VII. SEPTIEMBRE DE 1348 La Aparición de Nuestra Señora del Socorro

En la aldea, cuando vieron las magulladuras que su sacerdote había recibido de manos de aquellos a quienes había pretendido ayudar, hubo quien quiso expulsar a los «leprosos» del Bosque Grande; pero Manfred von Hochwald ordenó que nadie traspasara los límites sin su permiso. Colocó un pelotón de soldados en el camino del valle del Oso para obligar a retroceder a todo el que, por curiosidad o por venganza, quisiera ir al lazareto. En los días siguientes, los hombres de Schweitzer rechazaron a Oliver, el hijo del panadero, además de a otros jóvenes del pueblo; a Theresia Gresch y su cesta de hierbas y, para sorpresa de Dietrich, a fray Joachim de Herbholzheim.

Los motivos del joven Oliver y sus amigos eran conocidos. Los hechos de los caballeros eran su modo de vida. Oliver se había dejado crecer el pelo hasta los hombros para imitar a sus superiores, y llevaba el cuchillo cruzado como una espada en el cinturón. El amor por una buena pelea los azuzaba, y vengar a su pastor proporcionaba una buena excusa para emprenderla a puñetazos y garrotazos. Dietrich les echó una reprimenda y les dijo que sí él podía perdonar a quienes le habían golpeado, ellos podían hacer lo mismo.

Los motivos que impulsaron a Theresia a dirigirse al Bosque Grande eran a la vez más transparentes y menos, pues en su cesta de hierbas había sumado a la ruda y la milenrama y la caléndula ciertas setas venenosas y el afilado cuchillo que empleaba a veces para extraer sangre. Dietrich la interrogó sobre estos artículos cuando los hombres de Schweitzer la devolvieron a la rectoría, y las respuestas adecuadas estaban en la Medicina de la abadesa Hildegarde; sin embargo, Dietrich se preguntaba si tenía otros usos en mente. La idea lo preocupó, pero no podía preguntarle con lógica sus motivos si no había sabido determinar su intención.

En cuanto a Joachim, el fraile sólo dijo que los pobres y los sin tierra necesitaban la palabra de Dios más que nadie. Cuando Dietrich respondió que los leprosos necesitaban más alivio que sermones, Joachim se echó a reír.


Cuando Max y Hilde fueron al lazareto el Día de San Eustaquio, Dietrich argumentó que estaba todavía demasiado dolorido y se quedó en el refectorio de su rectoría, donde comió unas gachas de avena que Theresia había cocinado en el edificio exterior. Theresia estaba sentada frente a él, absorta, cosiendo. Él tenía junto a las gachas una pechuga de gallina sazonada con salvia y pan y un poco de vino y luego hervida. La gallina estaba seca a pesar de todo, y cada vez que la mordía la boca le dolía porque tenía la mandíbula hinchada y se le había aflojado un diente.

—Una tintura de clavo podría hacer que ese diente mejorara —dijo Theresia—, si el clavo no fuera tan caro.

—Que bueno es oír hablar de tratamientos inexistentes —murmuró Dietrich.

—El tiempo lo curará —respondió ella—. Hasta entonces, sólo gachas o sopa.

—Sí, «Oh, doctora Trotula».

Theresia ignoró el sarcasmo.

—Mis hierbas y remedios para los huesos son suficientes para mí.

—Y tus sangrías —le recordó Dietrich.

Ella sonrió.

—A veces la sangre quiere salir. —Cuando Dietrich la miró, añadió precipitadamente—: Es cuestión de equilibrar los humores.

Dietrich no pudo captar el sentido de la frase. ¿Había pretendido ella vengarse de los krenken? ¿Sangre por sangre? «Cuidado con la ira de los plácidos, pues sus ascuas duran mucho tiempo después de que se hayan apagado las llamas.»

Dio otro mordisco a la gallina y se llevó una mano a la mandíbula.

—Los krenken saben golpear.

—Debéis mantener la cataplasma en su sitio. Así mejorará la magulladura. Son gente terrible, esos krenken vuestros, para trataros de esa forma, querido padre.

Las palabras lo conmovieron.

—Están perdidos y tienen miedo. Los hombres en tal situación suelen revolverse.

Theresia continuó cosiendo.

—Creo que el hermano Joachim tiene razón. Creo que necesitan otro tipo de ayuda diferente a la que vos (y la esposa del molinero) les habéis estado ofreciendo.

—Si yo puedo perdonarlos, también tú.

—Entonces, ¿los habéis perdonado?

—Naturalmente.

Theresia depositó la labor en su regazo.

—No es tan natural perdonar. La venganza es natural. Pegadle a un perro y morderá. Sacudid un nido de avispas y os picarán. Por eso hizo falta alguien como nuestro bendito Señor para enseñarnos a perdonar. Si habéis perdonado a esa gente, ¿por qué no habéis regresado, como han hecho el soldado y la esposa del molinero?

Dietrich hizo a un lado la pechuga a medio comer. Buridan había argumentado que no podía haber acción en la distancia, y el perdón era una acción. ¿Podía haber perdón en la distancia? Bonita pregunta. ¿Cómo conseguiría que los krenken se marcharan si no iba a verlos? Pero la ferocidad de los krenken lo aterrorizaba.

—Unos cuantos días más de descanso —dijo, posponiendo la decisión—. Venga, trae los pasteles que están al fuego y te leeré el De usu partium.

Su hija adoptiva sonrió.

—Me encanta oíros leer, sobre todo los libros de curaciones.


El Día de Nuestra Señora del Socorro, Dietrich se acercó renqueando a los prados para comprobar la siembra de las tierras que tenía en diezmo y que atendían Félix, Herwyg el Tuerto y otros. La segunda plantación había dado comienzo y por eso los bramidos de los bueyes y los relinchos de los caballos se mezclaban con el tintineo de los arneses y el esfuerzo de los percherones, las maldiciones de los campesinos y el golpeteo de las azadas destripando terrones. Herwyg había iniciado el trabajo en abril y sembraba a mayor profundidad. Dietrich habló brevemente con el hombre y aprobó su trabajo.

Vio a Trude Metzger tras el arado, en la parcela vecina. Su hijo mayor, Melchior, tiraba del buey con una cuerda mientras el menor, un mozalbete, blandía una azada de su misma altura. Herwyg, mientras su yunta se volvía en la parcela principal, comentó sabiamente que la siembra era trabajo de hombres.

—Es peligroso que un niño tan pequeño tire del buey —le dijo Dietrich al granjero—. Así es como fue arrollado su marido.

El rugido de un trueno lejano resonó en Katerinaberg y Dietrich alzó la mirada al cielo sin nubes.

Herwyg escupió en la tierra.

—Tiempo de tormenta —dijo—. Aunque no huele a lluvia. Pero a Metzger lo arrolló, un caballo, no un buey. El necio avaricioso agotaba a la bestia. También en domingos, aunque no me gusta hablar mal de los muertos. Un buey ataca de frente, pero un caballo puede darse la vuelta y lanzar una coz. Por eso yo uso bueyes. ¡Hai! ¡Jakop! ¡Heyso! ¡Tira!

La esposa de Herwyg empujó a Heyso, el buey principal, y la yunta de seis animales empezó a avanzar. La tierra húmeda y pesada se abrió formando un montoncillo a cada lado del surco.

—La ayudaría —dijo Herwyg, señalando con la cabeza a Trude—. Pero su lengua no sería más agradable ni su hombre regresaría. Y tengo mis propias parcelas que sembrar todavía, pastor, cuando termine con la vuestra.

Era una invitación cortés para que se marchara, así que Dietrich cruzó la valla hacia la tierra de Trude, donde su hijo aún se debatía con la yunta. Cada vez que el buey cambiaba de postura, Dietrich esperaba que el joven quedara aplastado debajo. El niño más pequeño se había sentado a un lado del surco y lloraba de cansancio, la azada caída de sus dedos entumecidos y sangrantes. Trude, mientras tanto, azuzaba al buey con su látigo y al chico con la lengua.

—¡Cógelo por el morro, mocoso perezoso! —exclamó—. ¡A la izquierda, atontado, a la izquierda!

Cuando vio a Dietrich, volvió hacia él el rostro manchado de barro.

—¿A qué vienes, cura? ¿Con más consejos inútiles, como el viejo tuerto?

—Tengo un pfennig para ti —dijo Dietrich, buscando en su zurrón—. Puedes contratar a un Gärtner para que te ayude con el arado.

Trude se quitó la gorra y se pasó una mano por la frente enrojecida, dejando otra sucia marca de tierra.

—¿Y por qué debo compartir mi riqueza con un destripaterrones?

Dietrich se preguntó cómo su pfenning se había convertido en su riqueza.

—A Nickel Langermann le vendrá bien el trabajo y tiene fuerza para manejar el arado.

—Entonces, ¿por qué no lo ha contratado nadie?

«Porque tiene tan malas pulgas como tú», pensó Dietrich, pero se mordió la lengua por prudencia. Trude, sospechando tal vez la inminente retirada del pfennig, se lo arrancó de los dedos.

—Hablaré con él mañana —dijo—. ¿Vive en la choza que hay junto al molino?

—Allí mismo. Klaus lo emplea en el molino cuando tiene trabajo.

—Veremos si es tan bueno como dicen vuestras alabanzas. ¡Melchior! ¿Has enderezado ya la yunta? ¿Es que no sabes hacer nada bien?

Trude soltó las riendas y corrió a la cabeza de la yunta y le arrancó las riendas a su hijo. Apoyándose en la yunta, pronto tuvo a los animales alineados y devolvió las riendas al muchacho.

—¡Así es como se hace! ¡Ahora, espera a que empuñe el arado! Dios de los cielos, ¿qué he hecho para merecer a estos inútiles? Peter, te has saltado unos cuantos pedazos de tierra. Recoge esa azada.

Peter se puso en pie antes de que su madre pudiera arrancarle la cabeza como había hecho con el buey principal.

Dietrich salió al camino y regresó a la aldea. Pensó en visitar a Nickel para advertirlo.

—No parecéis un hombre feliz —anunció Gregor cuando Dietrich pasaba ante el patio del cantero. Gregor había colocado una gran losa de piedra en su bastidor y sus hijos y él estaban trabajando en ella.

—He visto a Trude en el campo —explicó Dietrich.

¡Ja! A veces pienso que el viejo Metzger se arrojó él mismo a los pies del caballo para escapar de ella.

—Creo que estaba borracho y se cayó.

El cantero sonrió sin humor.

—La causa primaria es la misma en cualquier caso. —Esperó a ver si Dietrich apreciaba su uso del lenguaje filosófico y luego se echó a reír. Sus hijos, sin entender qué era una causa primaria, comprendieron que su padre había hecho un chiste y se rieron con él—. Eso me recuerda una cosa —añadió Gregor—. Max os ha estado buscando. El Herr quiere hablaros, allá en el Hof.

—¿Dijo sobre qué asunto?

—La colonia de leprosos.

—Ah.

Gregor siguió trabajando la piedra, dando con su cincel golpes duros y precisos. Volaron lascas. Entonces se agachó para estudiar el nivelado, pasando una mano por encima.

—¿Es peligroso tener a leprosos tan cerca? —preguntó.

—La putrefacción se extiende por contacto, o eso escribieron los antiguos. Por eso deben vivir aparte.

Ach, no me extraña que Klaus esté como está. —Gregor se irguió y se limpió la mano en un trapo que colgaba de su delantal de cuero—. Teme el contacto de Hilde. O eso he oído. —El cantero lo miró bajo sus cejas pobladas—. Y eso dicen todos. No la ha montado nadie este mes pasado, pobre mujer.

—¿Eso es algo malo?

—La mitad de la aldea puede explotar de lujuria. ¿No fue Agustín quien escribió que puede tolerarse un mal menor para impedir uno mayor?

—Gregor, todavía podré hacer de ti un sabio.

El cantero se persignó.

—Que el cielo prohiba semejante cosa.


El sol de la tarde aún no había alcanzado el ventanuco y el scriptorium de Manfred estaba en parte a oscuras porque las antorchas no lograban iluminarlo. Dietrich se sentó a la mesa mientras Manfred cortaba en dos una manzana y le ofrecía la mitad.

—Podría ordenarte que regresaras al lazareto —dijo el señor.

Dietrich dio un mordisco a la manzana y la saboreó. Miró los candeleros, el tintero de plata, las bestias voraces de los brazos de la silla curul de Manfred.

Manfred esperó un momento más y luego apartó el cuchillo y se inclinó hacia delante.

—Pero necesito tu sabiduría, no tu obediencia. —Se rió—. Llevan tanto tiempo en mi bosque que debería cobrarles tributo.

Dietrich trató de imaginar a Everard cobrando tributo a Herr Gschert. Le dijo a Manfred lo que le había contado el sirviente: que su carro estaba roto y que no podían marcharse. El Herr se frotó la barbilla.

—Tal vez sea lo mejor.

—Creía que queríais que se marcharan —dijo Dietrich con cuidado.

—Y así es —respondió Manfred—. Pero no debemos apresurarnos. Hay cosas que debo saber sobre esa extraña gente. ¿Has oído los truenos?

—Toda la tarde. Se acerca una tormenta.

Manfred negó con la cabeza.

—No. Ese estallido lo produce un pot-de-fer. Los ingleses los usaron en Calais, así que conozco su sonido. Max está de acuerdo. Creo que tus «leprosos» tienen pólvora negra, o conocen su secreto.

—Pero si no es ningún secreto —dijo Dietrich—. El hermano Berthold lo descubrió en Friburgo en los días de Bacon. Aprendió de Bacon los ingredientes, aunque no las proporciones, que dedujo por prueba y error.

—Son los errores lo que me preocupa —dijo Manfred con sequedad.

—Llamaban a Berthold el Negro porque se chamuscaba con su pólvora muy a menudo.

Ockham le había enseñado a Buridan una copia de Bacon hecha por los monjes del Merton directamente de la del maestro, y Dietrich la había leído con avidez.

—Si no recuerdo mal, es el nitrato potásico lo que causa la violencia, junto con azufre para hacerlo arder y…

Dietrich calló y miró a Manfred.

—Y carbón —terminó Manfred tranquilamente—. El mejor es carbón de sauce, según he oído. Y últimamente hemos perdido a nuestros carboneros, ¿no es así?

—Esperáis que esos krenken os fabriquen pólvora. ¿Por qué?

Manfred se apoyó contra las piedras. Enlazó los dedos bajo la barbilla, descansando los codos en los brazos del asiento.

—Porque el barranco es una ruta natural entre el Danubio y el Rin, y la Roca del Halcón está ahí como un tapón en una tubería. El comercio se ha reducido a un hilillo… y con él, mis propios ingresos. —Sonrió—. Pretendo demoler la Roca del Halcón.

Dietrich reconocía que Von Falkenstein, saqueador de peregrinos y monjas santas, necesitaba un correctivo. Sin embargo, se preguntaba si Manfred se daba cuenta de que suficiente pólvora para demoler la Roca del Halcón era más que suficiente para arrasar Burg Hochwald. Dietrich se contentó con la idea de que el arte era bastante difícil y requería un toque seguro. Si los krenken podían manejar la mezcla con seguridad, y Manfred lo aprendía de ellos, ¿cuánto pasaría antes de que toda la cristiandad lo conociera? ¿Qué sería, entonces, Burg o Schildmauer?

En su mente, filas de campesinos cargaban las «lanzas de fuego» de Bacon por un campo de batalla mientras los carros de guerra armados de Da Vigevano lanzaban bolas de piedra desde inmensos pots-de-fer. Bacon había descrito tubitos de pergamino que su amigo William Rubruck había traído de Catay, que explotaban con gran ruido y destellos. «Si se fabricara un artilugio de gran tamaño —había escrito el franciscano en su Opus tertius—, nadie podría soportar el ruido y la luz cegadora, y si el pergamino fuera sustituido por metal, la violencia de la explosión sería mucho más grande.» Bacon fue un hombre de visiones grandes y perturbadoras. Aquellos aparatos, plantados en el campo de batalla, podrían destruir la caballería de una nación entera.

Cuando entró en su aposento, Dietrich vio que la vela de horas estaba apagada. Colocó un poco de yesca en una retorta y la encendió con pedernal. Tal vez algún día un artesano ideara un reloj mecánico lo suficientemente pequeño para que cupiera en una habitación. Entonces, en vez de olvidarse de encender la vela, podría olvidarse de cambiar los contrapesos. Usando una bujía, trasladó la llama a la vela de horas. La luz espantó las sombras del centro de la habitación, confinándolas a las esquinas. Dietrich se inclinó para leer la hora y agradeció descubrir que sólo se había perdido un poco de la posición del sol. La vela debía de haberse apagado hacía apenas un ratito.

Se enderezó, y al otro lado de la habitación los ojos globulares de un krenk bailaron con el reflejo de un centenar de llamas. Dietrich dio un respingo y retrocedió un paso.

El krenk tendió su largo brazo, haciendo oscilar el arnés que llevaban muchos sirvientes. Como Dietrich no hizo ningún movimiento, el krenk lo sacudió vigorosamente y se señaló la cabeza para indicar su gemelo. Entonces colocó el arnés sobre la mesa y dio un paso atrás.

Dietrich comprendió. Recogió el arnés y, tras estudiar a su visitante para saber cómo se ponía, se lo colocó en la cabeza.

La cabeza de los krenken era más pequeña, así que el arnés le quedaba mal. Las orejas de las criaturas tampoco estaban adecuadamente colocadas, de modo que cuando Dietrich insertó la «almeja para oír» en su oreja (como vio que había hecho el krenk), la otra pieza, el mikrophone, no colgó junto a su boca. El krenk derribó la mesa y agarró a Dietrich.

Dietrich trató de zafarse, pero la tenaza del krenk era demasiado fuerte. Hizo rápidos pases sobre la cabeza de Dietrich, pero no eran golpes y, cuando la criatura se apartó, Dietrich descubrió que las correas se le ajustaban más cómodamente.

—Encaja ahora bien el arnés; pregunta —dijo una voz en su oído.

De modo involuntario, Dietrich volvió la cabeza. Entonces se dio cuenta de que la pieza de la oreja debía contener un Heinzelmännchen aún más pequeño que la caja de los apartamentos de los krenken. Se volvió a mirar a su visitante.

—Hablas en tu mikrophone, y te oigo a través de esta almeja.

Doch —dijo la criatura.

Como no podía haber acción a distancia, tenía que haber un medio a través del cual fluía el impulso. Pero si la voz hubiera fluido a través del aire, él habría oído el sonido directamente, en vez de a través de ese ingenio. Por tanto, debía existir un éter. Reticente, Dietrich descartó el tema.

—Has venido a entregar un mensaje —supuso.

—Ja. El que llamas Kratzer pregunta por qué no has regresado. Herr Gschert está preocupado porque cree saberlo. No aceptan la explicación que les ofrezco.

—Eres el sirviente. Al que intentaron golpear.

Hubo un momento de silencio mientras el krenk meditaba su respuesta.

—Tal vez no un «sirviente» según tu uso —dijo por fin.

Dietrich no insistió.

—¿Y qué motivo les has dado para explicar mi ausencia?

—Que nos temes.

—¿Y a Kratzer se le han caído los palos del sombrajo? Él no tiene ninguna magulladura.

—«Se le han caído los…»

—Es una frase hecha. Significa desanimarse.

—Vuestro idioma es extraño; sin embargo, la imagen es sugerente. Pero atiende. Kratzer observa tu… ¿tu condición? Observa que eres un «filósofo natural», como él. Así que no acepta mi sugerencia.

—Amigo saltamontes, obviamente crees haber explicado algo, pero no entiendo qué.

—Los que son golpeados aceptan la gracia de la paliza…, como cualquier filósofo debería saber.

—¿Es común entre vosotros, entonces? Se me ocurren gracias mejores.

El krenk hizo un gesto de rechazo.

—Tal vez «gracia» es una palabra desacertada. Vuestros términos son extraños. Gschert ve que nosotros somos pocos mientras que vosotros sois muchos. Tiene la frase en la cabeza de que vais a atacarnos… y por eso no venís.

—Si no vamos, ¿cómo podemos atacar?

—Le digo que nuestros bichos no ven ningún preparativo bélico. Pero él responde que todos los bichos del Burg han sido eliminados con cuidado, lo cual explica los preparativos secretos.

—O que a Manfred no le gusta que le espíen. No, nada de atacar: el Herr propone que seáis sus vasallos.

El krenk vaciló.

—Que significa «vasallo»; pregunta.

—Que os concederá un feudo y sus ingresos.

—Explicas un término desconocido con otro igualmente desconocido. Es común en vosotros; pregunta. Vuestras palabras dan vueltas sin cesar, como esos grandes pájaros del cielo.

El krenk se frotó los antebrazos lentamente. ¿Irritación?, se preguntó Dietrich. ¿Impaciencia? ¿Frustración?

—Un feudo es un derecho a usar o poseer lo que pertenece al Herr a cambio de un pago en dinero o servicios. A cambio, él… os protegerá de los golpes de vuestros enemigos.

El krenken permaneció inmóvil mientras las sombras de los rincones aumentaban y el cielo visible por la ventana se oscurecía hasta convertirse en magenta. La cima del Katerinaberg brillaba al sol, libre todavía de la sombra engullidora del Feldberg. Dietrich empezaba a preocuparse ya cuando la criatura se apartó lentamente de la ventana y contempló… ¿Qué? ¿Quién podía decir en qué dirección enfocaban aquellos peculiares ojos?

—Por qué hacéis esto; pregunta —inquirió por fin.

—Se considera buena cosa entre nosotros ayudar a los débiles y un pecado explotarlos.

La criatura volvió sus ojos dorados hacia él.

—Tonterías.

—Tal como el mundo entiende las cosas, tal vez.

—«Regalos hacen esclavos» es un dicho nuestro. Un señor ayuda para demostrar su fuerza y su poder, y obtiene los servicios de aquellos a quienes gobierna. El débil da regalos al fuerte para ganar su clemencia.

—Pero ¿qué es la fuerza?

El krenk golpeó el alféizar de la ventana con el antebrazo.

—Juegas con las palabras —susurró la voz del Heinzelmännchen al oído de Dietrich, y en ese momento pareció un extraño espíritu sin cuerpo sobre su hombro—. La fuerza es la habilidad para aplastar a otro.

El krenk extendió el brazo izquierdo y cerró lentamente sus seis dedos, antes de alzar el puño y descargarlo contra el suelo.

La criatura alzó la cabeza para mirar directamente a Dietrich, que no pudo moverse ni hablar, paralizado por tanta vehemencia. No hacía falta regresar al lazareto para arriesgarse a ser golpeado por esa gente de feroz temperamento. Los krenken eran muy capaces de llegar a la aldea, y hasta ahora se habían abstenido de hacerlo sólo porque se consideraban demasiado débiles. En el momento en que adivinaran su propio poder, quién sabía que brutalidades podrían cometer.

—Hay… —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase bajo aquella mirada de basilisco, y por eso miró el crucifijo de Lorenz sobre su reclinatorio—. Hay otro tipo de fuerza —dijo—. Y es la habilidad de vivir ante la muerte.

El krenk chasqueó una vez sus mandíbulas laterales, enfáticamente.

—Te burlas de nosotros.

Dietrich cayó en la cuenta de que aquel chasquido le recordaba el de las hojas de unas tijeras. Recordó que, cuando uno usaba aquel signo, el otro había ofrecido el cuello. Dietrich alzó la mano hacia su cuello involuntariamente y puso de nuevo la mesa entre él mismo y el forastero.

—No pretendo burlarme. Dime cómo os he ofendido.

—Incluso ahora —respondió el krenk, pegado a su oído, aunque la habitación se interponía entre ambos—. Incluso ahora, y no sé por qué, pareces insolente. Debo decirme siempre que no eres un krenk y que no conoces la conducta adecuada. Te lo he dicho: nuestro carro está roto y estamos perdidos y por eso debemos morir en este lugar lejano. Y tú nos dices que «vivamos ante la muerte».

—Entonces debemos reparar vuestro carro, o encontraros otro. Zimmerman es bueno haciendo ruedas y Schmidt podrá forjar las piezas de metal que sean necesarias. A los caballos les desagrada vuestro olor y los aldeanos no podrán dejar sus bueyes para tirar de vuestro carro: si tenéis plata podremos reclutar animales en otro sitio. Si no, cuando sepamos cómo, un buen paseo…

La voz de Dietrich se apagó cuando el krenk golpeó sus antebrazos arrítmicamente contra la pared.

—No, no, no. No se puede ir andando y vuestros carros no pueden soportar el viaje.

—Bueno, William de Rubruck fue a Catay caminando y volvió, y Marco Polo y sus tíos han hecho lo mismo más recientemente, y no hay ningún sitio en esta tierra que esté más lejos que Catay.

El krenk lo miró una vez más y a Dietrich le pareció que aquellos ojos amarillos brillaban con peculiar intensidad. Pero fue un truco de las sombras y la luz de la vela.

—Ningún sitio en esta tierra —dijo la criatura—, pero hay otras tierras.

—Claro que las hay, pero el viaje hasta allí no es un viaje natural.

El krenk, siempre impasible, pareció envararse más.

—Tú… conoces esos viajes; pregunta.

El Heinzelmännchen aún tenía que dominar la expresión. Kratzer le había dicho a Dietrich que los lenguajes krenken empleaban el ritmo en vez de tono para indicar humor o pregunta o ironía. Así que Dietrich no podía estar seguro de haber oído esperanza en la traducción de la máquina.

—El viaje al cielo… —sugirió Dietrich, para asegurarse.

El krenk señaló hacía lo alto.

—«Cielo» está ahí arriba; pregunta.

Ja. Más allá del firmamento de estrellas fijas, más allá incluso del orbe cristalino o el motor primero, el cielo empíreo inmóvil. Pero el viaje lo hacen nuestras esencias internas.

—Qué extraño que sepas eso. Cómo decís «todo-lo-que-es»: tierra, estrellas, todo; pregunta.

Kosmos, «el mundo».

—Entonces, escucha. El mundo es en efecto curvo y las estrellas y… debo decir, «familias de estrellas» están en su interior, como en un fluido. Pero en otra… dirección, ni a lo ancho ni a lo largo ni a lo alto, se encuentra el otro lado del firmamento, que se asemeja a una membrana o piel.

—Un toldo —sugirió Dietrich; pero tuvo que explicar qué era «toldo», ya que el Heinzelmännchen no había oído nunca el término.

—La filosofía natural progresa de manera diferente, en artes distintas —dijo el krenk—, y quizá tu gente ha dominado el «otro mundo» mientras sigue siendo… simple en otros aspectos. —Miró por la ventana—. Tal vez tengamos salvación…

Dietrich sospechó que el último comentario no había sido hecho para que él lo oyera.

—Todos la tenemos —dijo, con cautela.

El krenk lo llamó con su largo brazo.

—Ven y te lo explicaré, aunque la cabeza parlante puede que no tenga las palabras.

Cuando Dietrich se le acercó vacilante, el krenk señaló el cielo cada vez más oscuro.

—Allí hay otros mundos.

Dietrich asintió lentamente.

—Aristóteles lo consideró imposible, ya que cada mundo se movería de manera natural hacia el centro del otro; pero la Iglesia dicta que Dios podría crear muchos mundos si lo deseara, como demostró mi maestro en su decimonovena pregunta sobre el cielo.

El krenk se frotó los brazos lentamente.

—Debes presentarme a tu amigo, Dios.

—Lo haré. Pero dime, para que existan otros mundos, debe existir un vacío más allá del mundo, y este vacío debe ser infinito para acomodar la multitud de centros y circunferencias necesarios para proporcionar lugares para esos mundos. Sin embargo «la naturaleza aborrece el vacío» y correría a rellenarlo, como sucede en un desagüe y una copa de extracción.

El krenk tardó en responder.

—El Heinzelmännchen vacila. Dice ja a una multitud de centros, pero qué significa… circunferencias; pregunta. A menos que sea lo que nosotros llamamos el terreno-del-sol. Dentro del terreno-del-sol, los cuerpos caen hacia dentro y rodean el sol; más allá, caen hacia afuera hasta que son capturados por otro sol.

Dietrich se echó a reír.

—Pero entonces cada cuerpo tendría dos movimientos naturales, lo cual es imposible.

De repente vaciló. ¿Poseería un cuerpo colocado más allá de la circunferencia convexa del motor primero una resistencia a su movimiento natural hacia abajo? Sin embargo, la criatura había sugerido también el sol como centro del mundo, lo cual era imposible, pues entonces habría paralaje de las estrellas fijas vistas desde la Tierra, algo contrario a la experiencia.

Pero un pensamiento más inquietante le asaltó.

—¿Dices que caísteis hacia fuera desde uno de esos mundos a través del «terreno-del-sol» para caer sobre el nuestro?

Satán y sus seguidores habían caído del mismo modo, «Estos krenken no son sobrenaturales», se recordó. De esto, su cabeza estaba convencida, por mucho que dudaran sus entrañas.

La conversación posterior aclaró ciertos asuntos y embrolló otros. Los krenken no habían caído de otro mundo, sino más bien habían viajado de algún modo tras los cielos empíricos. Los espacios situados tras el firmamento eran como un mar, y la ínsula, aunque en algunos aspectos era como un carro, era también un gran navío. Cómo esto era posible se le escapaba a Dietrich, pues carecía de velas y remos. Pero comprendía que no era ni máquina de engranajes ni galera, sino sólo como una máquina de engranajes o una galera, y no surcaba los mares sino algo como los mares.

—El éter —dijo Dietrich asombrado. Cuando el krenk ladeó la cabeza, Dietrich continuó—: Algunos filósofos especulan acerca de que hay un quinto elemento a través del cual se mueven las estrellas. Otros, incluido mi propio maestro, dudan de la necesidad de una quinta esencia y enseñan que los movimientos celestiales pueden ser explicados por los mismos elementos que encontramos en las regiones sublunares.

—O eres muy sabio o muy ignorante —dijo el krenk.

—O ambas cosas —admitió Dietrich alegremente—. Pero se aplican las mismas leyes naturales, ¿no?

La criatura devolvió su atención al suelo.

—Cierto, nuestro vehículo se mueve a través de un mundo insensible. No puedes verlo, olerlo ni tocarlo desde esta existencia. Debemos atravesarlo para regresar a nuestro hogar en los cielos.

—Así debemos hacer todos —reconoció Dietrich, mientras su miedo a aquel ser se convertía en piedad.

El krenk sacudió la cabeza y emitió una y otra vez un sonido de succión con sus labios superior e inferior, muy distinto al aleteo de su risa.

—Pero no sabemos qué estrella marca nuestro hogar —dijo después de unos minutos—. Por el modo de hacer nuestro viaje, a través de las direcciones hacia dentro-curvas, no podemos saberlo, porque el aspecto del firmamento difiere en cada sitio y la misma estrella puede tener un color distinto y estar en un lugar diferente de los cielos. El fluido que impulsa nuestra nave saltó de un modo inesperado y corrió por el surco equivocado. Ciertos artículos ardieron. ¡Ach! —Se frotó los antebrazos bruscamente—. No tengo palabras para decirlo, ni tú palabras para escucharlo.

Las palabras de la criatura intrigaron a Dietrich. ¿Cómo podía venir de un mundo diferente y sin embargo sostener también que había venido de una estrella que estaba dentro de la octava esfera de este mundo? Se preguntó si el Heinzelmännchen había traducido adecuadamente el término «mundo».

Pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de pasos en la grava, ante la puerta.

—Mi huésped regresa. Sería mejor que no te viera.

El krenk saltó al alféizar de la ventana.

—Conserva esto —dijo, indicando su arnés—. Usándolo, tal vez podamos hablar a distancia.

—Espera. ¿Cómo debo llamarte? ¿Cuál es tu nombre?

Los grandes ojos amarillos se volvieron hacia él.

—Como quieras. Me divertirá enterarme de tu elección. El Heinzelmännchen me ha contado lo que significan los términos Gschert y Kratzer, pero no he permitido que intercale esos términos en nuestra habla por su adecuado significado.

Dietrich se echó a reír.

—Vaya. Así que juegas tu propio juego.

—No es un juego.

Y dicho esto la criatura se marchó, saltando sin hacer ruido desde la ventana al Bosque Pequeño, al pie de la colina de la iglesia.

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