Seppl Bauer entregó el diezmo de gansos el Día de Santa María: dos docenas de aves, grandes y pequeñas, blancas y negras y moteadas, las cabezas en todo tipo de ángulos inquisitivos, quejándose y caminando con la arrogancia inevitable de los gansos. Ulrike, con su cuello alargado y su barbilla hundida, parecida a un ganso ella misma, corría delante de la bandada y abrió la puerta mientras Otto el cuidador apremiaba a las aves para que entraran en el patio.
—Veinticinco aves —anunció Seppl mientras Ulrike echaba el cerrojo—. Franz Ambach ha añadido una de regalo porque rescatasteis su vaca del Herr.
—Dale las gracias de mi parte —dijo Dietrich con grave formalidad—, y a los otros también, por su generosidad.
El tributo de gansos lo fijaba la costumbre y no la generosidad, pero Dietrich siempre lo tomaba como un regalo. Aunque se encargaba de su propio huerto y poseía una vaca lechera que atendía Theresia, sus deberes sacerdotales le impedían dedicar tiempo a la cría de ganado como alimento, y por eso los aldeanos daban una parte de su propio sustento para mantenerlo. Del recordatorio de este privilegio se encargaban el archidiácono Willi en Friburgo y Herr Manfred. Dietrich sacó un pfenning de su zurrón y se lo puso a Seppl en la palma de la mano. También esto era una costumbre, y por eso los jóvenes de la aldea se disputaban el privilegio de entregar el tributo.
—Lo invertiré en mi propio terreno —anunció el muchacho, guardando la moneda en su bolsa—, y no lo malgastaré, como algunos que podría mencionar.
—Eres un muchacho frugal —dijo Dietrich.
Ulrike se había unido a ellos y daba la mano al chico mientras Otto jadeaba y su mirada pasaba del muchacho a la muchacha con sorprendidos celos.
—Bien, Ulrike —dijo Dietrich—, ¿estás preparada para la boda?
La muchacha asintió.
—Sí, padre.
Cumpliría doce años el mes siguiente, una mujer adulta, y la unión de los Bauer y los Ackermann había sido planeada hacía mucho tiempo.
Mediante acuerdos comprensibles solamente para un campesino ambicioso, Volkmar Bauer había organizado un intercambio en el que estaban implicados otros tres aldeanos, varios terrenos, algún ganado y una bolsa de pfennigs de cobre para conseguir la casa llamada Unterbach para su hijo. Los intercambios habían permitido que los Bauer y los Ackermann planearan juntos un acuerdo más amplio. «Menos turnos en el arado», había explicado Félix Ackermann con grave satisfacción.
Dietrich, mientras contemplaba marcharse a la joven pareja, esperaba que la unión fuera tan buena para ellos como ventajosa prometía ser para sus parientes. Los Minnesingers pregonaban las virtudes del afecto sobre el cálculo y los campesinos siempre imitaban las costumbres de sus superiores; sin embargo, los hombres tenían una forma de amar que podía reportar beneficios. El amor no impedía a ningún rey comerciar con sus hijos e hijas. La hija de Inglaterra, había dicho Manfred, descansaba en Burdeos camino de su boda con el hijo de Castilla, y por ningún motivo mejor que el hecho de que la unión molestaría a Francia. Del mismo modo, el amor no detenía tampoco a ningún campesino, por largo y estrecho que fuera su reino.
Al menos Seppl y Ulrike no eran desconocidos el uno para el otro, como lo eran el príncipe Pedro y la princesa Joan. Sus padres habían acordado también eso, cultivando los afectos entre sus retoños con la misma paciencia que atendían sus parras con la esperanza de una futura cosecha.
Dietrich entró en su patio, para descontento del diezmo de gansos, y sacó una maza y un cuchillo del cobertizo. Saludó a Theresia, que se ocupaba de las judías del huerto, golpeó a un ganso con la maza, lo llevó al cobertizo y lo amarró por las patas a un gancho. Le cortó el cuello, cuidando de no cercenar la espina dorsal para que los músculos no se contrajeran e hicieran más difícil el desplume.
—Siento, hermano ganso —le dijo al cadáver—, que mi hospitalidad (y tú mismo) hayan tenido tan corta vida, pero conozco a unos peregrinos que puede que agradezcan tu carne.
Y entonces colgó al ganso para desangrarlo.
Al día siguiente, con el ganso desplumado y envuelto en una bolsa de cuero, Dietrich se marchó a Burg Hochwald, donde Max Schweitzer esperaba con dos caballos ya ensillados.
—Una montura bien blandita para un sacerdote —prometió el sargento, ofreciéndole uno de los caballos—. El jamelgo está más gordo que un monje y se detendrá a comer siempre que pueda, así que su gordura no es accidental. Una buena patada en las costillas y echará a andar. —Aupó a Dietrich y esperó a que el sacerdote estuviera sentado en la silla—. ¿Conocéis ya el camino?
—¿No vas a venir esta vez?
—No. El Herr desea que me encargue de ciertos asuntos. Decidme si conocéis el camino.
—Conozco el camino. Seguir el sendero hasta la carbonera y los árboles caídos, y luego seguir las marcas como antes.
Schweitzer parecía dubitativo.
—Cuando los veáis… a ellos, tratad de comprar uno de esos tubos que guardan en sus zurrones. Nos apuntaron con uno la primera vez.
—Me acuerdo. ¿Supones que es un arma?
—Ja. Algunos demonios mantienen la mano cerca de esos zurrones mientras andamos por allí. La mano de un hombre alerta siempre está cerca de su empuñadura de esa forma.
—La mía se acercaría al crucifijo.
—Creo que puede ser algún tipo de honda. Un pot-de-fer en miniatura.
—¿Pueden hacerlas tan pequeñas? Dispararía una bala tan pequeña que no podría causar mucho daño.
—Eso dijo Goliat. Ofrecedles mi daga si creéis que pueden querer cambiarla. —Se había desabrochado el cinto y se lo entregó a Dietrich, con vaina y todo.
Dietrich lo sopesó.
—¿Tanto quieres esa honda? Bueno, pues sólo queda la cuestión de cómo decírselo.
—¡Sin duda que los demonios sabrán latín!
Dietrich no discutió.
—No tienen lengua ni labios adecuados para ello. Pero haré lo que pueda. Max, ¿para quién es el otro caballo?
Antes de que el soldado pudiera responder, Dietrich oyó la voz de Herr Manfred y, un momento más tarde, el señor atravesó la puerta de la muralla con Hilde Müller del brazo. Le sonreía, cubriendo con su mano la de ella, que llevaba prendida del codo izquierdo. Dietrich esperó a que un criado colocara un banco y ayudara a Hilde a montar.
—Dietrich, ¿hablamos?—dijo Herr Manfred. Sujetó el caballo por la rienda y le acarició el hocico, susurrando unas palabras para tranquilizar a la bestia. Cuando el caballo se alejó lo suficiente, dijo en voz baja—: Tengo entendido que hay demonios en nuestros bosques.
Dietrich dirigió una brusca mirada a Max, pero el soldado se limitó a encogerse de hombros.
—No son demonios —le dijo al Herr—, sino peregrinos enfermos de un lugar extraño y lejano.
—Muy extraño y muy lejano, si hay que creer a mi sargento. Dietrich, no quiero demonios en mis bosques. —Alzó una mano—. No, ni «peregrinos de un lugar extraño y lejano». Exorcízalos o ponlos en camino, lo que te parezca apropiado.
—Mi señor, vos y yo estamos de acuerdo en eso.
Manfred dejó de acariciar a la bestia.
—Lo contrario me disgustaría. Ven esta noche, tras tu regreso.
Soltó al caballo y Dietrich lo hizo volverse hacia el camino.
—Adelante, caballo —dijo—. Encontrarás más cosas que mordisquear más allá.
Los caballos avanzaban por los campos, donde los campesinos seguían trabajando en la cosecha. Tras haber completado el trabajo en las tierras del señor, los aldeanos trabajaban sus propias parcelas. Los siervos se habían retirado al granero para moler el grano del señor. Los campesinos trabajaban en el común, pasando de una franja a otra siguiendo un intrincado plan que el Maier, el Schultheiss y los capataces habían elaborado mucho antes.
Una pelea había estallado en Zur Holzbrücke, una parcela que pertenecía a Gertrude Metzger. Dietrich se alzó en los estribos y vio que los capataces ya habían intervenido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hilde mientras se le acercaba.
—Una mujer se estaba guardando grano en la blusa para robarlo y el sobrino de Trude ha alzado la guadaña y la ha acusado.
Hilde se envaró.
—Trude debería volver a casarse y dejar que un hombre trabajara su tierra.
Dietrich, que no veía ninguna relación entre la viudez de una y el robo de la otra, permaneció en silencio. Continuaron avanzando hacia el bosque.
—¿Un pequeño consejo? —dijo poco después.
—¿Referido a qué?
—El Herr. Es un hombre de apetitos. No estaría bien alimentarlos. Su esposa lleva dos años muerta.
La mujer del molinero no dijo nada durante un rato. Luego agitó la cabeza y dijo:
—¿Que sabéis vos de apetitos?
—¿No soy un hombre?
Hilde lo miró con desdén.
—Buena pregunta. Si pagarais la tarifa podríais demostrármelo. Pero la tarifa es doble si la mujer está casada.
El cuello de Dietrich enrojeció y la miró un rato mientras los caballos seguían avanzando firmemente. Frau Müller cabalgaba con la falta de elegancia propia de una campesina, aplanada contra la silla, botando a cada desnivel. Dietrich apartó la mirada antes de que sus pensamientos pudieran ir más lejos. Había probado de esa mesa y había encontrado sus placeres demasiado exagerados. Gracias a Dios, las mujeres tenían poco atractivo para él. Hilde no volvió a hablar hasta que entraron en el bosque.
—Fui a suplicarle comida y bebida para esos horribles seres del bosque. Eso fue todo. Me dio los sacos que veis aquí, atados tras la silla. Si pensó en un precio por ese favor, no lo mencionó.
—Ah. Había pensado…
—Sé lo que pensasteis. Tratad de no pensar tanto en ello.
Y tras esa observación, espoleó su caballo y se adelantó en el camino, agitando las piernas sin gracia con cada sacudida.
Tras llegar a la carbonera, Dietrich frenó su montura y pronunció una breve oración por las almas de Anton y Josef. Poco después, el caballo se inquietó y retrocedió y Dietrich alzó la cabeza para ver a dos de las extrañas criaturas observándolos desde el borde del claro. Se detuvo un instante. ¿Se acostumbraría alguna vez a su aspecto? Las imágenes, por grotescas que fueran, eran una cosa cuando estaban talladas en madera o piedra y otra muy distinta cuando estaban formadas de carne.
Hilde no se volvió.
—Son ellos, ¿verdad? —dijo—. Lo noto por la forma en que miráis.
Dietrich asintió, algo aturdido, y Hilde suspiró.
—Me marea su olor —dijo—. Con su contacto se me eriza la piel.
Uno de los centinelas agitó un brazo en una imitación pasable de un gesto humano y saltó hacia el bosque, donde se detuvo para que Dietrich y Hilde lo siguieran.
El caballo de Dietrich vaciló, así que tuvo que espolearlo hasta que la bestia avanzó, con notable reticencia. El centinela se movía con grandes saltos deslizantes, deteniéndose de vez en cuando para repetir el gesto de llamada con el brazo. Llevaba un arnés en la cabeza, según vio Dietrich, aunque tenía una parte libre alrededor de la boca. De vez en cuando trinaba o parecía escuchar.
En la linde del claro donde las criaturas habían erigido su extraño granero el caballo trató de escapar. Dietrich recurrió a habilidades medio olvidadas y luchó contra la bestia, haciéndola volverse y cubriéndole los ojos con su ancho sombrero de viaje.
—¡Quédate atrás! —le dijo a Hilde, que se había rezagado—. Los caballos temen a estos seres.
Hilde tiró con fuerza de las riendas.
—Entonces tienen más sentido común.
Dietrich y ella desmontaron lejos de la vista de los extraños. Después de amarrar los caballos, llevaron los sacos de comida al campamento, donde los esperaban varias de las criaturas. Una recogió los sacos y, usando un instrumento de algún tipo, cortó la comida en trocitos que metió en pequeños frascos de cristal. Dietrich vio a la criatura olisquear la boca de un frasco y alzarlo hacia la luz, y de repente se le ocurrió que era un alquimista. Tal vez aquella gente nunca había visto gansos ni rábanos ni manzanas y algunos temían comerlos.
El centinela tocó el brazo de Dietrich: era como el roce de un palo seco. Trató de recordar las características especiales de la criatura, pero no había nada a lo que su mente pudiera agarrarse. Su altura: más alto que muchos. Su color: un gris más oscuro. La veta amarilla que asomaba por la abertura de su camisa… ¿una cicatriz? Pero, fueran como fuesen, la terrible impresión que causaban aquellos ojos amarillos facetados y los labios callosos y los miembros demasiado largos se imponía a todo lo demás.
Siguió al centinela hasta el granero. La pared era al tacto sutil y resbaladiza, muy distinta a ningún material que conociera, como si fuera un cuerpo mixto que combinara los elementos tierra y agua. Una vez dentro, descubrió que el granero era de hecho una insula como las que solían construir los romanos, pues el interior estaba dividido en apartamentos, más pequeños incluso que la choza de un Gärtner. Aquella extraña gente debía de ser tremendamente pobre para vivir tan apretujada.
El centinela lo condujo a un apartamento donde esperaban otros tres y luego se marchó, dejando a Dietrich curiosamente desconcertado. Estudió a sus anfitriones.
El primero estaba sentado justo enfrente de él, tras una mesa sobre la que había varios curiosos objetos de diversas formas y colores. Un fino marco rectangular encuadraba el dibujo de un prado florido y árboles lejanos. ¡No era un bajorrelieve y sin embargo tenía profundidad! El artista había resuelto evidentemente el problema de plasmar la distancia en una superficie plana. ¡Ay, qué no habría dado Simone Martini, muerto ya desde hacía un puñado de años, por estudiar aquella técnica! Dietrich miró con más atención.
Había algo extraño en las formas, algo incorrecto en los colores. No llegaban a ser flores del todo, ni árboles, y había demasiado azul en su verde. Los capullos tenían seis pétalos de intenso dorado, dispuestos en tres pares opuestos. La hierba era del color pálido de la paja. ¿Una escena de la patria de donde venían esos seres? Debía estar muy lejos, pensó, para tener flores tan extrañas.
La iconografía del cuadro, su simbolismo, que llamaba la atención sobre las habilidades del pintor, se le escapaba a Dietrich. La colocación de santos o bestias concretos, o el tamaño relativo de las ricuras, o el tamaño relativo de las figuras, o sus gestos o entornos tenían un significado; pero ninguna criatura viva ocupaba la escena, lo cual era quizá lo más extraño de todo. ¡Era como si el cuadro tuviera la pretensión de ser simplemente la reproducción de un paisaje! Sin embargo, ¿para qué semejante crudo realismo cuando el ojo podía contemplarlo sin ayuda?
La segunda criatura estaba sentada a una mesa más pequeña, en la zona derecha del apartamento. Llevaba un arnés en la cabeza y estaba sentada medio vuelta hacia la pared. Dietrich interpretaba el arnés como una marca de servicio. Como todo aquel que se concentraba en su deber, no advirtió la entrada de Dietrich, pero sus dedos bailaban sobre otro cuadro: un grupo de cuadrados de colores con extraños símbolos. Entonces el sirviente tocó uno… ¡y la imagen cambió!
Dietrich se quedó boquiabierto y retrocedió tambaleándose, y la tercera criatura, la que se apoyaba contra la pared de la izquierda con sus largos brazos entrelazados como si fueran parras, abrió mucho la boca y agitó sus labios inferior y superior, emitiendo un sonido como un bebé que empieza a hablar.
—Wa-bwa-bwa-bwa.
¿Era un saludo? Esa criatura era alta, quizá más alta que el propio Dietrich, e iba adornada con un atuendo más pintoresco que los demás: un chaleco sin botones como los que usaban los moros, pantalones anchos tres cuartos, un cinturón con diversos artilugios colgando, una faja amarillo vivo. Tantos finos detalles indicaban que se trataba de un hombre de rango. Dietrich, recuperado el aplomo, inclinó la cabeza y los hombros.
—Wabwabwabwa —dijo, repitiendo el saludo lo más certeramente que pudo.
Como respuesta, la criatura le dio un fuerte golpe.
Dietrich se frotó la mejilla dolorida.
—No debes golpear a un sacerdote de Jesucristo —le advirtió—. Te llamaré Herr Gschert («zafio»).
El que la criatura recurriera tan fácilmente a los golpes había confirmado su sospecha de que era de noble cuna.
La primera criatura, vestida tan sencillamente como el sirviente pero con cierto aire de mando, golpeó la mesa con el antebrazo. Se produjo un parloteo y tanto él como Gschert agitaron los brazos. Dietrich vio que los sonidos los hacían con las comisuras callosas de la boca, haciéndolas chasquear rápidamente como las hojas gemelas de unas tijeras. Pensó que debía ser habla, pero a pesar de su absoluta concentración le pareció solamente ruido de insectos.
La discusión entre los dos llegó a un punto culminante. El que estaba sentado alzó ambos brazos y los frotó. Había bordes callosos en ellos y el gesto produjo un sonido como de ropa al rasgarse. Herr Gschert hizo un movimiento como para golpear, y el que estaba sentado se levantó dispuesto a devolver el golpe. Desde el otro lado del apartamento, el sirviente siguió mirando, como tienen que hacer los sirvientes cuando sus superiores pelean.
Pero el Herr cambió el golpe e hizo otro movimiento completamente distinto, un gesto de arrojar que Dietrich no tuvo ninguna dificultad para interpretar como de despedida, lo que apoyaba que habían discutido. La otra criatura echó atrás la cabeza y abrió los brazos y Herr Gschert chasqueó una vez las mandíbulas laterales, bruscamente, mientras el otro ser se sentaba.
Dietrich no pudo comprender del todo qué había sucedido. Se había producido una discusión. La primera criatura había desafiado a su señor… y de algún modo había triunfado. ¿Cuál era entonces el estatus del que estaba sentado? Plantear un desafío implicaba que el individuo tenía honor, cosa que no podía poseer un villano. ¿Era entonces un sacerdote? ¿Un poderoso vasallo o el hombre de otro señor a quien Gschert no deseaba ofender? Dietrich decidió llamar a éste Kratzer, «raspador», por el gesto que había hecho con los brazos.
Gschert se apoyó contra la pared y Kratzer volvió a sentarse. Luego, mirando a Dietrich, empezó a chasquear sus labios callosos. En medio del zumbido de insecto, una voz dijo:
—Alabado sea Dios.
Dietrich se sobresaltó y se volvió para ver si alguien más había entrado en la habitación.
—Alabado sea Dios —repitió la voz. ¡Brotaba claramente de una cajita que había sobre la mesa! A través del tejido, Dietrich distinguió una membrana. ¿Tenían las criaturas un Heinzelmännchen atrapado dentro? Trató de mirar a través de la cortina (nunca había visto a un duende), pero la voz dijo—: Siéntate.
La orden fue tan inesperada que a Dietrich no se le ocurrió otra cosa sino obedecer. Había algo parecido a una silla cerca y, como pudo, encajó en ella. El asiento era incómodo, para un trasero distinto al suyo.
Por tercera vez, la voz habló.
—Alabado sea Dios.
Esta vez, Dietrich simplemente respondió:
—Alabado sea Dios. ¿Cómo te va, amigo Heinzelmännchen?
—Va bien. ¿Qué significa esa palabra Heinzelmännchen?
Las palabras eran monótonas y parecían el latido de un péndulo. ¿Se divertía el duende? La gente pequeña disfrutaba con las bromas, y aunque algunos tenían fama de juguetones, otros, como los Gnurr, podían ser malintencionados y maliciosos.
—Un Heinzelmännchen es uno como tú —dijo Dietrich, preguntándose adonde iría a parar aquel diálogo.
—¿Entonces conoces a otros como yo?
—Eres el primero que he visto —admitió Dietrich.
—Entonces ¿corno sabes que yo ser un Heinzelmännchen?
¡Qué astuto! Dietrich vio que se iniciaba una batalla de ingenio. ¿Habían capturado las criaturas a un duende y requerían ahora de los oficios de Dietrich para hablar con él?
—¿Quién —razonó— podría caber dentro de una cajita muy pequeña sino un hombre muy pequeño?
Esta vez una pausa como respuesta, y Herr Gschert hizo sonidos wa-wa de nuevo, a lo que Kratzer, que no había dejado de mirar a Dietrich, respondió con el gesto despectivo. Chasqueó los labios y el duende dijo:
—No hay ningún hombre pequeño. La caja habla.
Dietrich se echó a reír.
—¿Cómo puede ser, si no tiene lengua?
—¿Qué significa «lengua»?
Divertido, Dietrich sacó la lengua.
Kratzer extendió su largo brazo y tocó el marco del cuadro. La imagen cambió para convertirse en un retrato de Dietrich en el acto de sacar la lengua. De algún modo, la lengua del retrato brillaba. Dietrich se preguntó si se había equivocado acerca de la naturaleza demoníaca de esos seres.
—¿Esto es lengua? —preguntó el Heinzelmännchen.
—Sí, eso es la lengua.
—Muchas gracias.
—Y cuando me dio las gracias —le contó Dietrich a Manfred más tarde—, empecé a sospechar que era una máquina.
—Una máquina… —reflexionó Manfred—. ¿Quieres decir como el eje de levas de Müller?
Los dos estaban junto a una mesita, cerca de la chimenea, en el gran salón. Habían retirado los restos de la cena, las niñas se habían ido a la cama con su ama, el malabarista había dado las gracias y se había marchado con su pfennig y Gunther había escoltado a los otros huéspedes a la puerta. El salón estaba cerrado e incluso los criados se habían visto obligados a marcharse, dejando sólo a Max para guardar la puerta. Manfred llenó dos Maigeleins de vino él mismo. Ofreció ambos y Dietrich eligió el de la izquierda.
—Gracias, mein Herr.
Manfred sonrió.
—¿Debo sospechar que también tú eres todo ejes y poleas?
—Por favor, fui consciente de la ironía.
Se apartaron de la mesa para acercarse al fuego. Las ascuas rojizas siseaban y se convertían ocasionalmente en llamas.
Dietrich se frotó las manos contra el cristal rugoso del cuenco de vino mientras reflexionaba.
—No había ninguna cadencia en la voz —decidió—. O, más bien, su cadencia era mecánica, sin florituras retóricas. Carecía de entonación, de alegría, de énfasis…, de vacilación. Dijo «muchas gracias» como el volante recorre la urdimbre de un telar.
—Ya veo —dijo Manfred, y Dietrich alzó un dedo.
—Y hay otro punto interesante. Vos y yo comprendemos que por «ver» dais a entender algo más que la impresión directa del sentido de la vista. Como dijo Buridan, hay más en el significado de un murmullo que en las palabras murmuradas. Pero el Heinzelmännchen no comprendía las figuras retóricas. Cuando descubrió que la «lengua» es una parte del cuerpo, pareció confuso cuando me referí a «la lengua alemana». No comprendía la metonimia.
—Yo tampoco sé qué es eso.
—Lo que quiero decir, mí señor, es que creo… Creo que puede que desconozcan la poesía.
—Sin poesía… —Manfred frunció el ceño, agitó su copa de vino y tomó un trago—. Imagínate.
Durante un momento, Dietrich pensó que el Herr había hablado con ironía, pero el hombre lo sorprendió cuando murmuró casi para sí:
—¿Ningún Rey Rother? ¿Ninguna Eneida?
Alzó la copa y recitó:
Roldán se lleva el olifante a los labios
respira hondo y sopla con todas sus fuerzas.
Altas son las montañas y, de un pico a otro,
el sonido resuena a treinta leguas de distancia…
—Por Dios, no puedo oír esos versos sin sentir un escalofrío. —Se volvió hacia Dietrich—. ¿Juras que ese Heinzelmännchen es sólo un artilugio y no un duende de verdad?
—Mein Herr, Bacon describió una «cabeza parlante» similar, aunque sabía que no se podía crear ninguna. Hace trece años los milaneses construyeron un reloj mecánico en su plaza pública que da las horas sin que intervenga la mano de ningún hombre. Si un aparato mecánico puede decir la hora, ¿por qué no puede un aparato más sutil hablar de otros asuntos?
—Esa lógica tuya te meterá en líos un día de éstos —le advirtió Manfred—. Pero dices que ya conocía algunas frases y palabras. ¿Cómo es posible?
—Colocaron artilugios cerca de la aldea para escucharnos hablar. Me han enseñado uno. No era más grande que mi pulgar y parecía un insecto, y por eso los llamo «bichos». Por lo que oyeron, el Heinzelmännchen dedujo de algún modo un significado… Ese «¿cómo va?» es un saludo o ese «cerdo» un animal concreto, y cosas así. Pero estaba limitado por lo que los bichos mecánicos veían y oían, mucho de lo cual no entendían adecuadamente. Así que, aunque sabían que a ese cerdo se le llama a veces «gorrino» o «cochinillo», no captan la diferencia, mucho menos la que hay entre los que se guardan en el primero, segundo o tercer corral o se crían para reproducción…, por lo cual deduzco que esta gente no son criadores de cerdos.
Manfred gruñó.
—Sigues llamándolo Heinzelmännchen, pues.
Dietrich se encogió de hombros.
—Es un nombre tan bueno como otro cualquiera. Pero he acuñado un término en griego para definir tanto al duende como a los bichos.
—Sí, típico en ti.
—Los llamo «autómatas», porque actúan solos.
—Como la noria del molino, entonces.
—Muy parecido, excepto que no sé que fluido los impulsa.
Los ojos de Manfred escrutaron el salón.
—¿Podría un «bicho» estar escuchándonos ahora mismo?
Dietrich se encogió de hombros.
—Los colocaron la víspera del Día de Lorenzo, justo antes de vuestro regreso. Son sutiles, pero dudo que hayan podido internarse en el Hof o el Burg. Los centinelas puede que no sean los más atentos, pero habrían advertido la presencia de un saltamontes de un metro ochenta de estatura.
Manfred se echó a reír y le dio a Dietrich una palmada en el hombro.
—¡Un saltamontes de metro ochenta! ¡Ja! ¡Sí, lo habrían advertido!
En la rectoría, Dietrich examinó las habitaciones con cuidado y acabó por encontrar un bicho no mayor que la uña de su dedo meñique colocado en los brazos de la cruz de Lorenzo. Un buen escondite. El autómata podía observar toda la habitación sin dejar, oscuro como era, de ser invisible.
Dietrich lo dejó en su sitio. Si la intención de los forasteros era aprender la lengua alemana, cuanto antes lo consiguieran antes podría explicarles Dietrich la necesidad de que se marcharan.
—Tomaré una vela de horas nueva —anunció al instrumento de escucha. Luego, tras sacarla del arcón, explicó—: He sacado una vela de horas nueva.
Alzó la vela ante el bicho.
—Esto se llama «vela de horas». Está hecha de… —Le dio un pellizquito—. De cera de abeja. Cada número marca una doceava parte del día, desde el amanecer al atardecer. Mido el tiempo viendo hasta dónde ha ardido la vela.
Habló conscientemente al principio, luego más bien al estilo de un maestro artesano que da una lección. Sin embargo, no le escuchaba una clase de estudiantes, sino una de las cabezas parlantes de Bacon, y se preguntó hasta qué punto lo entendía el aparato o si, en caso de hacerlo, el hecho de comprender tenía algún sentido.