VI. SEPTIEMBRE DE 1348 Los Estigmas de San Francisco

Se hacían llamar los krenken, o algo a lo que la lengua humana no podía acercarse; pero Dietrich no pudo discernir de inmediato si el término era tan amplio como «humano» o tan concreto como «habitante de la Selva Negra».

—Desde luego, parecen enfermos —dijo Max después de una visita, y se rió la gracia, pues krenk sonaba muy parecido a la palabra «enfermo» en alemán. De hecho, con su forma larguirucha y su tez gris, el nombre le parecía a Dietrich un incómodo ejemplo de capricho divino.

Theresia había querido acompañarlos con hierbas.

—Es lo que Dios Nuestro Señor habría hecho —dijo, cosa que avergonzó a Dietrich, pues a él mismo le preocupaba más verlos marchar que curarlos y, aunque admitía que curarlos era un medio eficaz para lograr ese fin, había que hacer el bien por el bien mismo y no como medio para conseguir otro bien. Sin embargo, era reacio a admitir a Theresia en el círculo de aquellos que conocían la existencia de los krenken. Seres de tan extraño aspecto y poderes atraerían el interés, destruyendo para siempre el aislamiento de Dietrich… y cuatro era ya un número suficientemente alto para guardar secretos. Contentó a Theresia recurriendo a las instrucciones del Herr, pero ella le dio las pociones de todas formas. Los krenken parecieron mejorar o no con su uso, igual que los humanos.

A medida que el verano transcurría, Dietrich visitaba el campamento cada pocos días. A veces iba solo, a veces con Max o Hilde. Hilde cambiaba vendajes y limpiaba las heridas, que sanaban lentamente, y Dietrich les enseñaba a Kratzer y Gschert suficiente alemán a través de los buenos oficios de la cabeza parlante para que ellos entendieran que tenían que marcharse. Su respuesta hasta el momento había sido una negativa cortés, pero no quedaba claro si era por deseo propio o por incomprensión.

Max se sentaba a veces con él durante aquellas sesiones. Como ejercitarse era para él algo natural, ayudaba con la repetición y el juego continuo necesario para comunicar el significado de muchas palabras. Más a menudo, el sargento vigilaba a Hilde como si fuera su ángel guardián y luego, cuando terminaba su desinteresada labor, la escoltaba de vuelta a Oberhochwald.

El Heinzelmännchen aprendió rápidamente alemán, pues la cabeza parlante, una vez que aprendía un uso, no lo olvidaba nunca. Poseía una memoria prodigiosa, aunque las lagunas en su comprensión eran curiosas. Había aprendido lo que significaba «día» intuitivamente, escuchando hablar a la gente en la aldea, pero lo que significaba «año» lo sorprendió por completo cuando se lo explicó. Sin embargo, ¿cómo podía ninguna raza del hombre, por distante que fuera su patria, no conocer el recorrido del sol? También ocurría lo mismo con la palabra «amor», que el aparato confundía con la griega eros debido a desafortunadas observaciones clandestinas acerca de las cuales Dietrich consideraba mejor no indagar.

—Es una agrupación intuitiva de poleas y engranajes —le dijo Dietrich al sargento después de una sesión—. Aprende de inmediato cualquier palabra que sea un signo en sí misma, es decir, las que se refieren a seres o acciones de los seres; mientras que se confunde con las que significan especies o relaciones. Por ejemplo, tuvo claro el significado de «casa» y «castillo», pero el de «habitación» tuve que aclarárselo.

Max sonrió.

—Tal vez no tiene tan buena educación como tú.


En septiembre el año hizo una pausa, cansado de la cosecha, y tomó aliento para la siembra de otoño, la vendimia y la matanza. El aire se volvió frío y las hojas de los árboles temblaron de expectación. Tiempo suficiente, entre el verano y las labores de otoño, para terminar las reparaciones del Gran Incendio y casar a Seppl y Ulrike.

La boda tuvo lugar en los prados de la aldea, donde los testigos podían congregarse alrededor de la pareja. Allí, Seppl declaró su intención y Ulrike, vestida con el traje amarillo tradicional, dio su consentimiento, después de lo cual todos subieron la colina de la iglesia. El Concilio de Letrán había exigido que todas las bodas fueran públicas, pero no que la Iglesia participara en ellas. Sin embargo, a pesar de sus pérdidas en el incendio, Félix había querido una misa nupcial para la de su hija. Dietrich predicó un sermón sobre la historia y el desarrollo del matrimonio, y explicó cómo era una metáfora de Cristo casado con su Iglesia. Estaba explicando el contraste entre Muntehe, o alianza familiar, y Friedehe, la unión amorosa preferida por la Iglesia, cuando sintió la inquietud de los congregantes y la creciente concupiscencia de la pareja, y concluyó su sermón de un modo apresurado y poco razonado.

Los amigos y parientes acompañaron a la pareja desde la iglesia hasta una cabaña que Volkmar había preparado para ellos, y los vieron acostarse juntos, dando valiosos consejos de última hora todo el rato. Luego los vecinos se marcharon y esperaron ante la ventana. Dietrich, que se había quedado en la iglesia, oyó los gritos y los golpes a las cacerolas que llegaban hasta la cima de la colina. Se volvió hacia Joachim, que le estaba ayudando a recoger el altar.

—Es asombroso que los jóvenes se casen en público, si tienen que soportar todo esto.

—Sí —respondió Joachim, con expresión sombría—. Un matrimonio en el bosque tiene sus ventajas.

La observación del minorita estaba cargada de ironía y Dietrich se preguntó qué habría querido decir con ella. La ventaja de los votos pronunciados en privado es que son fáciles de negar después. En ausencia de testigos, ¿quién podía decir qué se había prometido o si se había dado consentimiento? Un matrimonio prometido en la agonía de la pasión podía desvanecerse como esa misma pasión. Para combatir este mal, la Iglesia insistía en las bodas públicas. Incluso así, muchas parejas todavía intercambiaban sus votos en el bosque… ¡y hasta en la misma cama!

Dietrich dobló por la mitad el mantel del altar y luego otra vez por la mitad. Decidió que Joachim había pretendido remachar con humor su propia observación.

Doch —dijo, y eso le valió una brusca mirada, rápidamente reprimida, por parte del franciscano.

Las chozas reconstruidas fueron bendecidas en la conmemoración del papa Cornelio, todavía recordado como amigo de los pobres y por tanto un patrón auspicioso para semejante bendición, Lueter Holzhacker condujo una tropa de hombres hasta el Bosque Pequeño, al pie de la colina de la iglesia y allí taló un pino, quizá de siete metros de altura, que llevaron al prado con gran ceremonia. Los hombres pelaron el tronco de mitad para arriba, dejando intactas las ramas más altas y liberando el dulce aroma de la madera virgen. Decoraron las ramas restantes con coronas, guirnaldas y otros adornos, y una profusión de banderas de colores. Luego levantaron el árbol en el agujero preparado en una esquina de la cabaña de Félix Ackermann.

Después, hubo cantos y bailes y se sirvieron grandes jarras de cerveza y la carne de un cerdo asado que Ackermann y los hermanos Feldmann ofrecieron conjuntamente como regalo a sus vecinos. Las celebraciones se extendieron por toda la calle, alcanzando también el pozo, el horno y el prado del molino.

Los soldados que habían ayudado a combatir el incendio acudieron desde el Burg para unirse a la fiesta. Eran algo fanfarrones y endurecidos. A su lado los jóvenes de la aldea parecían unos inocentes. Más de una doncella se dejó embaucar por historias de tierras lejanas y acciones intrépidas, y más de un soldado se dejó engatusar por una bella doncella. Los padres ardían de recelo y las madres de desaprobación. Hombres como aquellos rara vez poseían tierras, y eran poca cosa para la hija de un campesino.

Después de bendecir solemnemente el árbol y las cabañas, Dietrich se mantuvo aparte y observó las celebraciones. Era solitario por naturaleza: uno de los motivos por los que había ido a vivir a aquella aldea remota. Buridan a menudo lo castigaba por esa tendencia. «Vives demasiado dentro de tu cabeza y, aunque a veces es una cabeza muy interesante, también debe de ser un sitio solitario», le decía el maestro. La broma le había hecho mucha gracia al visitante de Oxford, quien al encontrar a Dietrich leyendo sus libros en lugares solitarios por toda la universidad, empezó a llamarlo doctor seclusus. Ockham poseía la mente más brillante que Dietrich hubiese conocido, pero sus afectos a menudo le causaban problemas. Era un hombre hábil con las palabras que poco después había descubierto que el mundo se componía de algo más que de palabras, pues había sido convocado a Aviñón para ser interrogado.

—Pensarán que sois poco amigable —dijo Lorenz, apartándolo de aquellos recuerdos—. Estáis aquí sentado junto al árbol mientras todos los demás están allí.

Indicó los sonidos de violines, silbatos y gaitas, una mezcla de ruidos con la apariencia de canciones populares, aunque atenuada un poco por la distancia y las risas, de modo que sólo tenían sentido fragmentos dispersos de la tonada.

—Estoy vigilando el árbol —dijo Dietrich muy serio.

—¿Ah, sí? —Lorenz volvió la cabeza hacia los alegres adornos que aleteaban en la copa del árbol. La brisa agitaba las banderas y guirnaldas de modo que también el árbol parecía bailar—. ¿Y quién podría robar una cosa así?

—Grim, tal vez. O Ecke.

Lorenz se echó a reír.

—Qué gracioso.

El herrero se sentó en el suelo y se apoyó contra la pared de la cabaña de Ackermann. No era un hombre grande (Gregor le superaba en altura), pero estaba templado como el metal con el que trabajaba: era inmune a los golpes más fuertes y tan flexible como el famoso acero de Damasco. Tenía el pelo negro, como el de un italiano, y la piel manchada por el humo de la fragua. Dietrich a veces lo llamaba Vulcano, por motivos obvios, aunque sus rasgos eran finísimos y su voz más aguda de lo que cabía esperar en un hombre con semejante apodo. Su esposa era una mujer guapa, más grande y mayor que él, de rasgos fuertes y conducta casta. Dios no los había bendecido con hijos.

—Siempre me encantaron esas historias cuando era joven —confesó el herrero—. Dietrich de Berna y sus caballeros combatiendo a Grim y los otros gigantes; engañando a los enanos; rescatando a la Reina de Hielo. Cuando imagino a Dietrich, siempre se parece a vos.

—¡A mí!

—A veces imagino nuevas aventuras para Dietrich y sus caballeros. Pensaba que podría escribirlas, si supiera de letras. Había una… La situé en la época que el héroe pasó con el rey Etzl, que me parecía especialmente buena.

—Siempre puedes contar tus historias a los niños. No hace falta saber de letras para eso. ¿Sabías que el verdadero nombre de Etzl era Atila?

—¿De veras? Pero no, nunca me atrevería a contar mis historias. No serían de verdad, sólo invenciones.

—Lorenz, todas las historias de Dietrich son invenciones. El casco invisible de Laurin, la espada encantada de Wittich, el brazalete de la sirena que llevaba Wildeber. Los dragones y los gigantes y los enanos. ¿Cuándo has visto tales cosas?

—Bueno, siempre había supuesto que en estos tiempos ruines hemos olvidado cómo forjar espadas encantadas. Y en cuanto a los dragones y los gigantes… Vaya, Dietrich y los demás héroes los mataron a todos.

—¡Los mataron a todos! —rió Dietrich—. Sí, eso salvaría las apariencias.

—Habéis dicho que Etzl fue real. ¿Qué hay de los reyes godos? ¿Teodorico y Ermanarico?

—Sí, todos vivieron en tiempos de los francos.

—¿Hace tanto?

—Sí. Fue Etzl quien mató a Ermanarico.

—¿Lo veis?

—¿Ver qué?

—Si ellos fueron reales (Etzl y Ermanarico y Teodorico), entonces ¿por qué no Laurin el enano o Grim el gigante? ¡No os riáis! Una vez conocí a un buhonero de Viena que me contó que, cuando estaban construyendo la catedral allí, encontraron unos huesos enormes enterrados. Así que los gigantes fueron reales, y sus huesos estaban hechos de piedra. Llamaron al pórtico la Puerta de los Gigantes por esa causa. No podrían haberlo hecho si fueran sólo invenciones.

El sacerdote se rascó la cabeza.

—Alberto el Grande describió esos huesos. Pensaba, como Avicena, que se habían vuelto de piedra por algún proceso mineral. Pero puede que fueran los huesos de algún gran animal perdido en el Diluvio y no de hombres gigantescos.

—Tal vez los huesos de un dragón, entonces —sugirió arteramente Lorenz, acercándose y colocándole una mano conspiradora en el brazo.

Dietrich sonrió.

—¿Eso crees?

—Vuestra jarra está vacía. Os traeré otra.

Lorenz se puso en pie pero vaciló antes de marcharse.

—Corren habladurías —dijo tras una pausa.

Dietrich asintió.

—Suele haberlas. ¿Sobre qué?

—Dicen que vais demasiado a menudo al bosque con Frau Müller.

Dietrich parpadeó y miró su jarra vacía. Se preguntó por qué le sorprendía enterarse de esos chismes.

—Dicho llanamente, amigo mío, el Herr ha creado un lazareto…

—En el Bosque Grande. Ja, doch. Pero sabemos qué pie calza Frau Müller y, si está de verdad cuidando a los leprosos, será por otro par de zapatos.

También Dietrich se preguntaba por qué una mujer tan egoísta y orgullosa había insistido en practicar la caridad.

—Juzgar de esa manera es pecado, Lorenz. Además, Max el suizo suele venir con nosotros.

El herrero se encogió de hombros.

—Dos hombres en el bosque con su esposa difícilmente tranquilizarán al molinero. Sólo he dicho lo que he oído. Sé… —Hizo una pausa y volcó la jarra que tenía en la mano. Era como si su alma se hubiera retirado de las dos ventanas de su rostro. Los restos de cerveza cayeron al suelo—. Sé la clase de hombre que sois, así que os creo.

—Podrías intentar creer con más convencimiento —dijo Dietrich bruscamente, de modo que Lorenz se volvió hacia él, molesto, antes de marcharse.

El herrero era un hombre amable (algo sorprendente, dada su fuerza), pero le podían los chismes.

Felix e Ilse fueron a darle un par de gallinas por la bendición de su casa. Dietrich las hubiese rechazado, pero el invierno se acercaba e incluso los sacerdotes tienen que comer. Los huevos serían apreciados y, más tarde, el guiso. A cambio, Dietrich buscó en su zurrón y sacó la muñeca de madera para su hijita. La había pulido para eliminar las partes chamuscadas y había sustituido los brazos y piernas quemados por palos nuevos que había encontrado. El pelo era de su propia cabeza. Pero María tiró la muñeca al suelo y exclamó:

—¡Ésa no es Anna! ¡No es Anna! —Y echó a correr hacia la cabaña reconstruida, dejando a Dietrich arrodillado en el suelo.

Con un suspiro, volvió a guardar la muñeca en su zurrón. No se trataba de la muñeca, pensó. La muñeca era sólo una figura de palos y trapos. Esas cosas no tenían nada de precioso. Se levantó y recogió la caja de madera con las gallinas.

—Ahora venid, hermanas gallinas —dijo—. Conozco a un gallo que está ansioso por conoceros.

«Algo que ha sido reparado nunca es como era», pensó mientras regresaba a la rectoría. Aunque las piezas fueran sustituidas, los recuerdos no podían serlo nunca.


Dos años antes de su muerte, mientras rezaba fervorosamente en el monte Alvernia, san Francisco de Asís recibió en su cuerpo una impresión de las sagradas heridas de Cristo. Tres cuartos de siglo más tarde, el papa Benedicto XI, un hombre erudito, enfermizo y amante de la paz, intranquilo sin la compañía de su orden dominica, estableció la fiesta como signo de buena voluntad hacia la orden rival. Así que, aunque Hildegarde de Bingen era la santa del día, Dietrich leyó la misa Mihi autem para honrar a Francisco y como gesto fraternal hacia su huésped. Esto tal vez decepcionara a Theresia, pues la abadesa Hildegarde, autora de un famoso tratado sobre medicina, era una de sus favoritas; pero, si fue así, no protestó.

La misa acababa de terminar cuando Joachim se tiró de bruces en el suelo recién fregado, ante el altar. Dietrich, que guardaba los cálices, pensó que la exhibición era inadecuada. Cerró el armario y rodeó al monje postrado mientras cruzaba el santuario.

—Hoy en Gálatas —dijo—, Pablo nos ha dicho que no importa que llevemos marcas visibles mientras nos convirtamos en hombres nuevos.

Las oraciones de Joachim se interrumpieron bruscamente. Al cabo de un momento el hombre se puso de rodillas, se persignó y se dio la vuelta.

—¿Eso es lo que pensáis?

—En Galacia, los judíos que no habían aceptado a Cristo criticaban a aquellos que lo habían hecho, porque los paganos gálatas que también habían sido salvados no seguían la Ley de Moisés. Así que los judíos cristianos instaron a los gálatas cristianos a circuncidarse, con la intención de usar esa marca externa para apaciguar a sus acusadores. Pero los gálatas tenían terror a las mutilaciones corporales, así que se produjo un gran alboroto. Pablo les escribió para recordarles que los signos externos ya no importaban.

Joachim apretó los labios y Dietrich pensó que iba a replicarle, pero se puso en pie y se alisó la túnica.

—No estaba rezando por eso.

—¿Porqué, entonces?

—Por vos.

—¡Por mí!

—Sí. Sois un buen hombre, creo; pero sois frío. Preferís pensar en el bien que hacerlo y os parece más atrayente debatir sobre ángeles y cabezas de alfiler que vivir la auténtica vida de pobreza de los compañeros del Señor…, cosa que sabríais, sí pensarais en lo que quería decir Pablo en esa carta.

—¿Tan santo eres, pues? —dijo Dietrich, algo acalorado.

—Soy plenamente consciente de que el corazón de los hombres no siempre alberga lo que proclaman sus labios… ¡ja, desde la infancia! ¡Muchos proclaman a Jesús con su lengua y lo crucifican con sus manos y sus cuerpos! Pero en la Nueva Era el Espíritu Santo guiará al Hombre Nuevo para que se perfeccione en el amor y el espíritu.

Ja doch —dijo Dietrich—. «La Nueva Era.» ¿Fue Carlos de Anjou o Pedro de Aragón quien la inició? Se me ha olvidado.

Había profetizado la Nueva Era Joaquín di Fiore. París lo había considerado un fraude y un futurólogo aficionado, pues sus seguidores aseguraban primero que la Nueva Era comenzaría en 1260 y luego en 1300 dependiendo del viento político que soplara en las Dos Sicilias. De Fiore decía que san Francisco había sido una reencarnación del propio Cristo, algo que para Dietrich era a la vez impío y lógicamente imperfecto.

—«El hombre carnal persigue a los nacidos del espíritu» —citó Joachim—. Oh, tenemos muchos enemigos: el Papa, el emperador, los dominicos…

—Yo consideraría a papas y emperadores enemigos suficientes sin tener que enfrentarme a los dominicos.

Joachim echó atrás la cabeza.

—Burlaos. La Iglesia visible, tan corrompida por Pedro con falsificaciones judías, siempre ha perseguido a la Iglesia pura del espíritu. ¡Pero Pedro desaparece y el amado Juan aparece! ¡La muerte azota la tierra; los mártires arden! ¡El mundo de los padres será sustituido por un mundo de hermanos! ¡El Papa ya ha sido expulsado y los emperadores gobiernan en su nombre!

—Lo cual nos deja todavía a los dominicos —dijo Dietrich secamente.

Joachim bajó los brazos.

—Las palabras cuelgan como un velo ante vuestra comprensión. Subordináis el espíritu a la naturaleza, y a Dios mismo a la razón, y por eso no podéis ver. Dios no es ser, sino que está por encima del ser. Está en todas partes en cualquier momento, en momentos y lugares que no podemos conocer excepto mirando en nuestro interior. Es todas las cosas porque combina todas las perfecciones de una forma que está más allá de nuestra comprensión. Pero cuando vemos más allá de las limitaciones de cosas como la «vida» y la «sabiduría», lo que queda es Dios.

—Lo cual no parece estar más allá del alcance de la comprensión en absoluto y reduce a Dios a un mero residuum. Predicas platonismo recalentado como las gachas de ayer.

El rostro del joven se cerró.

—Soy un pecador. Pero si rezo a Dios para que perdone mis pecados, ¿tan terrible es que incluya también los vuestros?

Se inclinó y volvió a levantarse con una ramita de avellano que se había caído de la cesta de Theresia. Los dos se marcharon sin decir nada más.


Dietrich siempre se ponía nervioso en sus reuniones con los krenken.

—Es la inmovilidad de sus rasgos —le decía a Manfred—. Carecen de capacidad para sonreír o fruncir el gesto, no digamos ya expresiones más sutiles. Tampoco tienden a gesticular o expresarse de otro modo, y los rodea un aire de amenaza. Parecen estatuas que hubieran cobrado vida.

Ése había sido uno de los terrores de su infancia. Recordaba haber estado sentado junto a su madre, en la catedral de Colonia, contemplando las estatuas en sus nichos, y cómo el aleteo de las velas hacía que pareciera que se movían. Pensaba que si las miraba demasiado se enfadarían y bajarían de sus pedestales para ir por él.

Dietrich había llegado a la conclusión de que no era el Heinzelmännchen quien hablaba, sino Kratzer quien lo hacía a través de él, y había aprendido a percibir las palabras de la cabeza parlante como si surgieran del gigantesco saltamontes… Aunque que las cajas o los saltamontes hablaran era en cualquier caso maravilloso. Se lo dijo así a Kratzer, quien le explicó que la caja recordaba las palabras como números.

—Un número puede ser expresado como una palabra —respondió Dietrich—. Tenemos la palabra, eins, que significa «el número uno». ¿Pero cómo puede una palabra ser expresada como un numero? Ah… Te refieres a un código. Los mercaderes y los agentes imperiales utilizan esos métodos para mantener sus mensajes en secreto.

Kratzer se inclinó hacia delante.

—¿Tenéis ese tipo de conocimiento?

—Los signos que usamos para seres y relaciones entre ellos son arbitrarios. Los franceses e italianos usan signos-palabra diferentes a los nuestros, por ejemplo, así que asignar un número a un significado es en principio lo mismo. Sin embargo ¿cómo lo hace el Heinzelmännchen? Ah, ya veo. Realiza un al-jabr de algún tipo con el código.

Entonces tuvo que explicar qué era el al-jabr… y luego quiénes eran los sarracenos.

—Bien —dijo Kratzer por fin—. Pero esos números sólo tienen dos signos: cero y uno.

—¡Qué pobre! Normalmente hay más de dos cosas de una especie.

Kratzer frotó sus antebrazos.

—¡Atiende! La… esencia-que-fluye… ¿Fluido? Mucha gracia. El fluido que impulsa la cabeza parlante fluye a través de innumerables pequeños caminos de molinos. Uno le dice al Heinzelmännchen que abra una compuerta para que el fluido pueda correr por un camino concreto. Cero le dice que deje la compuerta cerrada.

La criatura tamborileó rápidamente sobre la mesa, pero Dietrich no estaba seguro de qué significaba eso. En un hombre, podía significar impaciencia o frustración. Estaba claro que Kratzer buscaba comunicar ciertos pensamientos que difícilmente encajaban con el vocabulario que su cabeza parlante le había proporcionado hasta el momento, y por eso Dietrich debía extraer el significado de las palabras como si hilara lana.

Herr Gschert había estado escuchando la conversación en su postura habitual, apoyado desenfadadamente en la pared del fondo. De repente zumbó y chasqueó y la cabeza parlante captó algo de lo que decía a través del autómata de «pequeño-sonido» al que Dietrich había dado el nombre griego de mikrophone.

—¿De qué sirve esta conversación?

—Todo conocimiento sirve, siempre —dijo Kratzer. Dietrich no creía que el comentario estuviera dirigido a él y se mantuvo impertérrito…, aunque mantenerse impertérrito podía significar muchas cosas para gente tan inexpresiva como los krenken. El sirviente que atendía la cabeza parlante se volvió un poco y, aunque sus grandes ojos facetados nunca miraban de frente, Dietrich tuvo la incómoda sensación de que lo había mirado para calibrar su reacción. Los suaves labios superiores e inferiores del sirviente se unieron y separaron en una lenta y silenciosa versión de lo que el sacerdote había llegado a considerar la risa krenk.

«Creo que he visto sonreír a uno de ellos.» El pensamiento le llenó de una curiosa sensación de comodidad.

—El número doble es el fragmento menor de conocimiento —le instruyó Kratzer.

—No estoy de acuerdo —respondió Dietrich—. No es conocimiento alguno. Una frase puede contener conocimiento; incluso una palabra. Pero no un número que representa un mero sonido.

Kratzer se frotó los antebrazos en lo que pareció ser un gesto ausente, y Dietrich pensó que era algo parecido a rascarse la cabeza o frotarse la barbilla en un hombre.

—El fluido que impulsa la cabeza parlante no es como el que impulsa vuestra noria, pero puede que sepamos algo de uno estudiando el otro —le dijo Kratzer al cabo de un momento—. ¿Tenéis una palabra que signifique esto? ¿Analogía? Mucha gracia. Oye esta analogía, pues. Puedes romper una vasija en pedazos y estos pedazos en fragmentos y los fragmentos en polvo. Pero incluso el polvo puede romperse en piezas más pequeñas.

—Ah, debes referirte a los átomos de Demócrito.

—¿Tenéis una palabra para esto?

Krarzer se volvió hacia Herr Gschert y, en otro aparte, traducido por la cabeza parlante, dijo:

—Si conocen esas cosas, es posible que aún puedan ayudarnos.

—No digas nada —replicó el Herr.

Al oír esto, Dietrich miró con curiosidad al sirviente.

—La analogía —dijo Kratzer— es que el número doble es el «átomo» del conocimiento, pues lo menos que se puede decir sobre una cosa es que es, o sea, uno; o que no es, que es cero.

Dietrich no parecía convencido. Que una cosa existiera bien podía ser lo máximo que podía decirse de ella, ya que no había ningún motivo excepto la gracia de Dios para que nada existiera. Pero se guardó sus dudas.

—Usemos entonces el término bisschen para este número doble vuestro. Significa «un bocadito» o «una cantidad muy pequeña», así que bien puede significar un pequeño fragmento de conocimiento. Nadie ha visto tampoco los átomos de Demócrito.

Lo del «bocadito» le hacía gracia. Siempre había pensado que el conocimiento era algo que se bebía (las fuentes del conocimiento), pero bien podía ser algo que se mordía.

—Háblame más de vuestros números —dijo Kratzer—. ¿Los aplicáis al mundo?

—Si es posible. Los astrónomos calculan la posición de las esferas celestiales. Y William de Heytesbury, un calculator del Merton, aplicó números al estudio del movimiento local y demostró que, comenzando de cero, toda velocidad, mientras sea finita y mientras aumente o disminuya uniformemente, equivaldrá a su media.

Dietrich había pasado muchas horas leyendo las Reglas para resolver sofismas de Heytesbury, que le había regalado Manfred, y la prueba de Euclides le había parecido muy satisfactoria.

Kratzer volvió a frotar entre sí los antebrazos.

—Explica qué significa eso.

—Dicho de manera simple, un cuerpo en movimiento que aumenta o disminuye de velocidad uniformemente durante un periodo determinado de tiempo recorrerá una distancia exactamente igual a la que recorrería en el mismo tiempo si se moviera constantemente a velocidad media. —Dietrich vaciló, para luego añadir—: Eso escribió Heytesbury, si no recuerdo mal las palabras.

—Debe ser esto —dijo Kratzer finalmente—: la distancia es la mitad de la velocidad final por el tiempo.

Escribió en una pizarra y Dietrich vio aparecer símbolos en la pantalla del Heinzelmännchen. El corazón le latió con más fuerza cuando Kratzer identificó cada símbolo como distancia, velocidad y tiempo. Ahí estaba la idea de Fibonacci: letras utilizadas para indicar las proposiciones de al-jabr de manera tan sucinta que se podían resumir párrafos enteros en una sola línea. Sacó un palimpsesto de su zurrón y escribió con carboncillo, usando letras alemanas y los números árabes. ¡Ah, cuánto más claramente podía decirse! Se le nublaron los ojos y se los frotó. «Gracias, oh, Dios, por este regalo.»

—Así vemos los frutos del aliento divino —dijo por fin.

—El Heinzelmännchen no está seguro. «Aliento» es cuando exhalas, ¿qué tiene eso que ver con el movimiento?

—Hubo una gran pregunta para nosotros: ¿participa más o menos el hombre en que el espíritu no cambie o crece o disminuye éste en el hombre? Lo llamamos «intensión y remisión de las condiciones», lo cual, por analogía, puede aplicarse a otros movimientos. Igual que una sucesión de condiciones de diferente intensidad explica un aumento o una disminución de la intensidad del color, la sucesión de nuevas posiciones adquiridas por un movimiento puede ser considerada una sucesión de condiciones que representan un nuevo grado de intensidad de ese movimiento. La intensidad de una velocidad aumenta con la aceleración, igual que el rojo de una manzana aumenta con su madurez.

El saltamontes gigante se agitó en su asiento e intercambió una mirada con el sirviente, diciendo algo que el mikrophone no tradujo esta vez. La conversación entre ambos aumentó de tono. El sirviente casi se levantó de su asiento y Kratzer golpeó con el antebrazo la mesa, mientras Herr Gschert seguía mirando sin cambiar de postura excepto para chasquear rítmicamente sus callosos labios laterales.

Dietrich se había acostumbrado a esas encendidas discusiones, aunque le molestaba su súbita vehemencia. Eran como las tormentas de verano, que descargaban de pronto venidas de ninguna parte y pasaban con la misma rapidez. Los krenken eran una raza colérica, como los italianos, o estaban sometidos a una gran tensión.

Cuando Kratzer recuperó la compostura, dijo:

—Esto ha sido dicho por otro. —Dietrich sabía que se refería al sirviente—. Tú dices una palabra. El Heinzelmännchen la repite en nuestra lengua. ¿Pero ha hablado lo que se ha dicho?

—Ése es un gran problema filosófico —admitió Dietrich—. El signo no es el significado, ni puede expresar el significado completo.

Kratzer echó brevemente atrás la cabeza en un gesto cuyo significado Dietrich aún no había deducido.

—Ahora lo oímos —se quejó el krenk—. El pobre Heinzelmännchen se ha quedado sin habla. ¿Qué es un «problema»? ¿Qué es una «filosofía»? ¿Cómo puede la madurez de una fruta o vuestro «aliento divino» ser como la velocidad de un cuerpo que cae?

El sirviente volvió a hablar y esta vez la caja tradujo sus palabras.

—La caja-que-habla dice que la palabra «filosofía» no pertenece a la lengua alemana.

—Filosofía es una palabra griega —explicó Dietrich—. Los griegos son otro pueblo, como los alemanes pero más antiguos e instruidos, excepto que sus grandes días fueron hace mucho tiempo. La palabra significa «amor a la sabiduría».

—¿Y «sabiduría» qué significa?

De inmediato Dietrich sintió lástima por el Aquiles de Zenón, corriendo eternamente detrás de la tortuga, acercándose siempre de manera gradual y sin alcanzarla nunca del todo.

—«Sabiduría» es… quizá tener la respuesta a muchas preguntas. Nuestros filósofos son aquellos que buscan respuestas a tales preguntas. Y un «problema» es una pregunta cuya respuesta no conoce nadie todavía.

—Qué bien conocemos ese significado.

Gschert se apartó de la pared y Kratzer se volvió hacia el sirviente, y por ese gesto Dietrich supo que había sido el sirviente el último en hablar, y que no era su turno.

—¡Silencio!

Dietrich no estaba seguro de si había sido Gschert o Kratzer quien había gritado, pero el sirviente no se dejó dominar.

—Podéis preguntarle a él.

Con eso, Herr Gschert cruzó de un salto la habitación a la velocidad del rayo, volcando los muebles y, antes de que Dietrich llegara a comprender lo que había sucedido, empezó a golpear al sirviente de la cabeza parlante con los antebrazos alzados, causándole cortes y magulladuras con cada golpe. También Kratzer volvió su furia contra el sirviente y le dio de patadas.

Dietrich permaneció mudo durante un momento antes de exclamar, sin pensarlo:

—¡Alto!

Se interpuso entre los combatientes. El primer golpe que recibió en la cabeza fue suficiente para dejarlo inconsciente, así que no llegó a sentir los demás.


Cuando recuperó el sentido se encontraba en el mismo lugar, tendido donde había caído. No había ni rastro de Gschert ni de Kratzer, Sin embargo, el sirviente estaba sentado a su lado en el suelo, con las largas patas recogidas. Mientras que un hombre podría haber apoyado la barbilla en las rodillas, las de la criatura superaban la altura de su cabeza. La piel del sirviente ya se ponía lívida con las magulladuras verde oscuro de su raza. Cuando Dietrich se agitó, el sirviente chisporroteó algo y la caja de la mesa habló.

—¿Por qué aceptaste los golpes sobre ti mismo?

Dietrich sacudió la cabeza para librarse del zumbido, pero la sensación en sus oídos no desapareció. Se llevó una mano a la frente.

—No era ésa mi intención. Pensaba detenerlos.

—Pero ¿por qué?

—Te estaban golpeando. He pensado que eso no estaba bien.

—«Pensar…»

—Cuando decimos frases dentro de nuestra cabeza que nadie puede oír.

—¿Y «bien»?

—Me apena, amigo saltamontes, pero hay demasiado ruido dentro de mi cabeza para responder a una pregunta tan sutil, —Dietrich se puso en pie con dificultad. El sirviente no hizo ningún gesto de ayudarle.

—Nuestro carro está roto —dijo el sirviente.

Dietrich se palpó el hombro y dio un respingo.

—¿Qué?

—Nuestro carro está roto y su Herr ha muerto. Y debemos quedarnos aquí y morir y no volver a ver nunca más nuestra tierra. El mayordomo del carro, que gobierna ahora, dijo que revelar esto mostraría nuestra debilidad e invitaría a un ataque.

—El Herr no…

—Nosotros oímos las palabras que decís —dijo el krenk—. Vemos las cosas que hacéis y todas las palabras para estas cosas que el Heinzelmännchen ha aprendido. Pero las palabras para lo que hay aquí… —La criatura se colocó una grácil mano de seis dedos sobre el estómago—. Esas palabras no las tenemos. Tal vez nunca podamos tenerlas, pues sois muy extraños.

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