4. AHORA: Tom

Durante la Edad Media, en los días de rogativas, los campesinos de una aldea recorrían los límites de su feudo y arrojaban a sus hijos a arroyos o les golpeaban la cabeza contra ciertos árboles para que los jóvenes aprendieran las limitaciones de su vida. Si hubiera estudiado historia narrativa, Tom lo habría sabido.

Consideremos las llamadas que recibía de Judy Cao: un manuscrito rastreado y localizado, o una referencia recién descubierta, o el pedirle su aprobación para pagar las tarifas de archivos y bases de datos. Esas llamadas le causaban cierta euforia, como un montañero puede sentir júbilo al acercarse a una cima: no por ver el mundo extendido ante él, sino por la promesa de un nuevo horizonte más allá. Para Tom, el firme hilillo de información de Judy era como un manantial frío en un lugar árido y, si un hombre pudiera emborracharse con agua, sería a pequeños sorbos de éste.

Los artículos habían ido apareciendo regularmente en su archivo de Eifelheim, todos adecuadamente indicados y con sus respectivos pedigríes, como perros en una exposición canina. Judy era una investigadora meticulosa. Había localizado anales monásticos, descubierto libros de cuentas feudales, desenterrado fragmentos sorprendentes: los residuos de un mundo desaparecido conservados por el azar. «Los documentos de la vida cotidiana», dignos de confianza precisamente porque no habían sido registrados con vistas a la posteridad.


• De un cajón de sastre de «Baconalia» en Oxford: un aide memoire del caballero local de Hochwald que refería una discusión con «el pastor de Santa Catalina» sobre las teorías de fray Roger Bacon: botas de siete leguas, máquinas voladoras, cabezas mecánicas parlantes.

• Preservada entre los papeles de Ludwig der Bayer en el museo de Fürstenfeld: una sorprendente referencia en los escritos de Guillermo de Ockham a «mi amigo, el doctor seclusus de Oberhochwald».

Enterrada en la colección Luxemburgo de la Universidad Charles de Praga: una mención a «sir Manfred von Oberhochwald» entre los compañeros del rey de Bohemia en la batalla de Crécy.

• Un comentario en los Anales de San Blasien acerca de que «el demonio de Feldberg», tras haber eludido los intentos de capturarlo con fuego, había «escapado en dirección a Hochwald» después de iniciar un gran incendio que casi engulló el monasterio.

• Un leva fechada en 1289, del Generallandesarchiv Baden, del conde Hermann VII de Baden dirigida a Ugo Heyso de Oberhochwald en la que pedía seis soldados y medio de infantería y uno y medio de caballería.

• Una leva similar para Manfred, en 1330, del duque Friedrich IV Habsburgo de Austria.

• Una copia de una carta episcopal hallada en los archivos de la iglesia de Nuestra Señora en Friburgo de Bisgrovia dirigida al pastor Dietrich, afirmando la doctrina de que «el aspecto del cuerpo no refleja el estado del alma».

• Un compendio anónimo, MS.6752, de la Bibliotheque Nationale de París, sobre filosofía natural, «poco común por su extensión y organización sistemática», atribuido en una glosa, en su folio 237, a «mi antiguo estudiante, Seclusus», supuestamente añadida por el gran Maestro de Artes, Jean Buridan.


Si un hombre no puede emborracharse con estos sorbos está condenado a la sobriedad eterna. La cuestión de cómo un vasallo podía proporcionar seis soldados y medio a su señor hubiese mantenido ocupada una asamblea de jesuitas.

Sharon se alegraba por él, pues la tenacidad de Judy significaba que ella tenía que ocuparse de menos cosas y, por tanto, podía dedicar más tiempo a la física. Pensaba que esto era lo que quería y extraía cierta alegría de ello. El mayor inconveniente, a su entender, era que Tom quería compartir inmediatamente con ella cualquier pequeño dato recibido y que ella lo atendía distraída y a veces irritada. Estaba segura de que la información era fascinante pero, como el queso fuerte o la comida basura, su disfrute era un hábito adquirido.

Una noche, mientras cenaban en un restaurante italiano del barrio, Tom «compartió» con ella una macedonia de hechos que Judy había encontrado en una conferencia sobre la vida en las aldeas medievales. Entre los archivos citados había unos pocos de Oberhochwald de la década de 1330. Se referían principalmente a los aldeanos lo suficientemente desafortunados para llamar la atención de los tribunales, pero algunos eran casos felices de concesiones y nombramientos. En cuanto colgó el móvil y antes de que la salsa de almejas pudiera mancharle los labios, Tom empezó a darle detalles.

Había descubierto los nombres de las personas reales que habían vivido en «su» aldea. Acostumbrado a las amplias abstracciones de la citología, rara vez había encontrado a nadie tras sus ecuaciones y modelos. No lo sabía todavía, pero estaba siendo seducido por Judy Cao. Estaba empezando a sentir el placer de la historia narrativa.

Así, un tal Fritz Ackermann había sido multado con tres pfennig en 1334 por «abandonar el horno comunal del señor», lo cual significaba que se había atrevido a hornear su propio pan en casa. Y en 1340 se había concedido a una tal Theresia Gresch el derecho a recoger hierbas en el prado comunal y el bosque del señor.

Sharon pensó que la multa de tres pfennig era un signo de la tiranía del feudalismo y así lo dijo, con mucha más irritación de lo que el importe de la multa merecía, e incluso probablemente de lo que al propio Ackermann le había causado pagarla. Tom pensó en corregir la apreciación de ella sobre el feudalismo, pero tan sólo dijo:

—Trata de comprar alcohol al otro lado del puente, en Nueva Jersey, y descubrirás qué multa imponen los señores de Pennsylvania por romper su monopolio si te pillan.

Pero la tibieza con que ella recibió su alegre comentario lo descolocó un poco y Tom sintió como si lo hubieran arrojado sin ceremonias a una corriente fría.

Otra cosa de las llamadas de Judy que a veces irritaba a Sharon era su inoportunidad. Podían producirse a cualquier hora del día. ¿Aquella chica no dormía nunca? Y, naturalmente, Tom saltaba a responder. No importaba lo que estuviera haciendo. ¿Recogiendo los platos de la cena? Podían esperar. ¿Conduciendo el coche? Para eso inventó Dios los teléfonos móviles. Sharon era de las que consideraban indigno cualquier grado de ansiedad. «Contrólate» o «calma», solía decir, como si fuera un cumplido. La sonrisita de Tom empezó a molestarla. Un poco de gravitas no hace daño a nadie.


Una noche, mientras Tom estaba enfrascado en un libro de viajes sobre las costumbres y leyendas de la Selva Negra (uno nunca sabía dónde podía haber una mina de oro que desenterrar), Sharon se plantó delante de su sofá agitando el teléfono móvil ante él.

—Es tu nueva amiguita —dijo—. Otra vez.

Tom cerró el libro y lo dejó marcado con un dedo. A veces no estaba seguro de cómo interpretar a Sharon. Lo admitía de vez en cuando, después de unas cuantas cervezas y si Sharon no estaba cerca. Bromeaban mucho el uno con el otro, pero a veces él pensaba que los comentarios de ella tenían segunda intención… Sutil y delicada, porque no siempre lo captaba bien.

—No es mi amiguita —dijo.

Sharon y él llevaban juntos más tiempo que la mayoría de las parejas casadas y por eso habían adquirido ciertas costumbres, igual que el musgo se acumula sobre una roca húmeda o la yedra sube por las paredes de las bóvedas. Habían acordado hacía mucho que ser posesivos no tenía cabida en su relación, y por eso consideraban dar muestras de ello con una especie de horror. Pero eso era la teoría. En la práctica la cosa cambiaba, pues ser demasiado poco posesivo tenía también sus riesgos. El musgo podía ser una cosa blanda y suave sobre la que descansar, pero también es resbaladizo y admirarlo requiere cierta sutileza. De vez en cuando, Tom deseaba que Sharon se relajara un poco, y Sharon que Tom ganara algo de firmeza.

Sharon, que no había hecho el comentario demasiado en serio, agitó un poco el teléfono móvil en la mano mientras calibraba su reacción.

—Pon el chisme en modo vibrador —le dijo, entregándoselo—. Y llévalo encima. Para eso sirven los teléfonos móviles.

Sin decir otra palabra, se marchó a su sofá, donde se enroscó como las dimensiones ocultas del poliverso. Al principio le costó concentrarse en el espacio Janatpour, cosa que atribuyó a la interrupción.

Tom reconoció la orden con un gesto ausente.

—¿Has oído eso, Judy? —le preguntó a la imagen borrosa de la pantalla del móvil—. Sharon cree que eres mi nueva amante.

Judy frunció el ceño.

—Tal vez no debería llamarte a casa.

A veces la envarada corrección de la generación más joven era un poco difícil de entender.

—Oh, a Sharon no le importa que llames. —Tom bajó la voz mientras lo decía para no molestar a la física del sofá—. Todo va bien. ¿Qué tienes para mí?

En realidad, anhelaba esos momentos. Judy rascaba su curiosidad allá donde picaba. «Ella y yo conectamos —le había dicho ya a Sharon—. Sabe de investigación histórica, a qué bases de datos recurrir, con qué archiveros contactar. Sabe qué estoy buscando, así que no tengo que explicar nada dos veces.»

Y Sharon había contestado: «Es un tesoro, sí.»

—Creo que sé por qué cambiaron el nombre de la aldea —dijo Judy.

Das geht ja wie's Katzenmachen! —exclamó Tom, lo que molestó a la física del sofá y le valió una mirada de reproche que él no advirtió—. Meine kleine Durchblickerin! Zeig' mir diesen Knallfekt.

Judy ya estaba acostumbrada a este tipo de cosas. No tenía ni idea de lo que Tom había dicho, pero más o menos sabía lo que quería, así que no le hizo falta traducción. Hizo algo fuera de la pantalla y la imagen de un manuscrito reemplazó su cara.

No es posible saltar de un sillón reclinable, pero Tom lo intentó de todas formas. Corrió a CLIODEINOS, insertó el teléfono en su puerto y el manuscrito apareció en una ampliación más legible en el monitor. La letra era del siglo XIV. El latín era horrible: Cicerón se hubiese echado a llorar.

—Usé el Soundex para buscar variantes gramaticales —explicó Judy mientras él repasaba el documento—. Eso obliga a dar un rodeo más amplio, naturalmente, y se tarda más en sortear la… la…

—La Krempel. La basura. ¿Qué estoy mirando?

—Una bula de 1377 contra la Hermandad del Libre Espíritu. Parece que el nuevo nombre de Oberhochwald no fue originalmente Eifelheim, sino…

—Teufelheim. —Tom se le había adelantado y su dedo tocaba levemente la pantalla donde aparecía el nombre: «Hogar del Diablo.» Se mordió el nudillo del pulgar mientras reflexionaba. ¿Qué tipo de gente había vivido allí para haberse ganado que sus vecinos pusieran al pueblo semejante nombre?

—«Renunciad a las obras de Satán —leyó en voz alta—. El pastor Dietrich fue puesto a prueba y no dio la talla. Dadla vosotros, enfermos de herejía y hechicería.» Etcétera, etcétera. —Tom se acomodó en su silla—. El escritor no demuestra mucho aprecio por nuestro amigo Dietrich. Me pregunto qué cosa hizo que fuese tan terrible…, además de engañar a ese orfebre del cobre.

Pasó el archivo al disco y el rostro de Judy volvió a aparecer en la pantalla.

—La conexión me pareció clara —dijo ella.

—Sí. ¿Por qué si no mencionar a Dietrich en la siguiente frase, a menos que Teufelheim fuera Oberhochwald? Aunque… —Se frotó la oreja con el dedo—. En toda Suabia supongo que podría haber dos Dietrich.

—El doctor Wegner, del Departamento de Lengua, dice que la evolución de «Teufelheim» a «Eifelheim» es lingüísticamente natural.

Ja, wenn man Teufel spricht, kommt er.

Tom recuperó el mapa de la zona en otra ventana y cliqueó dos veces sobre el icono de la aldea para poder añadir la última glosa al nombre. El mapa describía la topografía, con las formaciones en relieve sombreado. La aldea se encontraba en un recodo del Feldberg junto a un profundo barranco que conducía al Höllental. ¿Y qué mejor ruta podría haber para el Hogar del Diablo que a través del valle del Infierno? En el extremo inferior del valle del Infierno se encontraba nada menos que Himmelreich, el «Reino del Cielo». Era una especie de nomenclatura a la inversa, con el diablo en la cima de la montaña y el cielo abajo.

Tom guardó la nueva información, pero con una ligera sensación de desánimo o tal vez de leve resaca.

—Seguimos sin saber por qué fue abandonado el lugar, pero supongo que nos hemos acercado un paso.

—Pero sí que lo sabemos —le dijo Judy—. Demonios. «El Hogar del Diablo.»

Tom no estaba convencido.

—No —dijo—. Es un lugar más de la Selva Negra que tiene el nombre del diablo. Como Teufelsmühle, cerca de Staufenberg, o el Púlpito del Diablo… Hay dos Púlpitos del Diablo, uno en Baden-Baden y el otro en Kniebis. Además del valle del Infierno y el valle Embrujado y…

—¿Pero leíste la descripción de los diablos que ese tal Dietrich supuestamente conjuraba?

No lo había hecho, pero recuperó el archivo y esta vez leyó más allá del comentario del nombre.

—Unos feos hijos de puta, ¿no? —dijo cuando encontró el párrafo—. Ojos amarillos y saltones. Encantamientos incomprensibles. Hombres que se vuelven locos. «Bailaban desnudos, pero no tenían ningún atributo masculino.» —La calidad de color del monitor, advirtió, era lo bastante buena para que viera que Judy se ruborizaba—. Supongo que los demonios no ganaron nunca un concurso de belleza.

—También volaban. Eso debe de ser lo que dio origen a esas historias sobre los krenkl.

—¿Unas cuantas frases en una bula? No, el escritor estaba repitiendo una historia que ya circulaba. Esperaba que sus lectores supieran a qué se refería, igual que esperaba que supieran quién era el «pastor Dietrich». Me pregunto si krenkl viene de Kränklein… En el sur de Alemania el sufijo «-lein» se transforma en «-l».

—Yo pensaba…

—¿Qué?

—Bueno, las descripciones de los demonios son tan detalladas, tan vividas… Su aspecto. Incluso la forma en que se comportaron los aldeanos. Algunos «se salvaron junto con sus almas». Otros «entablaron amistad con los demonios y los recibieron en sus propias casas».

Tom rechazó su sugerencia incluso antes de que ella pudiera hacer acopio de valor para expresarla.

—Todo lo que hace falta es un poco de imaginación y una pizca de histeria. Los medievales creían en bestias míticas. Oían vagas historias de rinocerontes e imaginaban unicornios. Los jinetes de las estepas se convertían en centauros. Tenían Kobolds y enanos y… Vi un dibujo en un libro de rezos, en la Galería Walters de Baltimore, que mostraba dos extrañas criaturas (una parecida a un ciervo, la otra parecida a un gato), caminando erguidas sobre sus patas traseras y llevando entre ambas un ataúd con un paño mortuorio. Y hay un fresco en la cripta de la Franziskanerkirche de Friburgo que muestra saltamontes gigantescos sentados a un banquete, probablemente una metáfora del modo en que las langostas podían consumir cosechas enteras. Y en un dintel tallado en los Cloisters de Nueva York se ve…

—¡De acuerdo!

La vehemencia de su voz lo sorprendió.

—No estamos en la Edad Media —dijo él en voz baja después de un momento—. Siempre hay una explicación natural para hechos «sobrenaturales».


Después, Tom se quedó ante el PC, pellizcándose el labio. Si las visiones extrañas hubieran sido el motivo del tabú, habría habido Teufelheims por toda la zona del Rin.

El colapso medieval había engendrado suficientes horrores para despoblar mil Eifelheims. Hubo canibalismo tras las hambrunas de 1317 y 1318, cuando las cosechas se perdieron por las lluvias incesantes. «Los niños no estaban a salvo de sus padres», había escrito un cronista. Pero por eso no había desaparecido ninguna población. Había bandas de campesinos por todas partes, abrazando la pobreza y el amor libre, saqueando mansiones y monasterios y ahorcando judíos para hacerse notar. Pero los que huyeron regresaron pronto, incluso los judíos. Un siglo de guerra y bandidaje en Francia destruyó la mística del caballero, el torneo, el trovador y el amor cortés. El cinismo y la desesperación sustituyeron la esperanza y la expectación. Brujería y herejía, flagelantes y peste. El macabro culto a la muerte, con sus esqueletos danzantes. Un nuevo orden mundial tan cerrado, tan paranoico, tan represivo, tan aturdido por la falta de significado que la gente olvidó por completo que había habido un mundo distinto y más abierto antes.

Entre aquellas ruinas, ¿por qué solamente Eifelheim había continuado siendo anatema?

Sacó la carpeta del proyecto y la llevó a la mesa de la cocina, donde extendió las hojas, escrutando cada una como si pudiera extraer respuestas por pura fuerza de concentración: archivos señoriales de vasallos de los condes de Baden y los primeros duques de Zähringen; la memoire del caballero; el tratado religioso del «mundo interior» con su capitular torpemente iluminada; aprobaciones señoriales de matrimonios y vocaciones, de multas y concesiones; enfeudaciones relativas a Oberhochwald y levas feudales sobre su caballero; el recorte de periódico que Anton le había enviado; una oración extática citando «ocho caminos secretos para dejar esta tierra de pesares» y atribuida de tercera mano a «san Johan de Oberhochwald»; la carta episcopal dirigida al pastor Dietrich.

Estaban también las habituales crónicas monásticas (de Friburgo, San Pedro, San Blasien y otras partes) de cosechas, ferias, chismes, actos nobles. Un caso concreto, un rayo caído en agosto de 1348, había incendiado varias hectáreas de bosque (y unas cuantas mentes supersticiosas). La peste avanzaba por entonces hacia el norte desde la costa, y el rayo se había interpretado más tarde como la venida de Lucifer. (¿Se había quemado la aldea? No, el documento Moriuntur y el asunto del herrero eran posteriores.)

Las piezas y fragmentos se acumulaban para formar una imagen más amplia, o al menos un boceto. La mansión de Oberhochwald era una de las dos que poseía su caballero (la otra la tenía en prenda el duque austríaco). El último caballero poseedor del feudo se llamaba Manfred, y su padre se había llamado Ugo. El pastor, en la época de la caída de la aldea, se llamaba Dietrich, y puede que fuera el doctor seclusus mencionado por Ockham y que había escrito el compendium de la Bibliothèque. Había una curandera llamada Theresia (la imaginaba como una bruja de cabellos grises y un rostro tan accidentado como la propia Selva Negra), un granjero llamado Fritz, un herrero llamado Lorenz y unos cuantos otros cuyos nombres habían aparecido en aquella tesis doctoral. Retirar una capa de cebolla más en la investigación, localizar los originales que el candidato a doctor había utilizado, y era probable que aparecieran aún más nombres.

«Casi podría escribir una historia completa de esta aldea», pensó. Los registros de las cosechas y los impuestos le permitirían calcular el crecimiento económico y demográfico. Los archivos del feudo mostraban cómo encajaba en la estructura feudal local. La memoire del caballero y la carta del obispo incluso le permitían atisbar la vida intelectual de la población.

De hecho, advirtió de mal humor, lo único que faltaba en la historia de la aldea era lo único que hacía que mereciera la pena escribirla: por qué había desaparecido de manera tan brusca y absoluta.

«¿Y si no está aquí?», se preguntó. ¿Y si el documento clave se había perdido? Quemado en las luchas entre Mercy y los bernardinos en las postrimerías de la Guerra de los Treinta Años; o durante la retirada de Moreau por el valle del Infierno; o en las campañas de Luis o Napoleón o una docena de otros engreídos conquistadores. Comido por los ratones o el moho, consumido por el fuego o la lluvia o las inundaciones, destruido por falta de cuidado.

¿Y si nunca había sido escrito?

—Tom, ¿qué pasa? Estás pálido.

Él alzó la cabeza. Sharon se encontraba en la puerta de la cocina, con una taza de infusión en la mano. El olor de manzanilla se extendió por la habitación.

—Nada —respondió. Pero tuvo la súbita y terrible sensación de que ya tenía una pieza clave de información en sus manos; que la había leído varías veces ya y que no había significado nada para él.


Y así entré yo en esta historia, aunque al principio sólo de manera anecdótica. Seguía impartiendo todavía clases en Albert-Louis y Tom me envió un e-mail pidiéndome que buscara los archivos señoriales de Oberhochwald. Se suponía que estaban en la colección de nuestra universidad. Respondí preguntando si era una suposición suya, una suposición fundada o una simple suposición. Y Tom respondió ‹LOL?› porque no entendió el chiste. Me hizo llegar una lista de palabras clave y una solicitud para investigar nuestros manuscritos e incunables en busca de referencias a Oberhochwald, cosa que supongo fue un justo castigo por mi intento de bromear. La teoría de la suposición no es muy divertida, sobre todo porque no sabemos qué querían decir con ella realmente. Usaban las mismas palabras que nosotros («movimiento», «intuición», «realismo», «natural», «oculto») pero cuyo significado a menudo difiere del que nosotros le damos. De todos modos prometí echar un vistazo lo mejor que pudiera y, una semana más tarde, le envié lo poco que había encontrado.

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