XVIII. JUNIO DE 1349 Hora tercia, en la conmemoración de Efraím de Siria

Llegó junio y, en la eterna rueda de las estaciones, los campos de invierno fueron cosechados y se aró el barbecho para la siembra de septiembre. La mitad de los días de arado se dedicaban a las tierras del Herr, así que, aunque el Weistümer marcaba el descanso al atardecer, los arrendatarios libres se dedicaban entonces a arar sus propias parcelas para compensar el tiempo perdido. Uno de los bueyes de Trude Metzger se había muerto la semana anterior, así que tuvo que poner a una vaca en la yunta, aunque con una marcada falta de entusiasmo por parte del animal.

Dietrich y Hans observaban trabajar a los aldeanos desde una losa de granito, en la linde del Bosque Grande. En las grietas de la roca, Dietrich tomó nota de dónde estaban las grandes dalias azules y decidió contárselo a Theresia. Cerca, el arroyo que corría junto al campamento krenk se precipitaba hacia el valle.

—¿Qué alimentos crecen en vuestro país? —preguntó Dietrich—. Deben de diferir de los que cultivamos aquí.

Hans parecía uno con la piedra de granito en la que estaba sentado. La absoluta inmovilidad ocasional de los krenken ya no asustaba a Dietrich, pero seguía sin comprender qué significaba esa costumbre.

Entonces las antenas de Hans se agitaron y dijo:

—Los términos no encajan bien, pero nosotros cultivamos plantas muy parecidas a vuestras uvas y habas y nabos y coles. Vuestro «trigo» es algo extraño para nosotros; e igualmente nuestros alimentos incluyen algunos que son extraños para vosotros. ¡Hojagrande! ¡Docetallos! ¡Ach! ¡Cómo anhela mi garganta su sabor!

—Tal vez los pruebes pronto. ¿Está vuestro navío preparado pan partir ya?

Hans separó los labios blandos.

—¿Te cansas de mi compañía?

—De eso nunca, pero habrá… dificultades si os quedáis mucho más tiempo.

—Sí. He oído que te relacionas con demonios. —Los labios de Hans se abrieron e hizo gestos amenazadores—. Tal vez tendría que volar hasta Estrasburgo y asustar al obispo para que se rinda.

—Por favor, no lo hagas.

—Tranquilo. Pronto, vuestros «demonios» ya no os molestarán más.

Se inclinó hacia delante, como dispuesto a saltar, y extendió el brazo.

—Veo movimiento en el camino del valle del Oso.

Dietrich se protegió los ojos para calibrar la distancia.

—Polvo —dijo por fin—. Usa tu hablador-lejano y alerta al barón Grosswald. Me temo que debe esconder a su gente una vez más.


Al principio, los viajeros eran sombras contra el sol poniente, y Dietrich, que esperaba en el camino a lomos de su rocín, oyó el cansino sonido de cascos y los gemidos de la carreta antes de discernir sus rasgos. Pero al acercarse, vio que el hombre que montaba la jumenta llevaba un talith bordado y su largo pelo gris con elaborados tirabuzones. No hacía falta ninguna estrella amarilla en su capa para identificarlo. Un segundo hombre, mal vestido y de rasgos más afilados y tez más oscura, con dos gruesas y oscuras trenzas, ocupaba el pescante de la carreta con resignación de sirviente. El toldo del vehículo protegía a dos mujeres ataviadas con velos.

El judío advirtió la sotana de Dietrich y dijo, con una levísima inclinación de cabeza:

—Paz a mi señor.

Dietrich sabía que los judíos, que eran observadores estrictos de su Ley, tenían prohibido saludar o devolver el saludo a un cristiano, y por eso con «mi señor» el hombre se refería en su corazón a su propio rabino y no a Dietrich. Era una hábil estratagema con la cual podía cumplir las innumerables leyes de su tribu y respetar las convenciones de la cortesía.

—Soy Malacai ben Schlomo —dijo el viejo—. Busco las tierras del duque Albrecht. —Tenía acento español.

—El duque tiene un feudo cercano llamado Niederhochwald —le respondió Dietrich—. Éste es el camino de Oberhochwald, del mismo Herr. Os llevaré con él, si os place.

El hombre se frotó los dedos, un gesto que indicaba que los guiara, y Dietrich volvió su caballo hacia la aldea.

—¿Venís de… Estrasburgo? —preguntó.

—No. De Regensburgo.

Dietrich se volvió hacia él, sorprendido.

—Si buscáis las tierras de Habsburgo, habéis venido por el camino equivocado.

—Tomo los caminos que puedo —le dijo el viejo a Dietrich.

Dietrich llevó al judío al Hof de Manfred, donde contó su historia. El libelo sangriento había provocado algaradas en Bavaria y Malacai se había visto obligado a huir, pues habían quemado su casa y saqueado sus posesiones.

—¡Es infame! —exclamó Dietrich.

Malacai inclinó la cabeza.

—Eso sospechaba; pero gracias por la confirmación.

Dietrich ignoró el sarcasmo y Manfred, muy afectado por las penalidades del hombre, le hizo diversos regalos y lo condujo personalmente a la mansión de Niederhochwald, donde Malacai esperaría a que una partida de los hombres del duque lo escoltara a salvo a través de Bavaria hasta Viena.


El único lugar de Oberhochwald donde los judíos no podrían entrar era en la iglesia de Santa Catalina, así que muchos krenken se habían ocultado allí. Dietrich, cuando entró para preparar la misa, distinguió los brillantes ojos de los krenken encaramados a las vigas. Se encaminó a la sacristía y Hans y Gottfried lo siguieron.

—¿Dónde están los demás? —les preguntó.

—En el campamento —le dijo Hans—. Aunque ahora hace más calor, se han vuelto blandos durante estos últimos meses y el bosque les parece menos acogedor que la aldea. Nosotros, a cambio, encontramos su compañía menos acogedora, y por eso hemos venido aquí. Kratzer pregunta cuándo pueden salir.

—Los judíos se marchan esta noche. Vuestra gente podrá volver a su trabajo mañana.

—Eso está bien —dijo Hans—. «El trabajo es la madre del olvido.»

—Una madre difícil —dijo Gottfried—, con poca comida para mantenerlo a uno.

Esto sorprendió a Dietrich, pues el ayuno de Cuaresma había quedado atrás hacía tiempo. Pero Hans extendió una mano para hacer callar a su compañero. Saltó a la ventana, desde donde contempló la aldea.

—Háblame de esos judíos y… sus comidas especiales.

Gottfried se había vuelto hacia las vestiduras litúrgicas y parecía estar estudiándolas, pero de ese modo, con la cabeza algo ladeada, que indicaba que también escuchaba con atención.

—Sé poco de las comidas judías —dijo Dietrich—, excepto que hay algunas, como el cerdo, que aborrecen.

—Como nosotros —dijo Gottfried, pero Hans volvió a hacerlo callar.

—¿Hay otras comidas que ellos coman pero vosotros no?

Por la quietud de los krenken, Dietrich supo que la pregunta era importante. El comentario de Gottfried, con su implicación de tendencias judaizantes, lo preocupó.

—No conozco ninguna —dijo con cautela—. Pero son un pueblo muy distinto.

—¿Tan distinto como Gottfried de mí?

Con la pregunta de Hans, Gottfried dejó de inspeccionar las vestiduras para la misa, se volvió y agitó sus labios blandos.

—No veo ninguna diferencia entre vosotros —dijo Dietrich.

—Sin embargo su gente vino una vez a nuestra tierra y… Pero eso es historia pasada y todo ha cambiado. Puede que hayas advertido que Shepherd habla de modo distinto. En su Heimat, lo que nosotros llamamos gran-krenk se usa poco, así que el Heinzelmännchen debe traducir dos veces. Para nosotros, vosotros y Malacai sois muy parecidos, excepto por el pelo y la ropa… y la comida. Sin embargo hemos oído que vuestra gente los ataca y los expulsa de sus hogares e incluso los mata. No puede ser por temor a esa usura de la que oigo hablar. Por carente de sentido que sea matar a un hombre porque le debes dinero, es doblemente carente matarlo porque le debes dinero a otro.

—Los rumores de los pozos envenenados han acompañado al de la peste, y la gente hace locuras por miedo.

—Los hombres hacen locuras. —Hans pasó el dedo por el reborde que sostenía el cristal en la ventana—. ¿Matar a los vecinos acorta las «pequeñas-vidas» que crean la enfermedad? ¿Es mi vida más larga si he acortado la de otro?

—El papa Clemente ha escrito que la piedad cristiana debe aceptar y mantener a los judíos; así que estas masacres son obra de pecadores y desobedientes. Sostiene que la enseñanza judía y cristiana son una sola, que llama «judeocristiana». El cristianismo salió de Israel como un hijo de una madre, así que no debemos anatemizarlos como hacemos con los herejes.

—Pero no os gustan —dijo Hans—. Lo habéis demostrado.

Dietrich asintió.

—Porque rechazaron al Cristo. Mientras se esperaba la venida del Salvador, los judíos fueron elegidos por Dios para ser la luz de las naciones, y Dios les dio muchas leyes como signo de su santidad. Pero cuando el Salvador vino, su misión terminó, y la luz fue dada a todas las naciones, como profetizó Isaías. Las leyes que los distinguen son hueras: pues si todos los pueblos son llamados a Dios, no puede haber distinciones entre ellos. Muchos judíos sí creyeron, pero otros se aferraron a la antigua Ley. Incitaron a los romanos a matar a nuestro bendito Señor. Mataron a Santiago, Esteban, Bernabé y a muchos otros. Sembraron disensión en nuestras comunidades, interrumpieron nuestras ceremonias. Su general Bar Kochba masacró a los judíos cristianos y envió a muchos al exilio. Más tarde, traicionaron a los cristianos y los entregaron a sus perseguidores romanos. En Alejandría llamaron a los cristianos a salir de sus casas diciendo que la iglesia estaba ardiendo y luego los atacaron al salir y, en la lejana Arabia, donde gobernaban como reyes, masacraron a miles de cristianos en Najran. Así que como veis la enemistad viene de lejos.

—¿Y este Benshlomo es tan viejo como para haber realizado esos bajos actos?

—No, sucedieron hace mucho tiempo.

Hans extendió el brazo.

—¿Puede un hombre ser culpable de un acto cometido por otros? Lo que veo es que hay un límite a esta charitas que Joachim y tú predicáis, y la enemistad puede ser contestada con enemistad. —Golpeó varías veces el marco de la ventana con su antebrazo—. Pero si la venganza es la ley, ¿por qué abandoné a Kratzer?

Este estallido fue recibido con silencio, tanto por parte de Gottfried como de Dietrich, Hans se volvió.

—Dime que no he elegido como un necio.

Gottfried le tendió a Dietrich un alba de lino blanco. Al ponérsela, Dietrich recordó que representaba el atuendo con el que Herodes había envuelto al Señor para tomarlo por necio.

—No —le dijo a Hans—. Por supuesto que no. Pero los judíos han sido enemigos durante generaciones.

Hans se volvió para mirarlo de manera humana.

—Alguien dijo una vez: «Amad a vuestros enemigos.»

Gottfried se volvió una vez más hacia la mesa y dijo:

—Padre, últimamente llevas prendas blancas. ¿Debo sacar éstas?

—Sí, sí. —Dietrich le dio la espalda a Hans, las ideas revueltas en un remolino—. San Efraím es un doctor de la Iglesia, y por eso, el blanco, que es la suma de todos los colores, significa la alegría y la pureza del alma.

—Como si semejante ritual importara —dijo el hermano Joachim desde la puerta. Entró en la habitación—. Ya veo que habéis conseguido dos sacristanes. ¿Conocen bien su tarea? ¿Saben con qué dedos tocar y sostener la santa armadura para que podáis enzarzaros en la batalla con el diablo y guiar al pueblo victorioso a la Patria eterna?

—El sarcasmo es un poco pesado, hermano —le dijo Dietrich—. Un toque más alegre es necesario para conseguir el mejor efecto. Los hombres ansían las ceremonias. Es nuestra naturaleza.

—Fue para cambiar nuestra naturaleza por lo que Jesús vino al mundo. El Evangelio Eterno de Di Fiore elimina toda necesidad de signos y acertijos. «Cuando venga lo que es perfecto, las formas y tradiciones y leyes habrán cumplido su propósito y habrán terminado.» No, debemos sondear en nosotros mismos.

Dietrich se volvió hacia los dos krenken.

—¡Y todo esto por si el lino debe ser blanco o verde! Por todos los santos, Joachim, esas minutiae te obsesionan a ti más que a mí.

—De esas cosas, nosotros no sabemos nada —dijo Hans—. Pero él tiene razón en la dirección curvada hacia dentro. Para encontrar nuestro hogar celestial, debemos viajar en direcciones no de altura ni de anchura ni de longitud, y a través de un tiempo de no duración.

—Siempre podríamos andar —dijo Gottfried, agitando sus labios blancos, pero Hans se lamió los labios callosos y su compañero dejó de reír—. Nos hemos apartado de casa y de nuestros compañeros —dijo—. No nos apartemos el uno del otro.


Al día siguiente, Dietrich se encontró a un hombre que estudiaba con atención las paredes de la iglesia. Al agarrarlo por el sobrepelliz, descubrió que era el criado judío.

—¿Qué haces aquí? —exigió saber—. ¿Por qué te han enviado?

—¡No diga al amo que yo vengo! —exclamó el judío—. ¡No lo diga, por favor!

La inquietud era tan palpable que Dietrich la consideró auténtica.

—¿Por qué?

—Porque… va contra Ley que nosotros caminemos cerca de casa de… de tilfah.

—¿De veras? Entonces ¿porqué no te repugna?

El criado se estremeció.

—Honorable, yo ser un villano de baja cuna, no tan puro y santo como mi amo. ¿Qué puede repugnarme?

¿Era ironía lo que Dietrich oía en aquella voz? Casi sonrió.

—Explícate.

—Oigo hablar de ellas, las tallas, a los criados del Hof y he pensado venir aquí. Nosotros tenemos prohibido hacer imágenes, pero yo amar la belleza.

—Por Sus heridas, creo que dices la verdad. —Dietrich se enderezó y soltó la manga del hombre—. ¿Cómo te llamas?

El hombre se quitó el sombrero.

—Tarkhan Hazer ben Bek.

—Un nombre muy largo para un hombre tan pequeño.

Tarkhan llevaba un escapulario adornado con borlas bajo su burdo atuendo, y sus gruesas trenzas no se parecían a los delicados rizos de su amo.

—Tú no eres español.

—Mi pueblo ser del Este, de las fronteras de Letts. ¿Tal vez conoces Kiev?

Dietrich negó con la cabeza.

—¿Está lejos ese Kiev tuyo?

Tarkhan sonrió tristemente.

—En el borde del mundo. Una vez fue una poderosa ciudad de mi pueblo, cuando teníamos el Imperio Dorado. Ahora, ¿quién soy yo cuyos padres fueron una vez reyes?

A Dietrich le hizo gracia.

—Te invitaría a mi mesa, y así aprendería de ese Imperio Dorado, pero temo que te contamines.

Tarkhan cruzó las manos sobre el pecho.

—Los poderosos, como mi amo, ser tan puros que incluso cosas pequeñas los contaminan. Ahora piensa que demonio de ojos dorados lo observa y pasea el sello de Salomón por las habitaciones. Pero yo, ¿qué importa? Además, los buenos modales nunca contaminan.

La mención de los demonios de ojos dorados dejó a Dietrich momentáneamente sin habla. ¿Habían ido los krenken al Bosque de Abajo para observar a ese exótico extranjero?

—Yo… creo que tengo gachas, y un poco de cerveza. No puedo situar tu acento.

—Eso ser porque mi acento no tiene lugar. En Kiev, hay judíos y rusos, polacos y letones, turcos y tártaros. ¡Es extraño que yo mismo me entienda!

Siguió a Dietrich a la rectoría, donde Joachim acababa de colocar dos cuencos de gachas en la mesa. Se sorprendió, y Tarkhan le dirigió una sonrisa cautelosa.

—Yo haber oído tu prédica.

—No soy amigo de los judíos —replicó Joachim.

Tarkhan se encogió de hombros, fingiendo asombro. Joachim no dijo nada más, pero tomó un tercer cuenco y un poco de pan de la cocina. Lo dejó sobre la mesa, justo fuera del alcance de Tarkhan.

—No me extraña —le aseguró el judío a Dietrich mientras recogía su comida— que a veces los queméis.

—No te pases de listo —susurró Dietrich.

Cada uno rezó a su modo. Por encima del golpeteo de las cucharas de madera en el cuenco de madera, Tarkhan dijo:

—Los criados del Hof decir que eres hombre sabio, mucho viaje, y naturaleza estudiosa.

—Fui estudiante en París. Buridan fue mi maestro. Pero de esa Kiev no sé nada.

—Kiev, ciudad comercial. Muchos vienen y van, y eso me maravilla cuando soy niño. Acepto servicio con Ben Schlomo porque él viaja, así que yo ver muchos sitios. —Extendió las manos—. Así, sé que prohibe el maimonismo. Dice que el consejo de rabinos declaró hace cuarenta años que ser scientia no adecuado para los judíos. Talmud único que debe estudiarse. ¿Tengo que saberlo yo? Pregunto dónde en el Talmud está escrito, y él me dice que sólo los puros poder estudiar Talmud… y yo no serlo. ¡Oy!—Alzó los ojos al cielo en silenciosa súplica… o reproche.

Joachim gruñó.

—Tu amo tiene razón en lo de la vanidad del conocimiento del mundo, pero se equivoca en qué libro hay que estudiar.

El judío tomó otra cucharada de gachas.

—Allá donde voy, oigo esto. En tierras musulmanas, también, pero allí, sólo el Corán adecuado para estudio.

—Los musulmanes fueron unos sabios maravillosos en otros tiempos —dijo Dietrich—. Y he oído hablar de vuestro Maimónides… Un gran erudito como nuestro Tomás y el sarraceno Averroes.

—El amo llama a los maimonistas peores herejes que los samaritanos. «Destruirlos, quemarlos y aniquilarlos a todos», dice. Es idea popular, pienso, para toda la gente. Musulmanes también. —Tarkhan se encogió de hombros—. ¡Oy! Todo el mundo persigue a los judíos. ¿Por qué no otros judíos? Maimónides mismo tuvo que huir de Córdoba porque los rabinos hispanioles lo persiguen. Hasta que amo decirlo —añadió—, yo nunca oír hablar de él. ¿Cómo voy a seguir a un maestro del que nunca oigo?

Dietrich se echó a reír.

—Para ser judío, eres un hombre de ingenio.

La sonrisa de Tarkhan se desvaneció.

—Sí. «Para ser judío.» Pero encuentro lo mismo en todas las tierras. Algunos hombres sabios, otros tontos; algunos malvados, otros buenos. Algo de todo, a veces. Yo digo que el cristiano puede estar a salvo en su religión, igual que el judío en la suya, o el musulmán en la suya. —Hizo una pausa—. El amo nunca os va a decir esto, pero escapamos de Regensburgo porque los gremios toman armas y luchan contra los que matan judíos. En esa ciudad cayeron doscientos treinta y siete gentiles.

—Que Dios los bendiga.

—Omayn.

—Ahora sentémonos junto a la chimenea y oigamos de ese Imperio Dorado —dijo Dietrich, mientras llevaba los cuencos a una mesa aparte.

El judío se encaramó a un taburete mientras Dietrich agitaba los leños para avivar las llamas. Fuera, el viento gemía y las ventanas de la tarde se oscurecían con las nubes.

—Esta historia de antiguos tiempos —dijo Tarkhan—, ¿cuánto será verdad? Pero es buena historia, así que no importa. En antiguos tiempos, al norte de Persia, viven Judíos de la Montaña, tribu de Simeón, puestos allí por Assurim. Pero muchas leyes olvidaron hasta que el rey Josué encontró de nuevo el Talmud. Conocen a Elías y Amós, Micah y Nahum, pero llegan judíos de Babilonia y hablan de nuevos profetas: Isaías, Jeremías, Ezequiel. Entonces los turcos paganos se pasan al Dios Uno. Juntos creamos Imperio Dorado. Nuestros mercaderes van a l'Stamboul, Bagdad, incluso Catay.

—Mercaderes —dijo Joachim, que había fingido no estar escuchando—. Teníais mucho oro, entonces.

—Entre los turcos cada dirección tiene color. Sur blanco, oeste dorado, y la mayoría de los turcos eran entonces kázaros. Itli Kan nombra siete jueces. Dos juzgan a nuestro pueblo según el Talmud; dos juzgan a los cristianos; dos juzgan a los musulmanes según shari'a. Séptimo juez, a los paganos, que adoraban el cielo. Muchos años nuestro kan combate árabes, búlgaros, griegos, rusos. Lo veo en libro antiguo, caballero judío en cota de malla cabalgando poni de las estepas.

Dietrich se lo quedó mirando asombrado.

—¡Nunca he oído hablar de ese imperio!

Tarkhan se golpeó el pecho.

—Como a todos los orgullosos, el Señor nos hizo caer. Los rusos toman Kiev e Itli. Todo eso sucede hace mucho tiempo, y casi todo se ha olvidado, excepto algunos, como yo, que aman las viejas historias. La tierra la gobiernan ahora mongoles y polacos; y yo, cuyos padres fueron reyes, debo servir a prestamista hispaniol.

—No te gusta Malacai —aventuró Dietrich.

—A su madre le parece raro. Judíos hispanioles orgullosos, con extrañas costumbres. ¡Comen pasteles de arroz en Pascua!


Cuando Dietrich acompañó más tarde a la puerta a Tarkhan, dijo:

—Ha oscurecido. ¿Encontrarás Niederhochwald?

El judío se encogió de hombros.

—El mulo puede. Yo cabalgo con él.

—Me gustaría… —Dietrich echó atrás la cabeza y contempló un instante las estrellas—. Me gustaría darte las gracias. Aunque nunca le he deseado a tu pueblo ningún daño, nunca antes he visto a ningún judío como hombre. Siempre era «un judío es un judío».

Tarkhan frunció el ceño.

—Cierto. Pero para nosotros, griego y romano notzrim son lo mismo.

Dietrich recordó entonces que los krenken le habían parecido todos iguales al principio.

—Es la extrañeza —dijo—. Igual que los árboles de un bosque lejano se mezclan en un todo indiferenciable, las singularidades de los desconocidos se difuminan cuando su aspecto o sus costumbres se apartan de las nuestras.

—Puede que tengas razón —dijo Tarkhan ben Bek—. El amo ha viajado muchos años, sólo ve contaminación. Aunque el amo piensa que te haber visto antes, cuando era mucho más joven.


La inquietante idea de que lo hubieran reconocido no abandonó a Dietrich, y agradeció que Malacai estuviera segregado en el Bosque de Abajo. No volvería a ver a Dietrich antes de partir hacia Viena.


A mediodía del Día de San Bernabé, un jinete solitario a lomos de un mulo y vestido con la túnica marrón de los minoritas llegó por el camino de San Wilhelm y entró en la mansión.

—No volveré —replicó Joachim cuando Dietrich le mencionó al forastero—. No cuando el prior de Estrasburgo es un servil conventual que ha olvidado toda la humildad que enseñó Francisco.

Más tarde, cuando se disponía a limpiar la iglesia, señaló el valle que separaba las dos colinas.

—Viene hacia aquí. Si es un conventual, no besaré su peludo…

El monje desconocido estudió la cima de la colina de la iglesia, deteniéndose al ver que lo observaban. No parecía haber cara dentro de la capucha, sólo un vacío negro, y a Dietrich se le ocurrió que era la Muerte que venía con una docena de años de retraso y serpentaba por la montaña en su busca. Entonces un destello blanco apareció dentro de la sombra y Dietrich advirtió que era sólo el ángulo del sol que había hecho que la capucha pareciera tan vacía. Inmediatamente, otra aprensión se apoderó de él: que el jinete fuera un exploratore enviado por el obispo de Estrasburgo para interrogarlo.

Su inquietud creció a medida que el inexorable mulo subía la colina. El jinete se echó atrás la capucha, revelando un rostro delgado, largo de barbilla y coronado por un laurel de pelo blanco revuelto. Tenía algo de zorro y algo de ciervo sorprendido por el cazador, y sus labios parecían los de un hombre que acaba de confundir el vino con una jarra de vinagre viejo. Aunque el tiempo lo había envejecido y enflaquecido más que nunca y había moteado su piel pálida de norteño, veinticinco años desaparecieron en un parpadeo y Dietrich dejó escapar un suspiro de sorpresa y deleite.

—¡Will! —dijo—. ¿Eres tú de verdad?

Y Guillermo de Ockham, el venerabilis inceptor, inclinó la cabeza con burlona humildad.


Resignados ya por las periódicas intrusiones de desconocidos, los krenken habían abandonado los espacios públicos; pero tal vez se habían aburrido y jugaban a un precario juego del escondite, manteniéndose apartados de la vista en vez de quedarse en el Bosque Grande. Mientras Dietrich escoltaba a su visitante por la aldea, advirtió, con el rabillo del ojo, el súbito salto de un krenk de un escondite a otro.

Las paredes de la iglesia dejaron mudo a Will Ockham, una hazaña que ningún Papa había conseguido todavía. Se quedó plantado un rato delante de ellas antes de empezar a recorrer el edificio, dejando escapar exclamaciones de deleite ante las blemyae, alabando el árbol de la perdición y el dragón.

—¡Deliciosamente pagano! —exclamó.

Dietrich tuvo que explicarle algunas cosas: los Aschenmännlein, los hombrecitos de ceniza del bosque de Siegmann, o los Gnurr del valle del Murg, que parecían brotar de la madera misma. Dietrich nombró a los cuatro gigantes que sostenían el tejado.

—Grim y Hilde y Sigenot y Ecke…, los gigantes que mató Dietrich de Berna.

Ockham ladeó la cabeza.

—¿Dietrich, dices?

—Un héroe popular en nuestras historias. Observa a Alberich el enano en el pedestal de Ecke. Le mostró al rey Dieter el cubil donde vivían Ecke y Grim. A los gigantes no les gustan los enanos.

Ockham pensó en ello un momento.

—Yo creía que ni siquiera reparaban en ellos. —Siguió observando al enano—. Al principio, me ha parecido que hacía una mueca por el esfuerzo para sostener a la giganta; ahora veo que se ríe porque está a punto de hacerla caer. Astuto. —Estudió los Kobolds bajo los aleros—. ¡Ésas sí que son unas gárgolas exageradamente feas!

Dietrich siguió su mirada. Había cinco krenken encaramados desnudos bajo el tejado, petrificados en esa quietud preternatural en la que a veces caían. Fingían sostener el techo.

—Vamos —dijo Dietrich rápidamente, haciendo dar la vuelta a Ockham—. Joachim habrá preparado ya la comida.

Mientras se llevaba a su huésped, miró por encima del hombro y vio que uno de los krenken abría y cerraba sus labios blandos en una sonrisa krenk.


Dietrich y Ockham pasaron la noche conversando mientras cenaban pan moreno y queso y grandes cantidades de cerveza. Las noticias del gran mundo exterior llegaban a los altos bosques de labios de los viajeros; Ockham había estado en el centro de ese mundo.

—Me han dicho que has hecho las paces con Clemente —dijo Dietrich.

Will se encogió de hombros.

—Ludwig está muerto y Karl no quiere peleas con Aviñón. Ahora que todos los demás han muerto (Michael, Marsiglio y el resto), ¿por qué pretender que éramos el verdadero Capítulo? Devolví el sello de la orden, el que Michael se llevó cuando huimos. El Capítulo se reunió en Pentecostés y le contó a Clemente mi gesto, y Clemente mandó mensaje a Munich ofreciendo mejores términos de los que Jacques de Cahors ofreció jamás. Así que nos besaremos y fingiremos que todo va bien.

—Te refieres al papa Juan.

—El kaiser nunca lo llamó de otro modo más que Jacques de Cahors. Era un hombre religioso.

—¡Ludwig, religioso!

—Ciertamente. Creó su propio Papa y lo paseó por toda Italia. No se puede ser más religioso que eso. Pero cuando has dicho «caza» y «festines» y «torneos» has retratado al hombre en lo esencial. Oh, y al asegurar la buena fortuna de su familia. Un hombre sencillo, fácilmente guiado por sus consejeros, mucho más sutiles… Nunca habría entrado en Italia de no ser por las zalamerías de Marsiglio, pero su tozudez podía con el razonamiento más sutil. Karl, por otro lado, está mucho más interesado en las artes, y pretende que en Praga haya una universidad que rivalice con Montpellier o con Oxford, o con París mismo. Un lugar libre de las rígidas ortodoxias de los eruditos establecidos.

Se refería a los tomistas y averroistas.

—¿Un lugar donde puedan perseguir el nominalismo? —se burló Dietrich.

Ockham hizo una mueca.

—Yo no soy ningún nominalista. El problema de enseñar el Modo Moderno es que los eruditos menores, excitados por la novedad, rara vez se molestan en dominar mis reflexiones. Hay labios donde desearía de todo corazón que mi nombre no se hubiera posado nunca. Te digo, Dietl, que un hombre se vuelve hereje menos por lo que escribe que por lo que otros creen que ha escrito. Pero yo sobreviviré a todos mis enemigos. El falso papa Jacques está muerto, y también ese viejo necio de Durandus. Es de esperar que el odioso Lutterell los siga pronto. Atiende lo que te digo. Bailaré sobre sus tumbas.

—El «doctor moderno» era difícilmente un «viejo necio»… —aventuró Dietrich.

—¡Estaba en el tribunal que condenó mis tesis!

—El propio Durandus se enfrentó una vez al tribunal —le recordó Dietrich—. La revisión por los iguales es el destino de todos los filósofos que merecen ser leídos. Y ejerció su influencia favorablemente hacia dos de tus proposiciones.

—¡De cincuenta y seis a juicio! Ese favor insignificante es más insultante que la sincera hostilidad del odioso Lutterell. Durandus era un halcón que había decidido no volar. Habría sido menos necio si hubiera sido menos brillante. No se critica una piedra por caer. ¿Pero un halcón? Vamos, ¿a quién más conocimos en París?

—A Peter Aureoli… No, espera. Lo nombraron arzobispo, y murió el año antes de tu llegada.

—¿Suele ser tan fatal el arzobispado? —dijo Ockham, divertido.

—Tú y el Doctor Elocuente habríais encontrado que teníais mucho en común. Se afeitaba con tu navaja. Y Willi es ahora archidiácono en Friburgo. Le hice una pregunta este mercado pasado.

—¿Willi Jarlsburg? ¿El de los labios regordetes? Sí, lo recuerdo. Una mente de segunda fila. Y el cargo de archidiácono le viene bien, pues nunca le llamarán para que murmure un pensamiento original.

—Eres demasiado duro. Siempre me ha tratado con amabilidad.

Ockham lo observó un instante.

—Típico de su clase. Pero un hombre amable puede poseer un intelecto de segunda fila. No es ningún insulto. La segunda fila es mucho más de lo que consiguen la mayoría de los eruditos.

Dietrich recordó la habilidad de Ockham para refugiarse tras sus precisas palabras.

—El Herr me trajo un tratado de un joven estudiante de París, Nicholas Oresme, que tiene un nuevo argumento para el movimiento diurno de la Tierra.

Ockham se echó a reír.

—¿Así que sigues debatiendo la filosofía de la naturaleza?

—La naturaleza no se debate: se experimenta.

—Oh, sin duda. Pero Juan de Mirecourt… No habrás oído hablar de él. Lo llaman el Monje Blanco. Es capuchino, como puedes suponer. Sus proposiciones fueron condenadas en París el año pasado… No, fue en el cuarenta y siete, y por eso ahora lo conocemos como pensador de primera fila. Ha demostrado que la experiencia (evidentia naturales) es un tipo inferior de evidencia.

—Se hace eco de Parménides. Pero Albrecht dice que en las investigaciones sobre la naturaleza la experiencia es la única guía segura.

—No. La experiencia es una guía pobre, pues mañana puedes tener la experiencia contraria. Sólo esas proposiciones cuyo contrario se reduce a una contradicción, evidentia potissima, pueden ser sostenidas con certeza.

Ockham abrió las manos, esperando la contrarréplica.

—Una contradicción de términos no es el único tipo de contradicción —dijo Dietrich—. Sé que la hierba es verde por experiencia. Lo contrario puede ser falsificado por experientia operans.

Ockham se llevó la mano a la oreja.

—Tus labios se mueven, pero oigo la voz de Buridan. ¿Quién puede asegurar que, en algún lugar lejano, no hay hierba amarilla?

Dietrich se detuvo al recordar que, en la tierra krenk, la hierba era en efecto amarilla. Frunció el ceño, pero no dijo nada.

Ockham se puso en pie.

—Ven, vamos a probar tu proposición con una experiencia. El mundo gira, dices.

—Yo no he dicho que girara; sólo que, loquendo naturale, podría hacerlo. El movimiento de los cielos sería el mismo en cualquier caso.

—Entonces ¿por qué buscar una segunda explicación? ¿De qué serviría, aunque fuera cierta?

—La astronomía se simplificaría. Así, aplicando tu propio principio de la hipótesis mínima…

Ockham se echó a reír.

—Ah. ¡El argumento de la adulación! El argumento de más peso con diferencia. Pero nunca me he referido a las entidades de la naturaleza. Dios no puede ser contenido por la sencillez y puede elegir hacer algunas cosas simples y otras complejas. Mi navaja se aplica sólo al funcionamiento de la mente. —Iba ya hacia la puerta y Dietrich corrió a alcanzarlo.

En el exterior, Ockham estudió el cielo índigo.

—¿Dónde está el este? Muy bien. Apliquemos la experiencia. Ahora, si muevo mi mano rápidamente, así, siento el aire empujando contra ella. Así, si nos moviéramos hacia el este, debería sentir el viento del este en mi cara y… —Cerró los ojos y abrió los brazos—. No siento ningún viento.

Joachim, que subía la colina de la iglesia, se detuvo en el camino y se quedó mirando al sabio, que parecía haber adoptado la postura del Crucificado.

Ockham se volvió hacia el Bosque Pequeño.

—Ahora, si miro al norte… —Se encogió de hombros—. No siento ningún cambio en el viento, mire hacia donde mire. —Calló, expectante.

—Hay que disponer de la experiencia —insistió Dietrich— de modo que explique todos los asuntos que afectan a la conclusión, lo que Bacon llamó experientia perfectum.

Ockham extendió las manos.

—Ah, así que los sentidos comunes son insuficientes para este tipo tan especial de experiencia.

Sonriendo como si hubiera triunfado en un debate, regresó a la rectoría, con Dietrich de nuevo tras él. Joachim, que los seguía, cerró la puerta y se dispuso a servir una jarra de cerveza. Se sentó a la mesa junto a Dietrich y arrancó un trozo de pan de la hogaza y se puso a escuchar con una sonrisa.

Dietrich continuó con la discusión.

—Buridan consideró las objeciones a una Tierra giratoria en su vigésima segunda pregunta sobre los cielos, y encontró una respuesta para todas excepto una. Si el mundo entero se mueve, incluyendo la tierra, el aire, el agua y el fuego, no sentiríamos la resistencia del viento más que un bote que es llevado por la corriente siente el movimiento del río. La única objeción acuciante fue que una flecha lanzada hacia arriba no cae a la izquierda del arquero, cosa que haría si la Tierra girara bajo ella, pues una flecha se mueve tan velozmente que atraviesa el aire y, por tanto, no iría con él.

—¿Y ese Oresme ha resuelto la objeción?

Doch. Considera la flecha en reposo. No se mueve. Por tanto, al principio ya sigue el movimiento de la Tierra y, cuando se suelta, posee dos movimientos: un movimiento rectilíneo, arriba y abajo, y un movimiento circular hacia el este. El maestro Buridan escribió que un cuerpo al que se imprime un movimiento continuará con su movimiento hasta que el impulso se disipe por la gravedad del cuerpo u otras fuerzas resistentes.

Ockham sacudió la cabeza.

—Primero la Tierra se mueve, luego se mueve la gente con ella para explicar por qué no tropieza constantemente; después el aire debe moverse con ella para responder a una segunda objeción; luego la flecha para responder a otra, y así sucesivamente. Dietl, la explicación más sencilla a por qué las estrellas y el Sol parecen girar alrededor de la Tierra es que giran alrededor de la Tierra. Y el motivo por el que no sentimos ningún movimiento de la Tierra es que la Tierra no se mueve. ¡Ah, Hermano Ángelus, por qué desperdiciar tus dotes con cosas tan triviales!

Dietrich se envaró.

—¡No me llames así!

Ockham se volvió hacia Joachim y dijo:

—Se dedicaba a sus lecturas antes de las campanadas de la mañana y continuaba haciéndolo a la luz de las velas después de las campanadas de la tarde, por eso los otros estudiantes lo llamaban…

—¡Ha pasado mucho tiempo desde entonces!

El inglés echó atrás la cabeza.

—¿Puedo seguir llamándote doctor seclusus? —Gruñó y fue a servirse otra jarra de cerveza.

Dietrich guardó silencio. Había pensado en compartir una idea fascinante y Will, de algún modo, había creado una disputatio. Tendría que haberlo recordado, de París. Joachim los miró a ambos. Ockham regresó a la mesa.

—Se ha acabado la cerveza —dijo.

—Hay más en la cocina —respondió Dietrich.

Discutieron sobre los Oxford Calculators del Merton College y la muerte del abad Richard de Wallingford, que había inventado una nueva geometría «triangular» y un instrumento, el rectangulus, muy apreciado por los navegantes.

—Y hablando de navegantes —añadió Dietrich—, los españoles han descubierto nuevas islas en la Mar Océana.

Se había enterado de la historia por Tarkhan, quien a su vez lo había hecho por los agentes de su amo.

—Se encuentran cerca de la costa de África y en ellas hay grandes bandadas de canarios. Así que tal vez pueda encontrarse un nuevo camino para cruzar el océano y llegar a las «tierras de ultramar» del mapa de Bacon.

—La Tierra de Bacon tiene más fácil explicación si se atribuye a la imaginación de un cartógrafo y el atractivo de las zonas en blanco —dijo sonriente Ockham, y añadió—: Igual que tus rústicos ebanistas han llenado las paredes de tu iglesia con saltamontes gigantescos y similares.

Joachim tenía en la boca un trozo de pan y estuvo a punto de atragantarse. Dietrich le ayudó a tragar un poco de cerveza para hacerlo bajar.

Ockham se puso en pie.

—Traeré más cerveza de la cocina.

—No —jadeó Joachim—. Allí también espera un saltamontes gigante.

Sin entender el chiste, Ockham se rió, confuso.

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