La yegua gris no tenía ganas de huir y su paso testarudo era un compromiso entre el deseo de Dietrich de galopar y su propio deseo de no moverse. Cuando llegaron a la puerta del prado, donde los matorrales daban paso a terreno abierto, la yegua vio restos de heno disperso a medio cortar, se desvió del camino y trató de mordisquear la cuerda del poste.
—Si tanta hambre tienes, hermana yegua —concedió Dietrich—, no sobrevivirás al viaje.
Se inclinó hacia delante, soltó la aldaba y el animal entró a paso vivo en el prado, como un niño al que le muestran un pastel de cumpleaños.
Mientras Dietrich esperaba impaciente a que la yegua se alimentara, la curiosidad hizo que volviera su atención hacia las alforjas, y se preguntó a quién, además de a Dios, debía aquel regalo. Al buscar, encontró un manípulo de lino de color verde, bordado en hilo de oro con las cruces y el crismón. Debajo había otras vestiduras sacerdotales de sorprendente belleza. Se acomodó en la silla. ¿Qué más signo podía pedir que habían enviado el caballo para que él lo encontrara?
Cuando la yegua terminó de comer, Dietrich la condujo hacia la sombra del Bosque Grande. Recordó que allí había un arroyo donde el animal podría beber, y la sombra de los árboles sería un alivio del horrible calor.
No había vuelto a entrar en el bosque desde la partida del navío krenk y el follaje de verano había alterado su aspecto de modo considerable. Las rosas silvestres y otras flores sofocaban el aire con sus fragancias. Las abejas zumbaban. Nueva vegetación había tapado muchas de las marcas que había dejado Max. Sin embargo, la yegua parecía caminar en una dirección determinada. Dietrich supuso que olía el agua y le dio rienda suelta.
Criaturas invisibles se apartaban de su camino, agitando los matorrales. Un pájaro de alas azules observó su avance durante un momento antes de echar a volar. Petrarca, según se decía, encontraba paz en la naturaleza y, una vez, había escalado el monte Ventoux, cerca de Aviñón, simplemente para ver el panorama desde su cúspide. Tal vez el salvajismo de sus escritos, sus distorsiones y libelos, se debían en parte a su amor por los lugares extraños.
Dietrich llegó al claro donde el arroyo se remansaba antes de continuar su camino montaña abajo. La yegua bajó la cabeza y empezó a beber, y Dietrich, tras reflexionar que también a él le entraría sed por el camino, desmontó y tras atar al animal caminó unos pasos corriente arriba para beber.
Una piedra cayó en el estanque y Dietrich retrocedió de un salto. Sobre él, en un saliente desde donde el agua se vertía en el estanque, estaba sentada Heloïse Krenkerin. Dietrich despertó su arnés de cabeza.
—Alabado sea Dios —le dijo por el canal privado.
La krenken extendió la mano a un lado y lanzó otra piedra al estanque.
—Alabado sea Dios —respondió—. Creía que los de tu especie evitaban estos bosques.
—Son lugares temibles —reconoció Dietrich—. ¿Qué te trae por aquí?
—Mi gente encuentra… tranquilidad-dentro-de-la-cabeza en lugares como éste. Tiene… cuál es vuestra palabra… Laberinto. Equilibrio.
—Arnold solía sentarse ahí —dijo Dietrich—. Lo vi una vez.
—Lo… También él era de la Gran Isla.
Lanzó otra piedra al estanque, reiniciando las ondas que habían empezado a atenuarse. Dietrich esperó, pero ella no dijo nada más hasta que se volvió para irse.
—Cuando os quedáis quietos, parece como si os desvanecierais —dijo Heloïse—. Sé que es la forma en que están formados nuestros ojos, y Ulf trató de explicar cómo los vuestros eran diferentes; pero él es sólo… uno-que-trabaja-con-máquinas-para-los-médicos, no un médico. —Lanzó otra piedra—. Pero no importa.
La piedra golpeó directamente el centro del que partían las ondas, y Dietrich pensó que cada uno de sus lanzamientos había dado exactamente en el mismo punto. ¿Era el movimiento del agua lo que atraía su puntería? Los humanos calculaban la distancia con más exactitud que los krenken; pero los krenken calculaban el movimiento más exactamente. Así Dios asigna a cada pueblo dones adecuados a su ser.
—¿Cómo está Ulf? —preguntó la krenken—. ¿Muestra las manchas? —Extendió su brazo para que Dietrich pudiera ver las motas verde oscuro que presagiaban la extraña muerte de inanición de sus huéspedes.
—No que yo haya visto.
Ella se pasó un dedo por una gran magulladura.
—Dime, ¿es mejor morir rápido o despacio?
Dietrich bajó la cabeza mientras arrastraba la arena con el pie.
—Todos los seres quieren vivir por naturaleza, así que la muerte es un mal que nunca se busca por su bien. Pero todos los seres quieren también evitar el dolor y el terror. Como morir rápidamente los alivia, una muerte rápida es, por tanto, si no «buena», al menos un defecto menor del bien. Pero una muerte rápida no da ocasión para el arrepentimiento y la expiación a aquellos que han obrado mal. Por tanto, una muerte lenta puede ser también un mal menor.
—Es cierto lo que se decía de ti. —Una quinta piedra siguió a las demás—. Ulf se quedó porque Hans pidió sus habilidades particulares, y él obedeció como si Hans hubiera sido un… uno-puesto-arriba.
—¿Eso es lo que te dijo?
—No podía dejarlo. Sin embargo, cada día huelo más cerca mi muerte. Eso no está bien. La muerte debería cernirse como vuestro halcón, no acechar como vuestro lobo. «Así era; así es.»
—La muerte no es más que la puerta a otra vida —le aseguró Dietrich.
—Lo es.
—Y nuestro Herr, Jesucristo, es la puerta.
—¿Y cómo paso por esa puerta-que-es-un-hombre?
—Tu mano está ya en el picaporte. El camino es el amor, y eso ya lo has demostrado con tus actos.
También lo había hecho su esposo. Mientras regresaba junto a su caballo, Dietrich se asombró de que ambos se hubieran quedado porque cada uno de ellos pensaba que el otro iba a hacerlo. Así uno pasa de preocuparse por el deber a tener el deber de preocuparse. Puso el pie en el estribo y montó.
—Ven a verme cuando regreses a la aldea y hablaremos —dijo. Tiró de las riendas y dirigió a la yegua hacia el sendero.
El animal había sido en efecto una señal, y un milagro también. La señal había sido guiarlo hasta allí, para que Dios pudiera reprenderle amablemente a través de las mandíbulas de una forastera. El cáliz no se apartaría de Heloïse como no se había apartado del Hijo del Hombre en Getsemaní, ¿qué presunción era entonces pensar que podía apartarse de él?
—Señor —rezó—. ¿Cuándo te vi enfermo o necesitado y dejé de consolarte?
Se inclinó hacia delante y acarició la cabeza de la yegua, que relinchó de placer.
—Eres un animal milagroso —le dijo, pues Dios le había permitido estar en presencia de un krenk sin sentir pánico.
Por el camino de regreso, rezó por el reposo del alma del padre Rudolf. Dios había presentado a Dietrich los medios para huir y, con ellos, le había hecho una advertencia de la recompensa que tenía la huida.
El horror se fue acumulando igual que una tormenta: primero unos pocos, luego un periodo de tranquilidad en que la gente pensaba que la amenaza había pasado ya, luego unos cuantos más, hasta que por fin llegó como un torrente. La gente permanecía acobardada en su hogar. En los campos, las cosechas se pudrían y el heno se marchitaba sin segar. Unos cuantos se unieron a Dietrich y los krenken en el hospital. Joachim, cuando se recuperó de sus heridas; pero también Gregor Mauer, Klaus Müller, Gerda Boettcher, Lueter Holzhacker. Theresia Gresch trabajaba con sus hierbas, preparando aquellas que aliviaban el dolor o inducían al sueño, pero no quería entrar en la fragua.
Gottfried había dedicado el hospital a san Lorenzo, aunque Dietrich sospechaba que se refería al difunto herrero, no al diácono de Sixto. Como Dietrich le había hablado de los Caballeros Hospitalarios, la criatura empezó a llevar una sobrepelliz con una cruz de la Orden en la parte superior izquierda.
La gente enfermaba poco a poco… y de repente; con accesos de tos… y con bubas. Herwyg el Tuerto pareció ennegrecerse ante la horrorizada mirada de Dietrich, como si una sombra hubiera atravesado su alma. Marcus Boettcher sufrió, como Everard, una larga agonía de convulsiones. La familia entera de Volkmar Bauer pereció; su esposa, Seppl, incluso Ulrike y su bebé recién nacido. Sólo el Vogt sobrevivió, y precariamente.
Los días fueron pasando: Margarita de Antioquía, María Magdalena, Apolinario, Santiago el Mayor, Berthold de Gasten… Al perder la cuenta de las festividades, Dietrich celebró días sin nombre.
Los entierros se multiplicaron. Marcus Boettcher. Konrad Feldmann y sus dos hijas. Rudi Pforzheimer. Gerda Boettcher. Trude y Peter Metzger. Tras cada muerte, Dietrich hacía sonar la campana de la iglesia. Una vez por un niño, dos por una mujer, tres para los hombres. ¿Quién las escucharía?, se preguntaba. Imaginaba los repiques perdiéndose cada vez más débiles en un paisaje vacío de vida.
El patio de la iglesia se llenó y cavaron tumbas en terreno nuevo que Dietrich consagraba. «No todos morirán», se decía Dietrich una y otra vez. En París quedaba gente, y en Aviñón. Incluso en Niederhochwald, un puñado habían sobrevivido. Hilde parecía mejorar, y el Pequeño Gregor, e incluso Volkmar Bauer.
Reinhardt Bent no robaría más surcos a sus vecinos, ni Petronella Lürm espigaría los campos del Herr, La mujer de Fulk, Constanz, murió de manera repentina. Melchior Metzger llevó a un delirante Nickel Langermann al hospital.
—No es justo —decía el joven, como si echara la culpa a Dietrich—. Tuvo carbunco y se recuperó. ¿Por qué golpearlo esta segunda vez?
—No hay ninguna razón —respondió Hans, junto al lecho de Franz Ambach—. Sólo hay un «cómo» y no lo sabe nadie.
Ulf había estado trabajando en un aparato que ampliaba cosas muy pequeñas, por lo que Dietrich le había puesto por nombre mikroskopion. A través de él, Ulf había estudiado la sangre de los enfermos y los sanos. Un día, cuando Dietrich fue a la rectoría a despertar a Joachim para su turno en el hospital, Ulf le mostró en la imagen-pizarra incontables lunares negros de diversas formas y tamaños, como motas de polvo capturadas en un rayo de luz. Ulf indicó una.
—Ésta no aparece nunca en la sangre sana pero está siempre en la enferma.
—¿Qué es? —preguntó Joachim, sólo despierto a medias.
—El enemigo.
Pero una cosa era conocer el rostro del enemigo y otra muy distinta matarlo. Arnold podría haber tenido éxito, o eso decía Ulf.
—Sin embargo, nosotros no tenemos su habilidad. Sólo podemos probar la sangre de un hombre y decir si el enemigo está presente dentro de él.
—Entonces —dijo Joachim—, todos los que aún no llevan esta marca de Satán deben huir.
Dietrich se frotó la barbilla sin afeitar.
—Y se podrá impedir que los enfermos huyan, para que no extiendan aún más las pequeñas-vidas. —Miró a Joachim, que no dijo nada—. Ja, doch. Es poco, pero es algo.
Max fue el líder natural de una huida semejante. Conocía los bosques mejor que nadie, aparte de Gerlach el cazador, y estaba más acostumbrado a guiar hombres que Gerlach.
Dietrich se dirigió a los establos del Herr y ensilló un esbelto corcel negro. Había tensado la cincha y estaba proponiéndole a la bestia que aceptara el bocado cuando la voz de Manfred dijo:
—Podría hacerte azotar por tu presunción. —Dietrich se volvió y encontró al Herr detrás de él. Llevaba una gran ave de caza en el antebrazo izquierdo. Manfred indicó el caballo—: Sólo un caballero puede cabalgar un corcel.
Pero cuando Dietrich empezaba a quitar la brida, negó con la cabeza.
—Na, ¿a quién le importa? He venido hasta aquí sólo porque me he acordado de mis aves y he decidido soltarlas antes de que se mueran de hambre. Estaba en la pajarera cuando te he oído trastear. Tengo pensado soltar la jauría y vaciar el establo también, así que me va bien que hayas venido ahora. Supongo que pretendes huir como hizo Rudolf.
La ligereza de la suposición enfureció a Dietrich, sobre todo porque se acercaba demasiado a la verdad.
—Voy a buscar a Max —dijo.
Manfred alzó el guante y acarició el halcón, que ladeó la cabeza, mordisqueó el grueso guante de cuero y chilló.
—Sabes lo que significa el guante, ¿verdad, precioso? Anhelas desplegar las alas y volar, ¿eh? Max ha volado también, supongo, o ya habría regresado.
Dietrich no dijo nada, y Manfred continuó:
—Pero su carácter lo impulsa a regresar a mí. No me refiero a Max, sino a esta belleza. Max también, ahora que lo pienso. Dará vueltas y más vueltas, buscando un brazo acogedor y no lo verá. ¿Es justo liberarlo a esa pena?
—Mein Herr, sin duda se acostumbrará a sus nuevas circunstancias.
—Eso hará —respondió Manfred con tristeza—. Me olvidará a mí y olvidará las presas que cazamos juntos. Por eso el halcón simboliza el amor. No se puede tener un halcón. Hay que liberarlo y, entonces, regresará por propia voluntad o…
—O «volará a otras manos».
—¿Conoces el termino? ¿Estudiaste cetrería? Eres un hombre curioso, Dietrich. Un sabio de París. Sin embargo, sabes montar a caballo y tal vez cazar con aves. Creo que eres de noble cuna. Sin embargo, nunca hablas de tu juventud.
—Mein Herr conoce las circunstancias en las que me encontró.
Manfred hizo una mueca.
—Expresado de forma muy delicada. En efecto, las conozco. Y si no te hubiera visto enfrentarte a la turba en Rheinhausen, te habría dejado allí para que te mataran como al resto. Sin embargo, en conjunto, todo ha ido muy bien. He copiado muchas de nuestras conversaciones en memorandos. Nunca te lo había dicho. No soy ningún erudito, aunque me considero un hombre práctico, y siempre me han deleitado tus ideas. ¿Sabes cómo hacer que un halcón regrese a ti?
—Mein Herr…
—Dietrich, después de todos estos años, puedes prescindir de las formalidades.
—Muy bien… Manfred. No se puede hacer regresar a un halcón, aunque fácilmente se le puede impedir volver. Un halconero debe dominar sus emociones, no debe hacer ningún movimiento brusco que pueda espantar al pájaro.
—Ojalá más enamorados conocieran ese arte, Dietrich. —Se echó a reír y entonces, en medio del silencio, su cara se ensombreció—. Eugen tiene la fiebre.
—Ojalá Dios lo salve.
Los labios de Manfred se torcieron.
—Su muerte será el fin de mi Gundl. Ella no podrá vivir sin él.
—Ojalá Dios le niegue su deseo.
—¿Crees que Dios te sigue escuchando? Creo que se ha marchado del mundo. Creo que se ha disgustado con los hombres y no quiere saber nada más de nosotros. —Manfred salió de los establos y, con un movimiento del brazo, lanzó al halcón—. Dios ha huido a otras tierras, creo. —Admiró un rato la belleza del ave antes de volver al establo—. Odio romper mi lazo con él de esta manera. —Se refería al pájaro.
—Manfred, la muerte no es más que un halcón «lanzado a otras tierras».
El Herr sonrió sin ganas.
—Muy oportuno, pero quizá demasiado fácil. Cuando regreses con el corcel, dale paja, pero no lo metas en el establo. Debo ver a las otras bestias.
Se volvió, vaciló, luego abrió los brazos.
—Tú y yo tal vez no volvamos a encontrarnos nunca.
Dietrich aceptó el abrazo.
—Lo haremos, si Dios nos concede a ambos el deseo de nuestros corazones.
—¡Y no lo que nos merecemos! Ja. Así nos despedimos con una broma. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre entre tanta pena?
Al principio, Dietrich no reconoció a Max, pero el fuerte zumbido de las moscas al sol de verano lo condujo hacia el lugar. Encogió los hombros y desmontó. Ató con especial cuidado al caballo en un roble cercano. Sacó un pañuelo, arrancó un puñado de flores silvestres y las aplastó dentro de la tela para liberar su perfume antes de atarse el pañuelo sobre la cara. Arrancó una rama de un matorral y, usándola como escoba, barrió el cuerpo del sargento, dispersando a sus aéreos comensales. Entonces, con tanto desapasionamiento como pudo, contempló el cadáver de su amigo.
Los médicos de Bolonia y Padua habían hecho anotaciones acerca de cuerpos resecos al sol, o consumidos en la tierra, o sumergidos en agua corriente, pero Dietrich no creía que lo hubieran hecho jamás acerca de un cuerpo en aquel estado. El estómago se le subió a la boca y dedicó una indignidad final al hombre. Cuando se recuperó y hubo rellenado su «pañuelo florido», Dietrich confirmó lo que había atisbado.
Habían apuñalado a Max por la espalda. Tenía el jubón roto a la altura de los riñones y de allí había brotado un gran borbotón de sangre. Había caído hacia delante, en el acto de empuñar la daga, pues yacía sobre el brazo derecho con el mango del arma en la mano agarrotada y la hoja a medio desenvainar.
Dietrich se dirigió tambaleándose a una roca cercana, un bloque que había caído incontables años antes del acantilado de arriba. Allí se echó a llorar… Por Max, por Lorenz, por Herwyg el Tuerto y todos los demás.
Dietrich regresó al hospital después de vísperas. Durante un rato observó a Hans y Joachim y los demás atender a los enfermos, aplicando paños fríos a frentes febriles, dando de comer a bocas indiferentes, lavando vendas usadas para cubrir las llagas en tinas de agua caliente y jabonosa y luego poniéndolas a secar, una práctica que habían recomendado Hugh de Lucca y otros.
Por fin, Dietrich se acercó a Gregor, que atendía a su hijo enfermo.
—Todo el mundo dice que tiene mi cara —dijo Gregor—, y tal vez eso sea cierto cuando está despierto y trata de ser como yo; pero cuando esta dormido, recuerda que es el primogénito de ella, y su sombra me contempla desde dentro de su corazón. —Guardó silencio durante un instante—. Debo cuidar a Seybke. Los dos se pelearon. Siempre luchando como dos cachorros de oso. —Gregor dobló el cuello—. Gregerl no es un chico piadoso. Se burla de la Iglesia, a pesar de mis reprimendas.
—La elección es de Dios, no nuestra, y Dios no actúa por resquemor, sino por amor infinito.
Gregor contempló la fragua.
—Amor infinito —repitió—. ¿Os referís a esto?
—No es ningún consuelo —intervino Hans—, pero los krenken sabemos una cosa: no hay ningún otro modo en que el mundo pudiera haber sido creado para albergar vida. Hay… números. La fuerza de los lazos que unen los átomos; la… la fuerza de la esencia elektronik; la atracción de la materia… ¡Ach! —Extendió el brazo—. Las frases en mi cabeza deambulan; no ha sido mi llamada. Hemos demostrado que esos números no podrían haber sido otros. El cambio más pequeño en alguno y el mundo no existiría. Todo lo que pasa en este mundo procede de esos números: cielo y estrellas, sol y luna, lluvia y nieve, plantas y animales y pequeñas-vidas.
—«Dios ha ordenado todas las cosas —citó Dietrich el Libro de la Sabiduría—, según su peso y medida y número.»
—Doch. Y de esos números vienen también enfermedades y aflicciones y muerte y la peste. Sin embargo, si el Herr-del-cielo hubiera ordenado el mundo de otra forma, no habría vida ninguna.
Dietrich recordó que el maestro Buridan había comparado el mundo con un gran reloj que Dios había puesto en marcha y que oscilaba siguiendo sus propias causas instrumentales.
—Tienes razón, monstruo —dijo Gregor—. No es ningún consuelo.
Heloïse Krenkerin murió al día siguiente. Hans y Ulf llevaron su cuerpo a la iglesia y la depositaron en un banco que Joachim había preparado. Luego Dietrich los dejó a solas para que ejecutaran los ritos que les había permitido previamente. Después, en la rectoría, Hans alzó su frasco a la ventana.
—Sólo quedan estos días —dijo, marcando el nivel con la punta del dedo—. No te veré hasta el final.
—Pero después del final, volveremos a vernos el uno al otro —le dijo Dietrich.
—Tal vez —concedió el krenk. Colocó el frasco con cuidado en el estante y salió. Dietrich lo siguió y lo encontró sentado en el macizo rocoso donde le gustaba encaramarse. Se sentó en la hierba a su lado. Sus piernas se quejaron y se frotó la pantorrilla. Bajo ellos, el sol poniente proyectaba sombras largas y el cielo se había vuelto de color cobalto. Hans extendió el brazo izquierdo.
—Ulf —dijo.
Dietrich siguió el gesto hasta el campo de otoño ahogado por los hierbajos, donde vio a Ulf de pie con los brazos extendidos. Su sombra corría como la lanza de un caballero por los sembrados, rota por la irregularidad de las plantas y el terreno.
—¡Hace el signo del Crucificado!
Hans agitó los labios.
—Tal vez. El Herr-del-cielo es a menudo caprichoso. Pero mira cómo le muestra el cuello al cielo. Invita al Cernidor a llevárselo. Éste era un antiguo rito, practicado por el pueblo de Ulf en la lejana isla del Mar Oriental de las Tormentas. La gente de Ulf y la mía por igual consideraban esos ritos tontos y vanos, y la gente de Shepherd trató de eliminarlos. De hecho, el rito hace mucho que no se emplea, ni siquiera en la Gran Isla; pero en tiempos de peligro, un hombre puede volverse hacia las costumbres de sus antepasados y exponerse en un campo despejado.
Hans se levantó de la roca, se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Dietrich lo agarró por el brazo, arrastrándolo a lugar seguro. Hans se echó a reír.
—¡Bwah! ¡Qué innoble fin! Mejor que te lleve el Cernidor de Ulf que un tropezón torpe, aunque prefiero una muerte tranquila durante mí sueño. ¡Ach! ¿Qué es esto?
¡Uno de los halcones liberados por Manfred se había posado en el brazo extendido de Ulf! El pájaro chilló. Pero como Ulf no proporcionó el bocado esperado, el ave extendió las alas y remontó el vuelo hacia el cielo una vez más, donde trazó tres vueltas antes de alejarse.
Hans se sentó de pronto y se abrazó las rodillas, con las mandíbulas laterales abiertas. En el campo lejano, Ulf saltaba al modo de la danza krenk. Dietrich los miró a ambos, asombrado.
Hans se levantó y se sacudió ausente la hierba y la tierra de sus botas de cuero.
—Ulf aceptará ahora nuestro bautismo —dijo—. El Cernidor lo ha perdonado. Y si eso puede demostrar piedad, ¿por qué no jurar fidelidad al mismísimo Herr de la piedad?
—¡Pastor, pastor!
Era el pequeño Atiulf, que se había acostumbrado a seguir a Klaus a todas partes y llamarlo papá.
—¡Hombres! ¡En el camino de Oberreid!
Era el día después del bautismo de Ulf, y Dietrich había estado cavando tumbas en la cima de la colina de la iglesia con Klaus, Joachim y unos cuantos hombres más. Se reunieron con el chico y Klaus lo tomó en brazos.
—Tal vez traen la noticia de que la peste se ha marchado —dijo el molinero.
Dietrich sacudió la cabeza. La peste no se marcharía nunca.
—Por su capa, es heraldo del duque, y el otro un capellán. Tal vez el obispo haya enviado un sustituto para el padre Rudolf.
—Sería un necio si viniera aquí —comentó Gregor.
—O estaría contento de salir de Estrasburgo —recordó Dietrich.
—No lo necesitamos aquí, en cualquier caso —dijo Joachim.
Pero Dietrich sólo había dado unos cuantos pasos colina abajo cuando el caballo del heraldo retrocedió y estuvo a punto de desmontarlo. El jinete luchó con las riendas mientras la aterrorizada bestia relinchaba y alzaba los cascos al aire. Unos cuantos pasos tras él, la montura del capellán también se inquietó.
—Ach —dijo Gregor entre dientes—. Lo que nos faltaba.
Los dos jinetes retrocedieron al paso entre las colinas antes de que el heraldo hiciera dar la vuelta a su caballo y, alzándose en los estribos, extendiera el brazo derecho en un ademán que Dietrich malinterpretó como el gesto de rechazo krenk. Luego se perdieron tras el recodo de la colina y sólo una nube de polvo quedó para mostrar dónde habían estado. Encontraron a Hans en campo abierto, entre la fragua y la cantera de Gregor, mirando el camino de Oberreid.
—Pensé en advertirlos —dijo, oscilando levemente—. Había olvidado que no soy uno de vosotros. Me han visto y…
Fue Klaus, nada menos, quien colocó una mano en el hombro del krenk y dijo:
—Pero sí que eres uno de nosotros, hermano monstruo.
Gottfried salió de las sombras del hospital.
—¿Qué importa si te han visto? ¿Qué pueden hacer sino liberarnos de esto? El de la capa bonita ha arrojado algo al suelo.
Gregor trotó camino abajo para recuperarlo.
—Lamento haberos traicionado, Dietrich —dijo Hans—. Para nosotros es difícil ver la falta de movimiento. Me olvide y me quedé quieto. Costumbre. Perdóname. —Y, dicho esto, se desplomó.
Klaus y Lueter Holzhacker lo llevaron al hospital y lo acostaron en un jergón. Gottfried, Beatke y los otros krenken supervivientes se congregaron a su alrededor. Hans se sacudía.
—Ha estado compartiendo su parte con nosotros —dijo Gottfried—. No lo supe hasta ayer.
Dietrich lo miró.
—¿Se ha sacrificado como hizo el alquimista?
—¡Bwah-wah! No como hizo el alquimista. Arnold pensó que el tiempo añadido nos permitiría terminar las reparaciones. Bueno, no era un hombre del elektronikos, ¿y quién dice que se equivocaba al tener esperanza? Pero Hans no actuó por esperanza carnal, sino por amor a nosotros que le servimos.
Gregor llegó con un pergamino atado con una cinta. Se lo entregó a Dietrich.
—Es lo que ha dejado caer el heraldo.
Dietrich desató la cinta.
—¿Cuánto tiempo…? —le preguntó a Gottfried.
El sirviente de la esencia elektronik se encogió de hombros como podría hacerlo un hombre.
—Quién sabe. Heloïse fue al cielo en unos pocos días; Kratzer tardó semanas. Es como con vuestra peste.
—¿Qué dice la nota? —preguntó Joachim, y Dietrich sacó sus lentes del zurrón.
—Si no hay ningún sacerdote entre nosotros —anunció cuando terminó de leer—, se autoriza a los legos a escuchar la confesión de los demás. —Alzó la cabeza—. Un milagro.
—Vaya milagro —dijo Klaus—. ¿Que yo confiese mis pecados aquí al cantero? ¡Eso sí que sería un milagro!
—Na, Klaus —dijo Lueter—. Te he oído confesar después de haberte tomado un par de jarras de cerveza de Walpurga.
—El archidiácono Jalrsberg dice en su escrito que no quedan sacerdotes que enviar.
—Un milagro, en efecto —dijo Klaus.
—La mitad de los puestos de la diócesis están vacantes… porque sus sacerdotes no huyeron como el padre Rudolf. Se quedaron con sus rebaños y murieron.
—Como vos —dijo Klaus. Y Dietrich le rió el comentario.
Gregor frunció el ceño.
—El pastor no está muerto. Ni siquiera está enfermo.
—Ni tú ni yo —dijo Klaus—. Todavía no.
Dietrich estuvo sentado junto al camastro de Hans todo el día y durmió allí por la noche. Hablaron de muchas cosas, el monstruo y él. Si existía un vacío. Cómo podía haber más de un mundo, porque entonces cada uno intentaría abalanzarse hacia el centro del otro. Si el cielo era una bóveda o un vasto mar vacío. Si los imanes del maestro Peter podrían crear una máquina que nunca se parara, como había sostenido. Todas aquellas cuestiones de filosofía que tanto habían interesado a Hans en días más felices. Hablaron, también, de Kratzer, y Dietrich se convenció más que nunca de que, si el amor tenía algún significado en los desconocidos corazones de los krenken, Hans y Kratzer se habían amado el uno al otro.
Por la mañana, el puente levadizo del castillo se abrió con crujido de cadenas y Richart el Schultheiss, con Wilifrid, el amanuense, y unos cuantos más salieron a todo galope, bajaron por la colina del castillo y se dirigieron hacia el camino del valle del Oso. Poco después la campana de la capilla del castillo sonó una vez. Dietrich esperó y esperó, pero no hubo un segundo toque.
Esa tarde, los aldeanos celebraron una asamblea extraordinaria bajo el tilo y Dietrich preguntó a quiénes de los allí reunidos había encontrado Ulf ubres de las pequeñas-vidas. Casi la mitad levantaron la mano, y Dietrich advirtió que se habían sentado a distancia de sus vecinos.
—Debéis marcharos de Oberhochwald —dijo—. Si os quedáis, las pequeñas-vidas os invadirán también. Llevaos a aquellos a quienes se les haya pasado la fiebre. Cuando la peste se haya marchado, podréis regresar y enmendar las cosas una vez más.
—Yo no regresaré —exclamó Jutte Feldmann—. ¡Este lugar está maldito! Un lugar de demonios y hechicería.
Hubo murmullos de aprobación, pero algunos, como Gregor y Klaus, sacudieron la cabeza y Melchior Metzger, envejecido de pronto, se sentó en el suelo con expresión sombría en el rostro.
—¿Pero adónde iremos? —preguntó Jakob Becker—. La peste nos rodea. Está en Suiza y también en Viena, en Eriburgo, en Munich, en…
Dietrich lo detuvo antes de que pudiera enumerar el mundo entero.
—Id al sudeste, al pie de las montañas —dijo—. Evitad los pueblos y ciudades. Construid refugios en el bosque, mantened hogueras encendidas y quedaos cerca de ellas. Llevaos harina y viandas para comer. Joachim, tú irás con ellos.
El joven monje lo miró con la boca abierta.
—Pero… ¿Qué sé yo del bosque?
—Lueter Holzhacker conoce el bosque. Y Gerlach Jaeger lo ha recorrido cazando ciervos y lobos.
Jaeger, que estaba un poco apartado del grupo cortando un pedazo de madera con un cuchillo, alzó la cabeza y escupió.
—Yo solo —dijo, y siguió cortando.
Todos se miraron. Aquellos cuya sangre albergaba las pequeñas-vidas, pero que aún no habían caído enfermos, agacharon la cabeza, y unos cuantos se levantaron y se marcharon. Gregor Mauer se encogió de hombros y miró a Klaus, quien extendió el brazo al estilo krenk.
—Si Atiulf está sano… —sugirió.
Cuando los aldeanos se dispersaron, Joachim siguió a Dietrich a la acequia, junto al molino de Klaus. La rueda giraba salpicando agua, pero las piedras guardaban silencio, lo que significaba que el mecanismo estaba desconectado. La bruma refrescaba y Dietrich agradeció el alivio del calor. Joachim se volvió hacia el agua que entraba a borbotones en la acequia, de modo que Dietrich y él se daban la espalda. Durante un rato, el murmullo del agua y el gruñido de la noria fueron los únicos sonidos. Tras darse la vuelta, Dietrich vio que el joven contemplaba el brillo de la luz en la agitada corriente.
—¿Qué ocurre?—preguntó.
—¡Me expulsáis!
—Porque estás limpio. Porque tienes una posibilidad de vivir.
—Pero vos también…
Dietrich lo hizo callar con un gesto.
—Es mi penitencia… por pecados cometidos en mi juventud. Tengo casi cincuenta años. ¡Qué poco tengo que perder! Tú aún no tienes veinticinco y te quedan muchos años más al servicio de Dios.
—Así que me negáis incluso la corona del martirio —dijo el joven, amargamente.
—¡Te doy el báculo del pastor! —replicó Dietrich—. Esa gente estará desesperada y negará a Dios. ¡Si hubiera querido darte una tarea fácil, te habría dejado aquí!
—¡Pero también yo deseo la gloria!
—¿Qué gloria hay en cambiar vendajes, sajar bubas, limpiar la mierda y el vómito y el pus? ¡Herr Jesu Christus! Se nos ordenan esas cosas, pero no son gloriosas.
Joachim evitó la diatriba.
—No. No, os equivocáis, Dietrich. Es el trabajo más glorioso de todos, más glorioso que el de los caballeros empenachados que ensartan hombres con sus lanzas y alardean de sus hechos.
Dietrich recordó una canción que algunos caballeros solían cantar tras el Armleder. «Los campesinos viven como cerdos / y no tienen modales…»
—No —reconoció—, los hechos de los caballeros no son siempre gloriosos tampoco.
Habían devuelto odio por odio y abandonado todo sentido de la caballería por la que antaño habían sido famosos…, si esa fama había sido alguna vez algo más que mentiras en los labios de los Minnesingers.
Dietrich volvió la mirada hacia la colina del castillo. Una vez le había preguntado a Joachim dónde estaba cuando pasó el Armleder. Nunca se lo había preguntado a Manfred.
—Nos hemos demostrado incapaces —dijo Joachim—. ¡Los demonios eran nuestra prueba, nuestro triunfo! En cambio, la mayoría escaparon sin cristianizar. Nuestro fracaso nos ha acarreado el castigo de Dios.
—La peste está en todas partes —repuso Dietrich—, en sitios que nunca han visto a un krenk.
—A cada uno su propio pecado —dijo Joachim—. Al de algunos, riqueza. El de otros, usura. El de otros más, crueldad o rapacidad. La peste golpea en todas partes porque hay pecado en todas partes.
—¿Y por eso Dios los mata a todos, sin dar a los hombres ocasión de arrepentirse? ¿Qué hay del amor que Cristo predicó?
Los ojos de Joachim se volvieron hoscos y sombríos.
—Esto lo hace el Padre, no el Hijo. ¡El de la Antigua Alianza, cuya mirada es fuego, cuya mano es un rayo y cuyo aliento es el viento de la tormenta!. —Luego, en voz más baja, añadió—: Es como un padre enfadado con sus hijos.
Dietrich no dijo nada y Joachim permaneció sentado. Al cabo de un rato, el monje dijo:
—Nunca os he dado las gracias por aceptarme.
—Las disputas monásticas pueden ser brutales.
—Fuisteis monje una vez. El hermano William os llamó Hermano Ángelus.
—Lo conocí en París. Era una broma suya.
—Él es uno de nosotros, un espiritual. ¿Lo fuisteis vos?
—A Will no le interesaron nunca los espirituales hasta que el tribunal condenó sus propuestas. Michael y los demás abandonaron Aviñón al mismo tiempo, y él se les unió.
—Lo habrían mandado a la hoguera.
—No, le habrían hecho replantear sus propuestas. Para Will, eso era peor. —Dietrich sonrió con tristeza—. Se puede decir cualquier cosa, presentándola como una hipótesis, secundum imaginationem. Pero Will presenta sus hipótesis como si fueran hechos probados. Defendió el caso de Ludwig contra el Papa, pero para Ludwig era una herramienta.
—No me extraña que seamos perseguidos.
—Muchas buenas verdades han sido defendidas por hombres malvados para sus propios propósitos. Y buenos hombres han causado mucho mal con su fanatismo.
—El Armleder.
Dietrich vaciló.
—Ése fue un caso. Había buenos hombres entre ellos.
Guardó silencio, pensando en la pescadera y su hijo en el mercado de Friburgo.
—Tenían un cabecilla llamado Ángelus —dijo Joachim lentamente.
Dietrich guardó silencio un buen rato.
—Ese hombre ya ha muerto —dijo por fin—. Pero gracias a él aprendí una terrible verdad: que la herejía es verdad, in extremis. Lo adecuado para el ojo es la luz, pero demasiada luz ciega.
—Entonces ¿os comprometeríais con los malvados, como hacen los conventuales?
—Jesús dijo que las malas hierbas crecerían con el trigo hasta el día del Juicio —respondió Dietrich—, así que hay hombres buenos y malos en la Iglesia. Por nuestros frutos nos conoceréis, no por el nombre que nos damos. He llegado a creer que hay más gracia en convertirte en trigo que en arrancar malas hierbas.
—Eso podría decir la mala hierba, si pudiera hablar: dedicaos a cortar pelo —dijo Joachim.
—Mejor cortar pelo que las cabezas que hay debajo.
Joachim se levantó de la roca donde estaba sentado. Lanzó una piedra al estanque.
—Haré lo que me pedís.
Al día siguiente, cuatro docenas de aldeanos se reunieron en el prado, bajo el tilo, preparados para marcharse. Habían recogido sus pertenencias en bultos que llevaban a la espalda o en hatillos suspendidos del extremo de un palo, al hombro. Algunos tenían la mirada aturdida de un ternero en el matadero y permanecían de pie en medio de la masa, con la mirada baja. Esposas sin maridos; maridos sin esposas. Padres sin hijos; hijos sin padres. Gente que había visto a sus vecinos marchitarse y ennegrecer hasta corromperse y apestar. Unos cuantos ya habían echado a andar por el camino. Melchior Metzger se acercó a Nickel Langermann, que yacía en un camastro en el hospital, y lo abrazó por última vez antes de que Gottfried lo espantara. Langermann estaba demasiado sumido en el delirio para reconocer la caricia.
Gerlach Jaeger se mantenía aparte, observando la asamblea con no poco disgusto. Era un hombre bajo y fornido con negra barba rizada y muchos años de bosque en el rostro. Su ropa era burda y llevaba varios cuchillos al cinto. Su bastón era grueso como una rama de roble, recortado y tallado a su placer. Se apoyaba en él con ambas manos, reposando la barbilla encima. Dietrich le habló.
—¿Crees que les irá bien?
Jaeger gargajeó y escupió.
—No. Pero haré lo que pueda. Les enseñaré a poner trampas y cepos, y hay uno o dos que tal vez sepan cómo se coloca un dardo en la ballesta. Veo que Holzhacker lleva su arco. Y su hacha. Eso es bueno. Necesitaremos hachas. ¡Ach! ¡No necesitamos un barril lleno de Klimbin! Jutte Feldmann, ¿en qué estás pensando? Vamos al Bosque de Abajo y a subir el Feldberg. ¿Quién crees que va a cargar con eso? Por Dios del cielo, pastor, no sé qué tiene esta gente en la cabeza.
—Tienen pena y tragedia en la cabeza, cazador.
Jaeger gruñó y no dijo nada durante un rato. Luego alzó la cabeza y empuñó su bastón.
—Supongo que puedo considerarme afortunado. No tengo ni mujer ni familia que perder. Eso es suerte, supongo. Pero ni al bosque ni a la montaña les preocupará la pena, y no es bueno internarse en la espesura con la cabeza en otra parte. Lo que quiero decir es que no necesitan llevárselo todo. Cuando la peste haya pasado, volveremos y todo estará aquí esperando.
—Yo no voy a volver —rugió Volkmar Bauer—. Este lugar está maldito.
Y escupió un buen gargajo. Estaba pálido y tembloroso todavía, pero se contaba entre los que iban a marcharse.
Otros reaccionaron al grito de Volkmar y tiraron piedras a Gottfried, que había salido a verlos marchar.
—¡Demonios! —gritó alguien—. ¡Nos habéis traído esto!
Y la multitud rugió y se abalanzó contra él. Gottfried chasqueó sus callosos labios laterales como si fueran un par de tijeras. Dietrich temió que su colérica naturaleza hiciera acto de presencia. A pesar de su débil estado, Gottfried podría matar a una docena de atacantes con sus antebrazos aserrados antes de que la pura fuerza numérica pudiera con él. Jaeger alzó su bastón y lo blandió.
—¡Yo mando aquí! —gritó.
—¿Por qué se quedó cuando sus compatriotas se marcharon? —gritó Becker—. ¡Para mostrarnos nuestra condena!
—¡Silencio!
Era Joachim, empleando su voz de predicador. Salió al prado, se echó atrás la capucha y los miró.
—¡Pecadores! —les dijo—. ¿Queréis saber por qué se quedaron? —Señaló hacia el krenk—. ¡Se quedaron para morir! —Dejó que las palabras resonaran en las casas de las inmediaciones y en el molino de Klaus—. ¡Y para ofrecernos consuelo! ¿Quién de vosotros no los ha visto cuidar a los enfermos o enterrar a los muertos? ¿Quién, de hecho, no ha sido alimentado por ellos, aparte de por vuestra propia obstinación? Ahora se os invita a una aventura mayor que la invención de ningún Minnesinger. Se os invita a ser la Nueva Israel, a pasar un tiempo en el desierto y a poseer como recompensa la Tierra Prometida. ¡Traeremos la Nueva Era! Indignos como somos, seremos purificados por pruebas mientras esperamos la venida de Juan. —Bajó la voz y la multitud dejó de murmurar para escuchar sus palabras—. Viviremos aparte durante un tiempo, mientras Pedro se marcha y la Edad Media pasa. Habrá muchas pruebas y algunos de nosotros no las superaremos. Experimentaremos privaciones y calor, hambre y tal vez la furia de bestias salvajes. ¡Pero eso nos fortalecerá hasta el día de nuestro regreso!
Hubo un aplauso entrecortado y sometido, y unos cuantos amén, pero Dietrich pensó que estaban más atemorizados que convencidos.
Jaeger tomó aire.
—Bien, pues. Ahora que todo el mundo está aquí… ¡Lütke! Jakob! —Con un montón de blasfemias y uno o dos gestos con el bastón, puso en marcha su rebaño—. «Hijos de Israel» —murmuró.
Dietrich le dio una palmada en el hombro.
—He leído que también ellos eran un grupo díscolo.
Mientras los otros iban pasando, Joachim se acercó a Dietrich y lo abrazó.
—Que os vaya bien —le dijo Dietrich—. Recuerda, hazle caso a Gerlach.
El cazador, en el puente de madera, exclamó:
—¡Al cielo, carajo, y que se rompa el firmamento!
Joachim sonrió débilmente.
—Con peligro de mi alma.
Los otros habían vuelto a la aldea y los dos se habían quedado solos. Joachim miró hacia el pueblo y una sombra cruzó su rostro al contemplar el molino y el horno, el patio del cantero, la fragua, Burg Hochwald, la iglesia de Santa Catalina. Entonces se frotó la mejilla y dijo:
—He de darme prisa. —Se echó al hombro el hatillo—. O me quedaré atrás y…
Dietrich extendió una mano y le colocó al monje la capucha.
—Hace calor. El sol puede abatirte.
—Ja. Gracias. Dietrich… Tratad de no pensar tanto.
Dietrich colocó la palma en su otra mejilla.
—Yo también te quiero, Joachim. Ten cuidado.
Se quedó en el prado contemplando partir al monje; luego caminó hasta el puente para verlos por última vez antes de que desaparecieran tras los campos de otoño y la pradera. Estaban allí, en efecto, apretujados donde el camino era estrecho, y Dietrich sonrió, imaginando las obscenidades de Gerlach. Cuando no hubo más que ver, regresó al hospital.
Esa noche sacó a Hans al aire libre para que el krenk pudiera contemplar el firmamento. La noche era cálida y húmeda, pues tenía las características del aire, llevada a ese estado por la corrupción del fuego, pues el día había sido caluroso y seco. Dietrich había traído su libro de oraciones y una vela para leer, y se estaba ajustando las lentes cuando advirtió que no sabía qué día era. Trató de contar a partir de la última festividad de la que estaba seguro, pero los días eran un borrón, y sus horas de sueño y de vigilia no siempre habían seguido el ritmo del círculo de los ciclos. Comprobó la posición de las estrellas, pero no había visto la puesta de sol, ni tenía un astrolabio.
—¿Qué buscas, amigo Dietrich? —preguntó Hans.
—El día.
—Bwah… ¿Buscas el día en la noche? ¡Bwah-wah!
—Amigo saltamontes, creo que has descubierto la sinécdoque. Me refería a la fecha, por supuesto. El movimiento de los cielos podría decírmelo, si tuviera capacidad para leerlo. Pero no he leído el Almagest desde hace muchos años, ni a Ibn Qurra. Recuerdo que las esferas cristalinas imparten un movimiento diario al universo, que está más allá del séptimo cielo.
—Saturno, creo que lo llamaste.
—Doch. Más allá de Saturno, el firmamento de estrellas, y más allá, las aguas sobre los cielos, aunque en forma cristalizada en hielo.
—Nosotros, también, encontramos un cinturón de cuerpos de hielo rodeando cada sistema-mundo. Aunque, naturalmente, giran hacia la parte de aquí del firmamento, no a la de más allá.
—Eso has dicho, aunque no comprendo qué impide que el agua helada busque su lugar natural aquí en el centro.
—¡Un gusano! —replicó Hans—. ¿No te he dicho que la imagen está equivocada? ¡El Sol está en el centro, no la Tierra!
Dietrich alzó el dedo índice.
—¿No me dijiste que el firmamento…? ¿Cómo lo llamaste?
—El horizonte del mundo.
—Ja, doch. Dijiste que su calor es el resto del maravilloso día de la creación; y más allá nadie puede ver. Sin embargo este horizonte se extiende en todas direcciones hasta la misma distancia y, como podría decirte cualquier estudiante de Euclides, es el centro de la esfera. Por tanto, la Tierra se halla realmente en el centro del mundo, quod erat demonstrandum.
Dietrich sonrió de oreja a oreja por haber zanjado con éxito la cuestión, pero Hans se envaró y emitió un largo siseo. Alzó los brazos y los cruzó sobre su cuerpo, mostrando los bordes aserrados. «Un gesto protector», pensó Dietrich. Tras un momento, los brazos del krenk se separaron lentamente y Hans susurró:
—A veces el dolor sordo se agudiza como un cuchillo.
—Y yo estoy planteando un debate mientras tú sufres. ¿No queda más de vuestra particular medicina?
—No. Ulf la necesitaba más. —Hans tanteó con el brazo izquierdo, buscando a Dietrich—. Muévete, agítate. Apenas puedo verte. No, prefiero discutir grandes cuestiones. No es probable que ni tú ni yo tengamos las respuestas, pero me distrae un poco del dolor.
El amanecer asomaba por el camino de Oberreid. Dietrich se levantó.
—Tal vez un poco de té de corteza de sauce, entonces. A nosotros nos calma el dolor y puede que te sirva también.
—O que me mate. O puede que contenga la proteína perdida. Té de corteza de sauce… ¿Estaba entre las cosas que probaron Arnold o Kratzer? Espera, el Heinzelmännchen puede que lo tenga en su memoria.
Hans consultó por su mikrophone, escuchó, luego suspiró.
—Arnold lo probó. No hace nada.
—Sin embargo, si ensordece el dolor… ¿Gregor? —Dietrich llamó al cantero, que estaba sentado junto a su hijo mayor al otro lado de la fragua—. ¿Hemos preparado té de corteza de sauce?
Gregor negó con la cabeza.
—Theresia estaba pelando corteza hace dos días. ¿Voy a traerlo?
Dietrich se sacudió la túnica.
—Yo iré. Descansa bien —le dijo a Hans—. Volveré con la poción.
—Cuando esté muerto —repuso el krenk—, y Gottfried y Beatke beban de mí en mi memoria, cada uno dará su parte al otro por caridad, y así la cantidad será doble en tamaño por haber sido intercambiada. ¡Bwah-wa-wah!
Dietrich no entendió el chiste y supuso que su amigo había cometido un error al desarrollarlo. Cruzó el camino y saludó a Seybke, que trabajaba en la cantera de su padre. Tallando lápidas. Dietrich les había dicho a los canteros que no se preocuparan por la tarea, pero Gregor había respondido:
—¿Qué sentido tiene vivir si la gente olvida cuándo has muerto?
Dietrich llamó a la puerta de la casa de Theresia y no obtuvo ninguna respuesta.
—¿Estás despierta? —llamó—, ¿Has preparado corteza de sauce?
Volvió a llamar y se preguntó si Theresia habría ido al Bosque Pequeño. Pero tiró de la aldaba y abrió la puerta.
Theresia estaba descalza en el suelo de tierra, vestida sólo con su camisón arrugado. Retorcía una colcha con las manos. Cuando vio a Dietrich, exclamó:
—¿Qué queréis? ¡No!
—He venido a buscar corteza de sauce. Disculpa mi intrusión —retrocedió.
—¿Qué les habéis hecho?
Dietrich se detuvo. ¿Se refería a los que había dejado? ¿A los que habían muerto en el hospital?
—¡No me hagáis daño! —Su cara estaba roja de ira, tenía la mandíbula apretada y tensa.
—Yo nunca te haría daño. Lo sabes.
—¡Estabais con ellos! ¡Os vi!
Dietrich apenas había empezado a analizar la frase, cuando ella abrió la boca una vez más; sólo que en vez de gritos de miedo brotó de ella una fuente de vómito negro. Él estaba tan cerca que una parte lo manchó y su hedor llenó rápidamente la habitación. Dietrich contuvo una arcada.
—¡No, Dios! —gritó—. ¡Lo prohibo!
Pero Dios no escuchaba y Dietrich se preguntó frenético si también Él había caído víctima de la peste y su vasta esencia incorpórea, «infinitamente extendida sin extensión ni dimensión», se pudría en el infinito vacío de la esfera Empírea, más allá de los cielos cristalinos.
El temor y la furia habían huido del semblante de Theresia y se miró a sí misma con asombro.
—¿Padre? ¿Qué ocurre, padre?
Dietrich le ofreció los brazos abiertos y ella avanzó tambaleándose hacia ellos.
—Ven. Tienes que acostarte.
Rebuscó en su zurrón y sacó su pañuelo de flores y se lo puso sobre la nariz. Pero la esencia se había agotado, o bien el hedor era demasiado intenso.
La condujo hasta la cama y pensó, mientras ella se apoyaba en él, que ya se había vuelto liviana como un espíritu. Igual que la naturaleza de la Tierra es buscar el centro de la Tierra, la naturaleza del aire es buscar los cielos.
Gregor había llegado a la puerta de la casa.
—Os he oído gritar… ¡Ach, Dios del cielo!
Theresia se volvió hacia él.
—Ven, querido esposo.
Pero Dietrich la agarró con fuerza.
—Tienes que acostarte.
—Ja, ja, estoy muy cansada. Cuéntame una historia, papá. Háblame del gigante y el enano.
—Gregor, trae mi escalpelo. Lávalo con vino viejo y ponlo al fuego, como nos enseñó Ulf. Luego date prisa.
Gregor se apoyó contra el marco de la puerta y se pasó una mano por la cara. Alzó la cabeza.
—El escalpelo. Ja, doch. Lo antes posible —vaciló—. ¿Ella se…?
—No lo sé.
Gregor se marchó y Dietrich acostó a Theresia sobre la paja. Le colocó bajo la cabeza una manta a modo de almohada.
—He de comprobar las pústulas —le dijo.
—¿Estoy enferma?
—Lo veremos.
—Es la peste.
Dietrich no dijo nada, pero levantó el camisón empapado.
Allí estaba, en su ingle, grande y negra e hinchada, como un sapo maligno. Era más grande que la que le había sajado a Everard. No podía haber crecido de la mañana a la noche. Cuando el ataque era rápido, la víctima moría rápida y tranquilamente, sin bubas. No, aquello llevaba varios días creciendo, a juzgar por lo que había visto en otros.
Gregor entró corriendo y se arrodilló a su lado. Le entregó primero el escalpelo, aún cálido por el fuego, y luego le cogió la mano a Theresia.
—Schatzi —dijo.
Theresia había cerrado los ojos. Ahora los abrió y miró seriamente a Dietrich a la cara.
—¿Moriré?
—Todavía no. Tengo que abrir tu pústula. Te causará mucho dolor y no tengo más esponjas.
Theresia sonrió y la sangre manó por las comisuras de su boca, recordando a Dietrich las historias del hombre-lobo de Freudenstadt.
Gregor había encontrado un paño en alguna parte y estaba frotando la sangre, tratando de limpiarla, pero más sangre se acumulaba con cada frotamiento.
—Temo que abra la boca —dijo, tenso—. Creo que se le desparramará toda la vida.
Dietrich se montó a horcajadas sobre las piernas de la mujer.
—Gregor, sujétala por los brazos y los hombros.
Buscó la buba en la entrepierna de Theresia. La punta del escalpelo apenas había tocado la dura hinchazón cuando Theresia chilló:
—¡Sancta Maria Virgina, ora pro feminis!
Sus piernas se agitaron espasmódica, salvajemente, casi desmontando a Dietrich. Gregor le sujetó con fuerza los brazos.
Dietrich apretó con la punta para romper la piel, como había llegado tristemente a acostumbrarse a hacer. «Llego demasiado tarde —pensó—. La hinchazón está muy avanzada.» Era del tamaño de una manzana, de un oscuro y maligno color azul.
—No tenía ningún signo ayer —dijo Gregor—. Lo juro.
Dietrich lo creyó. Ella había ocultado los signos, temerosa de que la acostaran entre los demonios. ¿Qué tipo de temor era aquél, se preguntó, que podía incluso sofocar el temor de una muerte horrible? El Señor lo había ordenado: «No temáis.» Pero los hombres quebrantaban todos sus mandamientos, ¿por qué no ése?
La piel se rompió y manó un icor denso, amarillo y hediondo que manchó los muslos de Theresia y empapó la paja del colchón. Theresia gritó y llamó a la Virgen una y otra vez.
Dietrich encontró otra pústula, mucho más pequeña, en la parte interior del muslo. La abrió con más rapidez y con un trapo limpió tanto pus como le fue posible.
—Examina bajo los brazos y en el pecho —le dijo al cantero.
Gregor asintió y le subió el camisón hasta donde pudo. Los gritos de Theresia se habían convertido en sollozos.
—El otro hombre no fue tan amable —dijo.
—¿Qué dices, querida? Pastor, ¿a qué se refiere?
Dietrich evitó mirarlo.
—Está delirando.
—Tenía barba también; pero era rojo vivo. Pero papá lo espantó.
La sangre le caía por la barbilla mientras hablaba y Gregor la limpiaba sin esperanza.
Dietrich recordaba al hombre. Se llamaba Ezzo y tenía la barba roja de su propia sangre después de que Dietrich le cortara la garganta y lo quitara de encima de la niña.
—Ahora estás a salvo —le dijo a la mujer en que se había convertido—. Tu marido está aquí.
—Duele. —Había cerrado los ojos.
Había una pústula más, bajo el brazo derecho, tan grande como el pulgar de Dietrich. Fue más difícil abrirla, pues cuando le soltó las piernas, ella las dobló y las alzó, como hacen los niños pequeños cuando duermen. Theresia se abrazó las rodillas.
—Duele —dijo de nuevo.
—¿Por qué nos ha abandonado, Dios? —preguntó Gregor.
Dietrich trató de soltar el brazo de Theresia para poder abrir la última pústula. No creía que importara.
—Dios no nos abandonará nunca —insistió—, pero nosotros podemos abandonar a Dios.
El cantero hizo un amplio gesto con el brazo, soltando su presa sobre el hombro de Theresia.
—¿Entonces dónde está él en todo esto? —gritó. Theresia dio un respingo y él inmediatamente bajó la voz y le acarició el pelo con sus grandes dedos toscos.
Dietrich pensó en todos los argumentos razonados de Tomás de Aquino y los otros filósofos. Se preguntó cómo habría respondido Joachim. Entonces pensó que Gregor no necesitaba una respuesta, ni la quería, pues la única respuesta era la esperanza.
—Theresia, necesito sajar la buba que tienes bajo el brazo.
Ella había abierto los brazos.
—¿Veré a Dios?
—Ja. Doch. Gregor, busca un poco de aceite de cocina.
—¿Aceite de cocina? ¿Por qué?
—He de ungirla. No es demasiado tarde.
Gregor parpadeó, como si la unción fuera algo repentino y extraño que nunca hubiera oído antes. Entonces soltó a Theresia, se dirigió al otro lado de la casa, cerca de la chimenea, y volvió con un frasquito.
—Creo que es aceite.
Dietrich lo tomó.
—Servirá.
Sus labios se movieron en una silenciosa oración mientras bendecía el aceite.
Después, mojando el pulgar en él, trazó el signo de la cruz sobre la frente de Theresia y sobre sus ojos cerrados, rezando:
—Illumina oculos meos, ne umquam obdormium in morte…
De vez en cuando, cuando Dietrich se detenía para recordar las palabras adecuadas, Gregor decía «amén» entre lágrimas.
Casi había terminado de administrar el sacramento cuando Theresia tosió y un bolo de sangre y vómito brotó por su boca. Dietrich pensó: «Las pequeñas-vidas están ahí dentro. Nos habrán afectado a Gregor y a mí.» Sin embargo, ésa no era la primera vez que lo manchaban, y Ulf, en su última inspección de la sangre de Dietrich, había declarado que todavía estaba limpia.
«Pero Ulf murió hace muchos días.»
Cuando completó el rito, Dietrich apartó el aceite (otros lo necesitarían pronto) y tomó una de las manos de Theresia. Parecía muy frágil, aunque la piel era áspera y estaba agrietada.
—¿Recuerdas cuando Fulk se rompió el dedo y yo te enseñé a arreglárselo? —dijo.
Los labios de ella, cuando sonrió, eran tan rojos como fresas.
—No sé cuál de los tres estaba más asustado, si tú, Fulk o yo. —Se volvió hacia Gregor—, Recuerdo sus primeras palabras. Era muda cuando la traje aquí. Estábamos en el Bosque Pequeño buscando peonías y otras hierbas y raíces, y yo le estaba enseñando cómo encontrarlas cuando se pilló el pie en el hueco de una rama rota y dijo…
—Ayudadme —dijo Theresia y su mano agarró la de Dietrich con toda la fuerza que le permitía su debilidad. Tosió un poco, y luego un poco más, y la tos aumentó hasta que un gran flujo de vómito y sangre brotó de ella, empapapándole el camisón hasta la cintura. Dietrich extendió la mano para volverle la cabeza de modo que no se ahogara, pero cuando la alzó supo, quizá porque era un poco más liviana que antes, que su hija adoptiva había muerto.
Un rato después, se encaminó al hospital para contarle a Hans lo que había sucedido y descubrió que el krenk también había muerto en su ausencia.
Dietrich se arrodilló junto al cadáver y alzó los grandes y largos brazos aserrados y se los cruzó sobre el pecho moteado en actitud de oración.
No pudo cerrarle los ojos, naturalmente, y éstos parecían todavía vivos, aunque era debido tan sólo a que los rayos del sol poniente más allá de los campos de otoño se reflejaban en ellos como en una de las gotas de lluvia de Teodorico, y la sombra de un arco iris se dibujó sobre las mejillas de Hans.