XXII. JUNIO DE 1349 Hasta hora nona, en el Día de los Siete Hermanos Santos

«La peste nos acecha», pensó Dietrich. Se había ido acercando cada vez más, desde Berna a Basilea y a Estrasburgo, volviéndose ahora hacia Friburgo. ¿Llegaría a continuación a las montañas? Había cruzado los Alpes, así que escalar el Katerinaberg no sería ninguna hazaña.

—Ese tal Imre había llegado al claro de Iglesia-Jardín —continuó Manfred—. Allí se encontró a un grupo de gente de Friburgo que galopaba hacia el barranco. Eran una docena en total: un mercader, por su ropa, su dama, doncellas y criados de librea y unos cuantos más. Habrían arrollado a nuestro buhonero si no se hubiera apartado presuroso con sus mulas. Una bolsa cayó de un caballo de carga al pasar y el mercader ordenó a un criado que volviera a cargarlo, mientras él y los demás continuaban su camino. El criado trabajó a toda prisa, esparciendo ropa y otros enseres y recogiéndolos torpemente. Irme le ayudó a asegurarlo todo.

—Lo más probable es que él mismo soltara la carga al pasar —dijo Klaus, y los demás se rieron nerviosos.

Manfred no sonrió.

—Fue entonces cuando el criado le habló de la peste y de que cientos morían cada día en Friburgo.

—¿Verificó la historia del criado, mein Herr? —insistió Everard—. Tal vez el hombre exagerara. Los criados son notables mentirosos.

Manfred le dirigió una mirada peculiar.

—Imre razonó que si un hombre tan educado como un mercader consideraba aconsejable huir al este, él sería un idiota si continuara hacia el oeste. El criado del caballo rápidamente dejó atrás sus mulas, pero Imre se topó con su carga poco después, esparcida por el sendero del barranco. Supuso que lo duro del camino había hecho que la carga volviera a soltarse y, sin la voz de su amo en el oído, el criado esta vez lo había abandonado todo y huido. Imre consideró que la ropa era demasiado valiosa para dejarla abandonada y por eso la recogió y la cargó en su propia mula.

—No dudo que ayudara a cargar los enseres del hombre con ese mismo fin en mente —dijo Klaus. Hablaba demasiado rápidamente y se frotaba una mano con otra mientras miraba por turno a cada consejero.

—Un poco más allá —continuó Manfred sombrío—, se encontró con el cuerpo de la dama del mercader, que había caído del caballo. Tenía la cara de un azul oscuro y retorcida de agonía, y había vomitado bilis negra. Además, se había roto el cuello en la caída.

Klaus no apostilló esta vez. Everard se había puesto pálido. El joven Eugen se mordió los labios. El barón Grosswald no se movió. Dietrich se persignó y rezó por la mujer desconocida.

—¿Y su marido no se detuvo a ayudarla? —preguntó.

—Ni el criado. Imre dice que por piedad la cubrió con una manta del alijo abandonado, que no se atrevió a hacer nada más. —Manfred se hundió un poco en su alto sillón—. Pero no lo he dicho todo. El buhonero confesó que había venido al oeste huyendo. La peste había llegado ya a Viena en mayo y a Munich este mes, pero guardó silencio por miedo a que lo expulsáramos.

Hubo muchas exclamaciones. Everard maldijo al buhonero. Klaus exclamó que Munich estaba, después de todo, a muchas leguas de distancia y que el mal aire podría haber viajado al norte, hacia Sajonia, en vez de al oeste, a Suabia. Eugen temió que la peste los estuviera rodeando, al este y al oeste. Dietrich se preguntó por los judíos, que se habían marchado en esa dirección con la escolta del duque.

El barón Grosswald, silencioso hasta entonces, habló.

—La enfermedad brota de incontables criaturas, demasiado pequeñas para el pensamiento y transmitidas por diversos modos: por el contacto o el aliento, en la orina o los excrementos, en la saliva o incluso en la brisa. No importa hacia dónde sople el viento.

—¡Qué tontería! —exclamó Eugen.

—No tanto —dijo Dietrich, a quien ya Hans había referido esta tesis, además de la médico krenk—. Marco Varro propuso eso mismo en De re rustica…

—Lo cual es muy interesante, pastor —dijo Klaus con voz aguda y tensa—, pero esta peste no es como otras aflicciones y puede que no se extienda como la de los monstruos. —Se volvió hacia Gschert—. ¿Puedes jurar que lo que dices de vuestras pequeñas-vidas se cumple en nosotros? He oído a tu gente recalcar más de una vez nuestras diferencias.

Gschert extendió el brazo.

—«Lo que puede ser, puede ser; pero lo que es, debe ser.» Tengo otras preocupaciones que este mal odour vuestro. Podéis vivir o podéis morir, por mucho que lo neguéis, según decida la suerte de las pequeñas-vidas. En cuanto a nosotros, sólo podemos morir.

El tono desapasionado de la cabeza parlante dotó su declaración de una fatal frialdad. Dietrich quiso decirle al monstruo que su razonamiento había fallado, había errado la lógica. Lo que debe ser es; pero lo que es no tiene por qué ser; puede ser cambiado por la gracia de Dios.

Pero Manfred golpeó la mesa con el pomo de su daga. Dietrich advirtió lo blancos que estaban los nudillos que la empuñaban.

—¿No podría vuestra médico mezclar para nosotros una medicina? —preguntó el Herr—. Si la peste es natural, entonces el tratamiento debe ser natural, y no tenemos nadie en la aldea…

Pero Gschert sacudió la cabeza al modo humano.

—No. Nuestros cuerpos (y los vuestros, he de suponer) tienen naturalmente muchas pequeñas-vidas dentro, con las que vivimos en equilibrio. Un compuesto «anti-vida» debe cuidar que sólo muera el invasor. Vuestros cuerpos son demasiado extraños para nosotros y no distinguiríamos amigo de enemigo entre vuestras pequeñas-vidas, aunque nuestra medico conozca el arte. Hacen falta artes sutiles para crear un compuesto que cace y destruya a una pequeña-vida invasora. Crear una nueva de la nada y para unas criaturas cuyos cuerpos ella no conoce está más allá de su capacidad.

Se produjo el silencio y Manfred permaneció sentado un momento mientras los otros observaban. Entonces apoyó ambas manos sobre la mesa y se puso en pie, y todos los ojos menos los de Gschert se volvieron hacia él.

—Esto es lo que haremos —anunció Manfred—. Todo el mundo sabe que tener contacto con los enfermos es la muerte. Por tanto, nos mantendremos apartados y no tendremos ningún contacto con el exterior. Nadie puede usar el camino que atraviesa la aldea. Todo aquel que llegue de más allá de Friburgo o de cualquier otro lugar debe dar un rodeo y cruzar los campos. Todo el que intente entrar en la aldea será rechazado… Por la fuerza de las armas, si es preciso.

Dietrich resopló lentamente y se miró las manos. Entonces se dirigió a Manfred.

—Se nos ordena ser caritativos con los enfermos.

Un largo suspiro alrededor de la mesa. Algunos bajaron avergonzados los ojos; otros lo miraron con mala cara.

Manfred golpeó la mesa con los nudillos.

—No es falta de caridad puesto que no podemos hacer nada por ayudarlos. ¡Nada! Lo que no podemos hacer es permitir la peste entre nosotros.

Eso provocó fuertes exclamaciones de asentimiento por parte de todos, menos de Dietrich y Eugen.

—Hay rumores de que alojamos demonios —continuó Manfred—. Muy bien. Que se sepa. Que los krenken vuelen a voluntad. Que los vean en San Blasien y San Pedro; en Friburgo y Oberreid. Si la gente tiene demasiado miedo para venir aquí, puede que mantengamos a esta… a esta muerte a raya.


Esa noche, Dietrich organizó una procesión penitencial hasta el alba para rogar por la intersección de la Santa Virgen y santa Catalina de Alejandría. Irían en procesión descalzos y con harapos y los penitentes llevarían ceniza bendecida en la frente. Zimmerman bajaría la gran cruz del altar y Klaus la llevaría a sus espaldas.

—¡Un poco tarde para eso, sacerdote! —se quejó Everard—. ¡Se os envió para que nos contarais la voluntad de Dios! ¿Por qué no nos advertisteis de su ira hace años?

—Es el fin del mundo —dijo Joachim tranquilamente y quizá con satisfacción—. El fin de la Edad Media. ¡Pero llega la Edad Nueva! ¡Se marcha Pedro, llega Juan! ¿Quién será digno de vivir en estos tiempos?

Sin embargo, la escatología del monje no tenía más sentido que las quejas de Everard o las bromas de Klaus, o la severidad de Manfred.

Terminados los preparativos, Dietrich se arrodilló a rezar en su cuarto. «Recuerda, oh, Señor, tu alianza, y di al ángel exterminador “Frena ahora tu mano y no asoles la tierra, y no destruyas a toda alma viviente.”» Cuando alzó los ojos, vio el extraño crucifijo de hierro que había hecho Lorenz y recordó al herrero. Un hombre extraño y amable en quien Dios había mezclado fuerza y mansedumbre; un hombre que había muerto intentando salvar a un extranjero monstruoso de un peligro invisible. ¿Qué había pretendido Dios con eso? ¿Y qué había pretendido al impulsar a un violento y colérico krenk a tomar el nombre de Lorenz… además de toda la mansedumbre que podía asumir la naturaleza krenk?

Tras incorporarse del reclinatorio, vio a Hans sentado tras él, las rodillas sobre la cabeza. Dietrich se puso el arnés de cabeza y reprendió a su huésped.

—Debes hacer un poco de ruido al entrar, amigo saltamontes, o me matarás de la sorpresa.

Una leve separación de los labios blandos indicó una leve sonrisa.

—Entre nosotros, el ruido es señal de torpeza. En los átomos de nuestra carne está escrito que no hagamos ningún ruido, y los más silenciosos son los más admirados y se consideran los más atractivos. Cuando nuestros antepasados eran animales y carecían de pensamiento y habla, éramos presa de terribles seres voladores. Y así, cuando éramos paganos, adorábamos a dioses temibles y veloces. La muerte era una liberación del miedo… y nuestra única recompensa.

—«No temáis.» Nuestro Señor lo dijo con más frecuencia que ninguna otra cosa.

Hans chasqueó sus labios laterales.

—¿Tienes la frase en la cabeza de que la procesión de mañana detendrá esa peste vuestra, que impedirá que las pequeñas-vidas lleguen a los bosques?

—Si es como dices, no. No más que una oración puede detener a un caballo a la carga. Pero no rezamos por eso. Dios no es un prestidigitador barato que actúa por un pfennig.

—¿Por qué, entonces?

—Porque concentrará nuestras mentes en las cosas de importancia. Todos los hombres mueren, todos los krenken mueren. Pero lo que importa es cómo abordemos la muerte, pues recibiremos la otra vida según nuestros méritos.

—Cuando vuestra gente se somete, se arrodilla ante vuestro Herr. Entre nosotros, nos sentamos como ves.

Dietrich aceptó estas palabras y, al cabo de un momento, preguntó:

—¿Con qué propósito has rezado?

—Para dar las gracias. Si he de morir, al menos he vivido. Si mis compañeros han perecido, al menos los he conocido. Si el mundo es cruel, al menos he probado la amabilidad. Tuve que cruzar hasta el otro lado del cielo para probarla, pero, como dices, el mundo está lleno de milagros.

—¿No hay esperanza, entonces, para tu gente?

—«Sólo una cosa elimina toda posibilidad de muerte y esa cosa es la muerte.» Pero escúchame, Dietrich, y te diré una frase que mi gente ha aprendido: el cuerpo puede reforzarse por un ejercicio del espíritu. ¿Me comprendes? Un hombre puede agradecer la muerte y por eso encontrarla. Otro hombre puede desear vivir y, en ese deseo, encontrarse la diferencia entre sus destinos. Así, si estas oraciones y procesiones acumulan vuestra energía, podréis resistir mejor la entrada de las pequeñas-vidas en vuestros cuerpos. En cuanto a mí, tengo una respuesta a mí propia oración.

—¿Y cuál es?

Pero Hans se negó a decirlo. Saltó junto a la cama del moribundo Kratzer y colocó en la pared, ante sus ojos, una reproducción en vivos colores de la escena del prado que Dietrich había visto por primera vez en la extraña «pizarra-de-visión», sobre la mesa de Kratzer. Hans permaneció agazapado junto a la cama un rato, en silencio.

—Para todo krenk —dijo por fin—, la frase es que verá su nido-de-nacimiento una vez más. Según le vaya por el mundo-dentro-del-mundo, las maravillas que encuentre en lugares lejanos, siempre tendrá ese lugar.

Hans desplegó sus patas.

—Nuestro navío zarpará —dijo—. Dentro de otra semana, tal vez dos. No más.

Entonces, sin decir otra palabra, salió de la rectoría.


Durante la semana que siguió a la procesión, un curioso estado de ánimo se apoderó de los habitantes de Oberhochwald. Se dieron a la alegría y la risa espontánea y se dijeron unos a otros que Munich y Friburgo estaban muy lejos, que lo que sucedía allí no afectaba a la región de los Altos Bosques. La gente salió de sus cabañas para divertirse en el prado. Volkmar Bauer le regaló a Nickel Langermann una empanada de carne y su esposa cuidó al pequeño Peter, que había caído enfermo. Jakob Becker cruzó la aldea y dejó una hogaza de pan en cada choza y dos en cada cabaña y después visitó la tumba donde habían depositado a su hijo.

Gregor y sus hijos llevaron a Theresia Gresch a misa el quinto domingo de Pentecostés. Esta misa tuvo mayor asistencia que la mayoría, y después Gregor dijo que si la gente se asustara más a menudo, la aldea sería un lugar más amistoso, y se rió como si fuera un gran chiste.

Dietrich agradeció la concordia recién hallada pero cuando, pasada esa semana, no sucedió nada, la aldea regresó lentamente a la normalidad. Los arrendatarios libres despreciaron una vez más a Gärtners y siervos; el juego en los campos cesó. Dietrich se preguntó si la procesión de penitencia, como había sugerido Hans, había reforzado sus espíritus para resistir al mal aire, pero Joachim tan sólo se echó a reír.

—¿Qué fuerza tiene una penitencia si se difumina demasiado pronto? —Negó con la cabeza—. No, la auténtica contricción es más larga, más amplia, más profunda que ésa, pues este pecado ha estado mucho tiempo con nosotros.

—Pero la peste no es un castigo —insistió Dietrich.

Joachim apartó la mirada.

No digáis eso —susurró ferozmente a los suaves confines de la iglesia de madera, y las estatuas parecieron susurrar también con crujidos y gemidos—. Si no es un castigo, no es nada, y es algo demasiado terrible para no ser nada.


Esa noche, tranquilamente, murió Kratzer.

Joachim lloró, pues el filósofo nunca había aceptado a Cristo y había muerto fuera de los brazos de la Iglesia. Hans dijo solamente:

—Ahora, lo sabe.

Dietrich, para consolar al sirviente de la cabeza parlante, dijo que Dios podía salvar a quien él quisiera y que había un limbo del cielo reservado para los paganos virtuosos, un lugar de felicidad natural.

—¿Experimento eso que llamáis «pena»? —preguntó el krenk—. Nosotros no lloramos como lo hacéis vosotros; así que tal vez no sintamos como vosotros. Pero hay una frase en mi cabeza de que no volveré a ver a Kratzer, que nunca más me dará instrucciones, nunca más me golpeará por mis fallos. Desde hace mucho tiempo no le he rendido homenaje (uso vuestro término) y, desde entonces, lo he mirado de manera diferente. No como un sirviente mira a su amo, sino como un sirviente mira a otro, ¿pues no somos ambos siervos de un Señor mayor? La frase en mi cabeza es que suplique por él de algún modo, pues ni siquiera ahora puedo soportar haberlo decepcionado. —Se volvió hacia la ventana y desde allí contempló la aldea y, más allá, el Bosque Grande—. No quiso beber y yo lo hice. La fuerza que rechazó fue mía para que reparara el navío. ¿Cuál de nosotros tenía razón?

—No lo sé, amigo mío —respondió Dietrich.

—Gschert bebió y no hizo nada.

Dietrich no le respondió. Los labios del krenk se movieron lentamente.

Después de un rato, llegó la médico con otros dos krenken y se llevaron los restos mortales de Kratzer a su navío, para prepararlo y que fuera alimento para los otros.


El viernes, en la conmemoración de los Siete Hermanos Santos, los krenken se marcharon del Alto Bosque. Manfred les ofreció una ceremonia de despedida en su mansión, a la que invitó a sus líderes y a aquellos que los habían alojado. A Shepherd le regaló un collar de perlas, mientras que al barón Grosswald le entregó una corona de plata en reconocimiento de su rango. Quizá por primera vez, a Dietrich le pareció que el líder krenken se emocionaba. Se colocó el laurel sobre la cabeza con gran cuidado y, aunque Shepherd abrió los labios con la sonrisa krenk, los caballeros y soldados presentes irrumpieron en un fuerte «¡hoch!» que sobresaltó a los krenken.

Manfred llamó a Dietrich, Hilde y Max.

—No tuve corazón para prohibirlo —dijo—. El timón de su nave ha sido reparado del todo y no tienen motivos para quedarse más tiempo. —Hizo una pausa—. Si se quedan, todos seguirán al pobre Kratzer a la tumba. Como vosotros tres fuisteis los primeros en darles la bienvenida, os envío con ellos para bendecir su nave. Espero que regresen pronto ahora que saben qué vientos los traen aquí. El barón Grosswald ha prometido regresar con médicos y boticarios dotados que puedan ayudarnos contra la peste.

Mein Herr, su timón… —dijo Dietrich. No pudo terminar y dijo solamente—: Yo también les deseo buenos vientos y mares en calma.

Cabalgaron en los rocines del Herr entre campos dorados hasta el claro donde se encontraba el navío. Dietrich sugirió que dejaran atados los caballos en la carbonera y recorrieran caminando el resto del trayecto, no fuera a ser que la cercanía de tantos krenken los asustara. Dietrich advirtió que Max llevaba una nueva bolsa al cinto en la que guardaba un pot-de-fer de mano.

—Veo que por fin te has procurado uno.

Max sonrió y sacó la máquina de la bolsa.

—Max Saltarín me lo dio antes de que se marcharan a su nave.

—¿Qué harás cuando no te queden más balas?

Max se encogió de hombros.

—Nos han enseñado a hacer pólvora negra sin peligro; con eso es suficiente. Hacer balas para este aparato requiere artes mecánicas que no tenemos. Las balas que usamos para nuestras hondas son de forma y tamaño demasiado irregulares. Pero es una pieza inteligentemente forjada y la guardaré por su belleza y como recuerdo de los extraños acontecimientos de este año pasado.

—Anoche, Joachim pidió a Shepherd y a otros que se quedaran.

Max ladeó la cabeza.

—¿Tanto los odia? Si se quedan, morirán.

—Cree que nuestra gran obra era ganar a esas criaturas para Cristo y que es esta labor la que ha apartado la peste de nuestros hogares. Si los krenken se marchan sin ser bautizados, dice, la peste vendrá.

Max se echó a reír.

—¿Sigue llamándolos demonios? He ayudado a transportar a demasiados cadáveres suyos para creerlo.

Hilde se reunió con ellos al pie del risco. Le entregó a Dietrich el fardo que contenía sus vestiduras sacramentales. Max llevaba el cubo y el hisopo.

—Me alegraré cuando se hayan marchado y las cosas vuelvan a estar en orden —dijo ella.

Dietrich tomó a sus compañeros de la mano.

—¿Os han contado algo nuestros huéspedes sobre ese viaje suyo? ¿Shepherd? ¿Augustus? ¿Alguno de ellos?

—¿Porqué? —preguntó Max—. ¿Qué va mal?

Dietrich los soltó.

—No sé si es un terrible pecado o un maravilloso acto de esperanza. Venid.

Con eso, los guió risco arriba y luego hasta el otro lado, donde los krenken, repartidos en diversas tareas, se preparaban para embarcar. Eran menos que antes y muchos se hallaban al final de su particular enfermedad, con la piel completamente moteada. La mayoría estaban de pie o agachados a solas, pero a unos cuantos sus compañeros los sostenían o los trasladaban en camilla. Se acercaron en silencio.

El barón Grosswald había dispuesto una mesa y máquinas inteligentes para repetir en krenk las palabras de Dietrich.

—Tienes que ser rápido —dijo por el canal privado—, o nuestra resolución puede flaquear.

Dietrich asintió para demostrar que había oído y se puso las vestiduras púrpura usadas en la misa para peregrinos y viajeros. No iba a celebrar la misa, naturalmente, pero las oraciones tenían especial valor en esta ocasión.

Se persignó.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…

Unos cuantos krenken repitieron el gesto. El viento azotaba los árboles, sacudiendo las ramas y haciendo que se inclinaran.

Redime me. Domine —rezó por sus huéspedes—. Redímeme, oh, Señor, y ten piedad de mí: pues mi pie ha seguido el camino recto. Júzganos, oh, Señor, pues hemos viajado inocentemente. Si caminamos por el valle de la muerte no temeremos ningún mal, pues tú estás con nosotros.

»Dirige nuestros pasos según tu palabra y no dejes que ninguna inquietud nos domine. Dios ha dado a sus ángeles nuestra custodia para mantenernos a todos en su camino. De la mano nos llevarán para que nuestros pies no tropiecen con ninguna piedra.

«Vigila, oh, Señor, nuestras idas y venidas, para que nuestros pasos no se aparten del camino recto. Inclina tu oído y oye mis palabras. Muestra tus maravillosas bendiciones.

Entonces, alzando los brazos, exclamó:

—Envía tu gracia a estos peregrinos para guiar sus pasos; que los siga y los acompañe en su camino, para que en la protección de tu compasión podamos regocijarnos por su progreso y su salvación.

Dietrich se acercó al navío, lo roció con el agua bendita que Max había traído en el cubo y terminó trazando el signo de la cruz sobre los krenken congregados, diciendo:

—Id con Dios.

Después de esto, los peregrinos, todavía en silencio, subieron a su navío. Algunos inclinaron la cabeza o hicieron una genuflexión ante Dietrich al pasar, aunque a él no le pareció que fuera más que una muestra de cortesía.

—Adiós, mis krenken —dijo una y otra vez—. Que Dios os acompañe.

Una de ellos respondió por el canal de voz privado:

—Llevaré conmigo a casa tu mensaje de caridad.

Dietrich le dirigió una bendición particular mientras sus ojos buscaban entre las figuras que iban pasando.

—¿Qué buscáis? —le preguntó Max.

—Una cara.

Sin embargo, curiosamente, aunque había aprendido a distinguir a los individuos, al ver ahora a los krenken en fila sus rostros particulares se confundieron una vez más en la misma uniformidad que había percibido en sus primeros encuentros. Era como si, en el momento culminante de su partida, todos se hubieran vuelto una vez más indiferenciables.

Tal vez Hans y los otros, obligados por el deber a ocupar sus puestos, estaban ya dentro del navío.

Algunos krenken vacilaron en la rampa y unos cuantos hicieron el intento de darse la vuelta. A éstos los sicarios de Grosswald los animaron con golpes y empujones. Uno de los sicarios era Friedrich, que se había aliado con Hans cuando éste y Gottfried habían desafiado a Grosswald. Se quedó inmóvil al darse cuenta de que Dietrich lo miraba, luego se abrió paso entre los peregrinos para entrar en la nave.

Shepherd y Grosswald fueron los últimos en subir a bordo. El capitán del navío se detuvo y pareció a punto de decir algo, pero luego simplemente sonrió a la manera krenk.

—Tal vez la magia funcione.

Shepherd fue la última. Se detuvo a mitad de la rampa y contempló el claro.

—Extraño mundo; extraña gente —dijo—. Hermoso, pero mortífero. Ha habido peores orillas donde varar, pero ninguna tan cruel.

Se dio la vuelta para irse, pero Dietrich le tendió los tres arneses de cabeza.

—Ya no los necesitaremos —dijo, aunque ahora que se lo había quitado Shepherd no iba a entenderlo.

Pero Shepherd simplemente tocó el mikrophone con la punta de un dedo y se lo devolvió a Dietrich, jumo con el suyo propio. En la parte superior de la rampa, chirrió unas últimas palabras sin traducción, y luego entró y la puerta se cerró tras ella y la rampa se plegó sobre sí misma entre chasquidos metálicos.


Dietrich pretendía ver el navío hasta que se perdiera de vista, pues lo consumía la curiosidad acerca de cómo pretendía hacerlo. Hans había insistido en que se movía sobre un cojín de magnetismo hacia una dirección «dentro de todas las direcciones». Dietrich había leído en París la Epístola de Magnete de Fierre Maricourt, y recordaba que los imanes tenían dos polos y que los polos iguales se repelían, así que lo que Hans le había dicho tenía el aval de la filosofía natural. Pero ¿qué había querido decir con aquello de que esas «direcciones interiores» retrocedían no importaba dónde se encontrara uno? Maricourt (el «maestro Peter» de Bacon) había escrito también que un investigador «diligente en el uso de sus propias manos corregirá en poco tiempo un error de un modo que nunca podría por su propio conocimiento natural de la filosofía y las matemáticas». Así que Dietrich decidió ver el navío krenk retroceder y, si Max y Hilde y él lo observaban desde puntos distintos, probarían la proposición de que retrocedía en todas direcciones a la vez.

Sin embargo, después de que les explicara la experientia, y Max y Hilde se dirigieran a sus puestos asignados, varios krenken saltaron sobre ellos y, agarrándolos con sus largos brazos aserrados, los llevaron al otro lado del risco.


Los krenken los inmovilizaron en el suelo. Max gritó y trató en vano de alcanzar su pot-de-fer. Hilde gritó. El corazón de Dietrich latía contra sus costillas como un pájaro cautivo. El krenk que lo sujetaba contra el barro hizo rechinar los labios laterales, pero Dietrich no podía entender nada sin el arnés de cabeza. Hilde dejó de ofrecer resistencia y sollozó.

—¿Hans? —dijo Dietrich, pues el krenk que lo inmovilizaba llevaba unas calzas de cuero y una blusa suelta de lana que le quedaba demasiado grande. El krenk había abierto las mandíbulas, quizá para responder, quizá para partir en dos de un bocado el cuello de Dietrich, cuando un súbito viento agitó las ramas superiores de abetos y abedules. Una extraña tensión atenazó a Dietrich y contuvo la respiración y esperó. Fue como la mañana en que llegaron los krenken, pero no tan fuerte.

El terror y la inquietud fluyeron a través de él como el agua del arroyo en la noria. El viento creció hasta convertirse en un aullido y los relámpagos restallaron como las flechas de una ballesta, agitando los árboles y haciendo que las ramas se partieran. Los truenos resonaron en el Katerinaberg, uno tras otro, hasta que se apagaron.

La breve tormenta terminó. Los árboles se inclinaron un momento, luego se irguieron. Los krenken que sujetaban a Dietrich y sus compañeros se enderezaron y se quedaron muy quietos, moviendo las antenas. También Dietrich olfateó el aire y detectó un leve olor, a la vez metálico y punzante. Las cabezas krenken se movieron poco a poco y Dietrich comprendió que se estaban mirando entre sí. Hans chasqueó algo y Gottfried avanzó de donde había estado esperando entre los árboles, con varios cofres grandes y equipo diverso, y se subió al risco.

Desde allí, trinó algo breve e intenso y los que sujetaban a Max y Hilde y cuatro más que esperaban en el bosque saltaron hacia la cima de la loma, donde, después de varias rondas de chasquidos, se dieron golpecitos con las duras puntas de sus dedos.

Dietrich y Max se pusieron en pie. Un momento después, Hilde se unió a ellos. Siguieron a los ocho krenken hasta la cima.

El claro estaba vacío.

Todo lo que quedaba del gran navío eran los tocones de muchos árboles, los restos rotos de otros y un montón de basura pasada por alto o ignorada en la partida. Uno a uno, los krenken bajaron la cuesta y se quedaron allí en completo silencio.

Uno se agachó y recuperó un objeto del suelo y lo sostuvo indiferente, pero Dietrich, que observaba desde el risco, supo que estaba estudiando con gran intensidad, pues lo movía primero hacia un lado, luego hacia otro, que era lo que los krenken solían hacer para agudizar la visión de sus extraños ojos.

—Ese aparato —dijo Hilde, y Max y Dietrich se volvieron los dos hacia ella—. Lo vi a menudo en las manos de sus niños. Es una especie de juguete.

Abajo, los krenken se sentaron y se abrazaron las rodillas por encima de la cabeza.

Загрузка...