XVII. ABRIL/MAYO DE 1349 Hasta el Domingo de Rogativas

En primavera, parecía que los krenken siempre habían estado allí. Se habían implicado en las rivalidades, los ritmos, las amistades y los celos de la aldea y el señorío, y habían empezado a participar en ceremonias y festejos. Tal vez, al estar privados de la compañía de los suyos, su instinctus los impulsaba a buscar ese consuelo. Cuando Franzl Nariz-larga fue herido por caballeros forajidos acampados en una cueva al pie del Feldberg, dos krenken usaron sus arneses voladores para buscar a los forajidos, aunque sin ningún éxito.

—Hombres de Von Falkenstein —le dijo Max a Dietrich más tarde—, que huyeron a los bosques cuando cayó la Roca. Creía que habían escapado hacia Breitnau.

El golpe de Shepherd, tan largamente esperado, se produjo un domingo. Muchos krenken, a través de una traducción demasiado literal, habían esperado que el señor-del-cielo llegara en Pascua y los rescatara, y después se sintieron muy desalentados. Shepherd (que no lo había interpretado mal) había situado cuidadosamente a su gente esperando esta decepción. Se había insinuado a Herr Manfred, siempre entre los labios de Gschert y el oído de Manfred. Pretendía que Manfred se acostumbrara a escuchar sus consejos además de los de Gschert… para, al final, sustituirlos. Manfred, que no desconocía las intrigas de sus vasallos, era claramente consciente de sus maniobras.

—Está pensando en deponerlo —le dijo a Dietrich una tarde cuando paseaban con Max por las murallas del castillo—. Como si mi juramento para protegerlo no significara nada.

—Ella me dijo que los krenken juegan entre sí a un juego de posición y maniobra —dijo Dietrich—. Creo que está aburrida y esto alivia su tedio. Un pueblo curioso.

—Un pueblo paciente —respondió Max—. Dios puede haberlos creado para tender emboscadas o trabajar como centinelas; pero para las intrigas, el italiano más tonto podría dejarlos en calzones.

Shepherd pareció molesta cuando Manfred rechazó su toma de poder y asignó guardias al barón Grosswald. Dietrich no estaba seguro de hasta qué punto serían un gran obstáculo si Shepherd llevaba su golpe al límite, pero los krenken no parecían querer enfadar a su anfitrión. La mayoría de los peregrinos y uno de los filósofos de Kratzer declararon su lealtad a Shepherd, quien al final optó por la secesión.

Gschert se acostumbró al papel de Herr de los krenken y capeó el temporal, como suele decirse, aunque la secesión, primero de Hans y sus compañeros y luego de Shepherd y sus peregrinos, redujo bastante su poder. La mayor parte de los miembros de la tripulación permanecieron leales a él, y tal vez se había convencido a sí mismo de que era debido a su autoridad. A veces se le veía de pie en el parapeto del castillo, quieto como una roca, contemplando el mundo con aquellos grandes ojos amarillos y pensando nadie sabía en qué. Dietrich nunca penetró la conciencia de aquel señor cruel y arrogante.


Mayo brotó a partir de las lluvias de abril, y las flores silvestres motearon los prados y bosques. El olor intenso de la savia y la fragancia de los tréboles llenaban el aire. Abejas diligentes revoloteaban entre las flores, molestando a los osos recién despiertos. Pero en la perpetua lucha por la miel entre el oso y las abejas, eran los hombres quienes ponían el equilibrio, pues cazaban a uno y criaban a las otras.

En la noche de Valpurgis, las hogueras iluminaron las cimas de las montañas para asustar a las brujas. Como dictaba la costumbre, Manfred se pasó el día jugando con los hijos ilegítimos de los aldeanos, mientras esos mismos aldeanos bailaban alrededor de postes adornados y saltaban las hogueras y aseguraban un jugoso suministro de esos niños para años futuros.

Dietrich y Hans estaban sentados en el prado de la iglesia, contemplando la celebración.

—Se dice que la antigua raza pelirroja que una vez poseyó estas tierras encendía esas hogueras para señalar la mitad de la primavera.

—La gente que llamas paganos —dijo Hans.

—Un tipo de paganos. Los romanos habían dejado atrás esas frivolidades, uno de los motivos por los que cayó su imperio. Era demasiado serio para durar.

—Entonces los cristianos tomaron estas costumbres de los paganos.

Dietrich sacudió la cabeza.

—No, los paganos se convirtieron en cristianos y, simplemente, conservaron sus costumbres. Por eso, igual que los romanos, hacemos regalos en Navidad y, como los germanos, decoramos árboles en las ocasiones festivas.

—Y como la raza pelirroja, encendéis hogueras y bailáis alrededor de postes. —Hans separó los labios—. Supervisar vuestras costumbres era el gran trabajo de Kratzer y yo tengo la frase en mi cabeza de que este ejemplo le complacerá. Tal vez… —Se envaró un momento—. Tal vez lo visite.

Abajo, entre los celebrantes, el filósofo trabajaba con ahínco con su aparato fotografik.


El Domingo de Rogativas, Hans y los otros krenken enfeudados se unieron a los aldeanos en la procesión anual del señorío. Dietrich los guió después de misa, vestido con una capa verde y agua bendita en un cubo de latón con la imagen grabada de un manantial brotando de una roca. Tras él, en orden de precedencia, marchaban Klaus y Hilde, luego Volkmar y sus parientes y los otros ministeriales de ese año, y detrás la masa de aldeanos, doscientas personas, charlando y riendo, con niños correteando entre ellos de manera tan azarosa y ruidosa como las abejas en los prados. Hans y Gottfried caminaban junto a Dietrich. Gottfried llevaba el hisopo y Hans el cubo.

Pero Dietrich recordaba cuando la niña Theresia había resbalado con aquel mismo hisopo en la mano y Lorenz el herrero llevaba el cubo y sostenía la capa. ¿Había tomado Gottfried el antiguo trabajo de Lorenz igual que había tomado su nombre? Ahora Theresia iba, temerosa, a la cola de la procesión.

Manfred los escoltaba a lomos de un palafrén blanco a quien habían trenzado la crin y habían perfumado y adornado con violetas frescas. Con él iban Eugen y Kunigunda y, en un pequeño poni blanco, la pequeña Irmgard, vestida con una saya de encaje, símbolo de castidad, y con el pelo suelto hasta la cintura. Kunigunda, ahora casada, llevaba el pelo recogido bajo una toca. Everard caminaba con su esposa Yrmegard y su hijo Witold unos cuantos pasos por detrás del grupo de su Herr.

—No es más noble por pisar la mierda de su señor —le susurró Klaus a su esposa, tan fuerte que Yrmegard frunció el ceño y agarró el brazo de su marido.

Dietrich ya le había explicado a Hans que aquella era una ceremonia sólo para la familia, y por eso Joachim, como los soldados del Burg, se habían quedado atrás. Sin embargo, Kratzer y unos cuantos peregrinos los seguían con sus aparatos fotografik.

El terreno estaba todavía húmedo por las lluvias de la semana anterior, y pronto calzas y zapatos estuvieron manchados y el caballo de Manfred salpicado de barro hasta el jarrete. Cada vez que llegaban a un indicador de los límites, Richart Schulteiss lo señalaba y los padres arrojaban a sus hijos a tal arroyo o les daban un cabezazo contra tal árbol entre risas y repetidas demandas de «¡hazlo otra vez!» de la concurrencia.

—Una curiosa costumbre —dijo Hans mientras avanzaban—. Sin embargo, se entiende. No se puede amar un mundo. Es demasiado grande. Pero una mota de terreno, hasta donde puede ver el ojo, sí que puede ser considerado precioso por encima de todo lo demás.

Después de detenerse a comer a mediodía, y de hacer los curiosos una visita al navío krenk, los aldeanos salieron por el otro lado del Bosque Grande, donde el terreno caía bruscamente hacia el camino del valle del Oso. Manfred se había detenido junto a un saliente de roca para ensayar el descenso cuando de repente alzó una mano.

—¡Silencio!

El parloteo de los campesinos dio paso a gritos de «¡silencio ahí!» y «¡el Herr quiere silencio!», hasta que sólo se oyeron la suave brisa y el rumor de las ramas del bosque que tenían detrás. Everard iba a decir algo, pero el Herr lo hizo callar con un gesto.

Finalmente, lo oyeron: el tañido de una campana lejana.

Era una sola nota, tocando lentamente, apenas perceptible, como una hoja traída por el capricho de los vientos.

—¿Ya es el ángelus? —preguntó alguien.

—No, el sol está aún demasiado alto.

—Demasiado grave para que sea la campana de Santa Catalina. ¿Es la de San Pedro?

—La de San Wilhelm, creo.

—No, en San Wilhelm suenan tres campanas.

Entonces el viento cambió y el débil sonido se apagó. Manfred siguió prestando atención, pero no se repitió.

—¿De quién era esa campana? —le preguntó a Dietrich.

Mein Herr, no la he reconocido. San Blasien tiene una campana llamada Paternoster, pero es más aguda de tono. Creo que era más lejana que las que normalmente oímos y algún viento extraño la ha traído a nuestros oídos.

Manfred miró hacia Suiza, la dirección de donde parecía proceder el tañido.

—¿Basilea, tal vez?

—¡Humo! —exclamó Hans—. Y cinco jinetes.

Everard saltó a un peñasco y se hizo pantalla con las manos.

—El monstruo tiene razón. ¡La granja de Altenbach está ardiendo! Una nube de polvo se mueve hacia el nordeste. Hay cinco jinetes —añadió mientras se bajaba de la piedra—. Aceptaré la palabra del ojos de insecto.

Manfred ordenó a sus siervos de todo el valle que ayudaran a apagar el fuego. Hans llamó al otro krenk bautizado a su lado. Después de señalar y chasquear un rato, Beatke y él fueron dando saltos hacia la granja de Altenbach, mientras Gottfried y otro saltaban hacia el bosque, hacia el navío naufragado. El quinto no supo qué hacer.

—¿Cómo pueden saltar tanto? —se preguntó Klaus, pues era la primera vez que veía a los krenken en campo abierto—. ¿Llevan botas de siete leguas?

—No —explicó Dietrich—. Los seres hechos de tierra se mueven naturalmente hacia el centro de la Tierra. Pero estos seres son atraídos con menos fuerza porque vienen de una tierra diferente. Hans me dijo que en el lugar de donde proceden su peso, o gravitas, era mayor que aquí.

Klaus gruñó, poco convencido, y echó a andar tras los demás. Dietrich agarró a Theresia por la muñeca.

—Ven, los Altenbach pueden necesitar tus ungüentos.

Pero ella se zafó.

—¡No mientras ellos estén aquí!

Dietrich tendió la mano.

—¿Me prestarás entonces tu zurrón? —Como Theresia no se movía, él susurró—: Y así lo vemos. Primero te apartas de estos extranjeros de más allá del firmamento; luego te apartas de ayudar a tu propia gente. ¿Te enseñé eso desde la infancia?

Theresia le entregó su bolsa.

—Tomad. Cogedla. —Y entonces se echó a llorar—. Cuidad de Gregor. Ese grandullón necio arriesga su alma.

Mientras Dietrich echaba a correr, Gottfried y Winifred pasaron por encima de él con sus arneses voladores y cubos metálicos de algún tipo colgando de ellos. Al mirar atrás, Dietrich distinguió al pequeño grupo de aldeanos que se quedaban. Theresia. Volkmar Bauer y sus parientes. Los Ackermann. Y uno de los krenken. ¡Bueno, no hacían falta doscientos hombres para apagar un único fuego! Sin embargo, corriendo a su lado estaban Nickel Langermann y el hijo de Fulk Albrecht… ¡e incluso Klaus Müller!

—Altenbach me deberá un favor por esto —dijo sonriendo Nickel—. Nunca viene mal que un campesino rico esté en deuda contigo.

—Agárrate los calzones y date prisa —dijo Fulk—, o el fuego estará apagado antes de que lleguemos.


Cuando, sin aliento, Dietrich llegó a la granja, Manfred se reunió con él en la puerta.

—Necesita tu sacramento, pastor —dijo, con una voz tan afilada como el pedernal.

Dietrich entró en la casita llena de humo, donde los krenken apagaban las llamas con una espuma que bombeaban de sus curiosos cubos. En el suelo de tierra estaba sentado Altenbach con las manos sobre la cintura, como si hubiera tomado una buena comida que lo hubiera dejado satisfecho. Tras él, una mujer lloraba. Cuando vio a Dietrich, Altenbach sonrió.

—Gracias a Dios que venís a tiempo —dijo—. No quería que ella hiciese su viaje sola. Perdonadme mis pecados, pero que sea rápido.

Dietrich vio la sangre manando entre los dedos.

—¡Eso es un corte de espada! —dijo. «Y además fatal.» Esto no lo expresó en voz alta, aunque sospechaba que Heinrich lo sabía.

—Creía que dolería más —dijo el campesino—. Pero siento frío, como si tuviera el invierno en el vientre. Padre, me he acostado con Hildegarde Müller y una vez golpeé airado a Gerlach Jaeger…

Dietrich se acercó más para que los demás no pudieran oír la confesión. En su mayor parte, los pecados del hombre habían sido provocados solamente por breves pasiones. No había auténtica maldad en él, sólo el testarudo orgullo que lo había mantenido apartado de los demás. Dietrich trazó la señal de la cruz sobre la frente del moribundo con su propia saliva y le ofreció las palabras del perdón de Dios.

—Gracias, padre —susurró Heinrich—. Me apenaría que estuviera sola en el cielo. Ella estará con Dios, ¿verdad, padre? Su pecado no la condena.

—¿Su pecado…?

Dietrich alzó la cabeza y buscó en la habitación a la esposa de Altenbach, y vio que la mujer que lloraba en el rincón era Hilde Müller. A su lado, Gerda Altenbach yacía con la garganta abierta y la ropa arrancada, aunque ahora una manta cubría su decencia.

—No —le dijo al moribundo—. No cometió ningún pecado sino que pecaron contra ella, como enseñó santo Tomás.

Altenbach se relajó.

—Pobre Oliver —dijo. —Tus hijos son Jakop y Jaspar, ¿no?

—Valientes muchachos —susurró—. Defienden a su madre…

Entonces entregó su alma. Cuando sus manos cayeron, las entrañas se le desparramaron.

—Todos muertos —dijo Manfred desde la puerta, y Dietrich se volvió hacia él—. Los dos muchachos están en el patio.

La mirada del Herr se volvió hacia Gerda, se posó luego en Heinrich.

—Había un Gärtner que trabajaba para él. Se hace llamar Nymandus. Se escondió tras la pila de leña y lo vio todo. Trató de escapar de mí, así que debe de haber huido del señorío de alguien. ¡«Nymandus», vaya nombre! Poco me importaría enviarlo de vuelta. Vio a cinco hombres armados, pero muy harapientos, así que supongo que eran los forajidos de la Roca del Halcón que se encontró Nariz-larga. Violaron a la esposa de Altenbach, lo mataron a él y a sus hijos, se hicieron con las gallinas y los cerdos. Creo que la comida era su objetivo. Nymandus dijo que el líder tenía el pelo rojo, así que es posible que se trate del Burgvogt de la atalaya de Falkenstein.

El Herr suspiró profundamente y salió al patio. Dietrich lo siguió.

—Enviaré a Max —dijo Manfred—, pero hay demasiadas cañadas y prados en esas montañas, y una banda pequeña puede acechar sin ser vista durante mucho tiempo. Dietrich… —Vaciló—. El hijo del panadero estaba con ellos.

—Oh. Así que a eso se refería Heinrich.

—Nymandus oyó a su amo llamar al muchacho por su nombre. Acaba de ahorcarse con toda certeza, el idiota. Sólo falta capturarlo y una cuerda recia.

—Las malas compañías lo han descarriado…

—Lo han llevado al patíbulo. El hijo mayor de Altenbach (Jakop. ¿no?), lo atacó con una hoz y le abrió la mejilla. —Hizo una pausa, quizá reflexionando sobre una herida similar obtenida por Eugen de manera más honorable—. Y fue Oliver quien lo mató.

Dietrich había visto a los dos muchachos caídos en el granero, una hoz ensangrentada en la mano del hermano mayor. ¿Se había imaginado Oliver que era un caballero enzarzado en una batalla? Poseía una viva imaginación, capaz de imponer sus frutos en el mundo que lo rodeaba. Ahora era un asesino de niños. Dietrich susurró una oración: por Jakop y Jaspar, por Heinrich y Gerda, y por Oliver.

Ja —dijo Manfred, advirtiendo el gesto—. No sé si el pobre Altenbach los vio caer. Espero que muriera pensando que sus hijos transmitirían su sangre.

En el silencio que siguió, se oyó una vez más el sonido de la lejana campana. Dietrich y Manfred se miraron, pero ninguno dijo lo que ambos pensaban que presagiaba.

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