San Miguel llegó y con é1 la corte anual, que el Herr celebró en el prado bajo un antiguo tilo amarillo claro. El árbol se agitaba con la brisa de otoño y las mujeres se arrebujaban en los chales que llevaban alrededor de los hombros. Al sudeste, nubes oscuras se congregaban sobre el valle de Wiesen, pero el aire no olía a lluvia y el viento suspiraba en dirección opuesta. Un invierno seco, profetizó Volkmar Bauer, y la charla pasó a la siembra de invierno. Hombres y mujeres vestían sus mejores galas para honrar a la corte: calzas y blusas cuidadosamente zurcidas y casi limpias, pero vulgares comparadas con la elegancia de Manfred y su séquito.
Everard presidía desde un banco situado ante el gran árbol y los miembros del jurado estaban sentados a su lado para asegurarse de que no se violaba ninguna costumbre. Richart el Schultheiss trajo las Weistümer, las leyes de la aldea, escritas en pergamino y encuadernadas en forma de libro, y consultaba de vez en cuando las normas y privilegios registrados en él. No era tarea fácil, ya que los derechos se habían acumulado a lo largo de los años como el desorden en un cobertizo, y un hombre podía tener derechos diferentes por diferentes parcelas de tierra.
Jürgen, el Vogt, enseñó sus varas de medir y sus cuerdas anudadas y presentó el balance de las tierras del señor del año anterior. Los arrendatarios libres asistieron al recital con claro interés, comparando los beneficios del Herr con los suyos propios con la sutil aritmética que les permitía, a aquellos que no sabían de números, el uso de los dedos. Wilimer, el contable del Herr, que había dejado de sembrar y segar hacía apenas unos años, lo transcribió todo con letra clara en hojas de pergamino pegadas por un lado. Comprobó sus sumas en un ábaco y anunció que el Herr le debía a Jürgen veintisiete pfennig para cuadrar la cuenta.
Después, el viejo Friedrich, el ayudante del administrador, hizo recuento de multas y deudas. Como Wilimer, realizó las sumas con los números árabes de Fibonacci, pero tradujo los resultados a números romanos para su copia final. Eso hacía que la probabilidad de error fuera elevada, porque el viejo Friedrich entendía de números romanos poco más que de gramática latina… Solía confundir el ablativo con el dativo.
—Si escribo las palabras en latín, tengo que escribir los números en latín también —explicó el hombre en una ocasión.
La primera multa fue Buteil para el viejo Rudolf de Pforzheim, que había muerto el día de Sixto. El Herr tomó posesión de su «mejor bestia», una yegua de tiro llamada Isabella, y naturalmente todos los hombres debatieron si en efecto era la mejor bestia de Rudolf, lo cual dio pie a diversas opiniones, ninguna coincidente.
Felix Ackermann se levantó para pagar Merchet por su hija, pero Manfred, que estaba atento en su asiento bajo el tilo, anunció una condonación «a la vista de las pérdidas del hombre en el incendio». Esto levantó un rumor de admiración en la asamblea; a Dietrich le pareció que los había comprado barato. El Herr podía ser generoso en asuntos de poca monta.
Trude Metzger sorprendió a todo el mundo pagando Merchet para pedirle al Herr permiso «para casarse a voluntad». Esto disparó las lenguas de todas las mujeres y arrojó una sombra de aprensión sobre todos los hombres solteros. El Herr, divertido, le concedió el permiso.
Y así estuvieron hasta que el sol ascendió alto en el cielo. Heinrich Altenbach tuvo que pagar cuatro pfennig de multa por vivir fuera del feudo sin permiso del señor. Petronella Lürm había cosechado los campos del Herr «contraviniendo las prohibiciones del otoño». El hijo de Fulk Albrecht había robado el grano de Trude durante la cosecha. Los miembros del jurado interrogaron a los testigos con atención y, conociendo a las partes implicadas, recomendaron las penalizaciones.
Oliver Becker había increpado a gritos a Bertram Unterbaum el pasado uno de mayo, lleno de rencor por los afectos de Anna Kohlmann. Reinhardt Bent se había apropiado de tres surcos de todos los sembrados adyacentes a su terreno. Por esta ofensa, el hombre recibió sus buenos abucheos, pues para el campesino no hay mayor crimen que robar un surco a un vecino.
El propio Manfred presentó litigio contra doce Gärtners que durante la cosecha de heno de julio se habían negado a cargar las balas en los carros. Nickel Langermann explicó que el trabajo se había hecho en años anteriores «por amor al Herr», pero que no se requería en el Weistümer. Pidió a los arrendatarios libres que investigaran el asunto y Everard nombró una comisión de miembros del jurado.
Después de esto, la corte hizo una pausa para almorzar pan y cerveza a expensas del Herr.
—Langermann se considera un Schulteiss —dijo Lorenz cuando la multitud se dispersó—. Siempre está buscando leyes que dicen que no tiene que trabajar.
—Si hace muchos hallazgos, nadie lo contratará, porque entonces no trabajará nada —contestó Dietrich.
Max Schweitzer apareció y se lo llevó a cierta distancia de los demás.
—El Herr me envía a preguntaros por la pólvora —murmuró.
—Su alquimista reconoció el carbón de las muestras —le dijo Dietrich—, y el azufre por sus propiedades y aspecto; pero el Heinzelmännchen no sabía la palabra krenk para nitrato potásico, así que estamos a la espera. Le dije que se encontraba normalmente bajo el estiércol, pero su mierda no es como la nuestra.
—Tal vez huele mejor —sugirió Max—. ¿Y si les damos una muestra? De nitrato potásico, quiero decir. Los alquimistas pueden identificar materiales desconocidos, ¿no?
—Ja, pero los krenken no parecen dispuestos a hacer el esfuerzo.
Max ladeó la cabeza.
—No creo que su predisposición cuente.
—Tienen prisa por reparar su navío y regresar a su propio país.
Dietrich se volvió a mirar hacia el lugar donde estaba Manfred, acompañado por su séquito. Los hombres se reían por algo y Kunigunda, con el vestido orlado por una franja blanca bordada in orfrois con escenas de caza de ciervos y liebres, no sabía si comportarse con la dignidad de una dama en compañía de Eugen o perseguir a su hermana menor, que acababa de quitarle la toca. Manfred pretendía retener a los krenken contra su voluntad hasta aprender sus secretos ocultos.
—El Herr haría bien en no insistir en este tema.
—¿En su propia tierra? ¿Por qué no?
—Porque el brazo fuerte debe ser usado con amabilidad con la gente que puede tener pólvora.
Por la tarde, los aldeanos eligieron catadores de cerveza, miembros del jurado, guardianes y otros funcionarios para el año de cosechas que se avecinaba. Jürgen el Blanco declinó el honor (y el potencial gasto) de otro periodo como Vogt, así que Volkmar Bauer fue elegido en su lugar. Klaus fue elegido de nuevo Maier.
Seppl Bauer votó tímidamente por primera vez, alzando la mano a favor de Klaus como los demás propietarios. O como la mayoría de ellos, pues Trude Metzger expresó su descontento en voz alta y, como era propietaria de su parcela, votó en solitario por Gregor.
—Puede que el cantero sea lelo, pero no es un ladrón que agua la comida —declaró.
Gregor se volvió hacia Dietrich.
—Me alaba para ganar mis afectos.
Lorenz, al otro lado, agitó un dedo.
—Recuerda, Gregor, si alguna vez piensas en volver a casarte, que ella ya ha pagado Merchet, así que te saldría barata.
—Y valdría cada pfennig.
—El cuerpo no es más que una pantalla —dijo Theresia Gresch, rompiendo el silencio que había mantenido todo el día—, que brilla si dentro hay auténtica belleza. Por eso ella parece más simple de lo que es.
—Tal vez seas tú quien encienda su lámpara —le dijo Lorenz a Gregor.
Gregor hizo una mueca, ahora más que preocupado, no fuera a ser que sus amigos estuvieran planeando un nuevo matrimonio.
—Un hombre necesita una hoguera entera para esa empresa —gruñó.
Dietrich había puesto a su visitante nocturno el nombre de Johann von Sterne: Juan-de-las-estrellas. Reemprendió sus visitas al lazareto, y lentamente recuperó la confianza. Las criaturas lo miraban cuando llegaba, se detenían un momento y luego, tranquilamente, continuaban con sus actividades. Ninguna lo amenazó.
Algunos trabajaban diligentemente en el navío. Dietrich los vio encender fuego en algunas grietas y esparcir fluidos y extender tierra de colores sobre sus superficies. El aire, sin duda, también participaba en las reparaciones, pues a veces oía el siseo de gases en las profundidades desconocidas de la estructura.
Otros se ocupaban de la filosofía natural, dando extraños saltos sin sentido o paseando en solitario. ¡Algunos se encaramaban a los árboles como pájaros! Como el bosque en otoño se había convertido en una llamarada de color, usaban maravillosos instrumentos (fotografía) para capturar «dibujos de luz» en miniatura de las hojas. Una vez, Dietrich reconoció al alquimista por su ropa diferente, sentado en aquella peculiar postura, con las rodillas por encima de la cabeza, contemplando el arroyo que caía en un salto de agua. Lo saludó, pero la criatura, absorta en alguna contemplación, no respondió y, pensando que rezaba, Dietrich se marchó en silencio.
Dietrich sentía cada vez más frustración con la lentitud krenk.
—He visto a vuestros carpinteros apartarse de sus tareas —le dijo a Kratzer en una visita—, para recoger escarabajos o flores para vuestros filósofos. He visto a otros jugar con una pelota o dar saltos arriba y abajo sin ningún sentido aparente, desnudos. Vuestra tarea más urgente es la reparación de vuestro navío, no saber por qué nuestros árboles cambian de color.
—Todos aquellos que hacen el trabajo hacen el trabajo —anunció Kratzer.
Dietrich supuso que eso significaba que los filósofos no estaban capacitados para la construcción del navío, lo cual no era una conclusión sorprendente.
—Incluso así —insistió—, puede que haya tareas de aprendizaje que pudierais realizar.
Al oír esto las antenas de Kratzer se envararon y sus rasgos, nunca expresivos, se volvieron aún más impenetrables. Hans, que se había estado ocupando de catalogar imágenes de plantas y no prestaba ninguna atención aparente al discurso, se enderezó en su asiento con las manos detenidas sobre el conjunto de marcas con las que instruía al Heinzelmännchen. Los ojos de Kratzer clavaron a Dietrich en su asiento, que se agarró a los lados de la silla aterrorizado.
—Ese trabajo —dijo Kratzer por fin— es para aquellos que realizan ese trabajo.
La frase tenía el aspecto de ser un proverbio y, como muchos proverbios, adolecía de una concisión que lo reducía a una tautología. Le recordó a aquellos filósofos que, maleducados por los Antiguos, tenían prejuicios acerca del trabajo manual. Dietrich no podía imaginarse a sí mismo náufrago y poco dispuesto a ayudar a sus compañeros en las reparaciones necesarias. En esa situación, incluso los de noble cuna pondrían manos a la obra.
—El trabajo —señaló— tiene su propia dignidad. Nuestro Señor fue carpintero y se rodeó de pescadores y otra gente humilde. El papa Benedicto, que en paz descanse, era hijo de un molinero.
—He oído correctamente la expresión —dijo Kratzer—. Un carpintero puede convertirse en señor. Ja-ja-ja. Puede una piedra convertirse en pájaro; pregunta. O son todos vuestros señores de baja estofa; pregunta.
—Reconozco que el hombre rara vez se alza por encima de su cuna —admitió Dietrich—, pero no despreciamos al trabajador.
—Entonces no somos tan diferentes, tu pueblo y el mío —dijo Kratzer—. Para nosotros nuestro sitio está escrito… Creo que dirías que está escrito «en los átomos de nuestra carne». Tenemos una frase: «Como somos, así somos.» Sería absurdo despreciar a nadie por ser lo que nació para ser.
—¿Los «átomos de la carne…»? —había empezado a preguntar Dietrich cuando el Heinzelmännchen le interrumpió.
—Raras veces significa más a menudo que nunca; pregunta; exclamación.
Kratzer dirigió una serie de rápidos chasquidos a Hans y, al concluir, Hans expuso el cuello y se dedicó una vez más a escribir. Cuando volvió a hablar, retomó el tema anterior.
—Este curioso evento de los árboles de colores. Sabes la razón de ello; pregunta.
Dietrich, inseguro del sentido de la conversación y nada dispuesto a provocar la ira de Kratzer, respondió que el Herr Dios había dispuesto los cambios de color para advertir de la llegada del invierno, mientras que los árboles de hoja perenne mantenían la promesa de la primavera por venir y eso imbuía en los humores del año pesar y esperanza por igual. Esta explicación desconcertó a Kratzer, que preguntó si el señor a quien se debía Manfred era amo de los bosques, ante lo cual Dietrich desesperó de dar más explicaciones.
La Iglesia celebraba el principio de cada estación agrícola; rezaba por una buena siembra o por las lluvias del verano o por una buena cosecha. La feriae messis, la misa ferial, daba comienzo a la vendimia y por ello asistía a la misa Exultate Deo más gente que de costumbre. La falda sur del Katerinaberg estaba cubierta de viñas cuyo fruto se vendía bien en los mercados de Friburgo y proporcionaba a Oberhochwald una de sus pocas fuentes de plata. Pero el año anterior había vuelto a ser frío y había preocupación por el resultado de la cosecha.
En el ofertorio, Klaus presentó un puñado de uvas maduras de sus propias viñas y, durante la consagración, Dietrich estrujó una de las uvas para mezclar su jugo con el vino del cáliz. Normalmente, los miembros de la congregación charlaban entre sí, incluso se entretenían en el vestíbulo hasta que los llamaba la campana. Ese día observaban concentrados, atraídos no por el recuerdo del sacrificio de Cristo, sino por la esperanza de que el ritual trajera buena suerte en la vendimia…, como si la misa fuera simple brujería y no un memorial del Gran Sacrificio.
Al elevar el cáliz por encima de su cabeza, Dietrich vio entre las vigas del techo los brillantes ojos amarillos de un krenk.
Se detuvo con los brazos extendidos, hasta que el murmullo de su rebaño le hizo recuperar la compostura. Últimamente estaba cundiendo la superstición de que la puerta del purgatorio al cielo se abría mientras se elevaba el pan y el vino, y los fieles a veces se quejaban si el sacerdote hacía una elevación demasiado breve. Sin duda, con una elevación tan larga, su sacerdote había liberado a muchas almas, para mayor santificación de la vendimia.
Dietrich depositó el cáliz sobre el altar y, tras hacer la genuflexión, murmuró las palabras de despedida porque su sentido se le había ido de la cabeza. Joachim, que estaba arrodillado junto a él sujetando el borde de la casulla con una mano y la campanita en la otra, miró también hacia el techo, pero si vio a la criatura no dio ninguna muestra de ello. Cuando Dietrich se atrevió una vez más a alzar los ojos, el inesperado visitante se había escabullido en las sombras.
Después de la misa, Dietrich se arrodilló ante el altar con los puños cerrados. Sobre él, tallado en un solo bloque de roble rojo, oscurecido aún más por cien años de humo de vela, Cristo colgaba clavado en su cruz. La masacrada figura, desnuda salvo por un tributo a la decencia, el cuerpo retorcido en agonía, la boca abierta en la última acusación angustiosa («¿Por qué me has abandonado?») sobresalía de la madera de la cruz, de modo que víctima e instrumento crecían uno del otro. Había sido una forma brutal y humillante de morir. Mucho más amables eran la cuerda, la hoguera o el hacha del verdugo que en los tiempos modernos aliviaban el viaje.
Tenuemente, Dietrich oyó el rumor de carros, el traqueteo de las tijeras, rebuznos de burros, voces mezcladas, maldiciones, el chasquido de los látigos, el gruñido de las ruedas mientras aldeanos y siervos se reunían y partían hacia los viñedos. El silencio descendió poco a poco hasta que todo lo que quedó más allá del viejo gemido de las paredes fue un martilleo distante e irregular que procedía de la herrería de Lorenz al pie de la colina.
Cuando estuvo seguro de que Joachim no se había rezagado, Dietrich se puso en pie.
—Hans —dijo en voz baja tras ponerse el arnés-de-cabeza krenk, y pulsó la señal que despertaba al Heinzelmännchen—. ¿Es a ti a quien he visto en el techo durante la misa? ¿Cómo llegaste hasta ahí sin que te vieran?
Una sombra se movió bajo las vigas del techo y una voz le habló al oído.
—Llevo un arnés que permite el vuelo y entré por el campanario. La frase estaba en mi cabeza para ver tu ceremonia.
—¿La misa? ¿Por qué?
—La frase es que tienes la llave de nuestra salvación, pero Kratzer se ríe y Gschert no escucha. Ambos dicen que debemos encontrar por nuestra cuenta el camino de regreso a las estrellas.
—Es una herejía en la que muchos han caído —admitió Dietrich—, pensar que puede alcanzarse el cielo sin ayuda.
El sirviente krenk guardó silencio un momento antes de responder.
—Yo pensaba que tu ritual completaría dentro de mi cabeza la imagen de vosotros.
—¿Y lo ha hecho?
Dietrich oyó un brusco chasquido en las vigas del techo y dobló el cuello para espiar dónde se había encaramado el krenk.
—No —dijo la voz en su oído.
—La imagen de Dietrich dentro de mi propia cabeza está también incompleta —admitió el sacerdote.
—Ése es el problema. Quieres ayudarnos, pero no veo ninguna ganancia para ti.
Las sombras se agitaron a la luz de las velas, sin ser del todo negras porque las llamas que las proyectaban aleteaban rojas y amarillas. Dos lucecitas brillaban entre las vigas. ¿Eran los ojos del krenk, que captaban el baile del fuego, o sólo las placas de metal que aseguraban las vigas?
—¿Debe haber siempre una ganancia en lo que haga? —preguntó Dietrich a la oscuridad, incómodamente consciente de que la ganancia que buscaba era continuar con su propia soledad y liberarse del miedo.
—Los seres actúan siempre en beneficio propio: para obtener comida o estimular los sentidos, para ser aceptados en un lugar, para trabajar menos y conseguir lo mismo.
—No puedo decir que te equivoques, amigo saltamontes. Todos los hombres buscan el bien, y desde luego comida y los placeres de la carne y el cese del trabajo son bienes, o de lo contrario no los buscaríamos. Pero no puedo decir que tengas razón por completo tampoco. ¿Qué gana Theresia con sus hierbas?
—Ser aceptada —fue la rápida respuesta del krenk—. Su lugar en la aldea.
—Eso no engordará las coles. Un hombre que quiere alimento puede secar un pantano, o robar un surco; en la búsqueda de placer, puede amar a su esposa… o folgar con la de otro. El camino al cielo no se encuentra en bienes parciales, sino en el bien perfecto. Ayudar a los demás es un bien en sí mismo. Santiago, el primo de Nuestro Señor, escribió: «Dios resiste al orgulloso y concede gracia al humilde», y también que «la religión pura e inmaculada es ésta: dar ayuda a los huérfanos y viudas en su desesperación».
—El primo de Manfred no tiene ningún peso con los krenken. No es nuestro señor, ni Manfred es tan fuerte como temía Gschert. Cuando su propia gente lo desafió por las balas de heno, no los golpeó como se merecían, sino que permitió que ellos, sus criados, decidieran el asunto por él. El acto de un débil. Y volvieron, sus propios sirvientes, y dijeron que los Gärtners tenían derecho. El deber los obliga a recoger el heno de Manfred, pero no a cargarlo en los carros.
Dietrich asintió.
—Así dicen las Weistümer. Es la costumbre del feudo.
El krenk tamborileó sobre las vigas y se inclinó tanto hacia la luz de la vela que Dietrich pensó que iba a volcarla.
—Pero eso deja las balas de heno del año que viene tiradas en el campo —dijo Hans—, mientras los siervos esperan para descargarlas. Eso es… falta de pensamiento.
Una sonrisa cruzó los labios de Dietrich cuando recordó la discusión que se produjo en la corte tras la decisión.
—Nos divertimos con las paradojas. Es una forma de entretenimiento, como bailar o cantar.
—Cantar…
—En otra ocasión te lo explicaré.
—Es peligroso que alguien que gobierna muestre debilidad —insistió Hans—. Si vuestro Langermann hubiera hecho esa demanda a Herr Gschert, sería comida ahora mismo.
—No niego que Gschert tiene un humor colérico —dijo Dietrich secamente. Como carecían de verdadera sangre, los krenken no podían equilibrar su cólera adecuadamente con humores sanguíneos. En cambio, poseían un icor amarillo verdoso; pero como no era doctor en las artes médicas, Dietrich no estaba seguro de qué humor podía gobernar el icor. Tal vez uno desconocido para Galeno.
—Pero no te preocupes —le dijo a Hans—. Las balas de heno serán cargadas en los carros la próxima siega, pero los Gärtners no lo harán por deber, sino por caridad… o por un precio por el trabajo añadido.
—Caridad.
—Ja. Buscar el bien de otra persona y no el tuyo propio.
—Así lo haces tú; pregunta.
—No tan a menudo como ordenó el Señor, pero sí. Acumula méritos para ir al cielo.
—Lo entiende el Heinzelmännchen correctamente; pregunta. Un ser superior vino del cielo, se convirtió en vuestro Herr, y os ordenó que realizarais esta «caridad»…
—Yo no lo expresaría así…
—Entonces todo encaja.
Dietrich esperó, pero Hans no dijo nada más. El silencio se prolongó y se volvió opresivo, y el sacerdote había empezado a sospechar que su sigiloso visitante ya se había marchado (los krenken no eran dados a las formalidades de saludos y despedidas), cuando Hans habló una vez más.
—Ahora diré una cosa, aunque nos muestre débiles. Somos un pueblo mixto. Algunos pertenecen al navío y su capitán era su Herr. El capitán murió en el naufragio y ahora Gschert gobierna. Otros forman una escuela de filósofos cuya tarea es estudiar nuevas tierras. Fueron ellos quienes contrataron el navío. Kratzer no es su Herr, pero los otros filósofos le permiten hablar por ellos.
—Primus inter pares —sugirió Dietrich—. «El primero entre iguales.»
—Bien. Una frase útil. Se lo diré. En el tercer grupo están aquellos que viajan para ver cosas extrañas y lejanas, lugares donde han sucedido hechos conocidos o grandes acontecimientos. Cómo llamáis a esa gente; pregunta.
—Peregrinos.
—Bien. La nave tenía que visitar varios sitios que querían ver los peregrinos antes de llevar a los filósofos a una tierra nueva. La compañía del navío y la escuela de filósofos dice siempre que esos viajes a lo desconocido pueden ser sin regreso. «Ha sucedido; sucederá.»
—Ja, doch —dijo Dietrich—. En tiempos de mi padre, algunos sabios franciscanos embarcaron con los hermanos Vivaldi en busca de la India, que el mapa de Bacon situaba a poca distancia al oeste, al otro lado de la Mar Océana. Pero no se volvió a saber de ellos después de que salieran de cabo Non.
—Entonces tienes la misma frase en tu cabeza: «Un nuevo viaje puede ser sólo en una dirección.» Pero en las cabezas de los peregrinos siempre hay un regreso, y nuestro fracaso en llegar al cielo correcto tiene que deberse al… creo que vuestra palabra es «pecado»… de otro. Así que algunos peregrinos achacan nuestro actual fracaso al pecado de Gschert, e incluso algunos de la compañía de la nave dicen que no es nada comparado con el que era capitán antes. Uno que se crea más fuerte puede querer sustituirlo. Y sí es así, Gschert probablemente alzará el cuello, pues está en mi cabeza que él pueda pensar lo mismo.
—Es un grave asunto socavar el orden establecido —dijo Dietrich—, pues quién sabe si el resultado no será peor. Tuvimos un levantamiento similar hace doce años. Un ejército de campesinos arrasó la zona, quemando feudos, matando a señores y sacerdotes y judíos.
Y Dietrich recordó con súbita, insoportable inmediatez, la mareante embriaguez de ser barrido por algo más grande y más poderoso y más cierto que uno mismo, la seguridad y la arrogancia de los números. Recordó a familias nobles inmoladas dentro de sus propias casas; prestamistas judíos a quienes se les pagaba con creces con cáñamo y hogueras. Había un sacerdote entre ellos, un hombre de cierta cultura, y había exhortado a las multitudes con las palabras de Santiago:
¡La maldición ha caído sobre vosotros, los ricos! Vuestra riqueza se ha podrido, vuestro fino vestuario es pasto de las polillas. ¡Vuestro oro y vuestra plata se han deslustrado y su corrosión es un testimonio contra vosotros! ¡Aquí, gritadlo, están los salarios que habéis arrebatado a los siervos que trabajaron por vosotros! Los gritos de los campesinos han llegado a oídos del Señor. ¡Vivisteis rodeados de lujos caprichosos en la tierra; engordasteis para el día de la matanza!
Y el ejército de Armleder (se llamaban a sí mismos ejército, con capitanes autoproclamados, y llevaban brazaletes de cuero como uniforme), sudorosos, lujuriosos, ávidos de botín, ajenos a sus propias sentencias de muerte, se reunió por fin, de modo que el grito «¡el día de la matanza!» que rugió en mil gargantas fueron las últimas palabras que muchos adinerados señores y judíos oyeron en esta vida. Las mansiones iluminaron la noche con sus llamas, de modo que un hombre podía recorrer toda Rhineland siguiendo su iluminación como si fuera de día. Caravanas asaltadas por el camino. Carros de vendedores ambulantes volcados en las cunetas. Buhoneros declarados a gritos prestamistas judíos y destrozados. Los burgueses de las ciudades libres, a salvo tras sus antiguas murallas, viendo desde los parapetos cómo sus almacenes ardían.
Pero las murallas de los Burgs habían resistido a las turbas indisciplinadas y la furia de los rebeldes se calmó cuando se dieron cuenta de que sólo los esperaba el patíbulo. De las ciudadelas de piedra había fluido un río de acero: Herrs y caballeros; soldados y milicia de los gremios y levas feudales; lanzas y alabardas y ballestas que atravesaban carne y hueso. Jinetes más veloces que los talones más huidizos. Un puñado de aperos de labranza, palos, cuchillos arrojados junto al camino. Caballeros con cota de malla atacando a campesinos que carecían hasta de calzones bajo la ropa, de modo que los caminos se cubrieron de la mierda y los orines de su terror y mostraban sus partes privadas cuando colgaron de todas las ramas de Alsacia y Bisgrovia.
Dietrich fue consciente del silencio.
—Miles perecieron —le dijo bruscamente al krenk.
El krenk continuó sin decir nada. En medio del silencio, la madera de la iglesia crujió.
—¿Hans…? —dijo Dietrich.
—Kratzer se equivocaba. Nuestros pueblos son muy diferentes.
Hans saltó de una viga del techo a otra, yendo hacia el fondo de la iglesia y luego a una ventana abierta.
—¡Hans, espera! —exclamó Dietrich—. ¿Qué quieres decir?
La criatura se detuvo en la ventana y se volvió a mirar a Dietrich.
—Vuestros campesinos mataron a sus señores. Esto es… antinatural. Lo que somos, somos. Tenemos esta frase en nuestras cabezas de esos animales que fueron nuestros antepasados.
Dietrich, desconcertado por aquella revelación inesperada, encontró la voz con dificultad.
—Vosotros… ¿Hay animales entre vuestros antepasados?
Imaginó horribles cópulas con bestias. Mujeres yaciendo con perros. Hombres holgando con burros. ¿Qué podía nacer de semejantes uniones? Algo inenarrable. Algo monstruoso.
—En tiempos antiguos —repuso el krenk—. Entonces había criaturas como vuestras abejas en las divisiones de su trabajo. No tenían frases dentro de la cabeza que les dijeran sus deberes. En cambio, las frases estaban escritas en los átomos de su carne, y esos átomos se pasaban de señores y damas a sus retoños, y así, con el tiempo, a nosotros. Así cada uno de nosotros conoce su puesto en la gran red. «Así fue; así es.»
Dietrich tembló. Todos los seres, deseando su adecuado fin, se movían hacia él por naturaleza. Así una piedra, al ser tierra, se movía naturalmente hacia la tierra, y un hombre, al amar el bien, se movía naturalmente hacia Dios. Pero en los animales los apetitos se mueven por el poder estimativo, que rige despóticamente, mientras que los hombres actúan por el poder cognitivo, que rige políticamente. Así, la oveja considera al lobo su enemigo y corre sin pensar; pero un hombre defiende su terreno o huye según le dicte su razón. Sin embargo, si los krenken eran gobernados por instinctus, el apetito racional no podía existir en ellos, ya que un apetito superior necesariamente movía a uno inferior.
Lo que significaba que los krenken eran bestias.
Recuerdos de osos y lobos parlantes que arrastraban a los niños a su perdición fluctuaron en su memoria. Que el ser que acechaba en las vigas, sobre él, no fuera más que una bestia que hablaba aterrorizó tanto a Dietrich que huyó de Hans.
Y Hans huyó de él.