XVI. MARZO DE 1349 Cuaresma

Con marzo llegó el Año Nuevo. Los siervos y aldeanos podaron las parras y cortaron postes para las vallas dañadas por la nieve de invierno. Desde la tregua impuesta por Herr Manfred, los humores se habían enfriado, y muchos krenken regresaron a sus antiguos hospedajes en la aldea. Hans, Gottfried y unos cuantos más acamparon junto al navío naufragado. El tiempo se volvía más cálido y Zimmerman y sus sobrinos construyeron para ellos un refugio que se calentaba con una estufa de piedra. Esto les permitió trabajar más horas en las reparaciones y, no por casualidad, reducir los encuentros con sus nuevos enemigos. Gerlach Jaeger, que a menudo se internaba hasta muy lejos cazando lobos, informó de que, al atardecer, a veces los veía intentando su extraño baile de saltos «en concierto».

—No son nada buenos —contaba el cazador—. Se les olvida, y luego cada uno hace lo que quiere.

Dietrich visitaba a menudo el campamento, y Hans y él paseaban por los caminos del bosque, ahora bien marcados, mientras discutían sobre filosofía natural. Los árboles habían empezado a reverdecer y unas cuantas flores impacientes extendían sus brazos rezando para que llegaran las abejas. Hans llevaba un chaleco de piel de oveja y unas calzas de cuero, pues sus curiosas prendas krenken se habían deteriorado hacía tiempo.

Dietrich explicó que, aunque los franceses empezaban el año del Señor en Navidad, los alemanes lo hacían en la Encarnación. El año civil empezaba, naturalmente, en enero. Hans no podía comprender semejante cosa.

—En Krenkheim —afirmó—, no tenemos sólo el año estándar, sino también la hora del día e incluso una de doscientas mil partes del día.

—Kratzer dividió vuestra hora en un puñado de minutos y cada minuto en un puñado de parpadeos. ¿Qué tarea puede hacerse tan rápidamente que se necesite un «parpadeo» para marcarla?

—«Parpadeo» es un término vuestro. No significa nada para nosotros.

¿Podía un hombre detectar humor en unos globos facetados dorados, risa en unos labios callosos? Sobre ellos, un pájaro carpintero picoteaba una rama. Hans le chasqueó, como si le respondiera, y luego se echó a reír.

—Encontramos útiles esos intervalos para medir las propiedades, del «mar elektronik» —continuó—, cuyas… mareas… suben y bajan incontables veces durante un parpadeo.

Ach —dijo Dietrich—, las ondas que se agitan en ningún medio. ¿Qué es para vosotros este «parpadeo»?

—Debo consultarlo con el Heinzelmännchen.

Los dos continuaron caminando en silencio bajo un coro de grajos y jilgueros. Dietrich se detuvo junto a grupo de plantas de granza. Arrancó una de las pálidas flores rosadas y se la acercó a las lentes. Con la raíz se hacía un buen tinte rojo y Theresia podría usar el resto para sus remedios. Pero no quería ir al Bosque Grande mientras los krenken estuvieran allí. Razón suficiente para que recogiera unas cuantas para ella y las guardara en su zurrón.

—Un parpadeo —anunció Hans por fin— son dos mil setecientas cuatro miríadas de las ondas de luz invisible de… una sustancia particular que no conocéis.

Dietrich se quedó mirando al krenk un momento antes de que la absurdidad de aquello lo abrumara, y entonces estalló en carcajadas.


Cuando ya regresaban al campamento, Hans preguntó por Kratzer. Dietrich le contó sus muchas discusiones con el filósofo acerca de asuntos de filosofía natural, pero Hans lo interrumpió.

—¿Por qué no ha venido a nuestro campamento?

Dietrich estudió a su acompañante.

—Tal vez lo haga. Se queja de debilidad.

Hans de repente se quedó quieto. Pensando que había visto algo en el bosque, Dietrich se detuvo también y prestó atención.

—¿Qué pasa?

—Me temo que nos tomamos la Cuaresma demasiado en serio.

—La Cuaresma es exigente —dijo Dietrich—. Esperamos la resurrección del Señor. Pero Kratzer no está bautizado; entonces, ¿por qué ayuna también?

—Por camaradería. Encontrarnos consuelo en ello.

Hans no supo qué más decir y terminaron el resto del paseo en silencio.


En el campamento, Ilse Krenkerin se acercó a Dietrich.

—¿Es cierto, pastor, que los que juran lealtad a vuestro Señor-de-los-cielos vivirán de nuevo?

Doch —le aseguró Dietrich—. Su espíritu vive para siempre en la comunión de los santos, para reunirse con sus cuerpos en el Último Día.

—¿Y vuestro señor-del-cielo es un ser de energía, y por eso puede encontrar la energía de mi Gerd y devolverla a su cuerpo?

Ach. Gerd. Entonces, ¿eras su esposa?

—Todavía no, aunque hablamos de encontrar un «no equivalente» a nuestro regreso. Él pertenecía a la tripulación y yo no era más que una peregrina del pasaje, pero él parecía tan… dominante, con su librea de la nave, y de buena forma. Fue por mí, para que no tuviera que beber el caldo del alquimista, que se enfrentó a Herr Gschert y se unió a los herejes. Si vuestro señor-del-cielo nos reúne en una nueva vida, también le juraré lealtad.

Dietrich no comentó que Gerd no estaba bautizado. No estaba seguro de cuál era el razonamiento correcto. La ley del amor decía que ningún hombre podía ser condenado por no creer en aquello que no había tenido oportunidad de aprender; pero también era cierto que sólo a través de Jesús podía un hombre ir al cielo. Tal vez Gerd sería admitido en ese limbo reservado para los paganos virtuosos, un lugar de perfecta felicidad natural. Pero si era así, y si Ilse aceptaba a Cristo, no se reunirían. No era una cuestión sencilla, pero prometió recabar información para ella y otros dos del campamento que también lo habían preguntado.

Le complacía su interés, y también sentía curiosidad por lo que podía ser el «caldo del alquimista».


Nombrar caballero a un Junker era un asunto costoso, ya que el honor exigía celebraciones dignas de la ocasión: fiestas, banquetes, regalos, una competición de Minnesingers y un torneo de lanzas. Así que los señores a menudo nombraban caballeros a varios Junkers a la vez para ahorrar gastos. Cuando Manfred anunció que iba a nombrar caballero a Eugen, Thierry accedió a hacer también lo mismo con su Imein.

Los Zimmerman construyeron una fila de gradas en el prado desde donde la plebe pudiera ver las competiciones, y los sonidos de martillos y sierras ahogaron los gruñidos del trabajo extra. A un siervo llamado Carolus le sentó tan mal el trabajo adicional que se escapó. Su propiedad quedó otra vez en manos de Manfred, quien concedió la parcela a Hans y Gottfried.

—La tierra es servil —advirtió Dietrich a los nuevos arrendatarios—, así que le deberéis por ella trabajo manual a Manfred, pero vosotros sois arrendatarios libres.

Les sugirió que contrataran a Volkmar Bauer para que se encargara de la siembra y la cosecha a cambio de la mitad de los beneficios. Volkmar se quejó de que estaba demasiado ocupado con sus propias parcelas y las que le debía al Herr; pero era un hombre previsor y su familia podía necesitar algún día surcos nuevos. Así que se llegó a un acuerdo por el cual las obligaciones de las parcelas fueron alquiladas a otros. Testigo de los términos de dicho acuerdo fue el Schultheiss y se inscribió en el Weistümer. Aunque el trato no hizo que Volkmar sintiera ningún aprecio por los krenken, calmó la hostilidad, más abierta, del Vogt.

Un día antes de ser nombrados caballeros, el tercer domingo de Cuaresma, los Junkers ayunaron desde el amanecer hasta el ocaso. Entonces, tras comer a la puesta de sol, se pusieron una túnica de purísima lana inglesa blanca y pasaron la noche de vigilia, de rodillas en la capilla. La herida de Eugen estaba sanando, como había prometido el saboyano, aunque la cicatriz era marcada y su sonrisa siempre tendría un quiebro siniestro. Imein, que había combatido valerosamente pero sin recibir heridas, contemplaba aquella cicatriz con algo parecido a la envidia.

—Lamento mucho que la celebración sea tan poco fastuosa —le confesó Manfred a Dietrich esa noche mientras inspeccionaba las gradas—. Eugen se merece más, pero debemos seguir ocultando a nuestros vasallos krenken. Einhardt se sentirá muy ofendido porque no le he invitado a romper unas lanzas con nosotros.

Einhardt era el caballero imperial que vivía junto al Salto del Ciervo.

—Supongo que el viejo se habrá enterado ya de los rumores —sugirió Dietrich—, pero es demasiado cortés para satisfacer su curiosidad.

—Eso imagino. A mi hija no le gusta bañarlo porque huele. Rara vez usa jabón, aunque desde la infancia le enseñaron a bañarse adecuadamente. «¡Vanidad francesa!», dice. Sospecho que triunfó en el campo de batalla porque sus oponentes huían de su hedor. —Manfred echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

Mein Herr —dijo Dietrich—, os pido que no echéis atrás la cabeza… Entre los krenken es un signo de sumisión… y una invitación a que el superior muerda el cuello y lo rompa en dos.

Manfred alzó las cejas.

—¿Es así? ¡Creía que se reían!

—Cada hombre ve lo que su propia experiencia le ha enseñado. No castigasteis a Grosswald por perturbar la paz. Para nosotros, la templanza es una virtud; pero para ellos significa debilidad.

Ja. —Manfred caminó unos cuantos pasos con las manos unidas tras la nuca. Luego se volvió e inclinó la cabeza—. El gesto de Hans en la Roca del Halcón, cuando perdonó a su enemigo… ¿significó también debilidad?

Mein Herr, no lo sé; pero sus costumbres no son las nuestras.

—Tienen que aprender nuestras costumbres, si van a quedarse en mi feudo.

—Si se quedan. Su desesperación por regresar a su propio país es lo que impulsó a Hans a la desobediencia.

Manfred lo miró pensativo.

—Pero ¿por qué tanta desesperación? Un hombre puede anhelar su tierra, a su familia o sus amantes o… o a su esposa, pero el anhelo acaba por morirse. Casi siempre.


Por la mañana, los Junkers salieron de la capilla y fueron bañados en un ritual que simbolizaba su pureza, después de lo cual se vistieron con ropa interior de lino, túnica de brocado con hilo de oro, calzas de seda y zapatos adornados. Les cubrieron los hombros capas carmesíes, de modo que los reunidos suspiraron encantados cuando volvieron a entrar en la capilla. Los krenken pintaron muchas imágenes con su fotografia.

El capellán celebró la misa, mientras Dietrich y el hermano Joachim cantaban a coro Media vita in morte sumus. La elección era acertada, pues aunque las palabras recordaban a los jóvenes que la muerte acechaba siempre en la vida por ellos elegida, las tonalidades del cuarto modo aliviaban la colérica bilis amarilla, que los guerreros deben contener siempre.

Después de la misa llegó la Schwertleite. Eugen e Imein colocaron sus espadas sobre el altar y prometieron servir a Dios. En su homilía, el padre Rudolf les advirtió que imitaran a los caballeros de antaño.

—En estos tiempos degenerados, los caballeros se vuelven contra el ungido por el Señor y dilapidan el patrimonio de la Cruz, despojan a los pobres de Cristo, oprimen a los débiles y satisfacen sus propios deseos con el dolor de los otros. Deshonran su llamada y sustituyen su deber de combatir por avidez de botín y vírgenes inocentes. Vosotros debéis en cambio demostrar honor, lealtad, justicia, generosidad y, sobre todo, templanza, evitando excesos. Honrad a los sacerdotes, proteged a los pobres y castigad a los criminales, como en los días antiguos.

Dietrich se preguntó si los caballeros de otros tiempos habían sido tan puros y meritorios como los recordaban. Quizá Roldán y Ruodlieb y Arturo no habían sido mejores ni peores que Manfred… o Von Falkenstein. Y sin embargo, ¿no era bueno tender al ideal, no importaba lo pobremente que pudiera llevarse a la práctica, e imitar al Roldán ideal y no al hombre falible que pudo haber sido?

El padre Rudolf bendijo las dos espadas. Entonces Manfred vistió a Eugen con una doble cota de malla, escarpes, Topfhelm con visera y un escudo decorado con el nuevo emblema de Eugen: una rosa blanca cruzada por un cardo. Cuando Imein fue vestido de modo similar por Thierry y ambos estuvieron arrodillados ante el altar, Manfred tomó la espada de cada uno de ellos y les dio el espaldarazo en el hombro. Antiguamente, se daba un bofetón, pero la nueva costumbre francesa se había hecho popular en Alemania.

Después se celebró un banquete en el gran salón. Un buey se asaba en un espetón ante la mansión y los siervos corrían de un lado a otro trayendo platos con cuartillos de vino y morcillas. Se sirvió col con pimienta, pastel de ave confitada, huevos encurtidos con remolacha, jamón asado con salsa de vinagre negro, remolacha dulce y zanahorias ralladas con pasas. La crema y los sorbetes también fueron rociados con salsa de vinagre negro. Durante el festín hubo malabarismos y canciones. Peter el Minnesinger cantó un pasaje del Erec de Hartman von Aue que describía la ira de sus caballeros hacia un conde que había golpeado a su joven esposa. Dietrich se preguntó sí Manfred había ordenado cantar las estrofas como recordatorio al prometido de su hija.

El torneo tuvo lugar por la tarde. Los contendientes y sus damas se dirigieron al campo mientras los espectadores admiraban las elegantes libreas y sobrepellices. Eugen destacó especialmente, pues era muy apreciado. Los aldeanos abuchearon a Imein cuando los dos caballeros recién nombrados ocuparon sus posiciones en extremos opuestos del campo.

Dietrich lo observó todo con Max y Hans desde las gradas, lo suficientemente lejos para que los caballos no olieran al krenk.

—Practicábamos un juego muy parecido en París —comentó Dietrich.

—¿Qué? —dijo Max—. ¿Vos? ¿A las lanzas?

—No, era el juego de las obligaciones. Un estudiante era el interlocutor y otro el demandado. La tarea del interlocutor en el debate era atrapar al demandado en una contradicción. La tarea del demandado era evitar la trampa. Nos ayudaba a desarrollar la inteligencia.

Max gruñó.

-¡Ja, pero no era un espectáculo tan bueno como éste! —Extendió el brazo abarcando los terrenos señoriales.

Ach, pero la Iglesia desaprueba estos espectáculos —dijo Dietrich.

Hans chasqueó las mandíbulas.

—¡No es de extrañar! ¡Arriesgar la vida por deporte!

—No es eso —le dijo Dietrich—. Es la muestra de vanidad y orgullo lo reprochable.

—Le daréis las gracias a Dios por toda la vanidad y el orgullo cuando tengáis que confiar vuestra vida y prosperidad a las habilidades que se practican aquí —dijo Max.

Kunigunda, que era la reina del amor y la belleza de la competición, arrojó su pañuelo, y los dos caballeros espolearon sus monturas con un grito, nivelando sus lanzas a medida que se acercaban, Imein desvió diestramente la punta de Eugen con su escudo y golpeó de lleno al otro con la suya. Eugen voló por encima de los cuartos del caballo y quedó aturdido en el suelo hasta que los asistentes se lo llevaron. Kunigunda se levantó para acudir a su lado, pero Manfred la contuvo colocándole una mano en el hombro.

¡Bwa!—dijo Hans—. A los krenken podría gustarnos este juego, si los golpes no se contuvieran.

—Los tiempos cambian —explicó Max—. En los viejos tiempos, la multitud gritaba «¡con alegría!» y aplaudía cualquier finta bien hecha. Imein ha usado bien el escudo en ese pase. Muy bien hecho. Pero ahora —Max acompañó a sus palabras con el gesto—, se los oye gritar: «¡Ataca!» «¡Sácale los ojos!» «¡Córtale el pie!»

Hans repasó con el brazo las gradas.

—No han gritado nada de eso.

Max se inclinó hacia delante para ver a Thierry y Ranaulf entrar en liza.

—Aquí no, pero en todas partes lo hacen. Aquí la caballería no se ha olvidado todavía.


Esa noche, Dietrich se aventuró en el Bosque Pequeño, tras la colina de la iglesia, para recoger ciertas raíces y brotes, pues la luna y él estaban en el momento adecuado para la tarea. Unas cuantas hierbas habían respondido también al calor primaveral, aunque las lechugas tardarían varios meses en florecer. Dejó algunas plantas enteras. Otras, las cortó para hervirlas y hacer una pasta. Otras las molería con un mortero y las guardaría en bolsitas de muselina para prepararlas en infusión. Haría de todas esas medicinas un regalo para Theresia. La inesperada ofrenda la sorprendería y le invitaría a entrar en su cabaña para hablar y podrían recuperar la vida que habían tenido juntos.

Dietrich preparó los ungüentos en el edificio externo de la cocina, mientras Joachim preparaba la cena y Kratzer se calentaba junto al fuego. Kratzer interrogó a Dietrich acerca de las propiedades de cada espécimen, y Dietrich le dijo que éste era un purgante y aquél un remedio contra la fiebre. El filósofo krenk tomó una raíz que Dietrich no había lavado todavía.

—Nuestro alquimista pensaba a la vez demasiado y demasiado poco en el futuro. Nunca probó estas sustancias, sólo las que nos ofrecisteis como alimento. Tal vez en una de éstas hubiese encontrado nuestra salvación.

—Vuestra salvación —le dijo Dietrich—, se encuentra en el Pan y en el Vino.

—Ja —dijo Kratzer, todavía estudiando la raíz—. Pero ¿pan de qué grano? ¿Vino fermentado de qué fruta? Ach, si Arnold hubiera perseverado podría haber encontrado la respuesta en esta sencilla madera.

—Lo dudo —dijo Dietrich—. Esto es mandrágora, y es veneno.

—Como todos descubriremos si me dejáis que la eche en mi guiso —dijo Joachim desde la olla.

—Un veneno —dijo Kratzer.

Doch —respondió Dietrich—. Ya he descubierto que induce el sueño y procura alivio al dolor.

—Sin embargo, lo que os envenena a vosotros puede mantenernos vivos a nosotros —dijo Kratzer—. Arnold debería haber continuado con sus pruebas. Nuestro médico no tiene su habilidad con la alquimia.

—¿Qué buscaba Arnold?

Kratzer se frotó lentamente los antebrazos.

—Algo para mantenernos hasta nuestra salvación.

—La Palabra de Dios, entonces —dijo Joachim desde el fuego.

—Nuestro pan de cada día —dijo Kratzer.

A Dietrich la concordancia de significados le pareció demasiado literal. Las palabras que oía decir a Kratzer eran simplemente las que el Heinzelmännchen había emparejado con los chasquidos y zumbidos krenk.

—¿Qué significa «salvación» para vosotros? —le preguntó a la criatura.

—Que deberíamos pasar de este mundo al siguiente, y a nuestra casa más allá de las estrellas, cuando vuestro señor-del-cielo venga por fin en Pascua.

—La fe no sirve de nada sin caridad —dijo Joachim—. Debéis seguir el camino que es Jesús: dar cobijo a quien no tiene techo, vestir al desnudo, consolar al afligido, alimentar al hambriento…

¡Ach!—exclamó Kratzer—. ¡Ojalá pudiera alimentar al hambriento! Sin embargo, hay comida que nutre y otra que simplemente sacia.

Se frotó lentamente los antebrazos y produjo un sonido como una piedra de molino rechinando. Saltó a la puerta, la mitad superior de la cual estaba abierta, y miró hacia el Bosque Pequeño.

—Nunca me he… —dijo, tras un momento de silencio—. Vuestra palabra es «casado», aunque entre nosotros hacen falta tres para conseguirlo. Nunca me he casado, pero hay colegas y hermanos-de-nido que querría ver una vez más, y que ahora no veré nunca.

—¡Tres! —dijo Joachim.

Kratzer vaciló un momento y sus mandíbulas se separaron, como si estuviera a punto de hablar; entonces dijo:

—En nuestro lenguaje, los términos significarían el «sembrador», el «creador del huevo» y el… el Heinzelmännchen no encuentra la palabra. Lo llama el «ama de cría», aunque cría antes del nacimiento. ¡Bwa-wa-wa! Se dice que ver a tus crías arrastrarse hacia la bolsa del ama de cría es una experiencia profundamente conmovedora. Ach, me he hecho viejo demasiado pronto, y esos asuntos son para los jóvenes. Mwa-waa. Nunca volveré a ver a mis hermanos-de-nido.

—No debes perder la esperanza —dijo Joachim.

Kratzer volvió sus grandes ojos amarillos hacia el monje.

—¡Esperanza! Una de vuestras «palabras internas». Sé lo que queréis decir con «cerdo» o «palafrén» o «castillo», pero ¿qué es «esperanza»?

—Lo que te queda cuando todo lo demás se ha perdido —le dijo Joachim.


En la cabaña de Theresia, la llamada de Dietrich fue respondida primero por el silencio, luego por un movimiento furtivo tras los postigos, luego por la apertura de la puerta superior. Torpemente, Dietrich sacó de su zurrón la bolsa de medicinas que había preparado y se la tendió a la mujer que había sido la única hija de su vida.

—Toma —dijo—. Las he preparado para ti. Una es una inductora del sueño hecha con mandrágora, para lo cual hacen falta algunas instrucciones.

Theresia no aceptó la bolsa.

—¿Qué tentación es ésta? No soy ninguna bruja para tratar con venenos.

—«La dosis hace el veneno.» Lo sabes. Yo te lo enseñé.

—¿Quién os ha dado este veneno? ¿Los demonios?

—No, fue el médico saboyano que trató a Eugen. —Sólo era cirujano, pero Dietrich no lo mencionó. Agitó la bolsa—. Tómala, por favor.

—¿Cuál es el veneno? No voy a tocarlo.

Dietrich sacó la esponja que había humedecido con la mezcla del saboyano.

—Ojalá no lo hubierais hecho. Nunca preparasteis veneno antes de que ellos vinieran.

—Fue el saboyano, ya te lo he dicho.

—Él fue sólo su instrumento. Oh, padre, rezo cada día para que os liberéis de su hechizo. He pedido ayuda para vos.

Dietrich sintió frío.

—¿A quién se la has pedido?

Theresia tomó la bolsa con el resto de medicinas.

—Recuerdo la primera vez que os vi —dijo—. Nunca lo había recordado, pero ahora puedo. Yo era muy pequeña y me parecisteis enorme. Teníais la cara toda negra del humo y la gente gritaba. Había una barba roja… No vuestra, pero… —Sacudió la cabeza—. Me subisteis a hombros y dijisteis: «Ven conmigo.»

Empezó a cerrar la puerta superior, pero Dietrich la detuvo.

—Creía que podríamos hablar.

—¿De qué?

Y cerró la puerta firmemente.

Dietrich permaneció en silencio ante la cabaña.

—De… cualquier cosa -—susurró. Anhelaba su sonrisa. Siempre se había alegrado por los regalos de medicinas que él le hacía.

«¡Oh, padre! —exclamó la niña en sus recuerdos—. ¡Os quiero tanto!»

—Y yo te quiero a ti —dijo él en voz alta. Pero si la puerta lo oyó, no respondió, y Dietrich apenas se había secado las lágrimas cuando regresó a la rectoría en lo alto de la colina.


Poco antes de vísperas, el Viernes Santo, llegó un heraldo de Estrasburgo con un paquete sellado con lazos y las armas episcopales impresas en brillante cera roja. El heraldo encontró a Dietrich en la iglesia preparándose para la Misa del Presantificado, el único día del año en que no había consagración. Alertados por el hablador-lejano, Hans y los otros krenken cristianos, que estaban ayudando a cubrir de negro las cruces y estatuas, habían saltado a las vigas y se habían ocultado en las sombras de allí arriba.

Dietrich inspeccionó los sellos y no vio ningún signo de manipulación. Lo sopesó, como si su peso revelara su contenido. Que alguien tan augusto como Berthold II supiera su nombre lo asustaba más allá de lo concebible.

—¿Sabes qué contiene? —le preguntó al heraldo.

Pero el hombre negó saber nada y se marchó, aunque mirando con recelo cuanto le rodeaba. Joachim, que también estaba ayudando en la iglesia, dijo:

—Creo que los rumores han llegado a oídos del obispo. Ese hombre ha sido enviado para entregar un mensaje, pero también le han dicho que mantuviera los ojos abiertos.

Los krenken saltaron al suelo y volvieron a trabajar con las mortajas.

—¿Le damos algo para ver? —dijo Gottfried, el último en saltar, y se marchó, riendo.

Dietrich rompió el sello y abrió el paquete.

—¿Qué es? —preguntó Joachim.

Era una acusación de la corte episcopal, por haber bautizado demonios. Si de su contenido algo le sorprendía era que hubiese tardado tanto en llegar.

De repente Dietrich recordó que esa noche, y a esa hora del día, el Hijo del Hombre había sido traicionado por uno de los suyos. ¿Vendrían también por él esa noche? No, tenía un mes de gracia para responder.

Leyó el documento una segunda vez, pero las palabras no habían cambiado.


—Un mes de gracia —dijo Manfred cuando Dietrich acudió a su scriptorium con la noticia.

—Por ley —respondió Dietrich—. Y debo proporcionar una lista de mis enemigos, para que el magistrado investigador pueda decidir si los cargos han sido presentados con malicia. Tiene que haber al menos dos testigos para que un juez actúe. La nota no los nombra, cosa que no es extraña.

Manfred, sentado en su silla curul, cruzó los dedos bajo la barbilla.

—Bien. ¿Qué longitud tiene tu lista de enemigos?

Mein Herr, no creía tener ninguno.

Manfred señaló la acusación.

—Tienes al menos dos. Por la rueca de Catalina, eres ingenuo para ser cura. Puedo nombrarte una docena aquí en la aldea.

Dietrich pensó inevitablemente en aquellos que se habían opuesto al bautismo de Hans, en quienes temían a los krenken más allá de toda razón. El castigo para los falsos testigos era severo. Años antes, un hombre de Colonia que había acusado a su hijo de herejía, cansado de la desobediencia del muchacho, fue colocado en el cepo, donde murió. Dietrich se acercó a la ventana y aspiró el aire de la noche. La luz de las hogueras brillaba en las ventanas de las cabañas del valle. El bosque era un manto negro bajo el cielo titilante.

¿Cómo podía acusarla a ella y entregarla a semejante destino?

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