5. AHORA: Sharon

En la Edad Media quemaban a los herejes.

En realidad, nunca fueron tantos ni sucedió tan a menudo como se supone. Había reglas, y la mayoría de los casos se resolvían con absoluciones, peregrinajes u otras imposiciones. Si querías arder, tenías que esforzarte, y puede que nos enseñe algo sobre la naturaleza humana el hecho de que tantos lo hicieran.

Sharon no sabía que era una hereje hasta que olió el humo.

Su jefe de departamento encendió la leña. Le preguntó si era cierto que estaba investigando las teorías de la Velocidad de la Luz Variable y ella, con la inocencia y el entusiasmo de alguien lleno del sagrado espíritu de la inquietud científica, respondió:

—Sí, parece que resuelve bastantes problemas.

Se refería a los problemas cosmológicos: aplanamiento, el horizonte, lambda. A por qué el universo está tan bien sintonizado. Pero el jefe de departamento (se llamaba Jackson Welles) carecía de espíritu y lo justificaba por la ley, y la ley en este caso era que la velocidad de la luz es constante. Einstein lo había dicho, él lo creía y asunto zanjado. Así que entendió que se refería a un conjunto completamente distinto de problemas.

—Como el Diluvio Universal, supongo.

El sarcasmo sorprendió mucho a Sharon. Era como si ella hubiera estado hablando de mecánica de automóviles y él hubiera respondido con un chiste sobre un juego de cartas. Tardó en procesarlo y, como para ella el pensamiento inducía a la reflexión, Welles interpretó que su dardo había hecho mella y se acomodó en la silla con las manos cruzadas sobre el estómago. Era un hombre delgado, endurecido por la rutina y la política académica. Se teñía el pelo con mucho acierto, dejándose suficientes canas para parecer sabio pero no tantas como para parecer viejo.

Estaban sentados en su despacho, y Sharon se sorprendió de lo espartano que era. Era el doble de alto y ancho que el suyo pero contenía la mitad de trastos. Libros de texto en estanterías y con aspecto nuevo, periódicos, fotografías y certificados, todo impresionante en filas ordenadas. En la pizarra no había ecuaciones ni diagramas, sino presupuestos y planes.

No es que Welles no pensara, sino que pensaba en otras cosas aparte de la física. Presupuestos, becas, cátedras, ascensos, la administración del departamento. Alguien tenía que pensar en esas cosas. La ciencia no se da sin más. Es una actividad humana, realizada por seres humanos, y todo circo necesita un jefe de pista. Una vez, hacía mucho tiempo, un joven Welles había escrito tres estudios de excepcional mérito sobre mecánica cuántica derivada a partir de las ecuaciones de Maxwell; así que no piensen que era un Krawattendjango, un «tío de corbata», como dicen nuestros chicos en Alemania. No muchos hombres pueden escribir uno de esos estudios. Quizá su actitud se debía a la añoranza de aquellos días embriagadores y al hecho de saber que no escribiría un cuarto estudio.

—Lo siento —dijo Sharon—-. ¿Pero qué tiene que ver la VLV con el Arca de Noé?

Incluso entonces, ella seguía pensando que se trataba de un chiste del jefe. Tenía un sentido del humor algo sobrio y Sharon estaba más acostumbrada a los payasos.

—¿Crees de verdad que puedes demostrar el creacionismo de la Tierra reciente?

Quizá fue por la expresión seria de su rostro. La boca apretada en una fina línea. Los inquisidores debían de tener aquel rictus cuando entregaban a sus acusados al brazo secular. Pero Sharon finalmente se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Qué es el creacionismo de la Tierra reciente?

El jefe de departamento no podía creer que fuera tan inocente. Pensaba que todo el mundo estaba al día como él de los caprichos de las asambleas, los consejos de administración y otras fuentes de locura.

—Que Dios creó el universo hace sólo seis mil años. Dime que nunca has oído hablar de eso.

Sharon sabía cómo hubiese respondido Tom, y luchó por que las palabras no salieran de sus labios.

—Ahora que lo mencionas —dijo en cambio—, sí que lo he oído.

Le hizo falta el recordatorio. Se pasaba la mayor parte de las horas del día en el espacio Janatpour. Allí no había creacionistas, ni recientes ni de otro tipo. Les habría confundido y se habrían perdido en una de aquellas dimensiones suyas sin nombre.

—«Ahora que lo mencionas» —la imitó Welles. Su sarcasmo era famoso en las altas esferas de la facultad. El decano huía cuando se acercaba—. No hay nada tan incuestionable como la constancia de la velocidad de la luz.

Decir aquello era un error, no sólo porque realmente había otras cosas más incuestionables, sino porque no había nada peor que enfrentarse a un científico serio con el argumento de la autoridad. Ni Welles ni Sharon habían recibido una educación religiosa y por eso ninguno de los dos se daba cuenta de que mantenían una discusión religiosa, pero algo atávico se rebeló en el corazón de Sharon.

—Ése es el paradigma actual —dijo—. Pero un repaso más cuidadoso de los datos…

—¡Quieres decir que pretendes interpretar a tu modo los datos para demostrar lo que quieres! —dijo Welles sin ningún sentido de la ironía. Tal vez Kuhn no fuera un gran filósofo, pero tenía razón en lo de la fría mano muerta del Paradigma—. Yo mismo lo investigué cuando me enteré de lo que estabas haciendo y no ha habido ningún cambio en la medición de la velocidad de la luz en varías décadas. —Se echó hacia atrás en su silla y cruzó de nuevo las manos bajo el pecho, tomando el silencio de ella como el reconocimiento del devastador impacto de su réplica.

—Discúlpame —dijo Sharon, con sólo un pequeño temblor en la voz—. ¿Un par de décadas? Eso es como medir la deriva continental durante unas cuantas horas. Prueba con un par de siglos, como hice yo. Hace falta una base de referencia lo bastante amplia para…

Y entonces sus pensamientos escaparon en una dirección inesperada mientras su memoria sacaba un factoide del sombrero. Examinó el factoide de arriba abajo, de un lado a otro y alrededor, una y otra vez. Welles alzó las cejas extrañado por el súbito silencio. Había sido tan repentino que le zumbaban los oídos. Pero cuando abrió la boca, ella alzó una mano.

—¿Sabías que cuando Birge informó de la disminución de la velocidad de la luz en Nature, en 1934, no había detectado ningún cambio en la longitud de onda?

Welles, que no sabía lo primero, estaba igualmente a oscuras acerca de lo segundo.

—¿Quieres decir cuando informó de un error en su medición…?

—No, espera —le dijo ella—, esto es realmente interesante.

Había olvidado que estaba en el despacho de su jefe de departamento. Había encontrado una pepita brillante en el yacimiento y quería mostrársela a todo el mundo, convencida de que todos estarían tan encantados como ella.

—Piénsalo, Jackson. La velocidad de la luz es frecuencia por longitud de onda. Así que si c se reduce y la longitud de onda es constante, la frecuencia debe aumentar.

—¿Y…? —Welles arrastró la pregunta. No era ningún ignorante. Vio de pronto adonde quería ir a parar Sharon.

—Pues que las frecuencias atómicas gobiernan el ritmo al que avanzan los relojes atómicos —dijo ella, cada vez más entusiasmada—. Naturalmente, la velocidad de la luz ha sido constante desde que empezaron a usar relojes atómicos para medirla. ¡El instrumento está calibrado para medirla! ¡Oh, Dios mío! —Vio el abismo que se abría ante sí, pero al contrario que Welles, que ni se acercó al borde, ella se lanzó a él de cabeza—. ¡Oh, Dios mío! ¡Y no es la constante de Planck!

Suele pasar con los herejes. Empiezan a cuestionar una doctrina y acaban cuestionándolo todo. No es extraño que los quemaran.

Aquel chirrido que Welles oía era un cambio de paradigma. Pero las marchas estaban oxidadas.

—Doctora Nagy —dijo con pesada formalidad—. Tienes tu plaza y no hay nada que pueda hacer al respecto. Pero yo en tu caso no me sorprendería si no te renuevan la beca el próximo semestre.

Era la advertencia del tribunal. Arrepiéntete de tu heterodoxia o te condenarás. Pero Sharon Nagy iba tras la pista de algo muy peculiar, y Jackson Welles no sabía nada acerca de Évariste Galois. Aunque tenía un duelo al amanecer, Galois había pasado su última noche en este mundo escribiendo los fundamentos de la teoría de grupos algebraicos. Una buena noche de sueño y podría haber sobrevivido al duelo; pero hay cierta forma de pensar que pone por encima de la vida el descubrimiento en sí mismo. Si la muerte no había amedrentado al joven Évariste, ¿qué temor a perder su subvención podía acosar a Sharon? No era tan joven como él, pero sabía cómo encajar una bala.


Era tarde cuando salió de la universidad. El semestre había empezado y tenía trabajos que corregir y notas que preparar. Era una de esas facultades que hacen hincapié en la enseñanza e incluso sus eruditos más prestigiosos tenían que luchar en las trincheras. Ella llevaba dos seminarios para graduados y daba un curso superior sobre estructura galáctica que tenía mucha demanda, aunque sus estudiantes pensaban que era un hueso. Un lunes era probable que continuara exactamente donde lo había dejado el viernes anterior, y a veces eso significaba in media res. Con los ojos hinchados de tanta fiesta de fin de semana, miraban las pizarras y las proyecciones de su ordenador tratando de recordar dónde había empezado la derivación.

Fue durante la preparación de su clase de estructura galáctica cuando advirtió una nueva anomalía.

—Hernando —le preguntó al joven posgraduado que trabajaba con ella—. ¿Por qué todos los coches van por la carretera en múltiplos de cinco?

Hernando Kelly era de Costa Rica, un «tico», como se llaman a sí mismos. Era bronceado, inquietantemente fornido y escalaba paredes de roca a pico por diversión. Con un brazo en cabestrillo (a veces las rocas ganan), Sharon lo había puesto a trabajar explorando bases de datos y recopilando los resultados. Se rascó la cabeza y trató de imaginar de qué iba la pregunta.

—En múltiplos de cinco —dijo, esperando una aclaración.

—Eso es. Los coches van a ochenta, ochenta y cinco, noventa, noventa y cinco, cien, etcétera.

—Todavía no has alcanzado las velocidades de la Ruta Azul. —Los dientes blancos asomaron bajo un bigote negro—. ¿Entonces nadie va a ochenta y dos o noventa y siete o algo así?

Sharon asintió.

—Muy bien, picaré. ¿Por qué?

—No lo sé —respondió ella—. Creía que tú lo sabías porque fuiste quien me lo dijo.

Alzó una distribución de frecuencias, una de las varias docenas que él había impreso de Minitab, de la base de daros del «imperio galáctico». El título de la gráfica era «Distribución de Virados al Rojo Galácticos».

—¿Notas algo?

—Bueno, sí. Tiene forma de peine. Eso significa que la resolución de medición es más burda que la escala, así que quedan columnas vacías en el histograma. Cambiaré la escala.

—Resolución de medición —dijo ella.

—Eso es… —respondió él, un poco alerta, pues reconocía el tono maniático en su voz.

—Ajá —respondió ella—. Cuantizados. Los virados al rojo están cuantizados. Las galaxias se alejan a ciertas velocidades pero no a las velocidades intermedias.

—¿Por qué?

—No lo sé. Eso sería sólo una respuesta, y tengo algo mucho más precioso. Tengo una pregunta.

Kelly no veía la importancia de aquéllo. Era como el asunto de la velocidad de la luz. Eso había sido un verdadero lío, porque no todo lo publicado era de la misma calidad. Algunos informes no incluían los datos originales, algunos eran refritos de datos previos, otros eran duplicados. En ciertos casos, el método de medición había sido pobre o las técnicas para aplicarlo no se habían perfeccionado todavía. «Sólo recopila todos los datos», le había dicho la Reina del Hielo. Oh, sí, qué fácil.

Él estaba convencido de que todo era un error de medición. Velocidades de la luz, ahora virados al rojo. No había visto histogramas «en forma de peine» cuando trabajaba durante los veranos en aquella metalúrgica de San José. El calibre marcaba incrementos de 0,002' y la escala incrementos de 0,001'. No había que aplicar números impares. Esperaba que el rumor no fuera cierto y la doctora Nagy no perdiera su beca a causa de su obsesión religiosa. Le gustaba trabajar con la Reina de Hielo.


Unas semanas después, Sharon dio con la respuesta, y fue un bombazo.

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