de monje. —Luego volviéndose hacia Eugen, dijo—: Dime cómo ganaste esa cicatriz.
Ruborizándose, el joven Ritter contó sus hazañas en Burg Falkenstein. Al concluir el relato, el caballero imperial alzó su copa ante él.
—¡Viejos golpes llevados con honor! —exclamó.
Manfred y él volvieron a librar la batalla de Mühldorf, en la que Einhardt había luchado a favor de Ludwig Wittelbasch y Manfred por Friedrich Habsburgo, cada uno de los cuales quería la corona imperial.
—Ludwig tenía una esbelta figura —murmuró Einhardt—. Tenéis que haberlo notado, Ockham. Lo conocisteis. Un cuerpo muy notable, alto y esbelto. ¡Corno le gustaba bailar y cazar ciervos!
—Por ese motivo, la dignidad imperial le quedaba un poco grande —contrarrestó Manfred.
—¿No tenía gravitas? —Einhardt engulló un vaso de vino—. Bueno, tus Habsburgo son serios. Lo reconozco. El viejo Albrecht no podía pasar la sal en la mesa sin reflexionar sobre las implicaciones políticas. ¡Ja! Antes de tu época, creo. Yo era sólo un Junker, «Duro como el diamante», eso es lo que la gente decía de él.
—Sí —dijo Manfred—. Mirad lo que hizo en Italia.
Einhardt parpadeó.
—Albrecht no hizo nada en Italia.
Manfred se echó a reír y dio un golpe en la mesa.
—Por eso. Una vez. dijo: «Italia es el cubil de un león. Entran muchas huellas, pero ninguna sale.»
Todos los sentados a la mesa soltaron una carcajada.
El caballero mayor sacudió la cabeza.
—Nunca he comprendido por qué fue allí Ludwig. Al sur de los Alpes no hay nada más que italianos. No se les puede dar la espalda.
—Fue a instancias de Marsiglio —dijo Ockham—. Esperaba que el emperador zanjara las guerras civiles que había allí.
Manfred tomó un higo del cuenco y se lo metió en la boca.
—¿Por qué derramar sangre alemana para zanjar las disputas italianas?
—Los luxemburgueses sí que son de esos acerca de los cuales cantan los Minnesingers —dijo Einhardt—. Karl tiene 1a bolsa abierta para ellos, así que supongo que también cantarán sobre él. Por eso seguí a Ludwig. Entre vuestros agrios Habsburgo y los huidizos luxemburgueses, los Wittelbasch son gente alemana que habla sencillo y bebe cerveza, tan simples como esta salchicha.
—Sí —dijo Manfred—, tan simples como esta salchicha.
Einhardt sonrió.
—Bien, tendrían que estar locos para querer la corona. —Frunció la frente ante un plato de manjar blanco que el criado le había puesto delante—. Esto, he de decir, es más propio de un luxemburgués.
—Hablando de eso —dijo Thierry—, ¿qué ha sido de la vieja Boca-bolsillo?
Respondió Malacai el judío.
—Oímos en Regensburgo que la Gräfin Margaret permanece leal a su nuevo mando y que la revuelta del Tirol ha terminado.
—No se le puede reprochar —dijo Thierry—. Su primer marido era a la vez estúpido e impotente. Una esposa puede soportar una cosa u otra, pero no las dos a la vez.
—¡Ja! —dijo Manfred, alzando la copa—. ¡Bien dicho!
—El matrimonio es un sacramento —objetó Dietrich—. Sé que defiendes a Ludwig en esto, Will, pero ni siquiera un emperador puede anular un matrimonio.
Einhardt se inclinó por delante de su esposa y agitó un tenedor ante Dietrich.
—No, un matrimonio es una alianza. Las grandes casas —dijo, tocándose la sien— se pasan décadas planeando por anticipado, ¡décadas!, empujando a sus hijos como si fueran piezas de ajedrez a los lechos nupciales del Imperio. Pero en esto es en lo que Ludwig fue tan listo… para ser un cabeza de salchicha. Boca-bolsillo detestaba a Hans-Heinrich, pero no quiso rechazar una alianza-matrimonio con Luxemburgo sin obtener a cambio otra de igual valor. Así que Ludwig le concede el divorcio… ¡y entonces la casa con su hijo! —Golpeó la mesa con la palma y las copas bailaron—. ¡Y así, pfff! Luxemburgo pierde el Tirol ante Wittelbasch.
—Para ser un movimiento tan inteligente, resultó un poco demasiado obvio —dijo Thierry.
—Bueno, Ludwig hace un segundo movimiento de ajedrez —dijo Einhardt—. Se queda con Bavaria, y su hijo posee ahora Tirol y la Marca de Brandenburgo, que rodea Bohemia… por si Luxemburgo crea problemas, ¿ja? Y cuando las otras casas se quejan de nepotismo, le quita Carintia al Tirol, lo que no cambia nada pero contenta a todo el mundo.
—Y os daréis cuenta —añadió Manfred— que Habsburgo obtuvo Carintia… sin necesidad de besar a la Condesa Fea.
Más risas. Einhardt se encogió de hombros.
—¿Qué importa? Luxemburgo gobierna Europa. No veréis de nuevo a un Habsburgo en el trono imperial.
Manfred le sonrió a su manjar blanco.
—Tal vez no.
—Luxemburgo tiene tres votos en el bolsillo.
—Son necesarios cuatro —dijo Thierry—. ¿Han resucito la disputa en Mainz?
Einhardt sacudió la cabeza.
—El nuevo perrito faldero del Papa… ¿quién es? —Chasqueó los dedos.
—Gerlach de Nassau —le dijo Ockham.
—Ése mismo. Le ha dicho a todo el mundo que es el nuevo arzobispo, pero Heinrich no quiere entregar su sede. ¿Veis lo astuto que es todo esto? Gerlach no es nadie. ¿Quién teme que la casa Nassau se apodere de Mainz?
—Si puede echar al conde Heinrich —dijo Thierry.
—Veamos. —Einhardt fue contando con los dedos—. Karl tiene el voto bohemio y su hermano Baldwin es arzobispo de Trier. Ya son dos. Y cuando la casa Luxemburgo dice «rana» el arzobispo Waldrich pregunta hasta dónde debe saltar. Excepto que se cree Rey de las Ranas. ¡Ja-ja! Así que con el voto de Colonia ya son tres. En cuanto a los Wittelsbach… Bueno, el pequeño Ludwig tiene Brandenburgo, corno he dicho, y su hermano Rudolf es conde palatino, lo que suma dos votos. Con Mainz en la cuerda floja, ambas familias le hacen la corte al otro Rudolf, el duque de Saxe-Wittenburg. ¡Ja! ¡La casa Welfen tiene la llave!
Manfred sonrió mansamente.
—El equilibrio cambiará antes de que el Capítulo tenga que volver a votar. Sin embargo… Nadie pensó tampoco que Ludwig se moriría de pronto.
—La partida del kaiser estaba cazando en los bosques de alrededor de Fürstenfeld —recordó Ockham—. Yo estaba en el albergue con los demás cuando lo trajeron. Un campesino lo encontró en el suelo junto a su caballo, como si se hubiera quedado dormido.
—Un hombre en el verano de su vida, además —dijo Einhardt—. Apoplejía, he oído decir.
—Demasiadas salchichas —sugirió Manfred.
—No murió de hambre —admitió Ockham.
—Ni yo —dijo Einhardt—. Esta comida es excelente, Manfred. Lástima que no todos nosotros podamos disfrutarla. —Miró a Malacai—. Por cierto, ¿qué es eso que he oído sobre tus demonios invitados?
La cuestión, por inesperada, produjo un silencio momentáneo en la mesa.
—He fundado un lazareto en el Bosque Grande —dijo Manfred desenfadadamente—. Los leprosos que hay allí son horribles de aspecto, pero son tan mortales como tú y como yo.
Thierry sonrió a la nada; Eugen miró su copa. Lady Kunigunda miró a su padre. Ockham escuchaba con interés. Malacai se atusó repetidamente la barba y sus ojos no se perdieron nada.
—Ja. Algunos de tus hombres han estado contando historias —repuso Einhardt—. Dicen que los llevaste contigo a la Roca del Halcón. —El anciano se volvió hacia su esposa—. ¿Ves, querida? No hay nada de esas historias.
Lady Rosamund era una mujer carnosa e indignada.
—Entonces ¿qué es lo que vi? —Se volvió hacia la gente de Hochwald—. Hace dos semanas, oí un ruido extraño en mi rosaleda, pero cuando fui a mirar, vi… no sé qué. Unos horribles ojos amarillos, enormes brazos y piernas… Como un saltamontes gigante. Saltó al cielo y voló, voló en esa dirección. ¡Luego vi mis rosas masticadas y escupidas en el suelo!
—Un saltamontes gigante… —dijo Malacai lentamente.
Einhardt le dio una palmadita en el brazo.
—Alguna bestia entraría en el jardín, querida. Eso fue todo.
Pero estudió a Manfred con suspicacia.
Por la mañana, Dietrich escoltó a Ockham hasta el paso del camino a Oberreid. Ockham llevaba su mula, a la que llamaba Hipótesis Menor. Se detuvo y le frotó el hocico. Se había echado atrás la capucha, de modo que al amanecer su salvaje cabello parecía un laurel de llamas contra el sol naciente.
—Te has dejado crecer la tonsura, Dietl —dijo.
—Ahora soy un sencillo cura de diócesis. Ya no soy mendicante.
Ockham lo estudió.
—Puede que hayas dejado tu voto de pobreza, pero no puedo decir que hayas ganado riquezas al hacerlo.
—La vida aquí tiene sus dones.
—Si hubieras aprendido a halagar al kaiser, no tendrías que vivir en la Selva Negra.
—Si tú hubieras aprendido a vivir en la Selva Negra, no tendrías que halagar al kaiser.
Ockham sonrió débilmente y miró hacia el este, hacia Munich, Praga, Viena, las capitales de las grandes casas.
—Cierto —dijo, y un momento después añadió—: Había emoción en todo aquello, la sensación de que estábamos consiguiendo cosas en el mundo. «Si me defendéis con vuestra espada», le dije a Ludwig, «yo os defenderé con mi pluma.»
—Me pregunto si lo habría hecho, de haber llegado el caso.
Ockham se encogió de hombros.
—Ludwig estaba en mejor situación. Pero cuando haya sido largamente olvidado, los hombres me recordarán a mí.
—¿Tan malo es ser olvidado? —preguntó Dietrich.
Ockham se dio la vuelta y tensó la cincha de la silla de la mula.
—Háblame de esos demonios y saltamontes.
Dietrich lo había visto estudiar el tejado de la iglesia y sabía que había notado la ausencia de las «gárgolas». Y la esposa de Einhardt los había descrito.
Suspiró.
—Hay islas incluso más allá de las Canarias. Las mismas estrellas del cielo son islas lejanas y en ellas viven…
—Saltamontes —sugirió Ockham—, en vez de canarios.
Dietrich negó con la cabeza.
—Seres como tú y como yo, pero con una forma externa que recuerda a los saltamontes.
Ockham se echó a reír.
—Podría acusarte de multiplicar entidades, excepto que… —Miró de nuevo hacía los aleros de la iglesia—. ¿Cómo sabes que esos saltamontes viven en una estrella?
—Ellos me lo dijeron.
—¿Puedes estar seguro de que dijeron la verdad? Un saltamontes puede decir lo que quiera y no ser más sincero que un hombre.
Dietrich rebuscó en su zurrón.
—¿Quieres hablar con uno?
Ockham estudió el arnés de cabeza que sacó Dietrich. Lo tocó torpemente con el dedo.
—No —dijo, retirando la mano—. Mejor que sepa lo menos posible.
—Ah. —Dietrich apartó la mirada—. Manfred te ha contado lo de la acusación.
—Me preguntó si hablaría en tu favor ante el magistrado.
Dietrich gruñó.
—Sí, como si la palabra de un hereje tuviera peso para ellos. Si alguien hace preguntas sobre asuntos diabólicos durante mi estancia aquí, podré responder sinceramente que no vi nada.
—Gracias, viejo amigo.
Los dos se abrazaron y Dietrich ayudó a Will a montar.
Ockham se acomodó.
—Temo que hayas malgastado tu vida en este pueblecito insignificante.
—Tenía mis razones.
Y también las tenía para quedarse. Dietrich había llegado a Oberhochwald buscando solamente refugio, pero ya era su rincón del mundo, y conocía cada árbol, cada roca y arroyo como si le hubieran hecho chocar la cabeza contra ellos en su juventud. No hubiese podido vivir de nuevo en París. Antes sólo le parecía mejor porque era más joven, y no había conocido aún la felicidad.
Después de que el Viejo Inceptor se marchara, Dietrich regresó a la aldea, donde encontró a su granjero, Herwyg el Tuerto, camino de los campos.
—Se ha marchado, pastor —rezongó el viejo—. Y no demasiado tarde.
—¿Y…? —inquirió Dietrich, preguntándose qué podría tener Herwyg contra Ockham.
—Dejó Niederhochwald esta mañana, con carreta, harén y todo. Se dirigió a Friburgo con las primeras luces.
—¿El judío?—Pese al sol de junio, Dietrich sintió frío de pronto— Pero si iba a Viena.
Herwyg se frotó la barbilla.
—No puedo decirlo, ni me importa. Es una criatura retorcida. Kurt el porquero, que está casado con mi prima, oyó al viejo judío decir que pondría fin al ángelus. ¡Qué infamia! Sin las campanas, ¿cómo sabría la gente cuándo dejar de trabajar?
—El ángelus —dijo Dietrich.
Herwyg se acercó más y bajó la voz, aunque no había nadie para oírlo.
—Y el tipo puede que haya visto también a vuestros huéspedes especiales. Kurt los oyó hablar de bestias sucias y demonios voladores. Kurt vino para acá inmediatamente, porque quería ser el primero en dar la noticia.
Herwyg escupió en el suelo, pero Dietrich no esperó a que aclarara si lo hacía por los judíos, por el gusto de su prima en maridos o simplemente porque tenía flema en la garganta. Se dirigió a la iglesia vacía, donde, entre las imágenes de santos dolientes y criaturas de otra tierra, cayó de rodillas y suplicó de nuevo la absolución que había suplicado durante más de una docena de años.