XI. NOVIEMBRE DE 1348 La celebración

Los krenken venían a la aldea.

El anuncio le sentó a Dietrich como un golpe en el estómago. Se sujetó a la brida del caballo de Eugen para no tambalearse. Pretendían tomar el poblado. Dada la cólera krenk, no podía ser otra cosa. Pero ¿por qué, después de meses de ocultarse? Miró al Junker, que tenía el rostro tan blanco como el suelo. El muchacho lo sabía.

—El Herr ha enviado hombres escogidos para enfrentarse a ellos, supongo.

Eugen tragó saliva.

—Eso les han dicho. Resistirán.

Dios concedió a Dietrich una visión de los hechos venideros. Los vio desplegarse con horrible claridad como si ya se hubieran cumplido: factum est. Sombrías filas de extrañas criaturas lanzan balas con sus pots-de-fer, encienden su pasta de truenos. Los hombres son perforados, destrozados. Los krenken saltan al aire para golpear a los hombres desde arriba.

Los hombres de Max gritan aterrorizados. Pero son hombres que responden al miedo golpeando. Puede que los krenken tengan armas mágicas, pero un golpe de espada los corta tan fácilmente como a un hombre. Y cuando los asustados hombres lo ven, caen sobre los supervivientes con una furia más mortífera, pues nace del miedo; golpean y cortan en pedazos a las criaturas que él había llamado Hans, Gschert y Kratzer.

Fuera cual fuese el resultado de la batalla, morirían demasiados para que los restantes vivieran. No habría cuartel. No quedaría ningún hombre en pie. O ningún krenken.

Pero si los krenken eran sólo bestias que hablaban, ¿qué importaba? Uno mata a la bestia que lo ataca y así pone fin a su ansiedad.

Y sin embargo…

Hans había volado a través de una lluvia de flechas y se había enfrentado al castigo de Gschert por rescatar a Dietrich de Burg Falkenstein. Fuera cual fuese la fría razón krenk que lo había impulsado, merecía más que una espada como respuesta. No se mata a un perro que te ha ayudado, por muy ferozmente que ladre luego.

Dietrich vio de pronto el mundo a través de ojos krenken: perdidos, lejos de su hogar, vecinos de desconocidos ominosos capaces de matar a sus señores, un acto incomprensible, incluso bestial para ellos. Para Hans, Dietrich era la Bestia que Hablaba.

Dietrich jadeó y agarró las riendas de Eugen.

Rápido. Ve con Manfred. Dile: «Ellos son tus vasallos.» Lo entenderá. Me reuniré con él en el puente del molino. ¡Vamos!

Los aldeanos charlaban. Algunos habían oído mencionar a los leprosos y Volkmar dijo que traerían la enfermedad al poblado. Oliver exclamó que él solo los expulsaría si era necesario. Theresia respondió que había que recibirlos y cuidarlos, Hildegarde Müller, la única que comprendió lo que venía por el camino del valle del Oso, permaneció inmóvil, cubriéndose la boca abierta con una mano.

Dietrich corrió a la iglesia, tomó un crucifijo y un hisopo y llamó a la criatura Hans por el arnés de cabeza.

—Volved atrás —suplicó—. Todavía hay tiempo. —Se echó una estola al cuello—. ¿Qué queréis?

—Escapar de este frío aturdidor —respondió el krenk—. Los… fuegos… de nuestra nave no arderán hasta que hayamos reparado las… las fuentes del fuego.

Los krenken podrían haberse pasado el verano construyendo cabañas en vez de coleccionando flores y mariposas. Pero hacérselo ver ya era inútil.

—Max trae soldados para haceros volver.

—Huirán. Gschert tiene una frase en la cabeza. Nuestras armas y nuestra forma los harán huir y por eso tomaremos vuestros fuegos para nosotros y no sentiremos este frío.

Dietrich pensó en las gárgolas y monstruos que adornaban las paredes de la iglesia.

—Puede que asustéis a esos hombres, pero no huirán. Pereceréis.

—Entonces, igualmente, dejaremos de sentir el frío.

Dietrich corría ya colina de la iglesia abajo, con una capa de invierno sobre los hombros.

—Puede haber aún otro día. Dile a Gschert que alce un estandarte blanco y, cuando Max se os enfrente, tended las manos vacías. Me reuniré con vosotros en el puente de madera.


Y así, la temblorosa banda de dos docenas de krenken envueltos en la mezcla de atuendos que habían podido reunir y escoltados por los temblorosos y asombrados soldados de Max se acercaron al señor de Hochwald. Herr Gschert, espléndido con una saya roja y pantalones, y con un chaleco amarillo demasiado fino para el clima, dio un paso adelante y, a una indicación de Dietrich, se postró sobre una rodilla con las manos temblequeantes por delante. Manfred, después de una levísima vacilación, rodeó esas manos con las suyas propias, anunciando a todos los que se habían atrevido a acercarse:

—Declaramos a este… hombre… nuestro vasallo, para que tenga en feudo el Bosque Grande y produzca para Nos carbón y pólvora para los pots-de-fer y enseñe a nuestros hombres las artes de su tierra extranjera. A cambio, Nos le garantizamos a él y a su gente comida y refugio, ropa y calor, y la protección de nuestro fuerte brazo derecho.

Y tras esto, desenvainó su larga espada y la alzó ante él, el pomo hacia arriba, para que semejara una cruz.

—Esto lo juramos ante Dios y la familia de Hof Hochwald.

Entonces Dietrich bendijo a los reunidos y los roció con el hisopo de mango dorado. Los aldeanos alcanzados por el agua se persignaron, mirando a los monstruos con los ojos muy abiertos. Algunos de los krenken, al advertir el gesto, lo repitieron, entre murmullos de aprecio de la multitud. Dietrich bendijo a Dios por impulsar a los krenken a imitar sin pensar.

Entregó el crucifijo procesional a Johann von Sterne.

—Guíanos despacio a la iglesia —le dijo—, pero sin pausas.

Y todos partieron del puente y atravesaron la aldea en dirección a la colina de la iglesia. Dietrich siguió la cruz y Manfred y Gschert lo siguieron a él.

—Que el Señor nos ayude —susurró Manfred para que sólo Dietrich lo oyera.

El corazón humano encuentra consuelo en las ceremonias. Las palabras improvisadas de Manfred, el humilde gesto de Gschert, la bendición de Dietrich, la procesión y la cruz templaron el temor de los corazones de la gente, de modo que, en su mayor parte, los krenken fueron recibidos con un silencio de desconcierto y bocas abiertas. Los hombres agarraban los pomos de las espadas o los mangos de los cuchillos, o caían de rodillas en la nieve, pero nadie se atrevió a contradecir lo que el señor y el pastor tan claramente habían ordenado. Unos cuantos gritos taladraron el aire frío y quieto, y algunos chapotearon torpemente por la nieve en una parodia de huida. Las puertas se cerraron. Se corrieron los cerrojos.

«Muchos más huirían si fuera más sencillo hacerlo», pensó Dietrich, y rezó para que hubiera nieve. «¡Bloquea las carreteras; ahoga los senderos; mantén contenida esta monstruosa llegada en Hochwald!»

Cuando los krenken vieron la «catedral de madera», chirriaron y señalaron y se detuvieron para sacar aparatos fotografik para capturar imágenes de las tallas. La procesión se detuvo ante las puertas.

—¡Temen entrar! —gritó alguien.

—¡Demonios! —exclamó otro.

Manfred se volvió con la mano en la espada.

—Mételos dentro, rápido —le dijo a Dietrich.

Mientras Dietrich introducía a los krenken en la iglesia, le dijo a Hans:

—Cuando vean una lámpara roja, tienen que arrodillarse ante ella. ¿Comprendes? Díselo.

La estratagema funcionó. Los aldeanos se tranquilizaron una vez más cuando las criaturas entraron y rindieron obediencia a la Verdadera Presencia. Dietrich se atrevió a relajarse un poco.

Hans, portando la cruz, se detuvo junto a él.

—Se lo he explicado —dijo por el mikrophone—. Cuando tu gran señor del cielo vuelva, puede que nos salvemos. ¿Sabes cuándo sucederá eso?

—No se sabe el día ni la hora.

—Que sea pronto —dijo Hans—. Que sea pronto.

Dietrich, sorprendido por el evidente fervor, sólo pudo estar de acuerdo.


Cuando aldeanos y krenken por igual abarrotaron la iglesia, Dietrich subió al púlpito y contó todo lo que había sucedido desde el Día de San Sixto. Describió la situación de los forasteros en los términos más piadosos, e hizo que los niños krenken se presentaran ante la congregación con sus madres tras ellos. Hildegarde Müller y Max Schweitzer dieron fe de las heridas y las pérdidas de vidas que habían afligido a las criaturas y describieron cómo habían ayudado a colocar a sus muertos en criptas especiales a bordo de su navío.

—Cuando los rocié con agua bendita en el puente —concluyó Dietrich—, no mostraron ninguna incomodidad. Por tanto, no pueden ser demonios.

Los habitantes de Hochwald se agitaron y se miraron.

—¿Son turcos? —preguntó entonces Gregor.

Dietrich casi se echó a reír.

—No, Gregor. Son de una tierra mucho más lejana.

Joachim se abrió paso.

—¡No! —exclamó para que todos lo oyeran—. Son verdaderos demonios. Basta una mirada para convencernos. Su venida es una gran prueba… ¡Y de cómo respondamos puede depender la salvación de nuestras almas!

Dietrich se agarró a la barandilla del púlpito y Manfred, que ocupaba la sedalia normalmente reservada para el celebrante, rugió:

—He aceptado a este señor krenk como mi vasallo. ¿Osas contradecirme?

Pero si Joachim se enteró, no hizo caso, sino que se dirigió a la familia.

—¡Acordaos de Job y de cómo Dios puso a prueba su fe enviando demonios para atormentarlo! —les dijo—. ¡Acordaos de cómo Dios mismo, revestido de carne, sufrió todas las aflicciones humanas, incluso la muerte! ¿No podría él entonces afligir a los demonios como afligió a Job e incluso a su Hijo? ¿Nos atrevemos a asociar a Dios con la necesidad y decir que esta obra no puede ser suya? ¡No! Dios ha deseado que estos demonios sufran las aflicciones de la carne. —Hizo una pausa—. Pero ¿por qué? ¿Por qué? —continuó, como si reflexionara en voz alta, para que la silenciosa asamblea lo escuchara—. No hace nada sin un propósito, aunque su propósito pueda resultarnos un misterio. Se hizo carne para salvarnos del pecado. Hizo carne a estos demonios para salvarlos a ellos del pecado. Si los ángeles caen, entonces los demonios pueden alzarse. ¡Y nosotros vamos a ser los instrumentos de su salvación! Ved cómo han sufrido por voluntad de Dios… ¡y apiadaos de ellos! —Dietrich, que había estado conteniendo la respiración, dejó escapar un suspiro de asombro. Manfred apartó la mano de la espada—. Mostrad a estos seres lo que es ser un cristiano —continuó Joachim—. Dadles la bienvenida a vuestros hogares, pues tienen frío. Dadles pan, pues tienen hambre. Consoladlos, pues están lejos de sus casas. Así, inspirados por nuestro ejemplo, se arrepentirán y serán salvados. Recordad la Gran Súplica: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? ¿Cuándo te vimos desnudo? ¿Cuándo? ¡En nuestro prójimo! ¿Y quién es nuestro prójimo? ¡Cualquiera que se cruce en nuestro camino! —Señaló directamente con el dedo a la masa de impasibles krenken que estaban de pie junto al atrio—. Prisioneros de la carne, no pueden mostrar ningún poder demoníaco. Cristo es todopoderoso. La bondad de Cristo es omnipotente. Triunfa sobre todas las cosas malvadas, triunfa sobre males tan antiguos como Lucifer. ¡Ahora veremos que triunfará sobre el infierno mismo!

La congregación jadeó, e incluso Dietrich sintió un escalofrío. Joachim continuó predicando, pero Dietrich ya no escuchaba. En cambio, advirtió el embeleso de los aldeanos; oyó los cliqueos de Hans y unos cuantos más que repetían la traducción de la cabeza parlante. Dietrich no estaba seguro ni de la lógica ni de la ortodoxia de las palabras del monje, pero no podía negar su efectividad.

Cuando Joachim terminó (o tal vez sólo cuando hizo una pausa), Manfred se levantó y anunció para aquellos que no habían estado en el puente que el líder krenk era a partir de aquel momento el barón Grosswald y que se alojaría, junto con sus ministeriales, como invitado del Hof. El resto de los extranjeros serían alojados como su consejo determinara.

Esta perspectiva causó mucha inquietud, hasta que Klaus dio un paso al frente y, con las manos en las caderas, invitó al Maier de los peregrinos a alojarse con él. La oferta sobresaltó a Dietrich, pero supuso que, puesto que su esposa había atendido a los heridos, no podía parecer menos hospitalario. Después de esto, algunos abrieron sus casas mientras que otros murmuraban:

—¡Mejor tú que yo!

Manfred aconsejó a los krenken sobre su cólera.

—Comprendo que vuestro código de honor exige castigos corporales inmediatos. Bien. Otras tierras, otras costumbres. Pero no debéis tratar así a mi gente. La justicia es sólo mía y transgredirla es manchar mi honor. Si alguno de vosotros transgrede las leyes y costumbres del feudo, deberá responder ante mi corte cuando se reúna en primavera. Por lo demás, el barón Grosswald impartirá justicia menor entre vosotros según vuestros usos. Mientras tanto, queremos heraldos que lleven esos arneses de cabeza que los krenken puedan proporcionar, para que cuando exista la necesidad de hablar unos con otros el heraldo más cercano pueda traducir.

En el silencio que se produjo tras estos anuncios, Joachim empezó a cantar, en voz baja al principio y después con más fuerza, alzando la cabeza y lanzando palabras a las vigas y crucetas, como transportado por algún fuego interno. Dietrich reconoció el himno, Christus factus est pro nobis, y en la siguiente estrofa unió su propia voz en duplum, con lo que Joachim vaciló antes de volver a recuperarse. Dietrich se encargó de la «voz sostenida», o tenor, y Joachim de la alta, y sus voces sonaron libremente a coro. Joachim a veces cantaba una docena de notas sobre una de Dietrich. Éste advirtió que los krenken habían silenciado sus chisporroteos y estaban tan inmóviles como las estatuas en sus nichos. Varios alzaron sus mikrophonai para capturar los sonidos.

Por fin las dos voces sonaron al unísono en el «fa» final del quinto modo, y la iglesia permaneció en silencio unos instantes, hasta que el brusco «¡Amén!» de Gregor inició un coro de amenes. Dietrich bendijo a la congregación.

—Que Dios haga prosperar esta empresa y refuerce nuestra resolución. Lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo, en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, amén.

Entonces rezó en silencio para que la concordia milagrosamente conseguida por el inesperado sermón de Joachim no se desvaneciera tras segundas reflexiones.

Cuando más tarde Dietrich llevó a Hans y Kratzer a la rectoría, se encontró con que Joachim había encendido la chimenea de la habitación principal y estaba colocando los troncos chisporroteantes con un atizador de hierro. Los dos krenken lanzaron exclamaciones intraducibles por la cabeza parlante y entraron en la habitación, acercándose a las llamas. Joachim dio un paso atrás, con el atizador en la mano, y los observó.

—Éstos van a ser nuestros huéspedes —supuso.

—El que lleva las extrañas pieles se llama Kratzer, porque cuando lo conocí usó los antebrazos para hacer un sonido de fricción.

—Y llamasteis a su señor Gschert —dijo Joachim con una sonrisa forzada—. ¿Sabe que eso significa «zafio»? ¿Quién es el otro? He visto esa ropa antes, en las vigas de la iglesia, en la feriae messis.

—¿Lo viste entonces… y no dijiste nada?

Joachim se encogió de hombros.

—Había ayunado. Podría haber sido una visión.

—Se llama Johann von Sterne. Es un sirviente que se ocupa de la cabeza parlante.

—Un sirviente y lo llamáis «von». No esperaba sentido del humor por vuestra parte, Dietrich. ¿Por qué lleva pantalones cortos y un jubón mientras el otro va envuelto en pieles?

—Su país es más cálido que el nuestro. Llevan los brazos y las piernas desnudos porque su habla a veces se sirve de la fricción de los brazos. Y como su navío se dirigía a tierras igualmente cálidas, ni los peregrinos ni la tripulación llevaba ropa de invierno. Sólo la gente de Kratzer, que había planeado explorar un país desconocido, la llevaba.

Joachim golpeó el atizador contra la chimenea de piedra para desprender las cenizas.

—Compartirá las pieles, entonces —dijo, colgando el atizador de su gancho.

—Nunca se le ocurriría —respondió Hans Krenk. Tras una pausa, añadió—: Ni a mí.


Dietrich y Joachim fueron a preparar las camas para los forasteros en el edificio exterior de la cocina, donde el horno proporcionaría más calor. Al cruzar el camino cubierto de nieve entre los edificios, Joachim comentó:

—Cantasteis bien en la iglesia hoy. Es difícil dominar el Organum purum.

—Aprendí el método d'Arezzo en París.

Eso había consistido en memorizar el himno Ut queant laxis y usar las primeras sílabas de cada verso para el hexacorde: do, re, mi, fa, sol, la.

— Cantáis como un monje —dijo Joachim—. Me preguntaba si alguna vez habéis sido tonsurado.

Dietrich se frotó la coronilla.

— Me quedé calvo por causas comunes.

Joachim se echó a reír, pero tocó a Dietrich en el brazo.

—No tengáis miedo. Lo conseguiremos. Salvaremos a estos demonios por Cristo.

—No son demonios. Lo verás con el tiempo, como yo.

—No, están hundidos en el mal. El filósofo se negó a compartir sus pieles con su sirviente. Los filósofos siempre tienen razones lógicas para evitar el bien… y esas razones siempre dependen de su ansia de bienes materiales. Un hombre que tiene poco no duda en compartirlo; pero el hombre que tiene mucho lo agarrará con dedos moribundos. Este aparato… —Joachim acarició el cordón del arnés de cabeza que llevaba Dietrich—. Explicadme cómo funciona.

Dietrich no lo sabía, pero repitió lo que le habían dicho sobre ondas insensibles del aire, «sentidas» por artilugios que había llamado «sentidores» o antennae. Pero Joachim se echó a reír.

—Cuántas veces decís que no debemos imaginar nuevas entidades para explicar una cosa cuando con las ya conocidas basta. Sin embargo, aceptáis que hay ondas insensibles en el aire. Que el aparato es demoníaco resulta con diferencia la hipótesis más sencilla, sin duda.

—Si este aparato es demoníaco, no me ha hecho ningún daño.

—Las artes diabólicas no pueden dañar a un buen cristiano, lo cual habla en vuestro favor. He temido por vos, Dietrich. Vuestra fe es fría como la nieve y no proporciona ningún calor. La verdadera fe es un fuego que da vida…

— Si con eso quieres decir que no grito ni lloro…

—No. Habláis… y aunque esas palabras son siempre adecuadas, no son siempre las acertadas. No hay alegría en vos, sólo una pena largamente olvidada.

—Ahí está el granero —dijo Dietrich, incómodo—. Trae la paja para las camas.

Joachim vaciló.

—Pensaba que ibais al bosque para yacer con Hildegarde. Creía que la colonia de leprosos era un engaño. Creer eso fue pecar de juzgar a la ligera… y os suplico perdón.

—Era una hipótesis razonable.

—¿Qué tiene que ver la razón con eso? Un hombre no razona para meterse en la cama de una mujerzuela. —Frunció el ceño y sus gruesas cejas se unieron—. La mujer es una puta, una tentadora. Si no ibais al bosque para acostaros con ella, es seguro que ella iba al bosque para estar con vos.

—No la juzgues tampoco a ella a la ligera.

—No soy ningún filósofo para cuidar las palabras. Es mejor llamar a las cosas por su nombre. Los hombres como vos son un desafío para las mujeres como ella.

—¿Hombres como yo…?

—Célibes. ¡Oh, que sabrosas las uvas que están fuera de nuestro alcance! ¡Cuánto más deseadas! Dietrich, no me habéis concedido el perdón.

—Oh, cierto. Tomo las palabras de la Oración del Señor. Te perdonaré tal como tú la perdonas a ella.

La sorpresa deformó los rasgos del monje.

—¿De qué debo perdonar a Hilde?

—De tener «tanta delantera» que sueñas con ella por las noches.

Joachim se quedó blanco y los músculos de su mandíbula se tensaron. Entonces miró la nieve.

—Pienso en ellos, en lo que se siente…, lo que sentiría teniéndolos en mis manos. Soy un miserable pecador.

—Así somos todos. Por eso nuestro premio es el amor y no la condena. ¿Quién de nosotros es digno de arrojar la primera piedra? Pero al menos no nos reprochemos unos a otros nuestras debilidades.


En la cocina, Dietrich descubrió a Theresia en un rincón, entre el hogar y el muro exterior.

—¡Padre! —exclamó—. ¡Expulsadlos!

—¿Qué te aflige? —Dietrich tendió las manos hacia ella, pero Theresia no quiso salir de las sombras.

—¡No, no, no! ¡Seres malvados y retorcidos! Padre, han venido por nosotros, pretenden arrastrarnos a todos al infierno. ¿Cómo pudisteis dejarlos venir? ¡Oh, las llamas! ¡Madre! ¡Padre, haced que se vayan!

Sus ojos no miraban a Dietrich, sino que estaban absortos en otra visión. Dietrich no había visto tanta aflicción en muchos años.

—Theresia, estos krenken son los peregrinos más necesitados del bosque.

Ella lo agarró por la manga de su túnica.

—¿No podéis ver su deformidad? ¿Han encantado vuestros ojos?

—Son pobres seres de carne y hueso, como nosotros.

El monje había llegado a la puerta del edificio exterior, con un puñado de paja para la cama al hombro. Lo soltó y corrió al rincón, donde se arrodilló ante Theresia.

—Los krenken la aterrorizan —le dijo Dietrich.

Joachim le tendió las manos.

—Ven, vamos a tu cabaña. Allí no hay ninguno para asustarte.

—No debería sentir miedo de ellos —dijo Dietrich.

Pero Joachim se volvió hacia él.

—¡En nombre de Cristo, Dietrich! ¡Primero, dad consuelo; luego, cuidad vuestra dialéctica! Ayudadme a sacarla de aquí.

—Eres un muchacho guapo, hermano Joachim —dijo Theresia—. Él era guapo también. Vino con los demonios y el fuego pero lloró y me rescató y me salvó de ellos.

Había dado dos pasos más, sujetada por Joachim y Dietrich, cuando gritó. Hans y Kratzer habían llegado a la puerta de la cocina.

—He observado a esta mujer —dijo Kratzer a través de la cabeza parlante—. ¿Por qué responden así algunos de los vuestros?

—No es como vuestros escarabajos y hojas, para ser estudiada y clasificada según su género y su especie —dijo Dietrich—. El temor ha despertado en ella antiguos recuerdos.

Joachim tomó a Theresia por debajo del brazo, colocándose entre la curandera y los krenken, y la hizo salir rápidamente por la puerta.

—¡Haced que se vayan! —le suplicó Theresia a Joachim.

Hans chasqueó sus labios callosos.

—Tendrás tu deseo.

No le pidió a Dietrich que tradujera para la muchacha, y el sacerdote no pudo dejar de preguntarse si había sido una exclamación involuntaria, sin intención de que alguien la escuchara.

Esa noche, Dietrich se internó en el Bosque Pequeño y cortó ramas de pino con las que formó una corona de Adviento para el domingo. Cuando después se asomó a la cocina, vio la manta raída de Joachim sobre el cuerpo tembloroso de Johann von Sterne.

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