Bajo el calor asfixiante de la tarde de agosto, Herr Manfred von Hochwald hacía danzar su palefridus por el camino de Oberreid para diversión y deleite de los campesinos inclinados sobre la cosecha. En cabeza iba Wolfram el heraldo, a lomos de una jaca blanca, portando el estandarte con las armas de Hochwald y anunciando a gritos el regreso del señor al ejército de campesinos dedicados a la recolecta. Lo seguía la tropa de soldados, con las picas al hombro y los cascos resplandeciendo como el sol en el arroyo del molino. Luego venían los capitanes y los caballeros, después el capellán Rudolf y Eugen, el jung-herr o escudero, y luego el propio señor: alto y espléndido, erguido en su silla, hermoso con su sobrepelliz, el casco bajo el brazo y la mano levantada en bondadoso saludo.
En los campos sembrados en primavera, ahora repletos de grano, las mujeres se levantaban, las hoces colgando de sus manos entumecidas, y los hombres se volvían con las guadañas a medio descargar para contemplar la procesión. Se detenían, se frotaban la frente con un pañuelo o una gorra, intercambiaban miradas de incertidumbre, suposiciones, exclamaciones, hasta que todos (siervos y hombres libres, hombres y mujeres y niños) echaron a andar hacia el camino, cada vez más rápido, la emoción acumulándose, desparramándose sobre el arroyo que bordeaba los campos, mientras las voces pasaban de ser un murmullo a convertirse en un grito. Detrás, en las carretas, los capataces se lamentaban de la tarde perdida, pues el grano maduraría con o sin la guadaña. Pero también los capataces agitaron el gorro al paso de la noble procesión antes de volver a encasquetárselo.
La partida cruzó el valle. Pies y cascos tamborilearon sobre el puente del arroyo; los soldados gritaron saludando a novias y esposas anhelantes (o eso esperaban). Los padres llamaban a los hijos que habían regresado felizmente (y se habían vuelto muchísimo mayores), entre gemidos por los esposos, hijos, hermanos desaparecidos de las filas. Los perros ladraron y corretearon tras los hombres. Hubo destellos en el aire cuando Eugen lanzó unas cuantas monedas a la multitud. El botín tomado a los soldados ingleses muertos, o conseguido como rescate por los vivos. Hombres y mujeres corrieron a recoger las piezas de cobre del suelo, alabando a su señor por su generosidad y mordiendo las monedas.
La procesión remontó la colina de la iglesia, donde Dietrich, Joachim y Theresia esperaban. Dietrich se había vestido para la ocasión con una casulla dorada, pero el minorita llevaba la misma túnica remendada de siempre y observó la llegada del señor con una mezcla de cautela y desdén. Posiblemente más de lo segundo que de lo primero, pensó Dietrich. Junto a ellos, menos tranquilas, más inseguras, las hijas del señor charlaban con su ama. Irmgard, la menor, alternaba sonrisas con gestos de aprensión. ¡Venía su padre! Pero dos años son una eternidad para una niña, y hacía tiempo que se había convertido en un desconocido. Everard se mordisqueaba el bigote con la intranquilidad de un hombre que ha estado dos años a cargo de las posesiones de su amo. Klaus, el Maier del pueblo, se encontraba junto a él con una indiferencia que revelaba o bien un corazón inocente o uno más seguro de sus malversaciones.
Max había hecho formar en dos filas a la guardia del castillo, y dieciséis hombres presentaron armas con un grito y un estrépito de metal cuando su señor cabalgó entre ellos. Incluso Dietrich, que había visto demostraciones más espléndidas que ésta en pueblos y ciudades mucho más espléndidas, se sintió conmovido por el espectáculo.
El heraldo desmontó y plantó el estandarte de Hochwald: un jabalí bajo un roble, sinople, muy adecuado. Manfred se detuvo ante él y su caballo retrocedió y alzó una mano. Los campesinos, que habían subido con ellos la colina, aplaudieron la maestría del jinete, pero Theresia susurró:
—¡Oh, pobre bestia, tan agotada que está!
Si el caballo estaba agotado, también lo estaban los hombres. Dietrich advirtió los signos de una marcha forzada bajo la valiente demostración. Ojos cansados; uniformes ajados. Eran menos de los que habían partido y se les habían añadido algunos rostros extraños: los rechazados y refugiados de algún campo de batalla, ansiosos de un señor que los alimentara. Lo suficientemente hambrientos para dejar atrás su patria.
Eugen, el jung-herr, desmontó, se tambaleó y se agarró a las riendas para no caer. El caballo se asustó y golpeó el suelo con los cascos, levantando un poco de tierra. Entonces Eugen avanzó hacia el estribo de su señor y lo sostuvo mientras éste desmontaba.
Manfred tocó el suelo con una rodilla ante Dietrich y el pastor colocó su mano izquierda sobre la frente del señor y trazó en el aire la señal de la cruz con la derecha, dando gracias públicamente por el regreso a salvo de la tropa. Todos se persignaron y Manfred le besó la mano.
—Quisiera rezar un momento en privado —le dijo a Dietrich tras levantarse.
Dietrich vio arrugas antes inexistentes alrededor de sus ojos y más canoso el pelo. El rostro alargado y demacrado indicaba pesar. «Estos hombres deben de haber sufrido mucho», pensó.
Al dirigirse a la iglesia, el señor estrechó la mano a su administrador y a Klaus y les dijo que fueran esa noche a la casa para rendir cuentas. Abrazó a sus dos hijas con pasión, tras quitarse los guantes para acariciarles el pelo. Kunigunda, la mayor, rió de placer. Estudió con profunda preocupación a todos los que saludó (sacerdote, administrador, Maier, hijas), cuando había sido Manfred quien había estado ausente y sin dar noticias durante esos dos años.
El señor se detuvo ante la puerta de la iglesia.
—La buena santa Catalina —dijo, pasando una mano por la figura de la santa y tocando con un dedo su triste sonrisa—. Hubo momentos, Dietrich, en que pensé que nunca volvería a verla.
Después de una mirada de curiosidad a Joachim, entró en la iglesia. Lo que le dijo a Dios, qué gracia pidió o qué le agradeció, no lo comentó nunca.
El Herrenhof, el castillo del señor, se alzaba dentro de las tierras de la diócesis, en la cima de una colina, en el valle situado frente a la iglesia, de modo que señor y sacerdote dominaban el terreno desde sus respectivas posiciones y vigilaban a la gente que había entre ambos: cuerpos y almas. La separación tenía otro simbolismo: era la representación a pequeña escala del drama que en otras partes había sacudido tronos y catedrales.
En la cresta, Burg Hochwald vigilaba el camino de Oberreid. La muralla exterior, que abarcaba además del castillo terreno de la diócesis, no tenía nada de imponente. Era, junto con el foso, para mantener alejados a los animales salvajes y que no escaparan los domésticos, sin ningún valor militar. La muralla interior, la Schildmauer, era más orgullosa y militarmente más valiosa. Tras la muralla escudo se encontraba la torre o Bergfried, la edificación que antiguamente había servido de refugio a los lores de los altos bosques cuando sarracenos y vikingos saqueaban a placer y cada amanecer podían ver una horda magiar recortándose contra el horizonte. El castillo era una máquina diseñada para la defensa y bastaba para guardarlo, como a la mayoría, sólo una pequeña guarnición; pero había sido puesto a prueba una sola vez, y no hasta el límite. Ningún ejército había marchado por Bisgrovia desde que Ludwig el Bávaro derrotara a Friedrich el Hermoso en Mühldorf; por eso el puente levadizo estaba bajado y la reja subida y los guardias no vigilaban demasiado.
El recinto cubría media hectárea alrededor de la casa. Coronaban la colina una lechería, un palomar, un redil de ovejas, una cervecera, una cocina y una panadería, además de un granero de doce silos para guardar la cosecha de grano de las tierras del señor y un establo donde mugían vacas y bueyes y relinchaban los caballos. Al fondo, más ruidoso, estaba el excusado común. Además, había un huerto de manzanos, una viña, un corral para los animales extraviados que se habían internado inocentemente en sus tierras.
En otros tiempos el feudo había producido para sí todo lo necesario, pero mucho de ese trabajo se había abandonado. ¿Por qué tejer en casa cuando podía encontrarse tela mejor en el mercado de Friburgo? En la actualidad los buhoneros venían desde Bisgrovia, arriesgándose, para conseguir beneficios, a incurrir en las iras de Von Falkenstein.
No había siervos. Según la costumbre, la jornada de cosecha terminaba cuando se servía la cena en el campo y el señor no podía exigir que se trabajara después. Ningún sacristán monástico, contemplando su reloj de agua para marcar las horas canónicas, calculaba tan bien el tiempo como un siervo del feudo. Las cosas eran distintas entre los hombres libres. Dietrich había advertido mucha actividad tardía en cobertizos y jardines y dentro de las murallas al pasar por la aldea a la luz del candil. Pero un hombre que trabajaba por su cuenta no observaba el sol con tanta atención como el que trabajaba para otro.
La entrada de Dietrich en las tierras del castillo fue recibida con gran indignación por parte de los gansos residentes, que corrieron a perseguir al sacerdote.
—El próximo San Martín adornaréis la mesa del Herr —reprendió Dietrich a las aves.
Pero la reprimenda no tuvo ningún efecto mientras lo escoltaban hasta las puertas de la mansión, anunciando su llegada. La vaca de Franz Ambach, retenida por haberse colado en el recinto, observaba tan tranquila mientras esperaba su rescate.
Gunther, el mayordomo, condujo a Dietrich hasta un pequeño scriptorium situado al fondo de la mansión, donde Herr Manfred estaba sentado a una mesa, bajo una ventana. Por la ventana entraban el humo de las cenas, los gritos de los halcones que sobrevolaban las almenas de la torre, los martillazos de los herreros, el lento redoble de Joachim tocando la campana del Angelus al otro lado del valle y los restos de color ámbar de la luz de la tarde. El cielo se teñía de añil ribeteado de naranja bajo las nubes. Manfred estaba sentado en una silla curul de palisandro cuyas láminas terminaban en forma de cabezas de bestias. Su pluma rasgaba una hoja de papel.
Alzó la cabeza cuando vio a Dietrich, se dedicó una vez más a su escrito, luego apartó la pluma y le pasó la hoja a Max, que estaba de pie a un lado.
—Que Wilimer haga copias de esto y lo envíe a cada uno de mis caballeros.
Manfred esperó a que Max se hubiera marchado antes de atender a Dietrich. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.
—Dietrich, llegas puntual. Siempre te he admirado por eso.
Quería decir en realidad «por obedecer una llamada», pero Dietrich se guardó los comentarios. Tal vez ni siquiera fuese cierto, pero ninguno de los dos lo había probado todavía.
Manfred señaló una silla de respaldo recto que había ante la mesa y esperó a que Dietrich se hubiera sentado.
—¿Qué es esto? —preguntó cuando el sacerdote colocó un pfenning ante él.
—La multa por la vaca de Ambach.
Manfred recogió la moneda y miró a Dietrich un momento antes de dejarla en una esquina de la mesa.
—Se lo diré a Everard. Sabes que si siempre pagas las multas por ellos perderán el miedo a delinquir.
Dietrich no dijo nada y Manfred se volvió hacia su cofre y sacó un puñado de pergaminos envueltos en piel y atados con una cuerda.
—Toma. Son los últimos tratados de los sabios de París. Los hice copiar mientras nos aburríamos en Picardía. La mayoría son copias directas de los maestros, pero hay unas cuantas de los Oxford Calculators del Merton College que te interesan mucho. Son copias de los originales, naturalmente, hechas por eruditos ingleses.
Dietrich revisó el montón. Sobre el cielo, de Buridan, además de sus Preguntas sobre los ocho libros de física. Un fino volumen, Sobre el dinero, de un estudiante llamado Oresme. El Libro de los cálculos, de Swineshead. Los títulos conjuraron un enjambre de recuerdos y durante un cegador momento de insoportable anhelo Dietrich se acordó de sus días de estudiante en París, de Buridan y Ockham y él hablando sobre dialéctica ante jarras de cerveza. Peter Aureoli frunciendo el ceño e interrumpiendo con la petulancia propia de la edad. Los debates públicos, con el maestro respondiendo las preguntas lanzadas por la multitud. A veces oyendo el rumor de los abetos que rodeaban Oberhochwald a Dietrich le parecía escuchar las disputas de doctores, maestros, inceptores y bachilleres, y se preguntaba si la paz y el aislamiento habían tenido un precio demasiado alto.
Encontró la voz con dificultad.
—Mein Herr, no sé qué… —Se sintió como el famoso asno de Buridan, inseguro de qué manuscrito leer primero.
—Ya sabes el precio. Comentarios, si los consideras útiles. Adecuados para un «cabezón» como yo. Debes escribir tu propio tratado…
—Compendio.
—Compendio, pues. Cuando esté terminado, lo enviaré a París, a tu antiguo maestro.
—Jean Buridan —dijo Dietrich, reflexionando—. En la escuela llamada Sorbona.
¿De verdad quería que París se acordara de su paradero?
—Bien. —Manfred cruzó las manos bajo la barbilla—. Veo que tenemos por aquí a un franciscano.
Dietrich esperaba el interrogatorio. Apartó los manuscritos.
—Se llama Joachim de Herbholzheim, del convento de Estrasburgo. Vive aquí desde hace tres meses.
Esperaba que Manfred preguntara por qué el minorita se alojaba en una parroquia perdida en el bosque en vez de en la abarrotada ciudad catedralicia de Alsacia, pero el señor ladeó la cabeza y se pasó un dedo por la mejilla.
—¿Un Von Herbholz? Tal vez conozca a su padre.
—A su tío, más bien. Su padre es el hermano menor. Pero Joachim renunció a su herencia cuando hizo voto de pobreza.
El labio de Manfred tembló.
—Me pregunto si renunció a ella antes de que su tío lo desheredara. No me causará problemas, ¿verdad? El muchacho, quiero decir, no el tío.
—Sólo las habituales denuncias por demasiada riqueza y excesivos dispendios.
Manfred hizo una mueca.
—Que proteja él la zona sin los medios para mantener a una tropa de hombres.
Dietrich conocía todos los argumentos en contra y vio en la mirada entornada del señor que Manfred así lo recordaba. Las rentas y servicios de los campesinos mantenían algo más que a los soldados. Sufragaban los ropajes y los banquetes y a los bufones y a los trovadores. Manfred tenía una casa de acuerdo con su posición y se enorgullecía de ello; si era necesaria protección, se encontraba en el fondo de un valle, en la Roca del Halcón, mucho más cerca que Mühldorf o Crécy.
—Lo mantendré atado corto, sire —le aseguró al Herr antes de que los viejos asuntos pudieran resucitar.
—Encárgate de ello. Lo último que quiero es a un exploratore haciendo preguntas e inquietando a la gente. —De nuevo hizo una pausa y dirigió a Dietrich una mirada significativa—. Ni tú, supongo.
Dietrich decidió ignorar la resurrección.
—Trato de no inquietar a la gente, pero no puedo evitar hacer preguntas de vez en cuando.
Manfred se lo quedó mirando un momento, luego echó atrás la cabeza y soltó una carcajada y dio un manotazo sobre la mesa.
—Por mi honor, te he echado de menos estos dos últimos años. —Se tranquilizó al instante y sus ojos parecieron contemplar otra cosa sin dejar de mirarlo—. Por Dios, vaya si lo he hecho —añadió, más calmado.
—¿Fue mala entonces, la guerra?
—¿La guerra? No peor que otras, aparte de que John el Ciego tuvo una muerte estúpida. Supongo que ya te habrás enterado de la historia.
—Cargó en la batalla unido por una cuerda a sus doce paladines. ¿Quién no se ha enterado? Un acto imprudente para un ciego, diría yo.
—La prudencia no fue siempre su principal virtud. Todos esos luxemburgueses están locos.
—Su hijo es ahora rey de Alemania.
—Sí y káiser romano también. Todavía estábamos en Picardía cuando nos enteramos de la noticia. Bueno, la mitad de los electores habían votado a Karl contra el rey mientras Ludwig estaba todavía vivo, así que supongo que no hubo muchas vacilaciones una vez que estuvo muerto. El pobre Ludwig… Sobrevivir a todas esas guerras con los Habsburgo, y luego caerse del caballo yendo de caza. Supongo que el viejo Graf Rudolf…, no, ahora es Friedrich, según he oído… y el duque Albrecht habrán hecho sus juramentos, lo cual deja para mí zanjado el asunto. ¿Sabes por qué no murió Karl con John en Crécy?
—Puestos a suponer —dijo Dietrich—, diría que no tenía ningún lazo con su padre.
Manfred hizo una mueca.
—O una cuerda desorbitadamente larga. Cuando la caballería francesa cargó contra los arcos largos ingleses, Karl von Luxemburg cargó en dirección contraria.
—Entonces fue un hombre sabio, o un cobarde.
—Los hombres sabios suelen serlo. —Los labios del Herr se torcieron—. Todo es a causa de la lectura, Dietrich. Saca a los hombres del mundo y los mete dentro de su propia cabeza, y ahí no hay nada más que fantasmas. He oído que Karl es un hombre instruido, el pecado que Ludwig nunca cometió.
Dietrich no respondió. Los káiseres, como los papas, eran de tipos muy distintos. Se preguntó qué les sucedería ahora a los franciscanos que habían huido a Munich.
Manfred se levantó y se acercó a la ventana ojival para asomarse.
Dietrich lo vio acariciar ausente la suciedad del alféizar. El sol de la tarde bañaba el rostro del señor, dándole a su tez un tono rojizo.
—No has preguntado por qué he tardado dos años en regresar —dijo al cabo de un rato.
—Imaginé que habría dificultades —respondió Dietrich con cuidado.
—Imaginaste que estaba muerto. —Manfred se apartó de la ventana—. Una suposición natural cuando se piensa en cuántos muertos hay desde aquí hasta Picardía. Está anocheciendo —añadió, levantando la cabeza hacia el cielo—. Querrás una antorcha para regresar sin problemas.
Dietrich no respondió y, después de otro instante, Manfred continuó.
—El reino francés es un caos. El rey fue herido; su hermano murió. El conde de Flandes, el duque de Lorena, el rey de Mallorca… y el necio rey de Bohemia. Como he dicho… Todos muertos. Los Estados se han reunido y han reprendido amablemente a Felipe por perder la batalla, y a cuatro mil caballeros en ella. Le concedieron más fondos, naturalmente, pero quince deniers no compran lo que tres compraban antes. Nuestro regreso ha sido difícil. Los caballeros venden su lanza a quien quiera contratarlos. Fue… una tentación desprenderse de toda responsabilidad y agarrar todo lo que un fuerte brazo derecho puede tomar. Cuando los príncipes huyen de la batalla y los príncipes van por libre y los barones roban a los peregrinos, ¿qué valor tiene el honor?
—Bueno, aún más, viendo lo raro que se ha vuelto.
Manfred se rió sin ganas, luego continuó estudiando la puesta de sol.
—La peste llegó a París este junio pasado —dijo en voz baja.
Dietrich se sobresaltó.
—¡La peste!
—Sí. —Manfred se cruzó de brazos y pareció encogerse—. Dicen que la mitad de la ciudad ha muerto y creo que no es una exageración. Vimos… cosas que ningún hombre debería ver. Los cadáveres pudriéndose en las calles. Los forasteros sin sitio donde cobijarse. Obispos y señores huyendo, dejando París abandonada a su suerte. Y las campanas de las iglesias llamando a un funeral tras otro hasta que el consejo de la ciudad las obligó a parar. Lo peor, creo, fueron los niños: abandonados por sus padres, muriendo solos y sin comprender nada.
Dietrich se persignó tres veces.
—Santo Dios, ten piedad de ellos. ¿Tan malo como en Italia, entonces? ¿Emparedaron a familias enteras en sus casas, como hicieron los Visconti en Milán? ¿No? Entonces quedaba una pizca de hospitalidad.
—Ja. Me dijeron que las hermanas del Hospital permanecieron en sus puestos. Murieron, pero por rápido que fueran muriendo, otras ocupaban su lugar.
—¡Un milagro!
Manfred gruñó.
—Tienes un extraño gusto para los milagros, amigo mío. A los ingleses no les fue mejor en Burdeos. La peste llegó a Aviñón en mayo, aunque para entonces ya había pasado lo peor. No te preocupes, Dietrich. Tu Papa sobrevivió. Sus médicos judíos le hicieron sentarse entre dos fuegos y ni siquiera cayó enfermo. —El Herr hizo una pausa—. Allí conocí a un hombre valiente. Quizás al hombre más valiente que conoceré jamás. Guy de Chauliac. ¿Lo conoces?
—Sólo de oídas. Se dice que es el médico más importante de la cristiandad.
—Es posible. Es un hombre grande con manos de campesino y una forma lenta y deliberada de hablar. Yo no lo habría identificado como médico si no lo hubiera encontrado en la batalla. Después de que Clemente se marchara de la ciudad y se fuera a su casa de campo, De Chauliac se quedó… «para evitar la infamia», me dijo, aunque no hay vergüenza ninguna en huir de un enemigo semejante. Él mismo cayó enfermo de peste. Y mientras yacía en cama, comido por las fiebres y el dolor, describió sus síntomas y se trató de formas diversas. Lo anotó todo, para que quien lo sucediera conociera el curso de la enfermedad. Perforó sus propias bubas y tomó nota del efecto. Era… Era como el caballero que defiende su territorio contra el enemigo, no importa qué heridas haya recibido. Ojalá tuviera yo a seis hombres con su valor a mi lado en la batalla.
—¿De Chauliac ha muerto, entonces?
—No, vivió, alabado sea Dios, aunque es difícil decir qué tratamiento lo salvó…, si en efecto fue por algo más que por el capricho de Dios.
Dietrich no comprendía cómo la enfermedad podía recorrer tales distancias. Había habido epidemias anteriormente (en ciudades amuralladas o castillos, entre ejércitos al asedio), pero desde la época de Eusebius no habían consumido naciones enteras. Una criatura invisible y malévola parecía acechar la Tierra. Pero todos los médicos estaban de acuerdo en que era el mal aire. Un mal odour.
Una conjunción de planetas había provocado terribles terremotos en Italia y los abismos habían exhalado un enorme cuerpo de aire rancio y malo que los vientos llevaban luego de un lugar a otro. Nadie sabía hasta dónde llegaba el mal, hasta dónde viajaría antes de que finalmente se disolviera. Los habitantes de diversas ciudades habían tratado de aplacarlo con ruidos fuertes, campanas de iglesia y cosas similares, pero sin conseguir nada. Los viajeros habían marcado su progreso a través de la península italiana y a lo largo de la costa hasta Marsella. Ya había llegado a Aviñón y, de ahí, a París y Burdeos.
—¡Nos ha pasado de largo! —exclamó—. ¡La peste se ha dirigido al oeste y al norte! —Dietrich sintió una vergonzosa alegría. No se alegraba de que París hubiera sufrido, sino de que Oberhochwald se hubiera salvado.
Manfred le dirigió una dura mirada.
—¿Ningún signo entre los suizos, entonces? Max dijo que no, pero hay más de un camino para salir de Italia desde que construyeron ese puente en el paso de San Gotthard. Mientras veníamos, nos preocupaba encontraros a todos muertos, que hubiera pasado por aquí antes de llegar a Aviñón.
—Tal vez estamos a demasiada altura para que llegue el mal —le dijo Dietrich.
Manfred hizo un gesto de indiferencia.
—No soy más que un simple caballero, y dejo esas cosas a los eruditos. Pero en Francia hablé con un caballero de San Juan, que acababa de llegar de Rodas, y dijo que la peste venía de Catay, y la historia es que allí los muertos son incontables. Me dijo que llegó a Alejandría, y que su hermandad al principio consideró que era un castigo de Dios sobre los sarracenos.
—Dios no tiene tan mal tino como para arrasar a la cristiandad mientras diezma al infiel —dijo Dietrich.
—Han estado quemando judíos en la hoguera por todo el norte Mediterráneo…, excepto en Aviñón, donde tu Papa los protege.
—¿Los judíos? Eso no tiene sentido. También los judíos mueren de peste.
—Eso dijo Clemente. Tengo una copia de su Bula que conseguí en Aviñón. Sin embargo, los judíos viajan por toda Europa, como hace la peste. Se dice que sus cabalistas han estado envenenando los pozos, así que es posible que los judíos buenos no sepan nada.
Dietrich sacudió la cabeza.
—Es aire malo, no agua mala.
Manfred se encogió de hombros.
—De Chauliac decía lo mismo, aunque en su delirio escribió que las ratas eran las causantes de la peste.
—¡Las ratas! —Dietrich negó con la cabeza—. No, no puede ser. Siempre ha habido ratas y esta peste es nueva sobre la Tierra.
—Es posible —respondió Manfred—. Pero el pasado mayo el rey Pedro acabó con una matanza de judíos en Barcelona. Recibí la noticia de don Pedro mismo, que había venido al norte buscando la gloria en la guerra de Francia. Los catalanes se levantaron en armas, pero la milicia del burgo protegió los barrios judíos. La reina Juana tuvo la misma intención en Provenza, pero la gente se alzó y expulsó a los napolitanos. Y el mes pasado el conde Henri ordenó que todos los judíos de Dauphine fueran encarcelados, para protegerlos de la turba, creo; pero Henri es un cobarde y la muchedumbre puede que sea más fuerte que él. —Manfred cerró el puño derecho—. Así que ya ves que no ha sido algo tan simple como la guerra lo que me ha impedido volver durante dos años.
Dietrich no quería creer que fuera verdad.
—Las historias de los peregrinos…
—… pueden ir exagerándose de boca en boca. Ja, ja. Tal vez sólo hayan quemado a dos judíos y muerto sólo veinte en Catay; pero sé lo que vi en París, y preferiría no verlo aquí. Max me ha dicho que hay furtivos en el bosque. Si traen la peste consigo, tendré que expulsarlos.
—Pero la gente no lleva consigo el aire malo —dijo Dietrich.
—Debe de haber un motivo para que se extienda tanto. Algunas ciudades, como Pisa y Lucca, han informado de cierto éxito impidiendo el paso a los viajeros, así que los viajeros bien pueden extender la peste. Tal vez el mal se aferra a su ropa. Tal vez es verdad que envenenan los pozos.
—El Señor ordenó que atendiéramos a los enfermos. ¿Haréis que Max los persiga, poniendo en peligro nuestras almas?
Manfred hizo una mueca. Sus dedos tamborilearon inquietos sobre la mesa.
—Averiguadlo, entonces —dijo—. Si están sanos, los capataces pueden utilizarlos para la cosecha. Un pfennig al día más la cena y pasaré por alto cualquier pieza de caza o pesca furtiva que hayan podido obtener hasta ahora. Dos pfennig si no quieren la comida. Sin embargo, si necesitan hospitalidad, es asunto tuyo. Emplaza un hospital en mi bosque, pero que ninguno de ellos entre en mi feudo ni en el pueblo.
Por la mañana, Max y Dietrich fueron en busca de los furtivos. Dietrich había preparado dos pañuelos perfumados con los que filtrar el mal, por si lo encontraban, pero no creía mucho en la teoría de Manfred de que la ropa pudiera llevar el aire malo consigo. Galeno no decía nada de eso, ni tampoco Avicena lo había escrito. Todo lo que en la ropa había eran pulgas y piojos.
Cuando llegaron al lugar donde los árboles estaban caídos como paja segada, Max se agachó e inspeccionó un tronco.
—El centinela echó a correr en esa dirección —dijo, extendiendo el brazo—. Más allá de ese abedul blanco. Localicé su posición en aquel momento.
Dietrich vio gran cantidad de abedules blancos, todos iguales. Confiado, siguió al soldado.
Pero Max sólo se había adentrado unos pasos en los matorrales cuando se detuvo junto al grueso tocón de un gran roble.
—Vaya. ¿Qué es esto?
Había un hatillo en el tocón.
—Comida robada de la despensa —dijo el sargento, abriéndolo—. Son las hogazas que Becker hornea para la cena de la cosecha… ¿Ves que son más largas que las normales? Y rábanos, y ¿qué es esto? —Olisqueó—. Ah. Coles agrias. Y un trozo de queso.
Max se volvió, sosteniendo una hogaza lo bastante grande para alimentar a tres hombres.
—Parece que comen bien para ser hombres sin tierra.
—¿Por qué lo habrán abandonado? —se preguntó Dietrich.
Max miró a su alrededor.
—Los hemos asustado. ¡Silencio! —Extendió un brazo hacia Dietrich para hacerlo callar mientras sus ojos estudiaban los matorrales cercanos—. Continuemos nuestro camino —dijo en voz alta, y se volvió como para seguir internándose en el bosque, pero el súbito chasquido de una rama tras ellos le hizo girarse y, de dos saltos, agarró un brazo.
—¡Te tengo, basura!
La figura que arrancó de su escondite chilló como un cerdo. Dietrich vio una toca de brocado y dos largas trenzas rubias.
—¡Hilde!
La esposa del molinero se volvió hacia Max, que se había girado al oír el grito de Dietrich, y lo golpeó en la nariz. Max aulló y la abofeteó con la mano libre, haciéndola girar de modo que pudo sujetarle el brazo tras la espalda, subido casi hasta el omóplato.
—¡Max, basta! —gritó Dietrich—. ¡Suéltala! ¡Es la esposa de Klaus!
Max retorció otra vez el brazo y empujó a la mujer. Hilde se tambaleó un par de pasos, luego se volvió.
—Creía que erais ladrones que veían a robar la comida que dejo para los pobres.
Dietrich observó el pan y el queso que había en el tocón.
—Ah… ¿Traes a los furtivos comida del festín de la cosecha? ¿Desde cuándo? —Dietrich no sabía por qué Hilde podría haber hecho una cosa así. No había nada en el hecho de lo que enorgullecerse.
—Desde el Día de Sixto. Lo dejo aquí en este tocón justo antes del anochecer, después del trabajo en la cosecha. A mi marido nunca le falta comida y éste es un uso tan bueno como cualquiera. Le pagué al hijo del panadero que me hace las hogazas.
—Así es como se libró del trabajo obligatorio. Pero ¿por qué?
Hilde se irguió.
—Es mi castigo ante Dios.
Max bufó.
—No deberías venir aquí sola.
—Dijisteis que había hombres sin tierra por aquí. Os oí.
—Los hombres sin tierra pueden ser peligrosos —dijo Dietrich.
—¿Más peligrosos que este patán? —Hilde señaló a Max con la cabeza—. Son tímidos. Esperan a que me marche para recoger la ofrenda.
—¿Y por eso pensaste en esconderte para echarles un vistazo? —dijo el sargento—. Típico pensamiento femenino. Si son siervos que han escapado de su feudo, no desearán ser vistos.
Hilde se dio la vuelta y señaló con un dedo a Schweitzer.
—¡Espera a que le diga a mi Klaus, el Maier, cómo me has tratado!
Max sonrió.
—¿Eso será después de haberle dicho cómo te internas en el bosque para dar de comer a los furtivos? Dime, ¿muerdes y arañas además de golpear?
—Acércate y verás.
Max sonrió y avanzó un paso al tiempo que Hilde retrocedía. Entonces su mirada pasó de largo y la sonrisa se le heló en la cara.
—¡Por las heridas de Cristo!
Dietrich vio una figura esbelta que corría hacia el bosque con el hatillo de comida. Era largirucho: brazos y piernas demasiado largos para su cuerpo, las articulaciones demasiado abajo en los miembros. Llevaba un cinturón de material brillante, pero más arriba de la cintura. Eso, y piel grisácea a través de vetas de tela de colores, fue todo lo que Dietrich pudo ver antes de que la figura desapareciera entre los arbustos. Las ramas de avellano crujieron, un grajo se quejó. Luego todo quedó en silencio.
—¿Lo habéis visto? —preguntó Max.
—Esa palidez… —dijo Dietrich—. Creo que es un leproso.
—Su cara…
—¿Qué pasa con su cara?
—No tenía cara.
—Ah. Es lo que pasa en las últimas etapas, cuando la nariz y las orejas se pudren.
No supieron qué hacer, hasta que Hildegarde Müller avanzó hacia los matorrales.
—¿Adonde vas, mujer ignorante? —exclamó Max.
Hilde miró sombría a Dietrich.
—Dijisteis que eran hombres sin tierra —dijo con una voz que parecía una cuerda de laúd demasiado afinada—. ¡Lo dijisteis!
Dio dos pasos más hacia la maleza, se detuvo y miró alrededor.
Max cerró los ojos y resopló. Luego desenvainó la daga y siguió a la mujer del molinero.
—Max —dijo Dietrich—, dijiste que no nos apartaríamos de los caminos de los venados.
El sargento marcó un árbol.
—Los venados tienen más sentido común. ¡Quieta, mujer idiota! Te perderás. Que Dios nos ayude. —Se agachó y se pasó por la mano algunas ramas de morera—. Rotas —dijo—. Por ahí.
Y echó a andar sin mirar si los otros lo seguían.
Cada pocos pasos, Max se agachaba a examinar el terreno o una rama.
—Pasos largos —murmuró en un momento determinado—. ¿Veis cómo el zapato ha pisado el barro? El propietario estaba aquí.
—Va saltando —dedujo Dietrich.
—O tiene los pies deformes. Mirad la hechura. ¿Cuándo se ha visto a un lisiado saltando?
—Hechos de los Apóstoles —dijo Dietrich—. Capítulo tres, versículo ocho.
Max gruñó, se levantó y se frotó las rodillas.
—Por aquí.
Los condujo poco a poco al interior del bosque, marcando en ocasiones un árbol o disponiendo las piedras del suelo como signo de que habían seguido aquel camino. Apartaron matorrales y maleza, pasaron por encima de árboles caídos que se habían enterrado en el sendero, saltaron sobre barrancos inesperados.
—¡Santo Dios! —exclamó Max cuando encontraron las huellas una vez más—. ¡Ha saltado de una orilla a otra!
Los árboles se fueron haciendo más altos y más dispersos, sus ramas se alzaban sobre ellos como la cúpula de una catedral. Dietrich comprendió lo que había querido decir Max cuando hablaba de no apartarse de los senderos. Allí, protegidos por el risco, ninguno de los árboles había caído con la andanada y todas las direcciones parecían iguales. Los matorrales y los árboles más pequeños habían entregado el terreno a sus triunfantes hermanos mayores. Una capa de hojas de otoño, de años de grosor, suavizaba sus pasos. Tampoco podían guiarse por el sol. La luz sólo llegaba en lanzadas dispersas que, como flechas, penetraban el follaje superior. Cuando Max marcó un árbol, ecos apagados hablaron desde todas las direcciones, de modo que Dietrich pensó que el sonido mismo se había perdido. Hilde empezó a decir algo, pero también su voz susurró en medio de la quietud y se calló inmediatamente y, a partir de entonces, siguió al suizo más de cerca.
En un pequeño claro donde un arroyo se abría paso a través del bosque, se detuvieron a descansar entre los helechos. Dietrich se sentó en una piedra cubierta de liquen junto a un estanque. Max probó el agua, luego la recogió con las manos y bebió.
—Está fría —dijo, mientras llenaba su odre—. Debe de venir del Katerinaberg.
Hilde miró a su alrededor y se estremeció.
—Los bosques son aterradores. Aquí viven lobos, y brujas.
Max se rió de ella.
—Historias de aldeanos. Mis padres vivían en el bosque. ¿Os lo he contado alguna vez, pastor? Cortábamos leña y la vendíamos a los carboneros. Comprábamos nuestro grano a la gente del valle y nadie nos molestaba mucho, excepto una vez una tropa de hombres de Saboya que llegaron después de una batalla. —Reflexionó en silencio un momento, luego cerró el tapón de su odre de agua—. Fue entonces cuando me marché. Ya sabéis cómo son los jóvenes. Me preguntaba si había un mundo fuera del bosque y los de Saboya necesitaban un guía. Así que fui con ellos hasta que les enseñé el camino a… a alguna parte. Se me ha olvidado. Allí lucharon con los Visconti por un trozo sin valor del Piamonte. Pero me marché con ellos y aprendí a llevar armas y combatí a los milaneses. —Llenó el odre de Dietrich también—. No creo que podáis comprender eso, pastor. La alegría abrumadora cuando tu enemigo cae. Es como… es como tener a una mujer, y supongo que tampoco entendéis eso. Os lo advierto, nunca he matado a un hombre que no hubiera desnudado su hoja ante mí. No soy ningún asesino. Pero ahora sé por qué nunca podré regresar. Vivir en los Alpes después de lo que he visto, vivir en un lugar como éste… —Hizo un gesto abarcando cuanto le rodeaba.
Hilde miró al sargento con peculiar intensidad.
—¿Qué tipo de hombre disfruta matando?
—Uno vivo.
La réplica fue recibida en silencio por parte del sacerdote y la esposa del molinero, y en ese silencio oyeron el continuo chirrido de las cigarras, el sonido de martillos lejanos. Max estiró el cuello.
—Por allí. En marcha. Y sin hacer ruido. El sonido se transmite en el bosque.
Al acercarse a la fuente, Dietrich oyó un coro, una mezcla arrítmica pero no desagradable. Tambores, pensó. O maracas. Por debajo de todo, roces y chasquidos. Un sonido pudo identificar: el golpe de un hacha contra un árbol, seguido por el peculiar estrépito de un pino al caer.
—No podemos consentirlo —dijo Max—. Esos árboles pertenecen al Herr.
Indicó a los demás que se apartaran y se arrastró a cuatro patas hasta el borde de la pantalla de árboles que marcaba la cima del risco. Allí se detuvo y Dietrich, que lo había seguido, susurró:
—¿Qué ocurre?
Max se volvió.
—¡Corred, por vuestra alma! —exclamó.
Dietrich, en cambio, agarró al sargento.
—¿Qué…?
Y entonces también él vio lo que había allá abajo.
Habían abierto un gran claro circular en el bosque, como si un gigante hubiera pasado una guadaña. Los árboles estaban caídos en todas direcciones. En el centro había un edificio blanco, tan grande como el granero de una abadía, con puertas abiertas en un costado. Una docena de figuras se habían quedado quietas y contemplaban a Max y Dietrich.
No eran hombres sin tierra.
No eran hombres.
Larguiruchos, delgados, con articulaciones extrañas. Los cuerpos adornados con tiras de ropa. Piel gris moteada de manchas verde claro. Torsos largos y sin pelo rematados por caras inexpresivas que carecían de nariz y orejas, dominadas por ojos enormes y dorados, globulares, facetados como diamantes, que no miraban a ninguna parte pero lo veían todo. En sus frentes cimbreaban antenas como el trigo en verano.
Sólo sus bocas tenían expresión: se movían suavemente o colgaban entreabiertas, o se cerraban en una firme línea. Labios húmedos y suaves se separaban de dos formas a cada extremo, de manera que parecían sonreír y fruncirse al mismo tiempo. En los pliegues de cada comisura, de unas tiras gemelas de materia córnea, surgía un sonido entrecortado, como el de chicharras lejanas.
Una criatura era sujetada por dos de sus compañeros. Abrió la boca como para hablar, pero lo que salió de ella no fueron palabras, sino un pus amarillo que le corrió por la barbilla. Dietrich trató de encogerse, pero la garganta se le cerró de terror. Recordó las pesadillas de su infancia, pobladas de grandes gárgolas de piedra de la catedral de Colonia que cobraban vida en la noche para arrancarlo de la cama de su madre. Se dio la vuelta, dispuesto a huir, pero encontró a otras dos criaturas más tras él. Oyó el fuerte olor de la orina y su corazón redobló como los tambores del Schmidmühlen. ¿Eran esos monstruos los que esparcían la peste?
—Santa María, Madre de Dios —susurraba Max una y otra vez.
Por lo demás, todo estaba en silencio. Los pájaros se habían callado y sólo se oía el leve susurro del viento. El bosque parecía tranquilo, sus helechos y recovecos una mentira de seguridad. Dietrich pensó que si echaba a correr, se perdería… ¿Pero no era eso mejor que quedarse allí y perderse para toda la eternidad?
Sin embargo, era todo lo que se interponía entre aquellas apariciones y sus dos acompañantes, pues sólo a él se le había concedido el poder para expulsar demonios. Con el rabillo del ojo vio que los dedos de Max se posaban sobre la empuñadura de su daga.
La mano derecha de Dietrich subió hasta el pecho y agarró su cruz pectoral, sosteniendo ante sí al Crucificado como si fuera un escudo. Un demonio respondió acercando lentamente la mano a una bolsa que colgaba de su cinturón…, sólo para ser apaciguado por su compañero. Dietrich advirtió que la mano tenía seis dedos, un número poco reconfortante. Trató de pronunciar las palabras del exorcismo, «Yo, sacerdote de Jesucristo, os ordeno abjurar de espíritus impíos», pero la boca se le había secado.
Un agudo zumbido taladró el aire y todas las cabezas se volvieron hacia el granero, de donde había salido otra criatura, ésta enana y con una cabeza enorme. Corrió hacia ellos y uno de los demonios más altos dejó escapar un sonido ululante y la siguió en la carrera. ¿Para hacer qué? ¿Para arrancarles el alma del cuerpo?
La situación estalló.
Dietrich gritó.
Max desenvainó su daga.
El demonio que tenían detrás sacó un extraño tubo brillante de su bolsa y les apuntó con él.
Y Hildegarde Müller bajó dando tumbos hacia donde estaban los demonios.
Se detuvo una vez y miró atrás, cruzando la mirada con Dietrich. Su boca se abrió como para hablar; entonces cuadró los hombros y continuó su camino. Extrañamente, las criaturas se apartaron de ella.
Dietrich controló su miedo y contempló con terrible concentración el drama que se desarrollaba ante ellos. «¡Dios, concédeme la gracia de comprender!» Intuía que muchas cosas dependían de su comprensión.
Hildegarde se detuvo ante el demonio que escupía pus por la boca y tendió ambos brazos hacia él. Las manos se cerraron, se apartaron, volvieron a abrirse. Y el demonio cayó en sus brazos y se desplomó contra ella.
Con un agudo gritito, Hildegarde se arrodilló sobre el polvo y la ceniza y los pedazos de madera y acunó a la criatura en su regazo. El líquido verdoso y amarillento le manchó la ropa. Desprendía un olor nauseabundo y dulzón.
—Bienven…
Se detuvo, tragó saliva y empezó de nuevo.
—Bienvenidos, peregrinos, a la hospitalidad de mi casa. Me complace… Me complace que podáis quedaros con nosotros.
Acarició amablemente la cabeza de la criatura y pareció la Madre Dolorosa de esas Vesperbilder que se habían hecho tan populares últimamente, excepto que tenía los ojos cerrados y no miraba al ser que consolaba.
Para Dietrich todo quedó claro en un súbito y mareante segundo. El monstruo que la esposa del molinero acunaba estaba malherido. El efluvio que manaba de él era alguna especie de humor. Las tiras de tela que los demonios llevaban eran los restos rasgados y quemados de ropa empleada como vendaje alrededor de torsos y extremidades. Sus cuerpos y rostros estaban manchados de humo y el moteado de su piel indicaba magulladuras y arañazos verde oscuro. «¿Sufren tormentos terrenales las criaturas del infierno?» En cuanto a la criatura más pequeña que había echado a correr zumbando como un moscardón furioso…
Un niño, comprendió Dietrich. Y los demonios no tenían hijos; tampoco corrían y se abrazaban como había hecho la segunda criatura que corría detrás de la primera.
—¿Pastor? —dijo Max. Su voz temblaba. Estaba a punto de estallar, la mano en la daga—. ¿Qué clase de demonios son éstos?
—No son demonios, sargento. —Dietrich había agarrado la muñeca de Max. Miró a Hildegarde y al herido—. Creo que son hombres.
—¡Hombres!
Dietrich sujetó al otro con fuerza.
—¡Piensa, sargento! ¿No existen los centauros, medio hombres y medio caballos? ¿Y qué hay de los Blemyae de los que habló Plinio, hombres con los ojos en el torso? Honorius Augustodenensis describió y dibujó una docena de ellos.
Las palabras se atropellaban y luchaban entre sí, como si huyeran de su propia lengua.
—¡Seres más extraños que éstos adornan las paredes de nuestra iglesia!
— ¡Criaturas de las que se habla, pero que nadie ha visto!
Sin embargo, Dietrich notó que el hombre se relajaba un poco, y por eso le soltó el brazo. El sargento retrocedió un paso y luego otro. «Un paso más y echará a correr», pensó Dietrich.
Entonces las historias correrían por el pueblo y por toda la montaña para alojarse en los oídos de Friburgo; y se produciría una conmoción en aquel tranquilo rincón del mundo. Los predicadores encontrarían a Dios y al Diablo en las habladurías y anunciarían nuevas Herejías. Habría quien diría haber visto a esas criaturas en visiones extáticas; los filósofos cuestionarían su existencia. Algunos, en habitaciones ocultas, quemarían incienso y rezarían a sus imágenes; otros prepararían la hoguera para quienes lo hicieran. Se harían preguntas; vendría la inquisición. Se recordarían viejos asuntos, antiguos nombres.
Un cuclillo trinó desde la copa de un árbol y Dietrich advirtió corno los monstruos se asustaban de un pájaro inocente.
— Max —dijo—. Corre a la rectoría y trae mi bolsa de ungüentos y mi ejemplar de Galeno. Está encuadernado en cuero marrón oscuro y tiene el dibujo del cuerpo de un hombre en la portada.
Dudaba que Galeno tuviera mucho que decir sobre heridas de demonios, pero no podía dejar que nadie muriera vomitando en el suelo sin intentar salvarlo.
—Y, Max —añadió, llamando al sargento—, no le digas a nadie lo que hemos visto. No queremos que cunda el pánico. Si alguien pregunta, di que… que estos forasteros pueden tener la peste.
Max lo miró gravemente.
—¿Quieres avisarlos que hay peste para que no haya pánico?
—Entonces diles que es otra cosa. Lepra. Pero mantenlos alejados. Necesitamos tranquilidad. Ahora date prisa… y trae mis ungüentos.
Dietrich se deslizó por la cara del risco hasta donde se encontraban las criaturas, que formaban un grupo compacto. Algunos tenían hachas y mazas preparadas, pero había otros que no empuñaban ningún arma y se apartaron de él. Habían hecho un montón de troncos junto al extraño edificio blanco, y Dietrich advirtió que habían estado despejando los árboles caídos a su alrededor. Sin embargo ¿cómo podían haber levantado un edificio tan grande en pleno bosque sin despejarlo primero?
Se arrodilló junto a la criatura que Hilde consolaba y se humedeció los dedos con saliva.
—Con la condición de que hayas llevado una buena vida, yo te bautizo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. —Trazó la cruz sobre la frente de la criatura.
—Amén —dijo Hildegarde.
Dietrich se levantó y se sacudió el hábito, preguntándose si habría cometido sacrilegio. ¿Reservaba el cielo un lugar para estas criaturas? Tal vez, si tenían alma. No podía interpretar nada en la mirada sin expresión del ser herido; de hecho, no podía saber si estaba mirando o no, ya que no había párpados sobre los hemisferios facetados. Los otros no habían vuelto la cabeza mientras él le administraba a su compañero el bautismo condicional. Sin embargo, tenía la extraña sensación de que todos lo estaban mirando directamente. Sus extraños ojos saltones no se movían. No podían hacerlo, supuso.
Ahora que habían sido descubiertas, ¿qué harían estas criaturas? Era buena cosa que hubieran intentado permanecer ocultas, pues su antinatural presencia, demoníaca o no, debía permanecer en secreto. Sin embargo, se habían construido una casa en la tierra del Herr, así que parecía que pretendían quedarse, y ningún secreto podía ser guardado para siempre.