XXI. JUNIO DE 1349 La Natividad de San Juan Bautista

La misa, Recordare, Domine, fue en nona y Santa Catalina se llenó de atemorizados curiosos. Burg y Dorp por igual estaban allí, y los krenken también, incluso los que no habían sido bautizados, pues todos sabían que una portentosa noticia había llegado al pastor. Manfred y su familia, advertidos de antemano, ocupaban la zona frontal para dar ejemplo. Dietrich celebró conjuntamente con el capellán, el padre Rudolf, un hombre vanidoso y arrogante muy consumido con el prestigio de su cargo. Sin embargo, el pálido semblante de Rudolf, como la ruina de un templo romano, exigía piedad y Dietrich le dirigió las palabras del Salvador: «No tengas miedo, pues siempre estaré contigo.»

La carta del obispo, cuando la leyó en voz alta, no tuvo el sonido capaz de encoger el corazón de la desapasionada declaración del heraldo. Unos cuantos ciudadanos de Estrasburgo habían caído enfermos con los inconfundibles signos, pero no en los grandes números que habían asolado París ni, el año antes, Italia. Sin embargo, se advertía a todas las parroquias para que se preparasen. Se pedían oraciones especiales por Estrasburgo… y por Basilea y Berna, pues se sabía que la peste había llegado a Berna en febrero y a Basilea en mayo.

Con esta noticia, Anna Kohlmann se arrojó llorando al suelo y fue imposible consolarla.

—¡Bertram! —gimió—. ¡Ach, Bertram!

Manfred, que había enviado al muchacho a Berna, mantuvo el gesto adusto.

En medio de esta conmoción, avanzó desde el fondo de la nave Ilse Krenkerin. Como Kratzer, estaba muy debilitada por su negativa a beber el elixir y se movía usando muletas de extraña forma; pero las dejó y se acercó a Anna apoyándose en las manos y las rodillas, y procedió a dar golpecitos a la muchacha. Alguien gritó por el ataque. Pero Joachim contuvo a la multitud y se plantó ante las dos muchachas, gritando que se trataba tan sólo de una caricia krenken.

—Conozco las frases dentro de tu cabeza —le dijo Ilse a Anna, y el Heinzelmännchen repartió las palabras a una docena de arneses de cabeza, y los susurros las extendieron más allá—. Yo morí cuando cayó Gerd. Pero cayó cumpliendo su deber por el bien común y lo veré cuando mi energía entre en las tierras del señor-del-cielo.

Joachim repitió estas sencillas palabras de fe a la congregación reunida. Esto provocó murmullos de acuerdo y muchos asentimientos de cabeza, pero fue de poco consuelo para Anna Kohlmann.

Después de la ceremonia, Dietrich y el padre Rudolf se cambiaron de ropa en la sacristía.

—El obispo tan sólo ha escrito que podría venir aquí —dijo el capellán—. Sólo que podría. No que lo vaya a hacer. —Parecía encontrar mucho consuelo en la gramática—. Y Estrasburgo está lejos. Alsacia es frontera del Reich francés. No tan lejos como Aviñón o París, pero…

Dietrich dijo que ese tipo de informes a menudo eran exagerados.


Durante varios días la gente permaneció encerrada en casa o comentaba que la peste no llegaría tan arriba, a las montañas. «El mal aire es pesado —anunció Gregor con confianza— y siempre busca un nivel inferior.» Pero Theresia decía que Dios había creado su instrumento y sólo el arrepentimiento podía detener su mano. Manfred se mostraba más pensativo.

—Esas campanas que oímos el día de las rogativas —le dijo a Dietrich—. Eran de Basilea, creo, y nos las trajo un soplo de viento. Dios nos estaba advirtiendo.

Hans sugirió marcar los tiempos y localizaciones de los brotes en una carta-de-tierra, con lo que Dietrich supuso que se refería a una carta portulana. Pero como no había ninguna en la aldea y la mayoría de esas cartas eran simbólicas, la sugerencia quedó en nada. Los krenken desconocían la geografía para elaborar lo que Hans llamaba «una verdadera carta». De cualquier forma, todos los hombres sabían que viajar de Berna a Basilea y Estrasburgo era pasar por Friburgo y luego seguir los caminos hacia el Alto Bosque. Un giro al este y… Se habían salvado, no obstante, por muy poco.


Ilse Krenkerin murió unos días después de la misa de la peste y Dietrich ofreció por ella un oficio de difuntos en Santa Catalina. Hans, Gottfried y los otros krenken bautizados llevaron el catafalco a la iglesia y lo depositaron delante del altar. Shepherd asistió en silencio, pues Ilse había formado parte de su grupo de peregrinos. No se mostró irrespetuosa en modo alguno durante la ceremonia, aunque Dietrich no podía decir si por reverencia o por mera curiosidad. Sólo unos cuantos aldeanos acudieron, ya que en su mayoría estaban recluidos en sus casas. Norbert Kohlmann asistió, y Konrad Unterbaum y su familia. También lo hicieron, sorprendentemente, Klaus y Hilde. Hilde lloró al ver el cadáver de Ilse y su marido no fue capaz de consolarla.

Después, los krenken se llevaron a su compañera para guardarla en las cajas-frías hasta que fuera necesaria su carne.

—Vendé sus heridas —dijo Hilde mientras los habitantes de Hochwald contemplaban a los krenken avanzar por el valle del Oso hacia su nave. Dietrich la miró—. Se hirió en el naufragio, y yo vende sus heridas —repitió ella.

Klaus le rodeó el hombro con un brazo.

—Mi esposa es compasiva —dijo; pero la mujer se libró del brazo.

—¡Compasiva! ¡Fue un penitencia terrible la que se me impuso! Ilse apestaba y un chasquido de sus mandíbulas podía arrancarme la muñeca. ¿Por qué debería llorar por ella? Es una carga menos para mi penitencia.

Se secó la cara con un pañuelo, se dio la vuelta y casi chocó con Shepherd cuando huía.

—Explica, Dietrich —dijo Shepherd—. ¡Todas esas oraciones sobre el cadáver! ¡Toda el agua vertida, todo el humo agitado y revuelto! ¿Qué consigues? ¿Qué bien le hace a Ilse? ¿Qué bien? ¿Que bien? ¿Qué les digo a sus dadores-de-nacimiento?

Echó atrás la cabeza y chasqueó sus labios laterales tan rápido que causaron un zumbido que se convirtió en una nota musical, y una parte remota de la mente de Dietrich se complació al aprender que un tono era una frecuencia aguda de chasquidos. Shepherd dio un salto, no hacia la bonita cabaña de Klaus y Hilde, donde se alojaba, sino hacia los campos en barbecho del Bosque Grande.

—Nunca los había considerado como nosotros hasta hoy —dijo Konrad Unterbaum—. Pero conozco su corazón: eso lo conozco.


Joachim estaba sentado en un taburete pequeño junto al jergón de Kratzer y le daba de comer unas gachas a la criatura con una cuchara. Fuera, las veletas giraban y nubes oscuras se atropellaban unas a otras mientras corrían por el cielo. Destelló una nube lejana sobre las tierras llanas. Dietrich, que estaba de pie junto a la ventana abierta, olió la lluvia en el aire.

—Vuestro clima agrada —dijo una voz en el arnés de cabeza, tan fuerte que Dietrich tardó un momento en identificarla como perteneciente a Kratzer. Debería haber jadeado y parecido débil, como correspondía a su estado, pero el arte del Heinzelmännchen no llegaba a tanto—. El cambio en el aire acaricia mi piel. Vosotros no tenéis este sentido. No, no sentís la presión del aire. ¡Pero, ach! ¡Esa lengua vuestra! ¡Qué soberbio órgano! Nosotros no saboreamos nada tan intensamente como vosotros. ¡Qué afortunado es eso! ¡Qué afortunado! Con una escuela de filósofos regresaré a este lugar para estudiar. Desde la gente-pájaro del Mundo Hogar-Acantilado no he conocido a nadie tan fascinante como vosotros.

Kratzer divagaba cuando hablaba de regresar, pues cada vez resultaba más claro que no se marcharía…, excepto de la forma en que todos los hombres abandonan este mundo. Dietrich sintió un gran arrebato de piedad y se acercó al jergón para acariciar a la extraña criatura de su propia extraña manera.


Cada día, Dietrich y Joachim preparaban una comida para el debilitado Kratzer, probando diversos ingredientes con la esperanza de que uno contuviera la sustancia que su cuerpo necesitaba. Hicieron guisos con frutas improbables y tés de hierbas dudosas. Nada podía hacer más daño que no hacer nada. El filósofo había rechazado el frasquito que contenía el vil caldo del alquimista y cada día su piel callosa se volvía más moteada.

—Sangra por dentro —explicó la médico krenk, cuando Dietrich tuvo que recurrir a sus habilidades—. Si no quiere beber el caldo, no hay nada que yo pueda hacer. Y aunque lo beba —añadió—, sólo prolongará la agonía. Toda nuestra esperanza está en Hans, y Hans se ha vuelto loco.

—Rezaré por su alma —dijo Dietrich, y la médico extendió el brazo despreciando las almas, la vida, la muerte, la esperanza.

—Tú puedes creer que la energía puede vivir sin el cuerpo para mantenerla —replicó la krenken—, pero no me pidas a mí esas tonterías.

—Pones el arado antes que el buey, doctora. Es el espíritu el que mantiene al cuerpo.

Pero la doctora era materialista y no quiso oírlo. Buena en las cosas pequeñas, como esa gente era a menudo, consideraba que el cuerpo krenk no era más que una máquina, como una noria, y no tenía en ninguna consideración las aguas veloces que lo movían.


Cuando pasó una semana sin tener más noticias, el temor a la peste empezó a desvanecerse y la gente se rió de aquellos que habían tenido tanto miedo. Por la Natividad de San Juan, las celebraciones los hicieron salir de sus cabañas. Los arrendatarios entregaron a la parroquia su tributo de carne y encendieron hogueras en las montañas, incluso en el Katerinaberg, de modo que la noche de vigilia estuvo salpicada de brillos rojizos. Los niños corrían por la aldea trazando feroces arcos con sus antorchas para espantar a los dragones. Al final, encendieron una gran bola de leña y matojos en el prado de la iglesia, la hicieron rodar colina abajo y un gran suspiro escapó de cien labios, pues se volcó a un lado a la mitad del camino. Los niños se rieron encantados por la diversión de las llamas, pero sus mayores rezongaron por la mala suerte que esto significaba. Lo normal era que la feroz rueda llegara al pie sin caerse, les dijeron las ancianas a los ancianos, quienes asintieron sin llevarles la contraria, aunque la memoria pudiera decir lo contrario.

Hans separó los labios.

—Supervisar vuestras costumbres era la gran obra de Kratzer y tengo la frase en mi cabeza de que este ejemplo podría complacerle.

—Se está muriendo.

—Y así descansará.

Dietrich guardó silencio. Tras unos instantes, dijo:

—Amabas a tu amo.

¡Bwa-wa! ¿Cómo podría no hacerlo? Está escrito en los átomos de mi carne. Sin embargo, un mordisco más de conocimiento para alimentar su mente le gustaría. —Se envaró bruscamente y se quedó inmóvil—. Gottfried-Lorenz llama. Hay problemas.


Gottfried llevaba una corona de flores y se había quitado sus calzas de cuero para saltar entre los danzantes. Pocos advertían ya la costumbre, ya que no tenía ningún órgano vergonzoso que mostrar. Al menos, ninguno que las mujeres pudieran reconocer como tal. De algún modo, en el baile, había rozado la cabeza a Seppl Bauer con su brazo aserrado y el joven yacía postrado entre las fluctuantes antorchas. Algunos entre la multitud gruñían. Otros se habían congregado haciendo preguntas.

—¡El monstruo ha atacado a mi hijo! —declaró Volkmar. Extendió el brazo para abarcar a los vecinos—. Todos lo vimos.

Unos cuantos asintieron y murmuraron. Otros sacudieron la cabeza. Unos cuantos gritaron que había sido un hecho fortuito. Ulrike, embarazada, gritó al ver a su marido en el suelo.

—¡Bestia! —le chilló a Gottfried—. ¡Bestia!

Dietrich vio ira, confusión, miedo, reconoció los signos. Advirtió con el rabillo del ojo a un puñado de krenken que se reunían más allá del cerco de luces, y uno, que tenía entre ellos el rango de sargento y era conocido como Max Saltarín, había abierto la bolsa donde guardaba su pot-de-fer.

Dietrich llamó al cantero.

—Gregor, ve al castillo y trae a Max. Dile que tenemos un asunto para la justicia del Herr.

—¡Del duque, querréis decir! —gritó Volkmar—. El asesinato es cosa de la justicia superior.

—No. ¡Mira! Tu hijo respira. Sólo hace falta que le vuelvan a coser el cuero cabelludo y que descanse un poco.

—¡No lo haréis vos! —replicó Volkmar—. Vuestra compasión por esos demonios es un escándalo.

Lo que podría haber sucedido entonces permaneció en suspenso, pues Max llegó con media docena de hombres armados e impuso sobre ellos la paz del Herr. Manfred, cuando llegó mucho más tarde, declaró que el asunto había sido un accidente y decidió que el juicio completo de los hechos esperaría a la corte anual de San Miguel.

La multitud se dispersó, hosca, y algunos dieron una palmada en el hombro a Volkmar, mientras que otros le dirigieron una mirada de disgusto.

—Volkmar no es mal hombre —le dijo Gregor a Dietrich—, pero la lengua se le dispara sola sin que se dé cuenta. Y dice cosas con tanto convencimiento que después no puede negarlas sin parecer idiota.

—Gregor, en ocasiones pienso que eres el hombre más inteligente de Oberhochwald.

El cantero se persignó.

—Dios no lo quiera, que eso no es gran cosa.


Cuando los celebrantes se dispersaron Dietrich se quedó a solas con Hans y Gottfried. Hans dijo:

—El Herr es un hombre inteligente. Dentro de tres meses, en la corte, y mucho antes, todas estas cuestiones se habrán olvidado.

Gottfried tocó a Dietrich en el hombro, sobresaltándolo.

—Padre, he pecado —dijo el krenk—. No fue un accidente. Seppl me insultó y le golpee sin pensar.

Dietrich observó a su converso.

—La culpa puede ser debida a las circunstancias —concedió—. Si tu instinctus fue más fuerte que tú…

—Golpearlo no fue mi pecado.

—¿Cuál, entonces?

—Después… me sentí feliz.

—Ah. Eso sí es serio. ¿Cómo te provocó?

—Se alegró de que pronto ya no estuviéramos.

Dietrich ladeó la cabeza.

—¿Porque pasáis hambre? ¿Esperaba vuestra muerte?

—No, se refería a nuestro navío. No lo pensé. Podría haberse referido a una «despedida». Tal vez no conociera nuestro fracaso.

Dietrich se detuvo y agarró a Gottfried por el brazo, cosa que hizo que el krenk se quedara inmóvil y preparara un golpe por instinto.

—¿Fracaso? ¿Qué significa eso?

—El alambre no servirá —dijo—. Hay una medida… ¿Sabes cómo se rompe una cuerda si tira de ella demasiado peso? Nuestro molino elektronik también se rompe, aunque de un modo diferente. Con cada prueba, se hace menos fuerte. Hicimos las sumas y…

Gottfried guardó silencio y Hans lo tocó varias veces en el torso.

—Pero la doctrina de las posibilidades, hermano —le dijo a Gottfried—, no da ninguna certeza. Ofrece todavía una posibilidad de éxito.

—También hay una posibilidad de que Volkmar Bauer me acaricie —respondió Gottfried. Miró a Dietrich directamente, al modo humano—. La debilidad es tal que nuestro navío puede caer al abismo entre los mundos, pero careceremos de poder para volver a subir a la costa lejana. Un duro destino.

—O un destino fácil, hermano —dijo Hans—. ¿Quién ha regresado jamás para decirnos qué pasará?

Gottfried apartó el brazo de Hans y se marchó dando saltos colina abajo. Dietrich lo observó irse. Luego se volvió hacia Hans.

—Siempre has sabido que fracasarías.

Los ojos de Hans eran inescrutables.

—¿Un aparato como ése? ¿Alambre extraído con tenazas por un niño en un torno? ¿Sin revestimiento para que el alambre contenga sus fluidos? Hemos hecho el mejor trabajo posible, pero tiene más remiendos y parches que la ropa del bufón de Manfred. Pensé que el fracaso era probable desde el principio.

—Entonces… ¿por qué fingir?

—Porque tenías razón. Cuando el alquimista fracasó, mi gente no habría visto ante ella más que la muerte aguardando. Les hemos dado otra cosa durante estas últimas cinco lunas. La esperanza puede ser un tesoro más grande que la verdad.


Cuando regresó a la rectoría, Dietrich encontró a Kratzer tendido en su camastro, abriendo y cerrando sus labios blandos, aunque demasiado despacio para que el gesto fuera una carcajada. Recordó que Hans había hecho una vez lo mismo bajo un cielo anónimo. «Está llorando», pensó Dietrich, y le pareció extrañamente conmovedor que, tanto para el krenk como para el hombre, la apariencia externa de las lágrimas se pareciera a la risa.

Kratzer era materialista. ¿Por eso lloraba? Todos los hombres temían naturalmente la muerte. Sin embargo, un materialista, al no esperar nada más allá del umbral, podía temer más el tránsito. Se inclinó sobre el camastro de Kratzer, pero sólo vio su propia miríada de reflejos en aquellos extraños ojos dorados. No había lágrimas, no podía haber lágrimas y, al carecer de ellas, ¿cómo podía sangrarse el humor melancólico?

Los krenken estaban lastrados en todas las expresiones; sus humores se ampliaban al ser contenidos, como la pólvora negra en uno de los tubos de papel de Bacon. Lloraban más profundamente, se enfurecían más apasionadamente, celebraban más salvajemente, retozaban más lentamente. Pero no conocían ningún poema ni cantaban ninguna canción.

Y sin embargo, igual que un hombre podía ser feliz sin saber nada (feliz antes de que hubiese norias y lentes y relojes mecánicos, cuando la vida era más dura que en tiempos más modernos), también podían los krenken vivir contentos hasta su llegada al Hochwald.

Dietrich cruzó el edificio exterior para traer algo de grano con el que hacer unas gachas. En el alféizar de la ventana, junto al saco de grano, estaba el frasco de Kratzer. Estaba hecho con un material blanco y semiopaco que Kratzer había llamado «aceite-de-roca», y el sol, al pasar a través del fino hule que servía de pantalla en la ventana, proyectaba su contenido en la sombra. Dietrich tomó el frasco.

No estaba equivocado. El nivel había disminuido.

Tras regresar a la rectoría, contempló al filósofo. «Ahora sé por qué lloras, amigo mío.» El espíritu estaba dispuesto, pero la carne es débil y el temor de Kratzer había tirado del tapón que su repulsión quería mantener cerrado.

—¿Sabes que ha bebido? —le preguntó Dietrich al monje, que estaba arrodillado rezando.

Los murmullos de Joachim cesaron y el monje asintió, una vez.

—Con esta misma cuchara le di de comer. Le he servido a sus amigos y compañeros. Dios actúa de modo misterioso. —Se sentó sobre sus talones—. El cuerpo no es más que un recipiente: sólo el espíritu es real. Nosotros respetamos nuestro cuerpo como imagen de Dios, pero sus cuerpos no están hechos a imagen de Dios y por eso pueden ser usados de maneras que no nos están permitidas.

Dietrich no respondió a la casuística. Observó al minorita recoger los finos gránulos verde oscuro que expulsaba el cuerpo del krenken y echarlos en un cubo.

—Pero si el cuerpo se consume, ¿qué queda para la resurrección de los muertos? —preguntó.

Joachim limpió a la criatura.

—¿Qué queda cuando lo consumen los gusanos? No pongáis límites a Dios. Con él, todas las cosas son posibles.


Poco después de la Natividad de San Juan, llegó un buhonero que venía del valle del Oso con un mulo cargado de mercancías. Pidió permiso al Herr para montar un puesto en el prado durante unos cuantos días. Era un hombre cetrino de anchos y gruesos bigotes, con pulseras en las muñecas y dos aretes de oro en las orejas. Encendió su fragua y prometió todo tipo de milagros reparadores. Mostró también los adornos que había conseguido en Oriente. Se hacía llamar Imre y decía tener sangre húngara. Hizo un buen negocio vendiendo diversas bagatelas y reparando ollas y sartenes.

Al día siguiente, a la hora del ángelus, Dietrich lo abordó cuando guardaba sus artículos para la noche.

—¿Tenéis algo para que lo arregle? —preguntó el hombre.

—Estás lejos de casa —sugirió Dietrich.

Eso provocó un alegre encogimiento de hombros.

—El hombre que en casa se queda, no puede ser buhonero —replicó—. Sólo Soprón, el tendero. Vende a los vecinos, ¿y qué gana? Lo que yo hago, lo hago. Mirad, ¿dónde habéis visto las cosas que traigo?

Rebuscó en un cofre y sacó un pañuelo blanco con peces y cruces bordados con vivos tonos de rojo y azul.

—¿Dónde se ve un pañuelo tan fino?

Dietrich fingió estudiar la mercancía.

—Conseguirías mejor precio por él en Viena o en Munich que en un pueblecito de las montañas.

El hombre se lamió los labios y miró a un lado. Se atusó el bigote.

—A los gremios de las ciudades no les gustan los buhoneros. Pero aquí, ¿cuándo ven uno?

—Con más frecuencia de lo que crees, amigo Imre. Friburgo no está tan lejos.

No mencionó que las historias de demonios habían mantenido a raya últimamente ese tráfico. Que Imre pudiera ver a un krenk incauto era una posibilidad a la que Dietrich ya se había resignado.

—Ahora, si me devuelves el broche de Volkmar, te daré un buen consejo. Las sustituciones de metal básico son demasiado arriesgadas para una aldea tan pequeña, donde cada hombre conoce sus pocas posesiones con mayor intimidad que la gente de ciudad.

Imre hizo una mueca y sacó de su bolsa el adorno. Dietrich comprobó el cierre y vio que había sido reparado con considerable habilidad.

—Un hombre de tu habilidad no tiene por qué recurrir a este tipo de robos. —Le tendió la pieza de estaño que el buhonero había sustituido—. Si te marcan como ladrón, ¿quién comerciará contigo?

Imre dejó caer el falso broche en su bolsa y se encogió de hombros.

—Los hombres hábiles también tienen que comer. El amigo quería que le vendiera el broche en Friburgo. Engañar a su esposa y quedarse el dinero.

—Sería mejor que te marcharas —le dijo Dietrich—. Volkmar hablará con los demás.

De nuevo, Imre se encogió de hombros.

—Los buhoneros vienen, los buhoneros van. Si no, no habría buhoneros.

—Pero no vayas ni a Estrasburgo ni a Basilea. La peste ha aparecido allí.

—Oh… —El magiar miró hacia el este, hacia el valle del Oso—. Bien. Entonces no iré a esos sitios.

El buhonero regresó a Oberhochwald tres días más tarde, aunque Dietrich no se enteró hasta después de mediodía. El propio Manfred, que había salido a dar un paseo a caballo con Eugen y uno de los caballeros del castillo, lo vio llegar por el camino de Niederhochwald. Imre declaró que tenía que hablar en privado con el Herr y Manfred se lo llevó aparte. Eugen no se alejó demasiado, y al oír jadear al Herr y pensar que había sido golpeado a traición, dejó sin sentido al buhonero con un golpe plano de espada. Esto resultó ser una injusticia, como Manfred refirió a un consejo apresuradamente convocado después en el gran salón.

—La peste ha llegado a Bisgrovia —anunció sin más preámbulos.

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