XIII. ENERO DE 1348 Lunes de Roca

El primer lunes después de Epifanía (llamado Lunes de Faldas por las mujeres, Lunes de Arado por los hombres) marcó el final de los días sagrados de Navidad. La mayoría de los años, los hombres de la aldea competían en carreras para ver quién podía arar más rápido un surco, pero con el terreno cubierto de nieve las carreras no se celebraron. Pero el Lunes de Faldas continuó y las mujeres de Oberhochwald hicieron alegremente prisioneros a los hombres y pidieron rescate por ellos. El nombre de la celebración era una broma, pues «falda» y «venganza» sonaban muy parecidos en lengua alemana.

Dietrich trató, con poco éxito, de explicar la festividad a Hans y los otros krenken; pero el placer de la inversión de papeles se escapaba a aquellos a quienes el instinto obligaba a realizar su función. Cuando Dietrich explicó que en el Día de los Inocentes un Gärtner sería escogido para gobernar como Herr durante ese día, lo miraron con incomprensión… y no poco horror.

Wanda Schmidt capturó a Klaus Müller y lo retuvo en la fragua de su marido esperando un rescate que tardó en llegar. Algunos decían que fue una buena lucha, pues el molinero y la esposa del herrero tenían la misma corpulencia y casi la misma fuerza.

—Las piedras de molino —bromeó Lorenz mientras se lo llevaba Ulrike Bauer— molerían a alguien igual que me chafaría yo entre ellos.

Los hombres de la aldea, por su parte, querían ser capturados por Hildegarde Müller. Sin embargo, la esposa del molinero exigió sólo un donativo para aliviar a los destituidos. Trude Metzger atrapó a Nickel Langermann…, para diversión de todos, pues nadie había olvidado que había pagado Merchet por sí misma.

Se produjo una pelea cuando Anna Kohlmann capturó a Bertram Unterbaum. Oliver Becker, que se consideraba con derecho a ese destino, derribó a Bertram de un golpe y le hizo sangre en la nariz. Pero en vez de correr hacia el victorioso, como Oliver sin duda había imaginado, Anna corrió hacia el muchacho caído y le acunó la cabeza en el regazo, ganándose años en el Purgatorio por las cosas que llamó al hijo del panadero. Oliver se puso pálido y huyó de su lengua, algunos decían que con lágrimas en los ojos.

Más tarde, cuando Jakob y Bertha no pudieron encontrar a su hijo para que encendiera el horno, descubrieron que tanto él como sus exiguas pertenencias habían desaparecido, y Jakob maldijo al joven y lo llamó Bummer.

Dietrich temía que el muchacho fuera con historias de los krenken a Friburgo, pero Manfred se negó a perseguirlo.

—¿Con este frío, con estas ventiscas? No, fue un necio al marcharse y es probable que sea un necio muerto dentro de poco.

Ante esa negativa, Dietrich permaneció arrodillado en la iglesia durante tres noches seguidas, castigándose por haberse preocupado por su propia seguridad y no por el descarriado joven.


En tercias, en la conmemoración de Priscila de las Catacumbas, Kratzer llamó a Dietrich y Lorenz para que se reunieran en el salón de Manfred con Hans y un tercer krenk a quien Dietrich no conocía, y de cuyo cinto pendían muchas herramientas curiosas. Los krenken esparcieron sobre la mesa de banquetes pergaminos ricamente iluminados con intrincadas figuras; a pesar de su precisión, la ejecución era pobre, carente del color y el brillo del trabajo de los franceses y de la salvaje exuberancia de los irlandeses. Grecas en ángulos precisos y con frutos curiosamente geométricos: círculos y cuadrados y triángulos, algunos con escritura. Joachim, incluso con su mano tan poco diestra, hubiese podido ejecutar fácilmente una iluminación más hermosa.

—Este dibujo —explicó Hans— es un… ¿Cómo lo llamáis cuando algo arranca y vuelve al punto de inicio?

—Un circuito, como cuando Everard hace un circuito de las posesiones del Herr.

—Mucha gracia. Este circuito ayuda a mover nuestro engranaje en las direcciones que se curvan hacia dentro al otro mundo. O eso dice el «sirviente de la esencia».

Con esto indicó al tercer krenk, que se llamaba Gottfried.

—Sus aparatos más sabios se estropearon en el naufragio y no pueden ser reparados, pero este primitivo puede servir en cambio. La esencia sale de este punto, el movedor, y pasa por una serie de alambres de cobre y así anima nuestras máquinas. Esta esencia está contenida en… barriles de almacenamiento, pero esos barriles se vacían por la falta de poder generador. Esto puede restaurarlos.

Dietrich miró la iluminación.

—¿Este aparato acelerará vuestra marcha?

Hans no volvió la cabeza.

—Puede que no sirva —admitió—, pero hay que probarlo o seremos «salvados por el alquimista».

Dicho esto, Kratzer chasqueó bruscamente las mandíbulas y el sirviente de la esencia se envaró. Hans se inclinó sobre el «circuito». Dietrich había advertido que el suicidio del alquimista había afectado a sus extraños huéspedes. Se habían vuelto más sometidos, pero también discutían con más frecuencia entre sí.

—¿La esencia que pasa por el cobre es tierra, agua, aire o fuego? —se preguntó Dietrich en voz alta.

Hans no dijo nada, así que Kratzer contestó.

—Las llamamos las… «cuatro apariencias de un material». Fuego, supongo. Puede arder.

—Eso es porque los átomos de fuego son tetraédricos, con muchas puntas afiladas. Debe moverse muy rápido, pues ése es uno de los atributos del fuego.

Hans, que estaba «leyendo el circuito», alzó la cabeza del manuscrito iluminado y separó sus labios blandos en una sonrisa krenk.

—Sí, muy rápido, en efecto.

—El fuego tiende siempre a su posición natural, a moverse hacia arriba, hacia la cuarta esfera sublunar.

—Bueno, este tipo de fuego busca una posición inferior —dijo Hans—. O «potencia», creo que la llamáis.

—Entonces debe de ser también parte de agua, que se mueve hacia una esfera inferior…, aunque el fuego y el agua, siendo contrarios, no se mezclan. Así, vuestro fuego-agua debe entonces fluir a través de los canales del cobre como el agua fluye por los canales y mueve el molino de Klaus y lo hace pasar de potencia a acto. ¿Estas frutas de vuestras grecas son máquinas? ¿Ja? Pero para mover una máquina hace falta una corriente fuerte. La altura de la presa es de gran importancia, puesto que cuanto mayor sea el salto, mayor será el trabajo realizado.

—El salto potencial de este circuito es muy grande — dijo Gottfried, el sirviente de la esencia—, al igual que la corriente. Hemos asegurado el resto del lingote que quedó con el orfebre de Friburgo. No alcanzará para todas las reparaciones, pero será suficiente para construir este aparato.

—¿Qué? —dijo Dietrich—. ¡Eso iba a ser la paga del hombre!

Hans estiró el brazo.

—Nuestra necesidad es más grande. El «bicho» que viajó contigo nos dijo dónde estaba su taller. Volamos por la noche y lo recuperamos.

—¡Pero eso es robo!

—Es supervivencia. ¿No se distribuyen los bienes según la necesidad, como nos leíste del libro?

—Se distribuyen, no se toman. Hans, la arrogancia natural de tu pueblo os ha apartado del Camino. Veis una cosa y, si la queréis y tenéis el poder, la tomáis.

—Si nos quedamos aquí, moriremos. Puesto que la vida es el mayor bien, requiere el mayor esfuerzo; por eso, trabajar para nuestra huida no puede ser considerado inadecuado.

Dietrich se sobresaltó.

—La vida es sólo el mayor de los bienes corrompibles, pero no es el mayor bien de todos, que llamamos Dios. Desear lo que otro posee es amarte a ti mismo más que al prójimo, y eso es contrario a la charitas.

Pero Hans tan sólo extendió el brazo.

—Joachim te lo ha esbozado adecuadamente. —Se volvió hacia el herrero—. Lorenz, ¿puedes hilar cobre lo bastante fino?

—El cobre requiere un fuego más fino que el hierro —dijo Lorenz—, y luego es sólo cuestión de darle el calibre adecuado. —Sonrió al inexpresivo krenk—. No te preocupes. Empezaré a trabajar en cuanto ascienda Venus.

—Venus… —Hans torció el brazo en un gesto que indicaba incertidumbre.

—El planeta es favorable para trabajar el cobre —respondió el herrero para evidente asombro de los krenken—. Ya que el cobre vino de Chipre —aclaró.

Manfred permitió la empresa a regañadientes, no porque esperara poco éxito, sino porque temía demasiado.

—Si este aparato suyo se repara —le confesó a Dietrich más tarde—, los krenken se escabullirán, pues dudo que Grosswald entienda lo que implica un juramento de lealtad. Cuando le convenga, lo olvidará sin dudarlo.

—Muy poco se parecen en esto a la humanidad —dijo Dietrich.


Y así Lorenz hiló el cobre del lingote y Gottfried lo dispuso en un tablero que imitaba la pauta del dibujo del «circuito». Cuando su varita mágica tocó un carrete de metal gris oscuro, el metal fluyó y goteó sobre alambre y pinza por igual, resolidificándose al instante y uniendo el uno a la otra. Los trabajadores del metal usaban ese «metal-plomo», pero necesitaban fuego para hacerlo fluir, y Dietrich no vio ni rastro de fuego. La varita, cuando Gottfried le permitió tocarla, ni siquiera estaba caliente.

El trabajo requería mano de joyero y, cuando no se hacía a la perfección, Gottfried reprendía a sus aprendices o se ponía a discutir con Hans. Incluso entre los krenken, Gottfried destacaba por su cólera.

Los krenken se preocupaban por la naturaleza «desnuda» del alambre, pero el significado de eso era un misterio porque ninguna palabra alemana expresaba «revestimiento». Cuando el «circuito» estuvo por fin terminado, Gottfried lo probó con un aparato que llevaba en el cinturón y, tras muchas discusiones con Hans, Kratzer y el barón Grosswald, se declaró satisfecho.


Al día siguiente, una nevada indiferente cubrió el aire tranquilo. El grupo se reunió en el patio del Burg. Gottfried, envuelto en pieles, se colocó un arnés volador del que colgaba, en un saco protector, el aparato que había construido. Su sometido aprendiz, Wittich, llevaría a Lorenz a la nave en un cabestrillo. El herrero había pedido poder mirar, y el barón Grosswald, a petición de Herr Manfred, había consentido.

Dietrich rezó por sus esfuerzos y Lorenz se arrodilló sobre las piedras heladas del patio y trazó el signo de la cruz sobre su cuerpo. Antes de subir a la torre de la que partirían los voladores, el herrero abrazó a Dietrich y le dio el beso de la paz.

—Rezad por mí —dijo.

—Cierra los ojos hasta que estés de nuevo en tierra firme.

—No temo a las alturas, sino al fracaso. No soy orfebre. El hilo no es tan fino y regular como pidió Gottfried.

Dietrich se quedó en la base de la torre mientras los otros subían las estrechas escaleras en espiral hasta la cima. Al doblar la curva de la espiral, los dos krenken tropezaron en los resbaladizos bloques. Hans, que se había quedado con Dietrich, comentó la evidente falta de habilidad de los constructores.

—Pues no —dijo Dietrich—. Esos escalones son así para que los atacantes que suban a la torre tropiecen. La escalera describe una espiral a la derecha por motivos similares. Los invasores no pueden blandir sus espadas, mientras que los defensores, al luchar hacia abajo, pueden descargar el golpe completo.

Hans sacudió la cabeza, un gesto que había aprendido de sus anfitriones.

—Vuestra ineptitud demuestra siempre astucia. —Señaló hacia el cielo, aunque sin echar atrás la cabeza—. Allá van.

Dietrich contempló a los voladores hasta que se convirtieron en motas oscuras en el cielo. Los centinelas de la muralla señalaron también, pero ya habían visto esos vuelos muchas veces y la novedad de la hazaña estaba empezando a aburrirlos. Incluso habían visto volar a Max Schweitzer, aunque con moderado éxito.

—Blitzl tiene no poco optimismo —dijo Hans.

—¿Quién es Blitzl?

Hans señaló a los voladores que se desvanecían ya sobre el bosque.

—Gottfried. Llamamos a los que siguen su aparato Pequeños Rayos. Durante el tiempo de truenos grandes sacudidas de ardiente fluido cruzan nuestro cielo, y Gottfried trabaja con versiones más pequeñas del mismo espíritu.

—¡El elektronikos!

Un rostro krenk no podía mostrar asombro.

—¿Lo conoces? ¡Pero no dijiste nada!

—Deduje su probabilidad por principios filosóficos. Cuando vuestra máquina falló, una gran oleada de elektronikos barrió la aldea, creando no poco caos.

—Da gracias entonces a que no fuera más que una onda —le dijo Hans.


Después fue difícil reconstruir lo sucedido. Gottfried estaba en otro apartamento del navío y no lo presenció. Tal vez Wittich vio un cable suelto y trató de ajustarlo. Pero mientras manejaba el alambre desnudo, Gottfried abrió la puerta del fluido, permitiendo que el elektronikos fluyera a través de los canales… y a través de Wittich, buscando, como hacen los fluidos, el terreno más bajo.

—Lorenz agarró a Wittich por el brazo para apartarlo —le dijo Gottfried a Manfred después—, y el fluido lo recorrió también a él.

«Como el viejo Pforzheim —pensó Dietrich—. Y Holzbrenner y su aprendiz. Sólo que más fuerte, como si un torrente hubiera barrido al hombre. Los días del hombre son como la hierba, el viento se los lleva y ya no existen.»

—¿El hombre Lorenz no sabía qué sucedería cuando tocara a Wittich? —preguntó Grosswald. Estaba sentado junto a Manfred y Thierry en el estrado de juez, ya que el asunto implicaba a su gente.

—Vio que Wittich sentía dolor —dijo Gottfried.

—Pero lo sabías —insistió Grosswald.

El sirviente de la esencia hizo el gesto de arrojar y todos pudieron ver las quemaduras en sus manos.

—Actué demasiado tarde.

El barón Grosswald rozó lentamente sus antebrazos.

—No preguntaba eso.


Después de que el pobre cuerpo quemado de Lorenz fuera enterrado y Dietrich diera a Wanda todo el consuelo que pudo, Gregor se acercó a la rectoría a ofrecer sus condolencias, «ya que los dos eran muy amigos».

—Era un hombre simpático y amable —dijo Dietrich—, un buen conversador, siempre con ganas de hablar más. Una amistad es superficial, creo, si todo entre dos hombres está dicho. Estoy seguro de que había cosas que deseaba contarme, pero siempre había tiempo para hacerlo más tarde. Ahora, ya no lo habrá. Pero la pena de Wanda debe de ser más grande.

Gregor se encogió de hombros.

—Ella lo quería mucho, pero vivían como hermano y hermana.

—¡Vaya! No lo sabía. Bueno, Pablo recomendó ese tipo de vida en una de sus cartas.

—Oh, ella no hizo voto de celibato, no mientras Klaus Müller pudiera ir a visitarla. En cuanto a Lorenz, no parecía muy interesado, siendo Wanda Walküre suficiente para saciar el ardor de cualquier hombre.

—¡Klaus Müller y la señora Schmidt!

Gregor sonrió con retintín.

—¿Por qué no? ¿Qué alegría lleva Hilde a la cama del molinero?

Dietrich no pudo disimular su asombro. Aunque el desenfreno de Hildegarde Müller era bien conocido, no esperaba lo mismo de Wanda, una mujer que en modo alguno era bien parecida. Recordó cómo, el Lunes de Roca, Lorenz había comparado a su esposa y Klaus con piedras de molino. ¿Conocía el herrero la infidelidad de su esposa, y tal vez la toleraba?

Fray Joachim llegó sin aliento a la puerta.

—¡Sois necesario en la iglesia, pastor!

Alarmado, Dietrich se puso en pie.

—¿Qué sucede?

—Gottfried Krenk. —Las mejillas del joven, rojas por el frío, brillaban en su pálido rostro. Los ojos oscuros centellearon—. ¡Oh, sin duda no hubo un nombre más maravillosamente elegido! Ha abrazado a Jesús y necesitamos que celebréis el bautismo.


Gottfried esperaba en el baptisterio, pero Dietrich lo llevó primero a la sacristía y habló con él a solas.

—¿Por qué eliges el bautismo, amigo saltamontes? —preguntó.

Ningún sacramento podía ser válido si no se comprendía su significado. El bautismo era una cuestión de voluntad, no de agua.

—Por Lorenz el herrero. —Gottfried frotó lentamente sus antebrazos, un gesto que Dietrich había concluido que significaba reflexión, aunque el ritmo concreto del frotamiento podía indicar irritación, confusión, o cualquier otro tipo de estado anímico—. Lorenz era un artesano, como yo —dijo Gottfried—. Un hombre de baja extracción social, para que sus superiores lo utilizaran. «En justicia ordena el fuerte; en justicia se somete el débil.»

—Eso dijeron los atenienses a los habitantes de Melos —dijo Dietrich—. Pero creo que nuestra palabra «justicia» y la vuestra no significan lo mismo. Manfred no puede usarnos como os usa el barón Grosswald. Está limitado por las costumbres y las leyes del feudo.

—¿Cómo es posible, si la justicia es la voluntad del señor?

—Porque hay un Señor por encima de todos. Manfred es sólo nuestro señor «bajo Dios», lo cual significa que su voluntad está subordinada a la justicia superior de Dios. Nosotros podemos no obedecer a un mal señor, o no seguir una orden ilegal.

Gottfried agarró a Dietrich por el brazo, y el sacerdote no trató de zafarse del duro contacto.

—¡Eso mismo! Vuestro señor tiene obligaciones con sus vasallos, nosotros no. Lorenz usó su propia vida para salvar a Wittich y Wittich era sólo… uno que trabaja en lo que es necesario, pero sin las habilidades especiales de un artesano.

—Un Gärtner. Pero si Lorenz vio que Wittich sufría dolor, naturalmente trató de ayudarlo.

—Pero entre nosotros no es común ayudar al inferior. Un artesano no ayudaría a un mero Gärtner; no sin… sin vuestra charitas para impulsarlo.

—Siendo justos, Lorenz no sabía que iba a perder la vida.

—Lo sabía —dijo Lorenz, soltándolo—. Lo sabía. Yo le había advertido que no tocara los cables cuando estuvieran animados. Le dije que el fluido podía golpear a un hombre como un rayo. Por eso supo que Wittich estaba en peligro. Sin embargo, no pensó en quedarse allí y verlo morir.

Dietrich estudió al krenk.

—Ni tú —dijo al cabo de un momento.

Gottfried extendió el brazo.

—Yo soy krenk. ¿Podía hacer menos que uno de vosotros?

—Déjame ver de nuevo tus manos.

Dietrich sujetó a Gottfried por las muñecas y le volvió las palmas hacia arriba. Las manos krenken no eran como las de los hombres.

Los seis dedos podían actuar como pulgares y eran largos en relación con la palma, que parecía no mayor que una pieza de oro de un tálero. El paso del fluido ardiente le había dejado una quemadura en cada palma, que el medico krenk había tratado con un ungüento de algún tipo.

Gottfried apartó las manos y chasqueó sus labios laterales.

—¿Dudas de mis palabras?

—No —respondió Dietrich. Las marcas negras le habían parecido estigmas—. ¿Tienes el amor de Dios en tu corazón? —preguntó bruscamente.

Gottfried imitó el gesto humano de asentimiento.

—Si muestro en mis acciones este amor-al-prójímo, entonces lo tengo dentro de mi corazón, ¿no es cierto?

—«Por sus frutos los conoceréis» —citó Dietrich, pensando en Lorenz y en Gottfried—. ¿Rechazas a Satanás y todas sus obras?

—¿Qué es «Satanás»?

—El Gran Tentador. El que siempre nos susurra el amor al yo en vez del amor a los demás, y al hacerlo nos aparta del bien.

Gottfried prestó atención mientras el Heinzelmännchen traducía.

—Si cuando me golpean, hablo dentro de mi cabeza, pienso en golpear a otro —sugirió—. Si cuando toman algo mío, pienso en tomar de otro para sustituirlo. Si cuando busco placer, no pido el consentimiento del otro. ¿A esto te refieres?

—Sí. Esas palabras las dice Satanás. Nosotros siempre buscamos el bien, pero nunca podemos usar medios malignos para conseguirlo. Cuando otros nos hacen mal, no debemos responder con más mal.

—Son palabras difíciles, sobre todo para gente como él.

Todas las voces pronunciadas a través del Heinzelmännchen sonaban iguales, pero Dietrich se dio la vuelta y vio a Hans en la puerta.

—Difíciles, en efecto —le dijo Dietrich al sirviente de la cabeza parlante—. Tan difíciles que ningún hombre puede esperar seguirlas. Nuestro espíritu es débil. Sucumbimos a la tentación de devolver mal por mal, de buscar nuestro propio bien a expensas de otros, a la tentación de utilizar a otros hombres como medio para lograr nuestros fines. Por eso necesitamos la fuerza, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. La carga de tanto pecado es demasiado grande para que la llevemos solos, y por eso él siempre camina a nuestro lado, como Simón el Cireneo caminó una vez junto a él.

—¿Y Blitzl, Gottfried, seguirá este camino? ¿Un conocido camorrista krenk?

—Lo haré —dijo Gottfried.

—¿Eres entonces débil?

Gottfried mostró el cuello.

—Lo soy.

Los labios callosos de Hans se abrieron y sus labios blandos se abrieron.

—¿dices eso?

Pero Gottfried se levantó y se encaminó a la puerta de la sacristía, pasando junto a Hans para llegar al altar. Dietrich miró a su amigo.

—Necesitará tus oraciones, Hans.

—Necesitará uno de tus milagros.

Dietrich asintió.

—Todos lo necesitamos.

Y siguió a Gottfried al baptisterio.

—El bautismo —le dijo al krenk junto a la pila bautismal de cobre— lava el pecado, igual que el agua ordinaria lava la suciedad. Se sale del agua renacido como un hombre nuevo, y un hombre nuevo necesita un nuevo nombre. Debes elegir un nombre cristiano de alguno de los santos que nos han precedido. Gottfried es un buen nombre…

—Quiero llamarme Lorenz.

Dietrich vaciló ante el súbito dolor de su corazón.

Ja. Doch.

Hans colocó una mano sobre el hombro de Dietrich.

—Y yo quiero llamarme Dietrich.

Gregor Mauer sonrió.

—¿Puedo ser el padrino?

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