XIV. FEBRERO DE 1348 De la Candelaria a témporas

La Candelaria era fiesta de guardar. En primas, los aldeanos se reunieron en el prado y Joachim repartió velas para todos, incluidos los dos krenken bautizados. Los otros krenken se mantuvieron apartados y observaron desde la linde del prado con aparatos fotografik. Dietrich bendijo las velas mientras Joachim cantaba el Nunc dimittis. Cuando todo estuvo preparado, formaron en procesión. Klaus y Hildegarde ocuparon su lugar de costumbre, inmediatamente detrás de Dietrich, lo que recordó a éste inevitablemente la parábola de quiénes serían los primeros.

Cantando el himno Adorna thalamum tuum, Sion, Dietrich dirigió el río de luz en el amanecer, a lo largo de la calle principal y colina arriba hacia Santa Catalina, donde vio a Theresia arrodillada en la hierba húmeda junto a la iglesia. Pero cuando la procesión se acercó, se levantó y echó a correr. Dietrich vaciló y casi se perdió en el himno, pero cantó el verso obtulerunt pro eo Domino cuando atravesó las puertas de la iglesia, como estaba mandado.


Más tarde, ese mismo día, un débil grito procedente de la atalaya en el camino a Oberreid anunció la llegada de un jinete. Los krenken se escondieron a petición de Manfred y no salieron hasta que el jinete, un mensajero del obispo de Estrasburgo, partió a lomos de un caballo fresco una hora más tarde.

Berthold había convocado a todos los señores de Alsacia y Bisgrovia para que se reunieran en Benfeld el día ocho y discutieran la situación de Suiza.

—Estaré fuera una semana o más —les dijo Manfred a los ministeriales reunidos en su salón—. Asistirán demasiados lores para que quepa esperar una ausencia más breve.

Tras nombrar al Ritter Thierry Burgvogt en su ausencia y enviar a Bertram Unterbaum a Suiza para traer un informe, Manfred y su séquito partieron al día siguiente.

Los rumores volaron tras su marcha. Se decía que en Berna habían llevado a unos judíos a la hoguera en noviembre por el asunto de los pozos envenenados, y que se había escrito a las Ciudades Imperiales para instar a la misma acción contra ellos. Estrasburgo y Friburgo no habían hecho nada; pero en Basilea el pueblo se rebeló y, aunque el consejo desterró de la ciudad a los perseguidores de judíos más notables, el consejo se vio obligado a mantener a los judíos bajo custodia protectora en una isla del Rin.

Dietrich se quejó a aquellos que se habían reunido en la cabaña de Walpurga Honig para beber su cerveza de trigo y miel.

—El Papa ordena que respetemos a las personas y las propiedades de los judíos. No había ningún motivo para semejante trato. La peste no llegó nunca a Suiza. Subió por Francia y llegó a Inglaterra.

—Quizá porque la rápida acción de Berna asustó a los prisioneros —sugirió Everard.

Se decía que en Berna habían encontrado el veneno. A Everard se lo había dicho Gunther, que a su vez se lo había oído al mensajero del obispo. Una mezcla de arañas, sapos y la piel de un basilisco cosida en finas bolsas de cuero que el rabino Peyret de Chambery dio al mercader de sedas Agimet para que los vaciara en los pozos de Venecia e Italia. Si no hubiera sido capturado a su regreso, podría haber hecho lo mismo en Suiza.

Dietrich protestó.

—Su Santidad escribió que los judíos no pueden estar esparciendo la peste, pues ellos mismos mueren.

Everard se dio un golpecito en la nariz con un dedo.

—Pero no tantos como nosotros, ¿eh? ¿Por qué creéis que es? ¿Porque dan saltitos cuando rezan? ¿Porque airean sus camas cada viernes? Puaff. Además, los cabalistas desprecian a sus hermanos judíos tanto como nosotros. Son tan reservados como los masones y no permiten que otros judíos estudien las escrituras ocultas.

Y «escrituras ocultas» podía ser cualquier cosa. Hechizos diabólicos. Recetas para venenos. Cualquier cosa.

—Deberíamos colocar una guardia en nuestro pozo —dijo Klaus.

Maier —señaló Gregor—, aquí no tenemos judíos.

—Pero los tenemos a ellos. —Y Klaus señaló a Hans, quien, aunque no bebía cerveza, se unía a ellos para charlar—. Ayer mismo vi al llamado Zachary de pie junto al pozo.

Gregor hizo una mueca.

—¿Oyes lo que estás diciendo, hombre? ¿De pie junto al pozo?

Nada se resolvía nunca cuando los hombres discutían ante jarras de cerveza. Hans dijo después:

—Ahora veo cómo la gente llega a preocuparse y agitarse. —Tras pensarlo un poco más, añadió—. Si trataran de expulsar a los krenken como hicieron con los judíos, no respondo del resultado.


El Día de Santa Ágata, Dietrich celebró la misa solo. Había tullidos y enfermos por los que rezar. Walpurga Honig había sufrido una coz de su mula. El hijo mayor de Gregor, Karl, estaba postrado con fiebre. Y Franz Ambach había pedido oraciones por el descanso de su madre, que había fallecido el mes anterior. Dietrich también pidió la intercesión de san Cristóbal por el feliz regreso de Bertram desde Basilea.

Dio las gracias, otra vez, porque la peste se había dirigido a Inglaterra y no a los bosques. Era un pecado alegrarse del sufrimiento de los otros, pero la buena suerte de Oberhochwald iba emparejada a ello, y la desgracia de Inglaterra estaba en esa coyuntura de la que se alegraba.

—Memento etiam, Domine —rezó—, famulorum famularumque tuarum Lorenz Schmidt, et Beatrix Amhach, et Arnold Krenk, qui nos praecesserunt cum signo fidei, et dormiunt in somnopacis.

Se preguntó si eso mismo se cumpliría con el alquimista krenk. Ciertamente, había muerto con un «signo de fe» en la mano, pero al suicida le estaba normalmente vedado al cielo. Sin embargo, Dios no había causado ninguna tragedia y algún bien podía surgir de todo aquello y, al ver lo afectados que estaban los visitantes por la muerte de su compañero, muchos de los aldeanos de Hochwald que antes se habían mostrado cautos o temerosos con los krenken, ahora los saludaban abiertamente y, si no calurosamente, con hostilidad menos marcada.

Mientras retiraba los sagrados cálices, pensó en pasarse por la cabaña de Theresia. Últimamente se había inventado motivos para detenerse allí. El día anterior ella le había contado lo de la pierna de Walpurga y que le había entablillado el hueso. Dietrich le había dado las gracias y esperado a que ella dijera algo más, pero Theresia había ladeado la cabeza y cerrado los postigos de sus ventanas.

A esas alturas ya tenía que saber que se había equivocado con los krenken. Recordando su propio terror la primera vez que los vio, a Dietrich le resultaba fácil perdonar a Theresia por su miedo más duradero. Ella admitiría su error, regresaría a la parroquia y haría sus tareas y, por las tardes, antes de regresar a su cabaña al pie de la colina, comerían dulces juntos como habían hecho siempre y él le leería el De usu partium o el Hortus deliciarum.

La encontró poniendo algunas hierbas a secar junto al cristal de su ventana. Había cultivado esas hierbas en las macetas de barro del alféizar. Ella lo saludó con la cabeza cuando entró, pero continuó cortando.

—¿Cómo te va, hija? —preguntó Dietrich.

—Bien —respondió ella, y Dietrich buscó algo que decir que no pareciera una admonición.

—Nadie asistió hoy a la misa. —Pero eso era una admonición, pues Theresia asistía diariamente.

Ella no alzó la cabeza.

—¿Estuvieron allí?

—¿Hans y Gottfried? No.

—Buenos comulgantes habéis admitido.

Dietrich abrió la boca para protestar. Después de todo, pocos asistían siempre a la misa diaria. Pero se lo pensó mejor y comentó que el tiempo era algo más cálido.

Theresia se encogió de hombros.

—Frau Grundsau no vio ninguna sombra.

—Herwyg dice que será otro año frío.

—El viejo tuerto siente más el frío cada año.

—¿Tus… tus hierbas prosperan?

—Bastante bien. —Ella se detuvo en su labor y alzó la cabeza—. Rezo por vos cada día, padre.

—Y yo por ti.

Pero Theresia negó con la cabeza.

—Los bautizasteis.

—Ellos lo deseaban.

—¡Fue una burla del sacramento!

Dietrich tendió una mano y la agarró por la manga.

—¿Quién te ha estado diciendo esas cosas?

Pero Theresia se zafó y le dio la espalda.

—Por favor, marchaos.

—Pero yo…

¡Por favor, marchaos!

Dietrich suspiró y se volvió hacia la puerta. Vaciló un momento con la mano en el pestillo, pero Theresia no lo volvió a llamar y no pudo hacer otra cosa sino cerrar la puerta tras él.


Manfred regresó de Benfeld en Sexagésima, hosco y taciturno y, cuando Dietrich fue a verlo a la mansión, encontró al Herr completamente borracho.

—La guerra puede ser honorable —dijo Manfred sin más preámbulos, cuando Gunther hubo cerrado la puerta y los dos se quedaron a solas—. Un hombre se pone la ropa de guerra y su oponente también, y se encuentran en un campo acordado por ambos, y usan las herramientas de la guerra como se ha dispuesto, y entonces… ¡Dios defiende la razón!

Saludó con una copa, la apuró de un trago y volvió a llenarla de una jarra de vino fresco.

—Dios defiende la razón… ¡Bebe conmigo, Dietrich!

Dietrich aceptó la copa, aunque sólo dio un sorbo.

—¿Qué sucedió en Benfeld?

—El diablo anda suelto. Berthold. Carece de todo honor. Vuela con el viento. ¡Un obispo!

—Si queréis tener mejores obispos, dejad que la Iglesia los elija, y no los reyes y príncipes.

—¿Que el Papa elija, quieres decir? ¡Puaff! Habría espías franceses en todas las cortes de Europa. ¡Bebe!

Dietrich acercó una silla y se sentó frente a Manfred.

—¿Qué ha hecho Berthold para llevaros a este estado de embriaguez?

—Esto no es embriaguez. —Manfred llenó su copa—. Es lo que Berthold no ha hecho. Es señor de Estrasburgo, pero ¿gobierna? Unas cuantas lanzas habrían resuelto las cosas. —Golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿Dónde está ese muchacho, Unterbaum?

—Lo enviasteis a Suiza a enterarse del verdadero estado de las cosas.

—Eso fue el Día de San Blas. Ya tendría que haber vuelto. Si ese tonto se ha escapado…

—No se escaparía de Anna Kohlmann —respondió Dietrich mansamente—. Tal vez los caminos lo han retrasado. Se enorgulleció mucho por llevar la capa de mensajero. No la arrojaría fácilmente.

—Eso no es nada —dijo el Herr en un súbito cambio de humor— Me enteré de todo en Benfeld. ¿Sabes qué pasó en Suiza?

—Oí que los judíos de Basler fueron reunidos para ser desterrados.

—Ojalá los hubieran desterrado. La turba entró en su barrio y le prendió fuego, de modo que… Todos murieron.

¡Herr Dios en el cielo! —Dietrich medio se incorporó y se persignó.

Manfred le dirigió una mirada agria.

—No me gustan nada los usureros, pero… no hubo ninguna acusación, ni juicio, sólo la muchedumbre enloquecida. Berthold preguntó en Estrasburgo qué pretendían hacer con los judíos y los miembros del consejo respondieron que «no sabían ningún mal de ellos». Y entonces… Berthold le preguntó al Bürgermeister, Peter Swaben, por qué había cerrado los pozos y retirado los cubos. Para mí que fue por simple prudencia, pero hubo un gran clamor contra la hipocresía de Estrasburgo. —Manfred volvió a apurar su copa—. Ningún hombre está a salvo cuando las turbas enloquecen, sea judío o no. Sólo quieren desquitarse…, como bien sabes.

Con ese recordatorio, Dietrich apuró su copa y se estremeció mientras volvía a llenarla.

—Swaben y su consejo se resistieron —continuó Manfred—, pero a la mañana siguiente las campanas de la catedral anunciaron una procesión de los Hermanos de la Cruz. El obispo las detesta (todos los nobles lo hacen), pero no se atreve a hablar porque al pueblo le gustan. Ellos… ¡Bebe, Dietrich, bebe! Marcharon de dos en dos, los flagelantes, las cabezas gachas, los hábitos oscuros, las capuchas echadas, cruces rojas brillantes en el pecho, en la espalda, en la cabeza. Delante caminaba su Master, y dos lugartenientes con estandartes de terciopelo púrpura y paño de oro. Todo en completo silencio. En completo silencio. Me irritó, ese silencio. Si hubieran gritado o bailado, podría haberme reído. Pero ese silencio llenaba de asombro a todos los que lo veían, así que el único sonido era la respiración susurrante de los doscientos hermanos. Parecía una enorme serpiente reptando por las calles. En la plaza de la catedral cantaron su letanía, y sólo pude pensar una cosa.

—¿Y qué fue?

—¡Qué malos eran los versos! ¡Ja! La maldita melodía se enrosca en mis pensamientos. Necesito que Peter el Minnesinger la exorcice. Ojalá me hubiera reído. Tal vez se hubiese roto el hechizo. El capítulo catedralicio echó a correr, naturalmente. Dos dominicos trataron de detener una procesión cerca de Miessen y fueron apedreados, ¿así que quién se atreve a oponerse a ellos ahora? Me dijeron que Erfurt les cerró las puertas y que el obispo Otto los prohibió en Magdeburgo. Y que el tirano de Milán mandó erigir trescientas horcas de bienvenida ante las murallas de la ciudad, y la procesión se fue a otra parte.

—Los italianos son sutiles —dijo Dietrich.

¡Ja! Al menos Umberto tuvo valor. Los hermanos se desnudaron hasta la cintura y procesionaron lentamente en círculo hasta que, a una señal del Master, el cántico cesó y se postraron en el suelo. Luego se levantaron y se azotaron con correas de cuero mientras los tres del centro marcaban el tempus, de modo que los golpes se produjeron al unísono. Mientras tanto, la multitud gemía y temblaba y lloraba compadecida.

—Los hermanos eran menos problemáticos al principio —aventuró Dietrich—. Un hombre necesitaba el permiso de su esposa para unirse…

—¡Permiso que supongo muchas dieron felizmente, ja!

—Y proporcionaban cuatro peniques al día para mantenerse en el camino. Hacían plena confesión, juraban no bañarse ni afeitarse ni cambiarse de ropa ni dormir en una cama, y guardar silencio y mantenerse castos en lo referido al otro sexo.

—Un voto serio, entonces, aunque peludo y maloliente. Y todo durante treinta y tres días y ocho horas, me han dicho. —Manfred arrugó el entrecejo—. ¿Por qué treinta y tres días y ocho horas?

—Un día por cada año de vida de Cristo en la Tierra —le dijo Dietrich.

—¿De verdad? ¡Ja! Ojalá lo hubiera sabido. Ninguno de nosotros pudo descifrarlo. Pero los antiguos líderes han muerto todos o han renunciado, llenos de disgusto. Ahora, los Masters dicen que absuelven del pecado. Denuncian a la Madre Iglesia, se burlan de la eucaristía, revientan la misa y expulsan a los sacerdotes de sus iglesias antes de saquearlas. Ahora enrolan a mujeres y parece que algunos votos ya no se cumplen como antes. —Manfred alzó su copa, agitó los restos de su vino, y suspiró—. Me temo que la maldición de la sobriedad se está apoderando de mí… Los flagelantes se enteraron de la obstinación del consejo y se lanzaron como locos al barrio judío, arrastrando consigo a los habitantes de Estrasburgo. Saquearon durante dos días, depusieron a Swaben y su consejo, e instalaron a alguien más de su agrado. Al final, el obispo, los señores y las Ciudades Imperiales accedieron a expulsar a sus judíos. El viernes trece, los judíos de Estrasburgo fueron reunidos y al día siguiente los condujeron a su propio barrio, a una casa que les había sido preparada. Por el camino la multitud se mofaba de ellos y les tiraba huevos y les rompía la ropa en busca de dinero oculto, de modo que muchos estaban casi desnudos cuando llegaron.

—¡Un escándalo!

Manfred contempló los posos de su copa.

—Después —dijo— incendiaron la casa, y me han dicho que novecientos judíos perecieron. La muchedumbre saqueó la sinagoga donde celebraban sus rituales secretos y encontraron el cuerno de un macho cabrío. Nadie sabía para qué servía, y dedujeron que era para señalar a los enemigos de Estrasburgo.

—Oh, santo Dios —dijo Dietrich—, eso era el Shofar. Para celebrar sus días sagrados.

Manfred volvió a llenar su copa.

—Tal vez deberías haber estado allí para educarlos, pero no creo que estuvieran de humor para discursos doctos. Como amante de Dios, yo mataría alegremente a novecientos judíos si vinieran contra mí armados y adecuadamente dispuestos para la guerra. Pero quemarlos a todos… Mujeres y niños… Un hombre de honor protege a las mujeres y los niños. ¡No se puede tolerar el desorden! Si un hombre ha de ser entregado a la hoguera o al verdugo, que sea después de una investigación adecuada. ¡Los hombres tienen que ser gobernados! Ése fue el pecado de Berthold. Se plegó a ellos cuando tendría que haber enviado a sus caballeros para que los arrollaran bajo los cascos de sus caballos. ¡Te digo, Dietrich, que esto es lo que ocurre cuando la gente de baja cuna impone su voluntad! ¡Dadnos señores como Pedro de Aragón o Albrecht von Habsburgo!

—¿O Philip von Falkenstein?

Manfred lo señaló con un dedo.

—¡No me pongas a prueba, Dietrich! No me pongas a prueba.

—¿Que hay de los judíos que escaparon?

Manfred se encogió de hombros.

—El hombre del duque señaló tierra de Habsburgo como santuario, así que supongo que ahora todos se habrán encaminado a Viena… o a Polonia. Dicen que el rey Casimiro ha hecho una invitación similar. Oh, espera —dijo Manfred mientras engullía un trago de vino. Tosió y dejó la copa sobre la mesa. Dietrich la tomó antes de que pudiera volcarse y derramar su contenido—. Va a haber guerra.

—¿Guerra? ¿Y olvidáis mencionarlo hasta ahora?

—Estoy borracho —dijo Manfred—. Uno bebe para olvidar. Los gremios de Friburgo han decidido acabar con la Roca del Halcón. El Halcón ha ensuciado su propio nido. Su pupila, Wolfrianne, se escapó y se casó con un sastre de Friburgo. Philip capturó al hombre y, cuando ella acudió al pie de las murallas a suplicar su liberación, su celoso tutor se lo devolvió… lanzándolo de cabeza desde la almena más alta. El gremio de los sastres ha exigido venganza y los otros se unirán por solidaridad.

—¿Y en qué os afecta eso a vos?

—Sabes lo que pienso de Falkenstein… Pero el hombre del duque prometió ayuda a los de Friburgo. Compraron a Urach su libertad con dinero del duque, y su prosperidad es ahora la esperanza de Albrecht de recuperar el pago. Von Falkenstein robó a los Habsburgo uno de esos pagos. —Manfred hizo un gesto con la cabeza como para recordárselo a Dietrich—. No perderá otro.

—Os ha llamado, entonces, para que cumpláis vuestro servicio como caballero.

—Como a Niederhochwald —dijo Manfred—. Pero espero que el duque Friedrich se nos una también. Entonces… ¡ja! ¡Los señores de Oberhochwald y Niederhochwald cabalgarán juntos!

Bebió y volvió la jarra sin conseguir nada.

—¡Gunther! —gritó, arrojándola jarra contra la puerta—. ¡Más vino! —Se volvió hacia Dietrich y dijo en un susurro—: Traerá vino peleón, ahora que piensa que no noto la diferencia.

—Bien —dijo Dietrich—. Así que otra guerra, entonces.

Manfred, hundido en su sillón, agitó una mano.

—La guerra francesa fue un capricho. Ésta es por deber. Si no se puede tomar la Roca ahora, con los gremios de Friburgo, el duque y el resto unidos, entonces no podrá hacerse nunca. Pero el barón Grosswald no se comprometerá.

Señaló con la cabeza la puerta y, por extensión, la torre sur, donde se alojaban los huéspedes krenk.

—Hablé con él a mi regreso y dijo que no arriesgaría a sus sargentos contra Falkenstein. ¿De qué sirven sus armas mágicas, si no puedo usarlas?

—Los krenken son pocos —sugirió Dietrich—. Grosswald no desea perder a más de los que ya ha perdido. El último de sus niños murió ayer. Sin duda se enfrentará a una investigación cuando haya logrado regresar a casa.

Manfred golpeó la mesa.

—¿Entonces cambia su honor por la seguridad?

Dietrich se volvió hacia él, súbitamente furioso.

—¡Honor! ¿Tan divertidas son entonces las guerras?

Manfred se puso en pie de un salto y se plantó ante él con las manos sobre la mesa, inclinándose un poco hacia delante.

—¿Divertidas? No, nunca son divertidas, sacerdote. En las guerras, siempre tenemos que tragarnos nuestro miedo y exponernos a toda clase de vicisitudes. Pan mohoso o galleta, carne cocida o cruda; hoy suficiente para comer y mañana nada, poco o ningún vino, agua de un estanque o un charco; mal cobijo, tiendas como refugio o las ramas de los árboles como techo; una mala cama, pobre sueño con la armadura todavía puesta, cargados de hierro, el enemigo a un tiro de flecha. «¡Alarma! ¿Quién vive? ¡A las armas! ¡A las armas!» —Manfred hizo un amplio gesto con su Krautstrunk vacía—. Con el primer sueño: una alarma. Al amanecer: una trompeta. «¡A los caballos! ¡A los caballos! ¡Reunios! ¡Reunios!» Centinelas de guardia día y noche. Exploradores o forrajeadores, luchando al descubierto. Guardia tras guardia, deber tras deber. «¡Aquí vienen! ¡Aquí! Son demasiados… No, no tantos. ¡Noticias! ¡Noticias! Por aquí… Ése… Por allí… Presionadlos allí… ¡Adelante! ¡Adelante! ¡No cedáis terreno! ¡Oh!»

El Herr detuvo sus gestos, súbitamente consciente de que había elevado la voz y estaba caminando y agitando los brazos como un poseso mientras Gunther lo miraba aturdido desde la puerta. Manfred se giró hacia la mesa y tomó su copa, miró dentro y la soltó, vacía.

—Ésa es nuestra llamada —dijo más tranquilamente, mientras volvía a su asiento.

Se hizo el silencio. Gunther sustituyó la jarra de vino y se marchó prudentemente. Entonces Manfred alzó la cabeza y taladró a Dietrich con la mirada.

—Pero tú sabes algo de eso, ¿verdad?

Dietrich apartó la mirada.

—Suficiente.

—Tienes amigos entre los krenken —oyó decir a Manfred—. Explícales lo que significa deber.


Al amanecer, aquellos siervos que debían servicio como mensajeros se pusieron la capa con las armas de Hochwald y llevaron la noticia al valle inferior y a los caballeros-siervos. Desde la colina de la iglesia, Dietrich vio los caballos danzar a lo largo de los caminos cubiertos de nieve.

La nieve que se había extendido durante todo el invierno alrededor del fuego, una barrera que mantenía a raya los tumultos más allá del bosque, se estaba derritiendo. Ya había senderos abiertos en ella. Los hombres que transmitían mensajes transmitirían también rumores, y empezarían a circular historias extrañas sobre los invitados de Oberhochwald.


Dos semanas más tarde, el primer lunes de Cuaresma, los caballos pisotearon el barro bajo las murallas del castillo y bufaron brillantes vapores con la fría brisa de marzo. Coloridos estandartes al viento indicaban a los caballeros que habían sido convocados en sus feudos. Los soldados comprobaban las armas y preparaban su cargamento para el viaje al valle. Las carretas crujían, los burros rebuznaban, los perros ladraban. Los niños gritaban de emoción o besaban a unos padres que esperaban de pie con rostro solemne. Las mujeres, firmes, se negaban a llorar. La esperada convocatoria del duque se había producido y el Herr de Oberhochwald marchaba a la guerra.

El palefridus de Manfred era negro como un cuervo, con manchas blancas, como si lo hubieran lavado con jabón. Su tupida crin le caí sobre el lado izquierdo del cuello e iba espléndidamente enjaezado con los colores de Hochwald. Manfred apenas lo había montado y ya reculaba de alegría, encantado por tener el peso de su amo en la silla. Dos de los sabuesos de Manfred corrieron tras el caballo, adelantándolo, detrás una vez más, saltando de excitación. Eran sabuesos y pensaban que eso iba a ser una caza.

Manfred había cubierto su armadura con la sobreveste que llevaba sus armas. Su yelmo, colgado tras la silla para el viaje, titilaba a la luz del sol. El pomo de su espada era dorado. Alrededor del cuello llevaba una correa con un cuerno en forma de espolón de grifo que medía casi medio brazo. Su extremo más grueso se acampanaba y, donde se curvaba hacia la punta, el artilugio estaba decorado con oro puro y sujeto por correas de piel de ciervo. Era brillante, como una piedra preciosa, y cuando lo soplaba, «sonaba mejor que todos los ecos del mundo».

Su sirviente personal montaba un caballo menos espléndido y, por silla, empleaba un viejo morral. Al hombro derecho llevaba la bolsa de viaje del Herr, repleta con provisiones, y sobre el izquierdo el escudo de su señor. Con el carcaj también en la mano derecha y la lanza bajo el escudo, parecía más terriblemente armado que el hombre al que servía.

—Está bien —le dijo Manfred a Dietrich, que esperaba junto al caballo negro en medio del barro y la nieve derretida—. El duque me pidió seis hombres y medio, y no me hace gracia decidir a quién enviar a casa antes que a los demás. Intrigan por el privilegio, ya sabes, pero nunca abiertamente. Quien se marcha se gana la enemistad de sus pares, y con frecuencia no cumple con ello para que no lo tilden de cobarde. Ahora puedo añadir el medio hombre del duque al medio hombre del conde y así obtengo uno entero.

Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, y Dietrich murmuró alguna respuesta. Manfred lo miró de reojo.

—¿No te parece momento para bromas? ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre que marcha hacia una muerte posible?

—No es un asunto para tomarse a la ligera —le respondió Dietrich.

Manfred golpeó sus guanteletes contra la palma de su mano izquierda.

—Bien, rezaré mi penitencia más tarde, como debe hacer todo soldado. Dietrich, por mucho que yo atienda a mi feudo en paz, la paz necesita el consentimiento de todos, mientras que uno solo puede provocar una guerra. Hice un juramento para proteger a los indefensos y castigar a quienes pusieran en peligro la paz, y eso incluye a los nobles. Los sacerdotes decís que hay que perdonar al enemigo, y eso está bien, o habrá una venganza tras otra hasta la eternidad. Pero entre un hombre que no se detiene ante nada y otro que vacila por todo, la ventaja la lleva normalmente el primero. Los paganos tenían razón. Hacer la vista gorda conduce a una paz falsa. Tu enemigo puede confundir el perdón con debilidad y disponerse a golpear.

—¿Y cómo se determina la cuestión? —preguntó Dietrich.

Manfred sonrió.

—Bueno, yo combato a mi enemigo…, pero justamente. —Se volvió en la silla para ver si su grupo se había reunido ya—. ¡Eh! ¡Eugen, adelante!

El junker, a lomos de un caballo blanco de Valaquia, galopó entre los vítores de la gente congregada con el estandarte de Hochwald plantado en el estribo.

Kunigunda corrió hasta el caballo de Eugen y, tras agarrar las riendas, exclamó:

—¡Prométeme que volverás! ¡Prométemelo!

Eugen le pidió un pañuelo a 1a muchacha para llevarlo como prenda. Lo guardó en el cinturón, declarando así que lo protegería de todo daño. Kunigunda se volvió hacia su padre.

—¡Manténlo a salvo, padre! ¡No dejes que nadie le haga daño!

Manfred se inclinó hacia delante para acariciar a Kunigunda en ambas mejillas.

—Tanto como mi brazo y mi honor lo permitan, pequeña, pero todo está en manos de Dios. Reza por él, Gundl, y por mí.

La muchacha corrió a la capilla antes de que nadie pudiera ver su llanto. Manfred suspiró.

—Escucha demasiado a los Minnesingers, y considera que todas las despedidas son como en los romances. Si no regreso… —La frase colgó en el aire. Añadió, en voz baja—: Ella es mi vida. Pretendo que Eugen se case con ella una vez que se haya ganado sus espuelas, y que él proteja Hochwald en su nombre, pero si él… si ninguno de nosotros regresa… Si eso sucede, encárgate de que se case bien. —Miró fijamente a Dietrich—. Te la confío.

—Pero el duque…

—El Graf Friedrich la dejará soltera, para seguir ordeñando mi tierra para su bolsillo. —Su rostro se ensombreció—. Si el niño hubiera vivido, y Anna con él… ¡Ach! ¡Nada arredraría a esa mujer si fuera mi Burgvogt! ¡Sí que era una esposa digna de un hombre! La mitad de mí murió cuando oí el grito de la comadrona. Todos estos años pasados han estado vacíos.

—¿Por eso marchasteis a las guerras francesas? —preguntó Dietrich—. ¿Para llenarlos?

Manfred se envaró.

—Cuida tu lengua, sacerdote. —Dio un tirón a las riendas pero, al alzar la cabeza, volvió a detener al caballo—. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?

Se había producido un clamor entre los caballeros y sus ayudantes. Algunos en el campamento señalaban al cielo y vitoreaban. Otros chillaron de terror mientras cinco krenken con arneses voladores se posaban como hojas del cielo en el terreno. Llevaban pots-de-fer atados al torso y tubos largos y finos sobre los hombros. Dietrich reconoció a Hans y a Gottfried, y se le antojó extraño que hubiera habido una época en que los krenken le parecían todos iguales.

Aquellos que al venir de viviendas lejanas no habían visto jamás a ningún krenk dejaron escapar gemidos. Una mujer de Hinterwaldkopf agitó en el aire una reliquia que llevaba al cuello. Otros se marcharon dirigiendo temerosas miradas hacia atrás. Franzl Nariz-larga golpeó a algunos de los que se retiraban con su bastón.

—¿Qué, huís de un puñado de saltamontes? —Rió.

Algunos caballeros estuvieron a punto de desenvainar sus espadas, y Manfred exclamó a voz en grito que los forasteros eran viajeros de una tierra lejana que habían venido a prestar su ayuda con sus hábiles armas. Entonces añadió sotto voce para Dietrich:

—Gracias por haber persuadido a Grosswald.

Dietrich, que sabía lo ineficaces que habían sido sus súplicas, no dijo nada.

La familiaridad con que la guarnición local saludó a los recién llegados tranquilizó a muchos. Algunos murmuraron por «dar la bienvenida a demonios», pero ninguno de los caballeros se atrevió a huir al galope mientras sus hermanos del Burg aguantaban a pie firme. Cuando Hans y Gottfried se arrodillaron ante Dietrich, trazaron el signo de la cruz sobre sí mismos y rezaron la bendición del sacerdote, los murmullos se desvanecieron como agua engullida por la tierra sedienta. Por acto reflejo, muchos de los que habían dado la voz de alarma con más fuerza también se persignaron, y se sintieron más valientes, si no más tranquilos, por este signo de piedad.

—¿Qué significa esto? —le preguntó Dietrich a Hans en medio de la conmoción—. ¿Ha consentido entonces Grosswald?

—Recuperaremos el hilo de cobre robado por Von Falkenstein —dijo Hans—. Puede que funcione mejor que el que hizo el bendito Lorenz.

Uno de los tres krenken desconocidos echó atrás la cabeza e hizo un comentario entre zumbidos; pero como la criatura carecía de arnés de cabeza, Dietrich no lo entendió y Hans le hizo callar con un gesto.

Manfred, tras colocarse su propio arnés, se acercó y preguntó por su cabo.

Hans dio un paso al frente.

—Hemos venido a honrar a Grosswald, mein Herr. Por vuestra gracia, volaremos ante la columna e informaremos de lo que hace Falkenstein a través de los habladores-lejanos.

Manfred se frotó la barbilla.

—Y estaréis fuera de la vista de aquellos que son débiles de corazón entre nosotros… ¿Tienes el barro de truenos?

Un krenk acarició la mochila que llevaba en bandolera y Manfred asintió.

—Muy bien. Volaréis en vanguardia.

Dietrich contempló con sentimientos encontrados cómo los krenken se perdían en el cielo lejano. Las objeciones eran dos. El ejército murmuraría y se despertaría una terrible curiosidad; pero el hecho de ver a Hans o sus compañeros daría cuerpo a los susurros. Por otra parte, Hans podría recuperar el alambre y acelerar la partida krenk. Ergo… La cuestión quedaría determinada por una carrera entre la llegada de los curiosos y la marcha de los krenken. En respuesta a la primera objeción, sin duda los rumores ya se habían difundido, así que los chismes del ejército añadirían bien poco. Pero a la segunda objeción Dietrich no veía ninguna respuesta.

Camino de la colina de la iglesia, pasó junto a la cabaña de Theresia y la vio asomada a la ventana. Cruzaron una mirada y él vio de nuevo a la aturdida niña de nueve años que se había llevado al bosque. La saludó con un brazo y tal vez algo se agitó en los rasgos de ella, pero cerró los postigos antes de que pudiera asegurar qué era ese algo.

Lentamente, Dietrich dejó caer el brazo y dio unos cuantos pasos más colina arriba, pero, súbitamente abrumado, se sentó en una piedra y lloró.


Esa tarde, Dietrich y Joachim dieron de comer a la vaca lechera y los otros anímales de la parroquia. El establo estaba caldeado por el calor de las bestias, lleno de olor a excrementos y paja.

—Me alegraré cuando los krenken se hayan ido y Theresia reemprenda sus deberes —dijo Dietrich mientras echaba forraje en el pesebre.

Joachim, que se había encargado de la tarea más ruidosa de las caponeras, se detuvo y se apartó los rizos de la frente con el dorso de la mano.

—Dietrich, no se puede plantar una salchicha en un sembrado.

Dietrich frunció el ceño y se apoyó en su horquilla. La vaca mugió. Joachim se volvió y siguió lanzando grano a los capones. En el edificio exterior se oía el golpeteo lejano de cacerolas.

—Siempre ha sido como una hija para mí—dijo Dietrich por fin.

Joachim gruñó.

—Los hijos son la maldición de los padres. Mi padre me lo dijo. Se refería a mí, naturalmente. Perdió una mano en la Guerra de los Barones y le amargaba no poder seguir haciendo pedazos a otros hombres. Quería que yo ocupara su lugar y fuera el heredero de mi tío, pero yo quería que Dios viviera en mí, y la guerra parecía un camino incierto hacia la Nueva Era. —Dietrich se volvió y Joachim asintió—. Habéis enseñado a Theresia lo que es la caridad, pero cuando intentó la mayor caridad de todas, fracasó. Así lo he escrito en mi diario. «Incluso la pupila del pastor Dietrich fue puesta a prueba y no dio la talla.»

Dietrich negó con la cabeza.

—Nunca digas eso. Le haría daño. Di más bien que «el pastor Dietrich fue puesto a prueba y no dio la talla», pues no he logrado los objetivos que me había propuesto.

Kratzer irrumpió en el cobertizo, zumbando y chasqueando y agitando un cucharón de cocina. Dietrich dio un salto por la súbita intrusión y empuñó la horquilla, pero cuando vio que era el filósofo, se sacó el arnés de cabeza del zurrón y lo despertó.

—¿Dónde está Hans? —exigió saber el krenk—. Ya pasa de la hora y mi comida no está preparada.

Joachim abrió la boca para contestarle, pero Dietrich alzó una mano para hacerlo callar.

—No lo hemos visto desde esta mañana —contemporizó Dietrich. El krenk dio un puñetazo al marco de la puerta, dijo algo que el Heinzelmännchen no tradujo y salió de un salto del cobertizo.

Dietrich se quitó el arnés de cabeza y lo puso a dormir cuidadosamente.

—Bueno. No lo sabe… Lo que significa que Grosswald no los envió.

Se preocupó. Gschert había encarcelado a Hans por rescatar a Dietrich del calabozo del Schloss Falkenstein. ¿Qué castigo podría acarrearle esta nueva transgresión?


A tercia del día siguiente, el barón Grosswald se había enterado ya del asunto y se dirigió a la rectoría, empujando la puerta con tanta fuerza que chocó contra la pared y rebotó. Dietrich, que estaba rezando sus oficios saltó del reclinatorio y se le cayó el libro de horas, de modo que las páginas se doblaron.

—¡Me enseñará el cuello cuando regrese! —gritó Grosswald—. ¿Por qué lo permitió Manfred?

Shepherd y Kratzer entraron también en la habitación, y la líder de los peregrinos se apresuró a cerrar la puerta contra el frío de marzo.

—Mi señor barón —dijo Dietrich—, el Herr no cuestionó la presencia de vuestros hombres en la reunión porque os había pedido que cumplierais vuestro deber, y supuso, cuando se presentaron, que era por voluntad vuestra.

Grosswald se plantó ante la chimenea encendida con un curioso paso saltarín que a Dietrich le parecía una especie de resbalón y sin embargo era evidente que implicaba agitación.

—Hemos perdido ya a demasiados —dijo, aunque no del todo para Dietrich, pues Shepherd contestó.

—Tres con el frío, y uno de los niños, antes incluso de que accedieras a… entrar en la aldea. Y desde entonces…

—El alquimista —añadió Kratzer.

—No pronuncies su nombre —advirtió Grosswald a su filósofo jefe—. No veré otra vida perdida de esa forma… ¡y por un gesto tan inútil!

—Si el gesto de Hans es inútil, ¿por qué compromete nuestras vidas?—le dijo Shepherd.

Grosswald intentó golpearla, pero la krenken esquivó el golpe con un diestro movimiento del brazo, como un caballero para una estocada. Los dos se controlaron entonces, pero se quedaron mirándose de reojo, como permitían sus peculiares ojos.

—¿Esperabais comer de las dádivas de mi señor, sin tener ninguna obligación a cambio? —insistió Dietrich—. ¿No os ha dado comida y cobijo durante el invierno?

—Te burlas de nosotros —dijo Grosswald, rechazando la mano que Kratzer había colocado en su brazo.

—No comprendo cómo pudo Hans actuar en contra de vuestras órdenes —dijo Dietrich—. ¿No está la obediencia escrita en los átomos de vuestra carne?

Kratzer, que hasta entonces había demostrado su agitación temblando en su sitio, extendió el brazo para detener a Grosswald.

—Yo responderé a esto, Gschert.

Dietrich advirtió el uso del diminutivo. Entre hombres adultos, significaba cariño o condescendencia, y Dietrich pensaba que los krenken eran incapaces de cariño.

—Nuestros átomos-carne escriben para nosotros un… apetito… para obedecer a nuestros superiores —dijo Kratzer—. Pero al igual que uno que tiene hambre puede ayunar, nosotros podemos templar nuestra ansia por obedecer. Tenemos un proverbio que dice: «Obedece una orden hasta que seas lo bastante fuerte para desobedecerla.» Y otro: «La autoridad sólo está limitada por su alcance.»

Inclinó la cabeza, un gesto humano, hacia Shepherd, que se había situado en un rincón de la habitación.

—Y depende mucho del que da la orden —dijo ella. Gschert se envaró un momento y luego salió en tromba de la rectoría, haciendo chocar la puerta contra la pared.

—Comprendo —dijo Dietrich, mientras se dirigía a cerrar la puerta.

—¿Sí? —preguntó Shepherd—. Me asombra. ¿Puede un hombre ayunar eternamente o al final el hambre lo llevará a la desesperación?


Al día siguiente, Día de Santa Kunigunda, hubo una pelea entre los krenken. Se lanzaron unos contra otros en la calle y en el prado enfangado, para asombro de aldeanos y soldados de la guarnición por igual. Puños y pies y antebrazos provocaron heridas terribles y causaron un clamor como el entrechocar de espadas hecho con palos de madera seca.

Los asustados habitantes de Hochwald se refugiaron en la iglesia, las cabañas o el castillo, de modo que el trabajo languideció. Dietrich pidió una tregua a la multitud que peleaba en el prado, pero el combate continuó a su alrededor como una corriente alrededor de una piedra.

Perseguida por otros cuatro, Shepherd pasó saltando junto a él y se dirigió colina de la iglesia arriba. Dietrich corrió tras ella y encontró a los perseguidores golpeando las puertas de madera tallada de la iglesia, arañando las figuras con sus antebrazos aserrados. Santa Catalina había soportado una herida provocada por sus torturadores romanos.

—¡Deteneos, por el amor de Dios! —gritó, y se interpuso entre la turba y las preciosas tallas—. ¡Este edificio es un santuario!

Un terrible golpe le abrió el cuero cabelludo y vio de repente oscuras constelaciones picoteantes. La puerta se abrió tras él y cayó de espaldas al suelo del vestíbulo, golpeándose la cabeza ya dolorida contra las piedras. Unas manos lo agarraron y lo arrastraron al interior. La puerta se cerró, ahogando el clamor de la muchedumbre.

No supo cuánto tiempo permaneció allí aturdido. Por fin se incorporó, gritando:

—¡Shepherd!

—Estáis a salvo —dijo Joachim.

Dietrich miró alrededor en la iglesia tenuemente iluminada, vio a Gregor encendiendo velas que iluminaban a Shepherd y varios aldeanos. Los aldeanos se habían apartado de la krenken, perdiéndose en las sombras del edificio. Joachim ayudó a Dietrich a ponerse en pie.

—Habéis dicho bien —le dijo el monje—. «Deteneos por el amor de Dios.» Os habéis dejado de dialéctica.

Los golpes en la puerta habían cesado y Joachim se acercó y abrió el postigo.

—Se han ido —dijo.

—¿Qué locura se ha apoderado de ellos? —se preguntó Dietrich.

—Siempre han sido un grupo malhumorado —contestó Gregor alzando la mecha para encender una vela situada en las alturas—. Tan arrogantes como los judíos o los nobles. Ya van dos veces que os golpean.

—Perdónalos, Gregor —dijo Dietrich—. No sabían lo que hacían. Me interpuse entre sus puños y su objetivo. Por lo demás, nos ignoran.

Era el poder estimativo del impulso, supuso. Desde las profundidades de los átomos de su carne, los krenken no consideraban a los humanos ni amigos ni enemigos.

Shepherd se agachó, las rodillas por encima de la cabeza, y los largos brazos alrededor de las piernas. Sus labios laterales chasqueaban rítmicamente, como si canturreara.

—Mi señora —le preguntó Dietrich—, ¿qué significa este tumulto?

—¿Tienes que preguntarlo? —dijo la krenken—. Tú y Túnica-Marrón lo habéis causado.

Joachim había rasgado una tira de ropa del borde de su túnica y la ató a la frente de Dietrich para detener la hemorragia.

—¿Nosotros somos la causa? —preguntó.

—Por vuestra superstición nativa, Hans ha trastocado el orden natural.

—Mi señora —dijo Dietrich—, Hans actuó movido por el bien común… para recuperar el alambre de Falkenstein. Está en la naturaleza de los hombres, de toda la creación, perseguir el bien.

—La «naturaleza de toda la creación» es hacer lo que se ha dicho… lo que ha dicho la autoridad o lo que ha dicho la naturaleza misma. Eso es lo que hace el «buen» hombre. Pero Hans decide por sí mismo qué es un buen fin, no en el cumplimiento del deber, no siguiendo órdenes de sus superiores. ¡Antinatural! Ahora, algunos dicen que actúa siguiendo órdenes… de vuestro señor-del-cielo, «cuya autoridad supera incluso la de Herr Gschert».

—¡Bendito sea el nombre del Señor! —exclamó Joachim. Dietrich lo hizo callar con un brusco gesto.

—Toda autoridad está «sometida a Dios» —le dijo a Shepherd—. De no ser así la autoridad no tendría límites y la justicia sólo sería un capricho del Herr. Pero continúa.

—Ahora hay discordia entre nosotros. Las palabras corren en todos los caminos, como saliva de una boca rápida, no en canales ordenados de aquellos-que-hablan a aquellos-que-escuchan. Como no puedes imaginar… celebración-dentro-de-la-cabeza… de saber que uno se esfuerza en hacer lo que quiere, tocando hacia arriba, hacia abajo, hacia todos los lados, enlaza en la Gran Red, ni vosotros podéis saber qué falta-dentro-de-nosotros cuando la Red se rompe. Kratzer lo compara con el hambre, pero el hambre es una cosa pequeña… —Calló y zumbó en voz baja—. Puede soportarse con facilidad hasta que se vuelve insoportable. Pero esta carencia es como sentarse en la orilla de un río desbordado con… con… vuestra palabra amor-compañía… con amor-compañía inalcanzable al otro lado.

—Mal de amores —dijo Joachim inesperadamente—. La expresión que buscas es mal de amores.

¿Doch? Mal de amores, pues.

Gregor el cantero se había acercado a ellos y, cuando oyó lo que Joachim decía, observó:

—¿Entonces sienten mal de amores? Poco se nota.

—Tenemos mal de amores por la totalidad de la Red —dijo Shepherd—, y nadaríamos el río furioso para restaurarlo. Tenemos mal de amores por tierra-que-nutre… Vosotros decís Heimat y… y sus comidas.

—Pero ahora hay herejes entre vosotros —aventuró Dietrich—. Grosswald dice una cosa; Hans dice otra. Tal vez —sugirió— dices una tercera.

Shepherd alzó su rostro parecido a una máscara.

—Hans va contra las palabras de Gschert, pero el fallo de Gschert es que no dice esas palabras. Gschert dice que yo también desafío el orden natural, y la turba, alta y baja, me persigue por ese pecado. Pero con dos en discordia tal vez los dos estén equivocados, Gschert y Hans por igual.

—Los que se sitúan en el centro a menudo son atacados por ambos bandos —dijo Gregor—. Entre dos ejércitos es peligroso poner a pastar tu ganado.

—La discordia es un grave mal —dijo Dietrich—. Siempre debemos buscar la concordia.

Joachim se echó a reír.

—«No he venido a traer la concordia, sino la discordia. Por mi causa el marido abandonará a la esposa, los hijos abandonarán a sus padres» —citó—. Eso hacen los filósofos, jugando con las palabras, perdiendo de vista su significado sencillo, que pueden encontrarse en el corazón.

—Un poco de discordia aquí también —dijo Gregor suavemente.

—Dile a tu gente que todo el que venga a la iglesia, o a la corte de Manfred, no debe ser atacado, pues es la Paz de Dios que los guerreros no ataquen a mujeres o niños, campesinos, mercaderes, artesanos o animales, ni ningún edificio público o religioso, y por ley y costumbre, nadie puede golpear a nadie en la iglesia o en una corte del señor —le dijo Dietrich a Shepherd.

—¿Y sirve esta paz?

—Mi señora, los hombres son violentos por naturaleza. La paz es un tamiz y muchos lo pasan…, aunque quizá no tantos como si no lo hubiera.

—La casa-donde-no-pueden-caer-golpes… —dijo Shepherd con una voz que podía indicar cinismo o reflexión—. Nuevo pensamiento. Este edificio se llenará seguro.


Dietrich le pidió a Thierry que sofocara la lucha, pero el Burgvogt no quiso.

—Sólo cuento con la guarnición —explicó—. Cinco caballeros, ocho centinelas, dos guardianes y un torrero. No los enviaré a pacificar a esos… a esas criaturas.

—¿Para qué te han dejado aquí, señor, si no es para mantener el orden? —exigió Dietrich.

Thierry soportaba la impertinencia con menos paciencia que Manfred.

—Von Falkenstein no es hombre que se quede ocioso mientras sus enemigos atacan, y aunque no puede arremeter contra Friburgo o Viena, es perfectamente capaz de asolar Hochwald. Si nos ataca, necesitaré a todos los hombres sanos, en guardia y armados. Si algún krenk viene aquí huyendo en busca de refugio, lo tendrá, pero no contendré su lucha. Eso es cosa de Grosswald, y no me colocaré entre sus vasallos y él.

Descontento con esta respuesta, Dietrich montó un caballo de los establos y se marchó a la Roca del Halcón, donde esperaba conseguir la intervención de Manfred. La necesidad de avivar el paso competía con la de elegir el camino con cuidado al bajar por la ladera del Katerinaberg y para atravesar los matorrales y otros obstáculos del barranco. Todavía se encontraba a la sombra del desfiladero cuando oyó un trueno sordo y vio una columna de humo oscuro al otro lado del valle.

Llegó a la Roca del Halcón después de nona, menos cansado de cuerpo que ansioso de mente, y buscó el estandarte de Hochwald en un campamento que se extendía sin orden ni concierto. Los emblemas de los nobles ondeaban por todas partes como las banderolas de un árbol de festival. Aquí el águila doble de los Habsburgo; allá la banda dorada del duque y las barras rojas y blancas de Urach. Por todas partes, cada una en su propio bastión, las armas de los tejedores, los plateros y los otros gremios de Friburgo. Von Falkenstein se había equivocado al calcular cuánto tiempo tolerarían los gremios sus imposiciones. Los obreros y tenderos se habían levantado de sus asientos para quitarse la piedra del zapato.

Los criados del campamento festejaban a voz en grito, y Dietrich vio el motivo cuando llegó a la cabeza del asentamiento. Las puertas de Burg Falkenstein colgaban sueltas y el portón se había desplomado, como si Sigenot las hubiera aplastado con su bastón. El entrechocar de las armas y los gritos de los hombres llegaban débilmente desde lo alto. La pasta de truenos krenk había forzado una entrada en el Schloss, pero el camino era estrecho y la «brecha de peligro» podía ser conservada si se defendía con afán. De hecho, el montículo de escombros bajo la brecha brillaba al sol de la tarde con las armaduras y los arreos de hombres y caballos.

Dietrich encontró por fin las tiendas de Hochwald, pero el pabellón del Herr estaba vacío, y su sirviente personal no aparecía por ninguna parte. El honor de Manfred lo habría impulsado a la brecha del peligro e incluso era posible que estuviera durmiendo entre aquellos muertos brillantes. Dietrich volvió a entrar en la tienda y, al encontrar un diván tallado al estilo turco, se dispuso a esperar.


A medida que la tarde se fue convirtiendo en noche, los sonidos de la batalla se desvanecieron, indicando que los últimos resistentes habían muerto o habían sido hechos prisioneros. Armas y armaduras pasaban a los vencedores, de modo que muchos caballeros luchaban a muerte, no tanto por amor a su señor como por escapar de las penurias y la vergüenza. Los atacantes regresaban poco a poco al campamento, conduciendo prisioneros por los que pedirían rescate, y llevando consigo el botín que tras años de asaltos en los caminos habían llenado la Roca del Halcón.

Por puro aburrimiento, Dietrich había encontrado un rato antes un libro en el equipaje de Manfred; pero como se refería a la cetrería, poco había hecho por aliviar el aburrimiento, así que se puso a reflexionar sobre la letra del copista o las cualidades de las iluminaciones. Cuando oyó el irregular sonido de los cascos de los caballos, Dietrich soltó el volumen y salió de la tienda.

Los auxiliares habían vuelto a encender la hoguera y Max congregaba a sus hombres alrededor. Se irguió sorprendido al verlo.

—¡Pastor! ¿Qué ocurre? ¡Os han herido!

Dietrich se llevó la mano al vendaje.

—Hay lucha en la aldea. ¿Dónde está Manfred?

—En la tienda de los cirujanos. ¡Lucha! ¿Fue esa salida que hicieron de la atalaya? Pensamos que se dirigían a Breitnau.

—No, los krenken luchan entre sí… y Thierry no quiere hacer nada.

Max escupió en el fuego.

—Thierry es diestro en la defensa. Que Grosswald se encargue de los suyos.

—Grosswald no es nadie. Le toca a Manfred decidir.

Max frunció el ceño.

—No le gustará esto. Andreas, hazte cargo de los hombres. Venid, pues, pastor. Nunca encontraréis el hospital de campaña en este laberinto.

Echó a andar a paso rápido y Dietrich tuvo que esforzarse por alcanzarlo.

—¿Está malherido? —preguntó.

—Recibió un golpe que le costó la mejilla y varios dientes, pero creo que el cirujano puede volver a coserla. La mejilla, quiero decir.

Dietrich se persignó y ofreció una silenciosa oración por la recuperación del Herr. El hombre había sido un amigo extraño y cauteloso durante muchos años, peculiar en sus humores y muy dado a la contemplación desde la muerte de su dama, visceral en sus gustos, pero no carente de profundidad. Era uno de los pocos con quien Dietrich podía discutir asuntos no del todo mundanos.

Pero había entendido mal. Era Eugen, no Manfred, quien estaba atado a una silla en la tienda del cirujano. Un dentator extraía uno a uno los dientes rotos con un gatillo, una novedad francesa que recientemente se había puesto en uso. Los músculos del dentator se hinchaban por el esfuerzo mientras sofocaba un grito con cada tirón. La cara del Junker estaba negra por el golpe recibido. La sangre manchaba su frente, la barbilla, la nariz y pintaba de un horrible escarlata los dientes expuestos por el corte abierto en la mejilla. Su cráneo sonreía a través de la herida. Cerca, un cirujano manchado de sangre leía un libro ajado mientras esperaba.

Manfred, que estaba de pie junto a la silla para ofrecer apoyo al muchacho, advirtió la llegada de Dietrich y, por señas, le indicó que la conversación debería esperar. Dietrich caminó sin descanso de un lado a otro de la tienda, acuciado por su misión.

A un lado había una mesa manchada donde solía trabajar el cirujano y, junto a ella, una cesta de esponjas secas. Curioso, Dietrich se agachó para coger una, pero el cirujano lo detuvo.

—¡No, no, padre! Muy peligrosas, ésas. —Su mezcla de francés e italiano indicaba que era saboyano—. Están empapadas con una infusión de opio, corteza de mandrágora y raíz de beleño, y el veneno puede pasarse a los dedos. Luego… —Hizo el gesto de lamerse un dedo como para pasar la página de un manuscrito—. ¿Veis? ¿Muy malo?

Dietrich se apartó de las esponjas, tan súbitamente malignas.

—¿Para qué las usáis?

—Cuando dolor es tan grande que no puedo cortar sin peligro, humedezco esponja para liberar sus humos y la coloco bajo la nariz del hombre… así, hasta que se duerme. Pero… —Cerró un puño, con el pulgar y el índice un poco extendidos, y lo agitó—. Demasiado fumo, no despierta, ¿no? Pero para mayoría de las heridas muy graves, mejor que muera en paz que en tormento, ¿no?

—¿Puedo ver vuestro libro? —Dietrich indicó el libro que el cirujano tenía en las manos.

—Se llama Los cuatro maestros. Describe las mejores prácticas de los antiguos, sarracenos y cristianos, Los maestros de Salerno lo compilan hace muchos años…, antes de que las famigliae sicilianas mataran a todos los angevinos. Este libro —añadió orgullosamente— es copia directa de copia del maestro, pero yo lo aumento.

—Bien hecho —dijo Dietrich, devolviéndoselo—. ¿Entonces enseñan cirugía en Salerno?

El saboyano se echó a reír.

—¡Cielo santo! Reparar heridas es un arte, no una schola. Bueno, en Bolonia hay una escuela fundada por Henri de Lucca. Pero la cirugía es para manos ágiles. —Agitó los dedos—. No para mentes ágiles.

—Ja, «cirujano» en griego significa «labor manual».

—Oh, veo que sois un erudito.

—He leído a Galeno —dijo Dietrich—, pero fue hace muchos…

El saboyano escupió en el suelo.

—¡Galeno! En Bolonia, De Lucca abrió los cadáveres y vio que Galeno sabe mierda. ¡Galeno sólo cortaba cerdos y los hombres no son cerdos! Yo mismo era aprendiz cuando primera disección pública (oh, treinta años hace, creo). Mi maestro y yo hicimos los cortes mientras importante dottore describe lo que ve para los estudiantes. ¡Ja! No necesitamos ningún médico que nos diga lo que vemos con ojos nuestros. ¡Santo cielo! ¡Tenéis herida en la cabeza! ¿Puedo verla? Ah, es profunda, pero… ¿La limpiáis con el vino como ordenan De Lucca y Henri de Mondeville? ¿No? —Frotó el corte con un trapo humedecido en vino—. Vino pasado. Ahora, yo seco el corte y uno los bordes como hacen los lombardos. La natura hace un líquido viscoso para pegar los bordes sin aguja. Envolveré la herida con cáñamo, para sacar el calor…

El dentator ya había terminado su trabajo y el locuaz cirujano se acercó para atender la mejilla de Eugen. El Junker, sudoroso y agotado por el trabajo en su mandíbula y sus dientes, vio acercarse el cuchillo con algo parecido al alivio. Entendía de cuchillos. El gatillo se parecía demasiado a un instrumento de tortura.


—Lo soportará —dijo Manfred cuando Dietrich y él regresaron a la tienda del Herr—. El golpe iba dirigido a mí, así que es una cicatriz que puede llevar con honor. El propio duque vio la hazaña y accedió en el acto a que Eugen reciba su espaldarazo. Tu Hans también actuó de manera valiente, y se lo haré notar a Grosswald.

—Grosswald es el motivo de mi misión. —Dietrich explicó lo que había sucedido en la aldea—-. Una facción dice que Hans hizo lo adecuado, a pesar de la orden de su señor. «Para salvarnos del alquimista», es como lo expresan.

Manfred, sentado en su silla de campaña, cruzó las manos bajo la barbilla.

—Comprendo.

Llamó a su criado con un gesto y tomó una fruta de la bandeja que le ofrecía.

—¿Y la facción de Grosswald? —Indicó al criado que le ofreciera la bandeja a Dietrich, pero éste declinó el ofrecimiento.

—Dicen que Hans, por su desobediencia, trastocó el orden natural, y aborrecen esto por encima de ninguna otra cosa. Sospecho que hay también otras facciones. Shepherd está enfadada con Hans, pero usa su facción para derribar a Grosswald, a quien echa la culpa de la pérdida de sus peregrinos.

Manfred gruñó.

—Son tan retorcidos como los italianos. ¿Cómo estaban las cosas cuando te marchaste?

—Cuando comprendieron la Paz de Dios, muchos villanos huyeron a Santa Catalina o el Burg, para frustración de sus atacantes, que no se arriesgan a violar el santuario por no molestaros.

—Bien —dijo Manfred—. No puedo decir que me guste que alteren el orden natural, pero Hans me ha procurado un gran servicio hoy y, por mi honor, quisiera verlo recompensado, no castigado.

—¿Qué servicio fue ese, mein Herr? ¿Qué aplacaría a Grosswald?

—Grosswald es un hombre de humor variable. —Manfred se detuvo, luego sonrió torcidamente—. Tanto nos hemos acostumbrado a esas criaturas este invierno que pienso en él como un hombre. ¡Hans y sus krenken volaron hacia las almenas mientras toda la atención estaba en la brecha, mataron a los arqueros y asaltaron la fortaleza y aseguraron el tesoro!

Mein Herr —dijo Dietrich con súbita aprensión—. Mein Herr, ¿los vieron?

—Algunos en el campamento los vieron, creo…, aunque sólo de lejos, pues les advertí que permanecieran ocultos hasta donde se lo permitiera su honor. Los arqueros de las almenas, naturalmente, los vieron a las claras, igual que el torrero sobre la puerta. A él lo mataron antes de que pudiera echarnos aceite hirviendo, con lo que salvaron muchas vidas y evitaron muchas horribles heridas. Los hombres de Falkenstein pensaron que el demoníaco amo de su señor había venido por él por fin, así que su aparición sembró el pánico para nuestra ventaja. Habrá historias, pero eso no puede evitarse, y puede que piensen que los demonios eran de Falkenstein, no nuestros.

—Es poético —admitió Dietrich—. La leyenda que usó para asustar a los demás se revuelve como una serpiente para morderlo a él.

Manfred se echó a reír y bebió vino de una copa llena en parte con resina para dar un perfume suave a la bebida.

—El krenk que llevaba la pasta de truenos (se llamaba Gerd) actuó con gran valentía. Voló de noche hasta la base de la torre de la puerta y plantó allí la pasta. Por la mañana, la disparó en el momento en que Habsburgo disparaba sus pots-de-fer, para que pareciera que los disparos habían causado el daño. ¡El capitán del duque se quedó sorprendidísimo! Gerd usó el hablador-lejano para conseguirlo. Por Nuestra Señora, pareció como si le hablara a la pasta y ésta le obedeciera. Dietrich, juro por mi espada que la frontera entre arte sagaz y poderes demoníacos tiene el grosor de un pelo. Hans condujo a sus compañeros hasta la fortaleza en busca de la plata Habsburgo, matando o hiriendo a todos los que se le pusieron por delante hasta que las escaleras parecieron un río de sangre…, aunque la mayoría de los defensores huyeron nada más verlos.

Los nobles eran dados a la hipérbole al contar hechos de armas. El cuerpo humano sólo disponía de una cantidad limitada de sangre y unos cuantos minutos haciendo cuentas demostrarían la imposibilidad de derramar «un río» de sangre, sobre todo si «la mayoría de los defensores huyeron».

—¿Encontraron el cobre? —preguntó.

—Hans razonó que habría más resistencia cerca del tesoro y por eso atacó donde la resistencia era más grande. Pero… —Manfred echó atrás la cabeza y soltó una carcajada—. A pesar de sus buenos razonamientos, Hans encontró tu alambre por mera casualidad. Falkenstein tiene calefacción en los aposentos de su dama (¡una estufa de barro, nada menos!), y nuestros krenken se sintieron atraídos hacia ese sitio. El alambre estaba allí. El marido le había regalado el cobre, quizá para hacer alguna joya. Supongo que tus filósofos podrán extraer algo interesante de la coincidencia. Tal vez que la razón tiene sus límites.

—O que Dios quería que Hans lo encontrase. —Dietrich cerró los ojos y ofreció una breve oración de gracias para que los krenken pudieran continuar sus reparaciones.

—Pero escucha —dijo Manfred—. Lady Falkenstein tenía asignado un guardián y, cuando los krenken irrumpieron en la habitación, empuñó su espada y abatió a Gerd de un solo golpe. ¡Y qué hizo nuestro pequeño cabo, sino proteger a su camarada y repeler al soldado mientras los demás lo sacaban de allí! Primero, agarró una silla para detener un golpe, luego lanzó una bala de su pot-de-fer que alcanzó al hombre en el casco y lo dejó sin sentido. ¡Entonces, oh, hecho valiente!, trazó la cruz sobre su enemigo y se retiró.

—¿Lo perdonó, entonces? —preguntó Dietrich asombrado, conociendo la cólera krenk.

—Un gesto maravilloso. Y lady Falkenstein gritando por miedo al Innombrable. Pero ahora dice que la defensa de su guardián fue tan heroica que incluso un demonio se conmovió y reconoció su valor.

Ach. Así crecen las leyendas.

Manfred ladeó la cabeza.

—¿Qué mejor historia que ambos enemigos realicen gestas heroicas cuando se enfrentan entre sí? Según cuentan, el hombre se lo hizo encima al ver a Hans, pero plantó cara y luchó cuando podría haber huido. Ese hombre contará a sus nietos historias de cómo intercambió golpes con un demonio y sobrevivió…, si el duque no lo ahorca antes. Pero la plata del duque está asegurada y camino de Viena con los judíos, con una tropa de hombres de confianza para protegerla. Los otros prisioneros fueron liberados también.

—Gracias a Dios. Mein Herr, ¿queréis llamar a Hans y advertirle de la ira de su señor?

—Me temo que es demasiado tarde para eso. Cuando aseguré el tesoro del duque le di a Hans permiso para llevar volando a su compañero muerto a las criptas krenk.

Dietrich se levantó, alarmado.

—¡Qué! Debemos volver rápido, antes de que sea demasiado tarde.

Manfred frunció los labios.

—Siéntate, pastor. Sólo un loco se aventura de noche por ese camino. Lo que Grosswald tenga en mente ya está decidido. ¡Sin embargo, por mi honor, si no trata bien a Hans, Grosswald las pagará!

Dietrich no estaba seguro de que Manfred tuviera poder para castigar a Grosswald, a menos que éste lo permitiera. Los krenken temían al frío del invierno, pero su arrogancia se caldearía con el clima y sus juramentos podrían fundirse con las nieves.


Dietrich durmió relativamente bien. No esperaba que la tregua entre los krenken durara, pues sus costumbres requerían sumisión, no equilibrio. Su «Red» no era de juramentos y obligaciones mutuas, sino de autoridad y obediencia, y se debía menos al poder cognitivo de sus voluntades que al poder estimativo de sus apetitos.

La luna nueva se había puesto y, entre cortas cabezadas, Dietrich había visto a Orión y sus sabuesos perseguir a Júpiter. Ahora los cazadores, cansados de la persecución, se ponían bajo las alturas de Breitnau, y la Estrella Perro, la más brillante de todas, se posaba amarilla sobre la cima de la montaña. Dietrich había leído a Ptolomeo en el quadrivium de París, y Ptolomeo había descrito como roja la Estrella Perro. Tal vez el griego se había confundido, o se trataba de un error del copista; pero Hans había dicho que las estrellas podían cambiar y Dietrich se preguntó si éste era un ejemplo de la corruptibilidad de los cielos.

Sacudió la cabeza. Según Virgilio, la Estrella Perro causaba muerte y enfermedad. Dietrich la contempló hasta que desapareció de vista, o hasta que se quedó dormido por fin.

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