I. AGOSTO DE 1348 Maitines, en la conmemoración de la muerte de Sixto II y sus diáconos

Dietrich despertó con una sensación de inquietud en el corazón, como una voz grave cantando desde un rincón oscuro del coro. Abrió los ojos y escrutó la habitación. Una vela que chisporroteaba en su candelero proyectaba sombras sobre la mesa y la palangana, el reclinatorio y el libro de salmos, y hacía que la figura del crucifijo se agitara como si intentara desclavarse. En los rincones y ángulos del cuarto, las sombras se hinchaban cargadas de secretos. A través de la ventana que daba al este, un oscuro brillo rojo, fino como un cuchillo a través de la garganta, recortaba la cima del Katerinaberg.

Inspiró profundamente, para calmarse. La vela indicaba que ya tocaban maitines de todas formas, así que apartó la manta y se cambió el camisón por una sotana. Se le puso la carne de gallina y el vello se le erizó en la nuca. Dietrich se estremeció y se abrazó. «Hoy va a suceder algo.»

Junto a la ventana había una mesita de madera con una jofaina y un aguamanil. El aguamanil era de cobre, tallado en forma de gallo, con las plumas labradas por el hábil buril del artesano. Cuando lo inclinó, el agua cayó del pico hasta sus manos y el cuenco.

—Señor, lava mis pecados —murmuró.

Sumergió las manos en el agua fría del cuenco y se la echó en la cara. Una buena friega dispersaría los temores nocturnos. Con un trozo de jabón se restregó las manos y la cara. «Hoy va a suceder algo.» ¡Menuda profecía! Su miedo le hizo sonreír un poco.

Por la ventana vio una luz que se movía, casi al pie de la montaña. Aparecía, avanzaba un poco, luego desaparecía, sólo para volver a materializarse al cabo de un momento y repetir la danza. Dietrich frunció el ceño, sin saber qué era. ¿Una salamandra?

No. Un herrero. Dietrich fue consciente de su tensión sólo en el momento de liberarla. La fragua se hallaba al pie de la montaña, con la casita del herrero al lado. La luz era una vela que se movía de un lado a otro ante una ventana abierta: Lorenz, caminando como una bestia enjaulada.

Vaya. El herrero también estaba despierto y evidentemente nervioso, o lo estaba su mujer.

Dietrich tomó el aguamanil para enjuagarse el jabón y sintió un picotazo en la palma.

—¡Santa Catalina!

Dio un paso atrás, derribando la jofaina y la jarra al suelo, donde el agua jabonosa se desparramó sobre el enlosado de piedra. Se buscó alguna herida en la mano y no encontró ninguna. Después de un instante de vacilación, se arrodilló y recogió el aguamanil, sujetándolo con precaución, como si pudiera picarle de nuevo.

—Eres un gallo atrevido. Mira que picotearme de esa forma… —le recriminó al recipiente.

El gallo, ajeno a la advertencia, se dejó colocar en su sitio. Mientras se secaba las manos con la toalla, Dietrich advirtió que tenía los pelos de punta, como el pelaje de un perro antes de una pelea. La curiosidad se debatía con el miedo. Se arremangó la sotana y vio que el vello de su brazo también estaba erizado. Aquello le recordó algo sucedido hacía mucho tiempo, pero el recuerdo era confuso.

Consciente de sus deberes, decidió ignorar el enigma y se acercó al reclinatorio, donde chisporroteaba la vela moribunda. Se arrodilló, se persignó y, uniendo las manos, miró la cruz de hierro que había en la pared. Lorenz, el mismo herrero que caminaba de un lado a otro al pie de la montaña, había forjado la forma sacramental con un puñado de clavos y pinchos y, aunque no llegaba a parecer un hombre en la cruz, podía pasar por tal con la suficiente concentración. Recuperó su breviario del estante del reclinatorio, lo abrió por donde había marcado su oficio matutino con una cinta el día anterior.

—«Los pelos de tu cabeza están contados —leyó en la oración de maitines—. No tengas miedo. Eres más valioso que muchos gorriones…»

¿Y por qué esa oración aquel día en particular? Era demasiado adecuada. Se miró de nuevo el vello del dorso de la mano. ¿Una señal? Y si lo era, ¿de qué?

—«Los santos se regocijarán en la gloria —continuó—. Se regocijarán en sus altares. Danos la alegría de la comunión con Sixto y sus diáconos en la beatitud eterna. Te lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.»

Naturalmente. Era el día del papa Sixto II, y por eso lo mencionaba la oración de maitines. Dietrich permaneció arrodillado en silenciosa meditación acerca de la firmeza de aquel hombre, incluso en la muerte. Un hombre tan bueno como para ser recordado once siglos después de su asesinato: decapitado en la celebración de la misa. Sobre la tumba de Sixto, que el propio Dietrich había visto en el cementerio de Calixto, el papa Dámaso había hecho inscribir más tarde un poema y, aunque los versos no eran tan buenos como buen hombre había sido Sixto, contaban bastante bien su historia.

«Teníamos mejores Papas en aquellos tiempos», pensó Dietrich, y luego inmediatamente se reprendió. ¿Quién era él para juzgar a nadie? La Iglesia, aunque no perseguida abiertamente por los reyes que se decían cristianos, se había convertido en el juguete de la corona de Francia. La subordinación era una persecución más sutil, y por eso tal vez hacía falta un valor más sutil. Los franceses no habían decapitado a Bonifacio como habían hecho los romanos con Sixto…, pero el Papa había muerto por el maltrato.

Bonifacio había sido un hombre arrogante y despectivo sin un solo amigo en el mundo. Sin embargo, ¿no era también un mártir? Aunque había muerto no tanto por proclamar el Evangelio como por proclamar la Unam sanctum, para gran descontento del rey Felipe y su corte, mientras que Sixto había sido un hombre de Dios en una época sin Dios.

Dietrich miró de repente por encima del hombro, y luego se reprendió por el sobresalto. ¿Pensaba que iban a ir por él también? Era posible que lo hicieran. Pero ¿qué motivo tenía el duque Friedrich para detenerlo?

O, más bien, ¿qué motivo podía conocer Friedrich?

«No tengas miedo», le ordenaba la oración del día, la orden más frecuente en boca del Señor. Pensó de nuevo en Sixto. Si los antiguos no vacilaban ante la muerte, ¿por qué debería su propio corazón, instruido por la sabiduría moderna, tener miedo por ninguna causa concreta?

Estudió el vello erizado del dorso de su mano, se lo alisó y lo vio alzarse otra vez. ¿Cómo habría abordado Buridan ese problema, o Alberto? Marcó por dónde iba leyendo el libro para laudes; luego colocó una nueva vela en el pebetero, la espabiló y la encendió con lo que quedaba de la vela antigua.

Alberto había escrito: «Experimentum solum certificat in talibus.» Experimentar es la única guía segura.

Colocó la manga de lana de su sotana ante la llama de la vela y una sonrisa elevó lentamente sus labios. Sintió esa curiosa satisfacción que siempre lo invadía cuando por medio de la razón se planteaba una pregunta y luego buscaba una respuesta en el mundo.

Las fibras de lana de su manga también se erizaron. Ergo, pensó, la fuerza que empujaba su vello era tanto externa como material, ya que una sotana de lana no tenía parte espiritual alguna capaz de asustarse. Por tanto, el temor sin nombre que lo perturbaba no era más que un reflejo de ese impulso material sobre su alma.

Pero el conocimiento, por mucho que satisficiera al intelecto, no apaciguaba la voluntad.


Más tarde, mientras Dietrich se dirigía a la iglesia para la misa matutina, un gemido llamó su atención procedente del rincón en sombras junto a los escalones de la iglesia y, a la luz vacilante de su antorcha, vio un perro negro y amarillo allí acurrucado, con las patas delanteras cruzadas sobre el hocico. Las manchas de su pelaje se confundían en la oscuridad de modo que parecía una criatura de locura, en parte perro y en parte queso suizo. El chucho siguió a Dietrich con ojos llenos de esperanza.

Desde la cima de la colina de la iglesia, Dietrich vio un resplandor intenso, como el pálido fulgor que teñía los cielos matutinos, cubrir el Bosque Grande al otro lado del valle. Pero era demasiado temprano… y en el lugar equivocado. En lo alto de la torre de la iglesia, fuegos fatuos azulinos danzaban alrededor de la cruz. ¿Incluso aquellos que dormían en el cementerio se habían despertado de miedo? Si ese signo no tenía que producirse hasta los últimos días del mundo…

Murmuró una plegaria apresurada contra el peligro oculto y dio la espalda a las extrañas manifestaciones, volviéndose hacia las paredes de la iglesia en busca de su familiaridad.

Mi catedral de madera, la llamaba Dietrich a veces, pues sobre sus cimientos de piedra las paredes y postes y puertas de roble de Santa Catalina habían sido tallados por generaciones de diligentes artesanos con una mezcolanza de santos, bestias y criaturas míticas.

Junto a la puerta, la sinuosa figura de la propia santa Catalina apoyaba la mano en el potro donde habían querido quebrarla. «¿Quién ha triunfado? —decía su débil sonrisa—. Los que hicieron girar el potro han desaparecido, pero yo permanezco.» Sobre el dintel de la puerta, león, águila, hombre y buey se volvían hacia el tímpano, donde habían tallado la Última Cena.

Gárgolas de sonrisa obscena se asomaban por el borde del tejado, con fantásticos cuernos y alas. En primavera, de sus bocas abiertas caía la nieve derretida en las tejas inclinadas. Bajo los aleros martilleaban los Koholds. En los marcos de puertas y ventanas, paneles y columnas otras criaturas fantásticas sobresalían de la madera. Los basiliscos mostraban los dientes, los grifos y los Wyverns se agazaparan. Los centauros saltaban; las panteras dejaban escapar su dulce y amenazador aliento. Aquí un dragón huía de los caballeros de Amaling; allá, un ciópodo se alzaba sobre su único y enorme pie. Blemyae sin cabeza miraban con ojos tallados en el vientre.

Los postes de roble de las esquinas del edificio habían sido tallados con imágenes de gigantes de las montañas que sujetaban el tejado. Grim y Hilde y Sigenot y Ecke los llamaban los aldeanos. Ecke, al menos, resultaba un nombre apropiado para un poste. Alguien con sentido del humor había dado al pedestal de cada columna la forma de un cansado e irritable enano que sostenía al gigante y miraba con resignación a los que pasaban.

La maravillosa amalgama de figuras que emergía de la madera sin llegar nunca a separarse del todo de ella parecía viva. «En algún lugar —pensó Dietrich—, hay criaturas como éstas.»

Cuando el viento soplaba con fuerza o la nieve se acumulaba en el tejado, la estructura susurraba y gemía. No eran más que los crujidos de las vigas y las tablas, pero a menudo parecía que Sigenot susurrara y el enano Alberich se retorciera y santa Catalina canturreara para sí. Casi siempre los murmullos de las paredes le divertían, pero no aquel día. Con la intranquilidad que sentía, Dietrich temía que los Cuatro Gigantes soltaran su carga y se le desplomara encima el edificio entero.

En más de una casita al pie la montaña se veía ya un atisbo de luces en las ventanas, y en lo alto de la fortaleza de Manfred, al otro lado del valle, la guardia nocturna hacía su ronda alerta, mirando primero a derecha y luego a izquierda en busca de algún enemigo invisible.

Una figura corrió dando tumbos hacia él desde la aldea, recuperó el equilibrio, resbaló en la tierra. Un sollozo quebró el aire de la mañana. Dietrich alzó su antorcha y esperó. ¿La amenaza anunciada se abalanzaba hacia él descaradamente?

Pero antes de caer de rodillas sin aliento, la figura se había convertido en Hildegarde, la esposa del molinero. Iba descalza, con el pelo enmarañado y una capa puesta apresuradamente sobre el camisón. La antorcha de Dietrich titiló iluminando un rostro sin lavar. Puede que la mujer hubiera visto una amenaza, pero de otro tipo y muy familiar.

—¡Ay, pastor! —exclamó—. Dios ha descubierto mis pecados.

Dios, reflexionó Dietrich, no había tenido que buscar mucho. Ayudó a la mujer a ponerse en pie.

—Dios conoce tus pecados desde el principio de los tiempos.

—Entonces ¿por qué me ha despertado hoy con tanto miedo? Tenéis que confesarme.


Ansioso por poner los muros entre ellos y la imponente miasma, Dietrich condujo a Hilde hasta la iglesia y se sintió decepcionado, y hasta sorprendido, al descubrir que su ansiedad no disminuía. El suelo sagrado podría mantener a raya lo sobrenatural hasta el fin de los tiempos, pero lo meramente natural se colaba por donde debía.

En la quietud Dietrich oyó un suave susurro, como el de un viento leve o un arroyuelo. Protegiéndose los ojos del brillo de la antorcha, Dietrich distinguió una sombra más pequeña agazapada ante el altar mayor. Joachim el minorita estaba allí, su apresurada jaculatoria atropellándose como una multitud en desbandada de modo que las palabras se mezclaban en un susurro indistinguible.

Joachim interrumpió la oración, se dio la vuelta y se incorporó con un rápido y ágil movimiento. Llevaba un ajado hábito marrón que usaba desde hacía mucho tiempo, remendado con cuidado muchas veces. La capucha cubría unos rasgos bruscamente cincelados: era un hombrecito moreno de cejas tupidas y ojos profundos. Se humedeció los labios con un rápido lengüetazo.

—¿Dietrich…? —dijo el minorita, y la palabra tembló un poco al final.

—No temas, Joachim. Todos lo sentimos. Las bestias también. Es algo natural, una perturbación en el aire, como un trueno silencioso.

Joachim sacudió la cabeza y un rizo de pelo negro le cayó sobre la frente.

—¿Un trueno silencioso?

—No se me ocurre otra forma mejor de describirlo. Es como el tubo del bajo de un gran órgano que hace temblar el cristal. —Le contó a Joachim su experimento con la lana.

El minorita miró a Hildegarde, que se había quedado al fondo de la iglesia. Se frotó ambas manos bajo la túnica y miró de un lado a otro.

—No, este temor es la voz de Dios llamándonos para que nos arrepintamos. ¡Es demasiado terrible para ser ninguna otra cosa! —Lo dijo con la entonación que empleaba para predicar, de modo que las palabras resonaron en las estatuas que observaban desde sus nichos.

Para predicar Joachim empleaba gestos y contaba historias pintorescas, mientras que los sermones cuidadosamente razonados de Dietrich tenían un efecto soporífero sobre sus feligreses. A veces envidiaba al monje su habilidad para conmover el corazón de los hombres; pero sólo a veces. Un corazón conmovido puede ser terrible.

—Dios es capaz de llamar por medios completamente materiales —le dijo al joven. Lo hizo volverse con una suave presión en el hombro—. Ve, prepara el altar. La misa clamaverunt. Según las rúbricas hoy debe vestirse de rojo.

Un hombre difícil de tratar, pensó Dietrich mientras Joachim se marchaba, y aún más difícil de conocer. El joven monje vestía sus harapos con más orgullo que el Papa de Aviñón su corona dorada. Los espirituales predicaban la pobreza de Jesús y sus apóstoles y estaban en contra de la riqueza del clero; pero el Señor había bendecido no a los pobres, sino a los pobres de espíritu: Beati pauperes spritu. Una sabia distinción. Como habían advertido Agustín y Tomás de Aquino, la mera pobreza se conseguía con demasiada facilidad para merecer un premio como el cielo.

—¿Por qué está él aquí? —preguntó Hildegarde—. Lo único que hace es sentarse en la calle y pedir y echar sermones.

Dietrich no respondió. Había razones. Razones que llevaban tiaras doradas y coronas de hierro. Deseaba que Joachim no hubiera aparecido nunca, pues poco podía conseguir aparte de llamar la atención. Pero el Señor había dicho: «Era forastero y me aceptasteis», y él nunca había mencionado ninguna excepción. «Olvida los grandes acontecimientos del mundo más allá del bosque —se recordó—. Ya no te conciernen.» Pero otra cosa, menos reconfortante, era si el mundo que había más allá del bosque podía olvidarlo a él.


Hildegarde Müller confesó un pecado venial tras otro. Había sisado harina de los sacos de grano que le habían traído a su marido para que lo moliera, el segundo secreto peor guardado de Oberhochwald. Había codiciado el broche que llevaba la esposa de Bauer. Había desatendido a su anciano padre en Niederhochwald. Parecía dispuesta a repasar todo el Decálogo.

Sin embargo, dos años antes, esa misma mujer había dado cobijo a un peregrino harapiento que iba camino del Santo Sepulcro en Jerusalén. Brian O'Flainn había llegado caminando desde Hibernia, en el mismo confín del mundo, atravesando una tierra tumultuosa (pues ese año el rey inglés había masacrado la caballería de Francia), sólo para que el señor de la Roca del Halcón se lo robara todo. Hilde Müller había aceptado a ese hombre en su casa, curado sus heridas y magulladuras, le había dado ropa nueva del armario de su esposo, a quien eso no hizo mucha gracia, y le había puesto en camino recuperado y sano. Contra el hurto y la envidia y el egoísmo, también eso pesaba en la balanza.

El pecado no consistía en el acto concreto, sino en la voluntad. Tras la retahíla de la mujer se hallaba el pecado cardinal del cual estas transgresiones eran los signos visibles. Se podía devolver un broche o visitar a un padre; pero a menos que el defecto interior se corrigiera, el arrepentimiento (aunque fuese sincero en el momento) se marchitaría como la simiente en tierra baldía.

—Y he holgado por placer con hombres que no eran mi legítimo esposo.

Ése era el secreto peor guardado de Oberhochwald. Hildegarde Müller acechaba a los hombres con la misma fría determinación con que Herr Manfred acechaba los venados y jabalíes que adornaban las paredes de Hof Hochwald. Dietrich tuvo una súbita y desconcertante visión de lo que podía colgar de la pared de los trofeos de Hildegarde.

¿Trofeos? ¡Ay! Ése era el pecado intrínseco. El orgullo, no la lujuria. Mucho después de que los placeres carnales hubieran palidecido, el acecho y la captura de los hombres seguían siendo una afirmación de que podía tener lo que se le antojara cuando se le antojara. Su amabilidad con el peregrino irlandés… no era una contradicción sino una confirmación de ello. Lo había hecho para que se notara, para que los demás admiraran su generosidad. Incluso su interminable lista de pecados veniales era una cuestión de orgullo. Estaba alardeando.

Por cada debilidad, una fuerza; por eso, para el orgullo, humildad. Su penitencia, decidió Dietrich, requeriría las restituciones habituales. Devolver el broche, devolver la harina, visitar a su padre. No tener a ningún otro hombre más que a su marido. Tratar a cualquier peregrino necesitado, fuera cual fuese su condición, con la misma caridad que había demostrado con el noble irlandés. Pero también, como lección de humildad, debía fregar el suelo de piedra de la nave de la iglesia.

Y debía hacerlo en secreto, para que no se enorgulleciera de su penitencia.


Después, mientras se vestía en la sacristía para la misa de la mañana, Dietrich se detuvo con el cíngulo a medio atar. Había un sonido, como el de una abeja, más allá del límite de su capacidad de audición. Atraído hacia la ventana, vio en la distancia pichones y grajos dando vueltas erráticas sobre el punto donde antes había brillado aquella pálida luminiscencia. El brillo había menguado o ya no destacaba contra el cielo iluminado. Pero el espectáculo resultaba extraño de un modo inclasificable. Había una especie de pinzamiento en la perspectiva, como si el bosque se hubiera doblado y plegado sobre sí mismo.

Al pie de la colina de la iglesia, un puñado de personas deambulaba con la misma falta de rumbo que los pájaros en el cielo. Gregor y Theresia se hallaban junto a la fragua, conversando agitadamente con Lorenz. Llevaban el pelo despeinado y revuelto, la ropa pegada como si estuviera mojada. Había gente cerca, pero el trabajo habitual de la mañana se había detenido. El fuego de la fragua estaba apagado y las ovejas balaban en su corral porque los pastorcitos no aparecían por ninguna parte. Faltaba la columna de humo que normalmente marcaba el lugar de la carbonera en el bosque.

El zumbido se hizo más claro cuando Dietrich se acercó a la ventana. Al tocar levemente el cristal con una uña sintió una vibración. Sobresaltado, apartó la mano. Dietrich se la pasó por los rizos y notó entonces que su pelo se agitaba como un nido de serpientes. La causa de esas anomalías ganaba fuerza, al igual que el sonido y el tamaño de un caballo al galope aumentan a medida que éste se aproxima: podía argumentarse por tanto que la fuente del impulso se acercaba. «Ningún cuerpo puede moverse a menos que se le aplique una fuerza de empuje», había argumentado Buridan. Algo se acercaba.

Dietrich se apartó de la ventana para continuar vistiéndose y se detuvo con una mano en la casulla roja.

«¡Ámbar!»

Dietrich se acordó. Si se frotaba ámbar (elektron, como lo llamaban los griegos) contra el pelaje de un animal, el efecto era que se levantaba de modo bastante similar a su vello. Buridan lo había demostrado en París cuando Dietrich era estudiante. El maestro había encontrado tanto deleite en la enseñanza que había olvidado el doctorado… y por sus acciones se había convertido en la mayor rareza: un sabio que nunca pasaba penurias. Dietrich lo recordó frotando el ámbar vigorosamente contra el pelaje del gato, sonriendo sin darse cuenta.

Dietrich estudió su propia imagen en la ventana. Dios estaba frotando ámbar contra el mundo. De algún modo, el pensamiento lo entusiasmó, como si estuviera a punto de descubrir algo oculto. Notó una sensación de vértigo, como cuando subía al campanario. Naturalmente, Dios no estaba frotando nada contra el mundo. Pero algo sucedía que hacía que pareciera como si frotaran el mundo con ámbar.

Dietrich se acercó a la puerta de la sacristía y se asomó al santuario, donde el minorita terminaba de preparar el altar. Joachim se había quitado la capucha y los apretados rizos negros que rodeaban su tonsura bailaban movidos por el mismo ímpetu invisible. Se movía con la agilidad y la elegancia propias de los de noble cuna. Joachim nunca había conocido las chozas de los aldeanos ni las libertades de las villas francas. Tanto más asombroso era que un hombre así, heredero de importantes feudos, dedicara su vida a la pobreza. Joachim se volvió apenas y la luz del triforio recortó unos rasgos finos, casi femeninos, dispuestos de manera un tanto incongruente bajo unas cejas tupidas que se unían sobre el puente de la nariz. Quienes apreciaban la belleza de los hombres, hubiesen considerado a Joachim hermoso.

Joachim y Dietrich cruzaron la mirada un momento antes de que el monje se volviera hacia la credencia para tomar dos candelabros que se usarían en la missa lecta. Cuando las manos del minorita se acercaron a los objetos de cobre, saltaron chispas que bailaron sobre las yemas de sus dedos.

Joachim dio un salto y apartó el brazo.

—¡La maldición de Dios ha caído sobre estas riquezas!

Dietrich avanzó y lo agarró por el brazo.

—Sé razonable, Joachim. Tengo estos candelabros desde hace muchos años y nunca han mordido a nadie. Si a Dios le disgustan, ¿por qué esperar hasta ahora?

—Porque Dios ha perdido por fin la paciencia con una Iglesia enamorada de Mammon.

—¿Mammon? —Dietrich indicó el edificio de madera. Desde las vigas y los travesaños los observaban rostros salvajes. En las ventanas ojivales, los santos de los vitrales fruncían el ceño o sonreían o alzaban una mano en gesto de bendición—. Esto no es Aviñón.

Se inclinó para observar el cincelado de los candelabros: el crismón grabado en la Madre Pelícano. Acercó un dedo para tocarlo. Cuando estuvo a la distancia de un pulgar de la base se produjo un chasquido y una chispa apareció en el aire entre la yema del dedo y el candelabro. Aunque sabía lo que iba a suceder, apartó la mano tan rápidamente como había hecho Joachim. Sentía la yema del dedo como si se la hubieran pinchado con una aguja caliente. Se metió el dedo en la boca para aliviarlo y se volvió hacia Joachim.

—Uf. —Se miró el dedo—. No es nada —anunció—; parece peor por lo inesperado. —Había sido muy parecido al incidente con el aguamanil, pero más fuerte. Una nueva prueba a favor de que algo se acercaba—. Pero es puramente material. Hace un momento he recordado un truco con ámbar y pelaje animal que surte un efecto similar.

—Pero los pequeños rayos…

—Rayos —dijo Dietrich. Una nueva idea se le ocurrió. Se frotó el dedo, ausente—. ¡Joachim! ¿Podría ser esta esencia de la misma especie que el rayo mismo?

Sonrió de oreja a oreja y tocó de nuevo el candelabro, creando otro arco. ¡Fuego de la tierra! Se echó a reír y el minorita se apartó de él.

—Imagina una noria forrada de pieles frotando contra placas de ámbar —le dijo al monje—. ¡Podríamos generar esta esencia, este elektronikos y, si aprendiéramos a controlarlo, dominar el rayo mismo!

¡El rayo golpeó sin previo aviso!

Dietrich sintió el fuego recorrer todo su ser. A su lado, el minorita arqueó la espalda, los ojos abiertos de par en par y los labios contraídos. Saltaron chispas entre los dos candelabros.

Un gran estallido de luz inundó los vitrales de la pared norte de la iglesia proyectando arco iris. Santos y profetas quedaron bañados en luminosa gloria: María, Leonardo, Catalina, Margarita de Antioquía brillantes como el sol. El fulgor recorrió las imágenes y jugó en el oscuro interior de la nave, moteando las estatuas y columnas de dorado y amarillo y rojo y blanco de modo que parecían moverse. Joachim se hincó de rodillas e inclinó la cabeza, protegiéndose el rostro de las radiantes ventanas. Dietrich se arrodilló también, pero no dejó de mirar a todas partes, tratando de abarcarlo todo.

Una avalancha de truenos siguió a los relámpagos, y las campanas de la torre entonaron una loca y arrítmica cadencia. Las vigas de la iglesia crujieron y gimieron y el viento se coló por las rendijas del tejado, aullando como una bestia. Grifos y wyverns rugieron. Los enanos de las cavernas gruñeron. Los vitrales crujieron y se quebraron formando telarañas.

Y entonces, tan bruscamente como había empezado, la luz menguó y los truenos y el viento se calmaron. Dietrich esperó, pero no sucedió nada más. Inspiró profundamente y notó que la sensación de temor lo había abandonado también. Susurrando una breve oración de agradecimiento se puso en pie. Miró a Joachim, que se había encogido en el suelo con los brazos sobre la cabeza, luego se volvió hacia la credencia y tocó el candelabro.

No sucedió nada.

Miró las ventanas rotas. Lo que se acercaba, fuera lo que fuese, había llegado.

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