XXIII. JULIO DE 1349 Santa Margarita de Antioquía

Joachim llamaba al ángelus cuando Dietrich salía de la choza de Nickel Langermann, donde había sajado las pústulas malignas de los brazos de Trude Metzger y el dorso de la mano del pequeño Peter. Las pústulas lo preocupaban. La «enfermedad de los cardadores de lana» solía ser fatal. Perdido en esos pensamientos, se topó con un puñado de aldeanos que regresaban charlando de sus campos.

—¿Vienes a visitar a tu hija, viejo? —oyó decir a la gente.

¡Ach, Klaus, Klaus! ¡Aquí viene tu suegro!

—Es un camino difícil para un viejo débil, ¿estás bien?

Y allí estaba Odo Schweinfurt, de Niederhochwald, parpadeando atontado al sol. El viejo buscó arriba y abajo en la calle, vio el molino y se encaminó en esa dirección.

—¡No, la casa del molinero está por allí! —le dijo alguien, y Odo se volvió, inseguro.

La conmoción hizo salir a Hilde de su casa.

—¿Mi padre está aquí? —preguntó Hilde. Entonces, con placer más fingido que sentido, exclamó—: ¡Papá!

Pero apestaba a los cerdos que cuidaba y ella no se acercó más de lo que le permitió la nariz.

Klaus estaba tras ella, todavía con el delantal blanco del molino, y miró con suspicacia al viejo Gärtner. No sentía el mismo desprecio que su mujer por el trabajo del hombre, pero su nariz no lo toleraba mejor.

—¿Qué quieres, Odo? —preguntó, pues dudaba que alguien acudiera a su puerta si no quería algo.

—Muertos —dijo el viejo.

—¿Tienes hambre? ¿Es que Karl no te alimenta? ¡Qué hijo tan desagradecido! —Se rió, pues el hermano de Hilde tenía reputación de rácano.

—No —dijo Hilde, secándose las manos en el delantal—. Ha dicho «muertos». ¿Quién está muerto, papá?

—Todos. Karl. Alicia. Gretl. Todos. —Miró en derredor al grupo de aldeanos, como buscando, buscando.

Hilde se llevó una mano a la boca.

—¿Toda su familia?

Odo se sentó de culo en la tierra de la calle principal.

—No duermo desde hace tres días y no he comido nada desde ayer por la mañana.

Dietrich dio un paso adelante.

—¿Qué ha ocurrido?—preguntó. «Querido Dios», rezó, «que sea carbunco.»

—El mal azul —dijo Odo, y aquellos que estaban cerca gimieron—. Todos han muerto en el Bosque de Abajo. El padre Konrad. Emma Bauer. El joven Bachmann. Todos ellos. Ach, Dios es cruel por haber matado a mi hijo y mis nietos ante mis ojos… y salvarme a mí después.

Volvió el rostro al cielo y agitó ambos puños.

—¡Yo te maldigo, Dios! ¡Maldigo al Dios que ha hecho esto!

Dietrich oyó la palabra correr entre la multitud como una andanada de flechas disparadas al aire. ¡La peste! ¡La peste! La gente empezó a apartarse.

Incluso Klaus se alejó. Pero Hilde Müller, con el semblante blanco como las nubes, tomó a su padre de la mano y lo condujo hacia su casa.

—Será nuestra muerte —le advirtió Klaus.

—Es mi penitencia —dijo ella, agitando la cabeza.

—El camino desde el valle es duro —le dijo Herwyg el Tuerto a todos los que quisieron escuchar—. El mal aire no puede subirlo.

Pero nadie le respondió y todos huyeron en silencio a sus casas.


Por la mañana, Heloïse Krenkerin voló al Bosque de Abajo e informó de que había un par de mujeres viviendo bajo un cobertizo al fondo de los campos. Tenían una pequeña hoguera y habían huido al bosque al ver a Heloïse. Una tercera persona debía de estar oculta también, pues alguien disparó una flecha cuando se acercó a mirar. Como mucho, no vivían más que unos pocos; a menos que los demás hubieran huido a San Pedro o al valle del Oso.

El Herr oyó este informe en su alto sillón y se acarició una antigua cicatriz del dorso de la mano. Dietrich estudió a los consejeros, que ocupaban la negra mesa de roble en el salón de la mansión. Eugen, pálido y con los ojos muy abiertos a su derecha; Thierry, que había venido cabalgando desde Hinterwaldkopf por otro asunto y que ahora estaba sentado con gesto sombrío a la izquierda de su señor; Richart, cuyos libros de leyes eran inútiles en este asunto, dirigía su atención aquí y allá según hablaban los demás. Dietrich y el padre Rudolf representaban el brazo espiritual, y Hans hablaba por los ocho krenken.

—¿Desaparecido? —dijo Manfred por fin—. ¿La mitad de mi gente muerta y no nos hemos enterado de nada hasta ahora?

Everard habló en voz baja, aunque no tanto como para que no se le oyera.

—Cuando la familia de un hombre muere, su vida parece tener menos peso.

Una contestación así por parte de alguien tan obsequioso como Everard atrajo miradas sobresaltadas. El administrador desprendía un olor intenso y punzante que Dietrich pudo situar. «Borracho», decidió por las mejillas coloradas, la voz pastosa, la mirada nublada.

—Heloïse vio un cuerpo en el sendero —dijo Max, continuando con su informe—. Tal vez enviaron a un hombre a notificarlo pero murió por el camino.

—Además de no conseguirlo —dijo Thierry, cuyos puños eran piedras sobre la mesa.

—Con la gracia de mein Herr —intervino Klaus—. El padre de mi mujer dice que no pasaron más de tres días desde la primera muerte hasta su huida.

Manfred frunció el ceño.

—No he olvidado, Maier, que rompiste mi toque de queda.

—Mi esposa lo acogió… —Se enderezó—. ¿Rechazaríais a vuestro propio padre?

Manfred se inclinó hacia delante y habló en tono mesurado.

—Sin. Una. Sola. Vacilación.

—Pero… Se halló entre nosotros antes de que nadie supiera que había venido.

—Además —dijo el Schulteiss, satisfecho de que hubiera algo cubierto por la ley y la costumbre—, los de las aldeas tienen derecho a visitarse unos a otros.

Manfred dirigió una mirada de asombro a su hombre de leyes.

—Hay un tiempo para los derechos y un tiempo para lo que es necesario —dijo—. Di órdenes de que nadie entrara en esta aldea.

Richart se escandalizó; Klaus estaba verdaderamente sorprendido.

—Pero… ¡Pero si era sólo Odo!

Manfred se frotó la cara.

—Nadie, Maier. Puede que haya traído consigo la peste.

Mein Herr —dijo Hans—, no soy ningún sabio en estas cosas, pero la velocidad de la peste indica que las pequeñas-vidas devoran rápidamente a su… digamos «anfitrión», aunque el invitado no sea bien venido. Esas pequeñas-vidas actúan tan rápidamente que, si Odo las traía, ya debería mostrar los signos, y no lo hace.

Manfred gruñó, todavía escéptico.

Everard soltó una risita y se dirigió a Klaus.

—Eres un necio, molinero, y tu esposa te lleva de las riendas. Y a todos los demás que puede montar.

Klaus torció el rostro y se levantó de la mesa, pero Eugen alzó una mano.

—¡No en la mesa de mein Herr!

—¡Administrador, retírate! —exclamó Manfred por su parte. Como el hombre no se movió, gritó—: ¡Ahora!

Thierry se levantó con la mano en el pomo de la espada.

Pero el padre Rudolf habló con voz quejumbrosa.

—No, no, esto no. Esto no. No debemos luchar unos contra otros. Nosotros no somos el enemigo.

Y sujetó a Everard por el codo y lo ayudó a ponerse en pie. Everard entornó los ojos como si viera a la asamblea por primera vez. Rudolf lo guió hasta la puerta y él se tambaleó e incluso chocó contra el marco. Max cerró la puerta tras él.

—Apesta —dijo el sargento.

—Tiene miedo —respondió Dietrich—, y está borracho porque tiene miedo.

Manfred los miró a todos con dureza.

—¡No toleraré ninguna excusa! ¿Max?

—Había tumbas recientes en el patio de la iglesia, allá abajo —continuó el sargento—, pero también cadáveres desperdigados… en el prado, en los campos, incluso un hombre muerto en el arado.

—¿Sin enterrar, quieres decir? —exclamó Dietrich. ¿Los había asaltado tan repentinamente?

Manfred lo señaló con un dedo.

—¡No, pastor! ¡No irás allá abajo!

—Enterrar a los muertos es uno de los mandamientos que el Señor nos ordenó. —Una gran bola de hielo se había formado dentro de Dietrich al pensar en lo que le esperaba allí.

—Si bajas de la montaña, no puedo permitir tu regreso —le dijo Manfred—. Los vivos necesitan aquí tus cuidados.

Dietrich se dispuso a poner una objeción, aunque Hans les interrumpió.

—A nosotros nos resultará más fácil.

—Entonces también a vosotros habrá que prohibiros el regreso —le dijo Manfred al krenk.

Hans movió los labios con su sonrisa krenk.

Mein Herr, mis compañeros y yo no podremos «regresar» nunca. ¿Qué es un exilio menor dentro de uno mayor? Pero las pequeñas-vidas que devoran a tu gente probablemente no atacarán a los míos. La… ¿cómo decís cuando cambian las cosas?

Evolutium —sugirió Dietrich—. Un despliegue de lo potencial al hecho. La consecución de un fin.

—No, ése no es el término adecuado… Pero lo que significa, mein Herr, es que vuestras pequeñas-vidas no conocen nuestros cuerpos, y carecen de… de la llave para entrar en nuestra carne.

Manfred frunció los labios.

—Muy bien, pues. Hans, puedes enterrar a los muertos de Niederhochwald. Llévate sólo krenken contigo. Cuando regreséis, esperad en vuestro antiguo lazareto del bosque, por si hay signos de peste. Si no aparece ningún signo en… en… —Calculó un intervalo prudente—-. Dentro de tres días, podréis regresar a la aldea. Mientras tanto, nadie puede entrar en este señorío.

—¿Y qué hay del padre de mi mujer? —insistió Klaus.

—Tiene que irse. Es duro, molinero, pero así tiene que ser. Debemos mirar por nosotros mismos.


Everard yacía boca abajo en el camino, cerca de la puerta. Klaus se echó a reír.

—El cretino se ha vomitado encima.

El sol estaba alto en el cielo pero la brisa que llegaba del Katerinaberg traía consigo suficiente fresco para mitigar el calor. Las rosas se habían abierto a su tiempo y sus zarcillos se habían entrelazado en las rejas del jardín del Herr. Pero la tierra junto a la puerta había sido aplastada por incontables pies obedientes y el amarillo de las lechugas había emergido más milagrosamente del suelo pelado.

Everard se revolvió en el suelo.

—Le dolerá todo cuando se le pase, si se revuelve así en el suelo —comentó Max.

—Puede que se ahogue con su propio vómito —dijo Dietrich—. Ven, vamos a llevarlo con su esposa.

Dietrich se adelantó y se arrodilló junto al administrador.

—Parece cómodo donde está —comentó Max. Klaus se echó a reír.

El vómito junto al camino era negro y repugnante, y el propio Everard olía de un modo repugnante. Su respiración silbaba como una gaita, y sus mejillas, cuando Dietrich las tocó, estaban calientes. El administrador se retorció cuando lo tocó con suavidad y gimió.

Dietrich se puso bruscamente en pie y retrocedió dos pasos.

Chocó con el molinero, que se había adelantado gritando: «¡Despierta, borracho!» El administrador y el Maier habían sido rivales y compañeros durante muchos años y se trataban con esa mezla de amistoso desdén que a menudo engendraban ese tipo de relaciones.

—¿Qué pasa? —le preguntó el sargento a Dietrich.

—La peste.

Max cerró los ojos.

—¡Santo Dios en el Cielo!

—Deberíamos llevarlo a su casa —dijo Dietrich, pero no hizo ningún movimiento. Klaus, abrazándose, se volvió.

—El Herr debe saberlo —dijo Max, regresando a la mansión.

Hans llevó a Dietrich aparte.

—Heloïse y yo lo llevaremos. —La krenken pagana, que estaba descansando allí cerca tras su vuelo, se unió a él.

En la colina opuesta, Joachim tocaba la campana de mediodía, anunciando la hora del almuerzo a los trabajadores de los campos. Klaus escuchó un momento, luego dijo:

—Pensaba que sería una escena más ominosa.

Dietrich se volvió hacia él.

—¿El qué?

—Este día. Pensaba que vendría marcado por signos terribles… Nubes negras, vientos espantosos, truenos. Crepúsculo. Sin embargo, es una mañana tan corriente que me asusta.

—¿Sólo ahora te asustas?

Ja. Los portentos implicarían que hay un Motor Divino, por misterioso que sean sus movimientos, y la ira de un Dios furioso puede aplacarse con oración y penitencia. Pero esto ha sucedido sin más. Everard enfermó y cayó al suelo. No hubo ningún signo; así que puede que sea una cosa natural, como siempre habéis dicho. Y contra la naturaleza, no tenemos ningún recurso.

En la casa del administrador, retiraron de la mesa legajos y rollos y colocaron a Everard, como si sirvieran un cerdo relleno. Su esposa. Yrmergard, gemía y se retorcía las manos. Everard había empezado a patalear y retorcerse y su cara estaba sensiblemente más caliente. Dietrich le quitó la camisa al hombre y vio las bubas en su pecho.

—Es carbunco —dijo Klaus, aliviado.

Pero Dietrich negó con la cabeza. El parecido era notable, pero ésas no eran las pústulas de la «enfermedad de los cardadores de lana».

—Ponle paños fríos en la frente —le dijo a Yrmegard—. Y no toques las bubas. Cuando tenga sed, no le des más que sorbos. Hans, Heloïse, trasladémoslo a su cama.

Everard aulló cuando lo levantaron y los krenken casi soltaron su carga.

— Heloïse se quedará con él —anunció Hans—. Yrmegard, no te acerques más. Las pequeñas-vidas pueden viajar en la saliva, otras con el contacto o la respiración. No sabemos cómo es en este caso.

—¿Debo entregar a mi esposo al cuidado de demonios? —preguntó Yrmegard. Se retorció las manos en el mandil, pero no hizo amago de acercarse a la cama. El joven Witold, su hijo, se agarraba a sus faldas y miraba con los ojos muy abiertos a su padre, que seguía retorciéndose.

Una vez fuera de la casa, Klaus se volvió hacia Dietrich.

—Everard no llegó a acercarse a mi suegro.

Hans extendió el brazo.

—Las pequeñas-vidas pueden ser transportadas por el viento, como las semillas de algunas plantas. O pueden viajar en otros animales. Cada especie viaja de forma distinta.

—Entonces ninguno de nosotros está a salvo —gimió Klaus.

Resonaron unos cascos en el patio y Thierry e Imein pasaron al galope, rodearon el murete de piedra y saltaron el foso que rodeaba los terrenos. Klaus, Hans y Dietrich los vieron recorrer la aldea y luego los campos, donde los cansados campesinos se maravillaron al verlos y, sin conocer todavía la causa, dejaron escapar gritos de admiración por su pericia como jinetes.

Pero para el ángelus de la tarde todo el mundo se había enterado de la noticia. Los que regresaban de los campos se marcharon a sus casas sin decir palabra. Esa noche, alguien lanzó una piedra y rompió el hermoso cristal de colores que tan orgullosamente había puesto Klaus en la ventana de su casa. Por la mañana, nadie salió a trabajar. Espiaron tras los postigos de madera la calle desierta, como si el aliento envenenado de la peste esperara para golpear a quien osara asomarse.


A la mañana siguiente, después de celebrar la misa para una congregación formada por Joachim y los krenken, Dietrich subió a la cima de la colina para contemplar la aldea que emergía de las sombras de la noche. Allá abajo, la fragua estaba oscura y fría. Un rítmico crujido sonaba en el aire matutino: la noria de Klaus, que giraba lentamente, suelta. Un gallo anunció el amanecer y las ovejas del rebaño enfermo de carbunco balaron penosamente a sus hermanas caídas durante la noche. Una leve neblina flotaba sobre los campos, blanca y delicada como lino tejido.

Joachim se reunió con él.

—Es como una aldea de muertos.

Dietrich hizo el signo de la cruz.

—Que Dios no oiga tus palabras.

Se produjo otro momento de silencio antes de que Joachim volviera a hablar.

—¿Necesitan ayuda?

Dietrich extendió el brazo.

—¿Qué ayuda podemos darles?

Se volvió, pero Joachim lo agarró.

—¡Consuelo, hermano! Los males del cuerpo son los males menores, pues sólo terminan con la muerte, que es poca cosa. Pero si el alma muere, entonces todo se ha perdido.

Con todo, Dietrich no podía actuar. Había descubierto que tenía miedo de la peste. Media vita in morte summus. En medio de la vida estamos en la muerte, pero esa muerte lo aterraba. Había visto hombres con las tripas ensartadas en una espada clavada en el vientre, gritando y abrazándose y manchándose la ropa. Sin embargo, ningún hombre iba a la batalla sin aceptar ese riesgo. Pero aquella enfermedad no tenía ningún sentido del riesgo ni la esperanza, y golpeaba donde y a quien se le antojaba. Heloïse había visto a un hombre en Niederhochwald muerto en su arado; ¿qué hombre va a su trabajo aceptando que la muerte puede estar esperándolo allí?

Hans le puso una mano en el hombro y Dietrich se sobresaltó.

—Iremos nosotros —dijo el krenk.

—¿Un demonio deambulando por la calle principal buscando a los enfermos? Eso sí que será un consuelo para esa gente.

—¿Entonces somos demonios, después de todo?

—Los hombres temerosos pueden ver demonios en lo familiar, y dirigir su miedo de lo insensato a lo sensato.

—¡Falta de pensamiento!

—Así es, pero es lo que hace la gente.

Dietrich dio un paso hacia el sendero, vaciló, y luego continuó hacia abajo. Llegó primero a la casa de Theresia y su llamada fue respondida por una voz aguda que apenas reconoció.

—¡Marchaos! ¡Vuestros demonios nos han traído esto!

La acusación era ilógica. La peste había asolado regiones que nunca habían visto a un krenk; pero Theresia nunca se había dejado convencer por ninguna razón de peso. Dietrich continuó hasta la fragua, donde encontró a Wanda Schmidt hablando ya con Joachim.

—No tenías por qué venir —le dijo Dietrich al monje mientras los dos caminaban, uno por cada lado de la calle; pero Joachim se limitó a encogerse de hombros.

Y así continuaron, casa por casa, hasta que, al fondo de la calle, llegaron a las chozas de los Gärtners. Cuando entraron en la casita de los Metzger, Dietrich se aseguró que Trude no sufriera más que de carbunco. Las vetas negras de su brazo indicaban que el veneno se extendía en su interior. «Trude se va a morir», pensó, pero apartó la idea de su cara y sus labios mientras pronunciaba una bendición para ellos.

Regresó a la cúspide donde la colina de la iglesia y la del castillo cruzaban la mirada y esperó a Joachim, que cruzaba el prado desde la casa del molinero. Las ovejas balaron cuando el minorita pasó entre ellas.

—¿Están bien? —preguntó Dietrich, indicando las casitas que flanqueaban el otro lado del prado, y Joachim asintió.

Dietrich dejó escapar un aliento que no era consciente de haber contenido.

—Ningún otro, entonces.

Joachim apartó de una patada una rata muerta del camino y miró hacia el castillo.

—Todavía está la mansión…, y ahí es donde la peste se mostró primero.

—Yo preguntaré a Manfred y los suyos.

Por impulso, abrazó al monje.

—No tenías necesidad de exponerte. Este rebaño está a mi cargo.

Joachim estudió las ovejas que morían en el prado, como preguntándose a qué rebaño se refería Dietrich.

—El Vogt está descuidando su trabajo —dijo—. Las ovejas muertas deberían ser quemadas o el carbunco destruirá el rebaño. Las ovejas de mi padre enfermaron de eso una vez, y dos de los pastores murieron con ellas. Fue culpa mía, por supuesto.

—Volkmar tiene ahora otras preocupaciones aparte de las ovejas del pueblo.

Joachim sonrió de pronto.

—Pero yo no. «Alimenta a mis ovejas», dijo el Maestro, pero no todo el alimento es pan. Dietrich, el viaje por esa calle ha sido duro, pero un compañero alivia siempre el camino.

Al final, sólo Everard estaba enfermo y parecía estar descansando tranquilamente. Dietrich se atrevió a esperar que la cosa no empeorara. Hans chasqueó sus mandíbulas, pero no dijo nada.


Gottfried y Winifred Krenk volaron con dos de los arneses voladores hasta el valle para enterrar a los desafortunados habitantes de ese lugar. Había tantos cadáveres que utilizaron la pasta-de-truenos para cavar las tumbas. Dietrich se preguntó si era un modo adecuado de cavar una tumba, pero luego decidió que una tumba cavada de una sola vez podía en efecto ser adecuada para una población que había muerto toda a la vez. Pronunció las palabras sobre ellos usando el hablador-lejano que Heloïse había llevado consigo.

Después, Hans volvió a llenar los barriles de fuego de la cabeza parlante desplegando un tríptico de cristal. Este cristal convertía la luz del sol en la esencia elektronik. Filosóficamente, un tipo de fuego podía ser convertido en otro tipo de fuego, pero la alquimia práctica se le escapaba.

—¿Por que ha venido aquí la peste? —preguntó Dietrich de pronto.

Hans contemplaba la marca en el cuerpo del Heinzelmännchen que indicaba hasta dónde estaban llenos los barriles.

—Porque ha llegado a todas partes. ¿Por qué no aquí? Pero, Dietrich, amigo mío, hablas de la peste como si fuera una bestia que viene y va con un propósito. No hay ningún propósito.

—Eso no me consuela.

—¿Tiene que consolarte?

—La vida sin propósito no merece la pena ser vivida.

—¿Sí? Escucha, amigo mío. La vida siempre merece la pena ser vivida. Mi… Tú dirías mi «abuelo». Mi abuelo se pasó muchos… meses, acurrucado en un nido roto, en una ciudad asolada por… por un ataque aéreo. Sus hermanos-de-nido murieron quemados. Su ama murió en sus brazos por una explosión violenta peor que las de la pólvora negra. No sabía dónde encontrar su siguiente comida. Pero mereció la pena vivir, porque en esas situaciones adversas, encontrar esa siguiente comida te da esperanza: el siguiente amanecer señala tu éxito. Nunca estuvo más vivo que en aquellos meses en que vivió tan cerca de la muerte. Fue mí propia nidada, que no necesitaba nada, la que encontraba la vida opresiva.


Cuando amaneció el martes sin más casos de peste, los aldeanos salieron de sus casas y hablaron con voz queda. Habían llegado noticias de la mansión. Everard descansaba y su fiebre parecía que había bajado un poco.

—Tal vez la aldea escape sin que la cosa empeore —dijo Gregor Mauer cuando vio a Dietrich esa mañana.

—Ojalá, Dios lo quiera —respondió Dietrich.

Estaban en la cantera, entre polvo y lascas de piedra. Los dos hijos de Gregor holgazaneaban, ataviados con delantales de cuero y guantes gruesos. El pequeño Gregor, un mozalbete de casi sesenta kilos, tenía en la mano una plomada y la hacía oscilar, ausente.

—Pastor…

Gregor parecía extrañamente vacilante. Estudió el polvo de su patio, empujándolo con la suela de su bota. Con una mirada hizo retirarse a sus hijos. El pequeño Gregor le dio un codazo a su hermano y le sonrió a su padre por encima del hombro.

—No hay respeto —dijo Gregor—. Tendría que haberlos enviado fuera a hacer su aprendizaje. —Suspiró—. Pastor, querría casarme con Theresia. Es vuestra pupila y sois vos quien tiene que darla en matrimonio.

Dietrich no había querido que llegara este día. En su corazón Theresia seguía siendo una niña llorosa, manchada con el hollín de su casa quemada.

—¿Comprende ella tu deseo?

—Consiente. —Como Dietrich no contestó, Gregor añadió—: Es una buena mujer.

—Lo es. Pero su corazón está profundamente perturbado.

—He tratado de hablarle sobre los krenken.

—Hay más que eso. Creo que ella imprime sus demonios internos sobre los externos.

—Yo… no comprendo.

—Es algo que me dijo Hans sobre el alma. Los krenken han hecho de ello una filosofía. Yo la llamo psyche logos. Han dividido el alma en tres partes: el yo (la conciencia), que se asienta sobre el ego y lo gobierna; el pecado original, bajo él y, naturalmente, las almas vegetativas y animales de las que escribió Aristóteles. Dicen… —De pronto se sintió irritado consigo mismo—. Pero eso no importa ahora. Lo que quiero decir es… —Sonrió brevemente—. Hay asuntos en su pasado de los que nada sabes.

—Me preocupa menos su pasado que su futuro.

Dietrich asintió.

—¿Entonces tenemos vuestra bendición?

—He de pensarlo. No hay ningún hombre a quien prefiera entregársela más que a ti, Gregor. Pero es una decisión para el resto de su vida y no puede hacerse al albur.

—El resto de su vida podría no ser mucho tiempo —dijo Gregor lentamente.

Dietrich se persignó.

—No tientes a Dios. Nadie más ha caído enfermo.

—Todavía no —reconoció Gregor—, pero el final del mundo se acerca, y en el cielo ni hay matrimonios ni se celebran.

—Te he dicho que lo pensaría.

Dietrich se dio medía vuelta para marcharse, pero el grito de Gregor lo hizo mirar atrás.

—No necesitamos vuestro permiso —dijo el cantero—, pero queríamos vuestra bendición.

Dietrich asintió, encogió los hombros y dejó la cantera.


Después de vísperas, Dietrich comió pan y queso regados con cerveza. Había cortado algunos trozos para Joachim, pero el joven monje no había regresado. Hans estaba sentado junto a la ventana abierta, escuchando la canción de los insectos del atardecer. De vez en cuando, el krenk mordía un pedazo de pan mojado en su elixir dador de vida. Incluso así, algunas magulladuras se habían marcado ya en su piel. Las estrellas, reflejadas en sus enormes ojos, parecían tintinear dentro de su cabeza.

—Hay una frase en mi cabeza —dijo—, que una de ésas debe de ser Estrella-hogar. Si Dios es bueno, no me abandonará sin verla. Ojalá supiera cuál es. Tal vez… —Extendió un largo antebrazo, un largo dedo—. Ésa. Es tan brillante. Debe de haber algún motivo para que sea tan brillante —zumbó con sus labios laterales—. Pero no. Es brillante porque está cerca. La filosofía de las probabilidades me dice que Estrella-hogar está a una distancia insondable, en una dirección insondable y ninguna de esas luces brilla jamás en los cielos de Krenkheim, Incluso ese tenue lazo se me niega.

—¿El cielo es profundo, entonces? —preguntó Dietrich.

—Inconmensurablemente profundo.

Dietrich se acercó a la ventana y observó la negra bóveda del cielo.

—Siempre he pensado que es una esfera de la que cuelgan lámparas. ¿Pero algunas están cerca y otras están lejos, dices, y es por eso por lo que parecen brillar más o menos? ¿Qué las sostiene? ¿El aire?

—Nada. No hay aire en el vacío entre las estrellas. No hay ningún «arriba» ni «abajo». Para ascender al cielo, hay que subir y subir hasta que la Tierra afloja su tenaza y flotas para siempre… o hasta que caes bajo la tenaza de otro mundo.

Dietrich asintió.

—Tu teología es correcta. ¿En qué medio nadan entonces las estrellas? Buridan nunca creyó en la quintaesencia. Decía que los cuerpos celestiales siempre continuarían con el movimiento que Dios les dio, pues no habría resistencia. Pero si el cielo no es bóveda que contiene el aire, entonces debe de estar lleno de otra cosa.

—¿Es así? Había una famosa… experientia —le dijo Hans—. Un filósofo krenk razonó que, si los cielos estuvieran llenos de este quinto elemento, habría un «viento» cuando nuestro mundo se moviera a través de él. Midió la rapidez de la luz primero de un modo, luego de otro, pero no encontró ninguna diferencia.

—¿Entonces el joven Oresme está equivocado? ¿La Tierra no se mueve?

Hans se volvió y agitó los labios.

—O no hay ninguna quintaesencia.

—O la quintaesencia se mueve con nosotros, como hace el aire. Hay más de dos posibilidades.

—No, amigo mío. El espacio está lleno de nada.

Dietrich se echó a reír por primera vez desde que habían encontrado a Everard.

—¿Cómo puede ser eso, puesto que nada no es ninguna cosa, sino la carencia de una cosa? Si el cielo estuviera lleno de ninguna cosa, algo se movería para llenarlo. La misma palabra lo demuestra. Vacuare es «vaciar». Pero natura non vacuit. La naturaleza no vacía. Hace falta esfuerzo para vaciar algo.

—Na… —repuso Hans con vacilación—. ¿Traduce adecuadamente el Heinzelmännchen? Nuestros filósofos dicen que la nada contiene lo que nosotros llamamos la «nada-espíritu». Pero dudo que tu gente haya oído hablar de ello. ¿Cómo lo dirías en tu lengua filosófica?

—El sustantivo de vacuare es vactium, que expresa una acción abstracta como un hecho, «lo que está en el estado de haber sido vaciado». Por tanto: energia-vacuum. Pero leemos que «el espíritu de Dios actuó sobre el vacío», así que debe de ser que vosotros habéis encontrado el mismo aliento de Dios en esta energia-vacuum vuestra. Pero, atiende. —Dietrich alzó un dedo—. Vuestro navío se mueve a través de direcciones imperceptibles que están dentro de toda la naturaleza.

—Ja. Como el interior de una esfera es imperceptible para aquellos que sólo abarcan su superficie.

—Entonces, vuestra estrella Krenkheim no está tan lejos. Está dentro de vosotros en todo momento.

Hans se quedó inmóvil un momento y luego separó brevemente sus labios blandos.

—Eres un hombre sabio, pastor Dietrich, o muy confundido.

—O quizás ambas cosas —admitió Dietrich. Se asomó a la ventana—. No veo ni rastro de Joachim, y está ya demasiado oscuro para estar ahí fuera sin antorcha.

—Está en la iglesia —respondió Hans—. Lo vi entrar en nona.

—¿Y no ha salido aún? Es más de vísperas.

Alarmado, Dietrich cruzó el patio de la iglesia, tropezando con el terreno iluminado por las estrellas que apenas vislumbraba, y llegó apresuradamente al poste tallado de la esquina noroeste de la iglesia. Ecke la giganta lo miró desde arriba; Alberich el enano sonrió amenazador desde el pedestal. El viento soplaba y le hacía oír voces. Dietrich subió las escaleras, se detuvo y colocó una mano en la sinuosa forma de santa Catalina, en su apenada mejilla. Un búho pasó con un sonido que era casi silencio. Temeroso de lo que podría encontrar en el interior, Dietrich abrió las puertas.

La luz de las estrellas, atenuada por los vitrales, apenas iluminaba el interior. Dietrich oyó un golpe sordo cerca del altar.

Corrió al santuario, donde tropezó con una forma postrada. Flotaba un olor familiar en el aire.

—¡Joachim! —gritó—. ¿Estás bien?

Recordó a Everard tendido en su vómito y su hedor. Pero aquel olor era el olor metálico y caliente de la sangre.

Agarró el cuerpo y descubrió que estaba desnudo de cintura para arriba. Encontró la suave carne joven marcada por surcos sangrientos.

—Joachim, ¿qué has hecho?

Pero sabía la respuesta, palpó hasta encontrar el flagelo y lo arrancó de las manos del minorita.

Era la cuerda anudada que el monje llevaba como cíngulo, empapada ahora de sangre.

—¡Ach, necio! ¡Necio!

El cuerpo se agitó en su abrazo.

—Si bebo la copa hasta el fondo —susurró una voz—, puedo apartarla de otros.

Volvió la cabeza y Dietrich vio sus ojos brillando bajo la frágil luz.

—Si yo sufro el dolor de diez, entonces nueve pueden salvarse. Ahí tenéis —río—, eso es álgebra, ¿no?

Una fría luz azul iluminó el interior de la iglesia cuando Hans entró con una lámpara krenk.

—Se ha herido a sí mismo —dijo la criatura cuando terminó de acercarse.

Ja —respondió Dietrich—. Para tomar sobre sí nuestro sufrimiento.

¿Se había estado azotando durante cuatro horas enteras desde que Hans lo vio entrar en la iglesia? Dietrich agarró al monje con más fuerza, lo besó en la mejilla.

—¿Creía que con los látigos vencería a las pequeñas-vidas? —dijo Hans—. ¡Eso no es lógico!

Dietrich tomó el cuerpo en brazos y se levantó.

—¡Al diablo la lógica! Todos nosotros estamos indefensos. ¡Al menos él ha intentado hacer algo!


El miércoles, Manfred llamó a Dietrich a la capilla para conmemorar al kaiser san Heinrich: un gobernante justo para una época en la que en Germania había ambas cosas, gobernantes y justicia.

—El buen padre Rudolf —explicó Manfred— tomó mi yegua gris anoche y huyó.

A Dietrich nunca le había agradado el capellán, pero esta noticia lo sorprendió y lo llenó de preocupación. La capilla del Herr estaba bien surtida de cálices de oro y vestiduras de seda, y el cargo de capellán era cómodo, exigía pocas cosas y estaba mejor considerado que el de simple cura de pueblo. Rudolf era un buen hombre y honraba a Dios, pero una pequeña porción de su corazón seguía a Mammon.

Al fondo de la capilla estaban Eugen y Kunigunda, y su hermana Irmgard, Chotilde el ama, Gunther, Peter el Minnesinger, Wolfram y su familia, Max y unos cuantos más del servicio del Herr, esperando en silencio a que empezara la misa. Dietrich redujo la voz a un susurro.

—¿Ha abandonado su puesto?

Los siervos huían a veces de sus feudos. Con menos frecuencia, era un señor quien lo abandonaba. Pero no parecía posible que ningún hombre desertara de su vocación.

—¿Adónde irá?

Manfred meneó la cabeza.

—¿Quién sabe? Tampoco le reprocho lo del caballo. Huir te da una oportunidad, y no niego a ningún hombre sus oportunidades.

Después, Dietrich contempló la aldea sin verla, pensando en el padre Rudolf. Luego giró sobre sus talones y se dirigió a la casa de Everard.

—¿Cómo se encuentra hoy tu esposo? —preguntó cuando Yrmegard abrió la puerta superior.

Yrmegard miró por encima del hombro.

—Mejor, creo… Él… —Bruscamente, la mujer abrió la puerta inferior—. Vedlo vos mismo.

Dietrich cruzó el umbral. Respiró despacio, pues no quería atraer demasiado mal aire a sus pulmones.

—La paz sea con todos vosotros. ¿Dónde está Heloïse?

—¿Quién es ésa? ¿La demonio? Creía que todos los demonios tenían nombre judío. La eché. No me gusta tenerla ahí agazapada dispuesta a apoderarse del alma de mi marido si abandona su cuerpo.

—Yrmegard, los krenken están con nosotros desde el día de la celebración…

—Sólo estaban esperando su oportunidad.

La casa de Everard estaba dividida en una habitación principal y un dormitorio. El administrador poseía varias parcelas de tierra y la riqueza se notaba en la opulencia de su morada. El hombre se hallaba en el dormitorio. Al tocarlo, Dietrich comprobó que su frente estaba seca y caliente. Las hinchazones en su pecho se repetían en su ingle y bajo los brazos. Una, junto al brazo izquierdo, había crecido hasta adquirir el tamaño y el color de una manzana. Dietrich metió un paño en el cubo, lo empapó, lo dobló, y se lo puso al hombre en la frente. Everard siseó y sus manos se convirtieron en garras.

Dietrich oyó a Yrmegard mandar callar al niño. Everard abrió un ojo.

—Calla, niño —dijo. Las palabras eran pastosas porque tenía la lengua hinchada y no le cabía en la boca. Era un caracol viscoso, gris y húmedo que trataba de escapar de su caparazón—. A los niños buenos les gustan las gachas y los pájaros cantan —dijo Everard, con un ojo ansioso clavado en Dietrich.

—Está loco —dijo Yrmegard, acercándose a la cama. Witold salió llorando de la casa sin parar de correr.

—Está consciente y habla —respondió Dietrich—. Eso es milagro suficiente. ¿Por qué pedir también un discurso razonado?

Trató de darle un poco de agua a Everard, pero le corrió por la barbilla debido a la hinchazón de la lengua. Tosió y gimió, pero eso parecía mejor que los gritos y vómitos del día anterior. «Se le está pasando», pensó Dietrich aliviado.


Desde la colina del castillo, Dietrich siguió el sendero hasta el prado que bordeaba el arroyo del molino. Allí encontró a Gregor y Theresia sentados en la orilla lanzando guijarros al estanque. Se detuvo antes de que lo vieran, y oyó, por encima del correteo del agua en la noria, los cascabeles de la risa de Theresia. Entonces alguien puso el eje en marcha y la gran noria empezó a gruñir y a girar.

Hubo una época en que a Dietrich le encantaba aquel sonido. Era el sonido del trabajo descargado de los hombros de los hombres. Pero aquel día había en él algo de pesar. Klaus llegó desde el molino para ver la rueda girar y juzgar la corriente y la caída del agua. Satisfecho, se volvió y, al ver a Dietrich, lo saludó. Gregor y Theresia se volvieron también y Dietrich, al ser descubierto de esta forma, se acercó a ellos.

—Tenéis mi bendición —le dijo a Gregor, antes de que el cantero pudiera hablar.

Colocó por turno la mano izquierda sobre la frente de cada uno, trazando una cruz con la derecha mientras lo hacía. El contacto sirvió para una doble función, pues no detectó signo de fiebre en ninguno de los dos, pero no dijo nada.

—Es una buena mujer —le dijo a Gregor—, y piadosa cuando los terrores lo permiten, y sus habilidades en las artes curativas son realmente un don de Dios. Respecto a los terrores, no la presiones, pues quiere consuelo y no inquisición.

Se volvió hacia Theresia.

—Escucha a Gregor, hija mía. Es un hombre más sabio de lo que cree.

—No entiendo —dijo Theresia.

Dietrich se arrodilló ante ella.

—Es lo bastante sabio para amarte. Conque comprendas eso, bastaría para Aristóteles.

Gregor lo acompañó un trecho hasta el molino.

—Habéis cambiado de opinión.

—Nunca me opuse. Gregor, tenías razón. Cada día puede ser el último y, sea corto o largo nuestro tiempo, la felicidad más pequeña que se le añada aumenta su valor.

En el molino, Klaus se limpió las manos en un trapo mientras el cantero y la herborista se marchaban juntos.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Obtiene Gregor lo que quiere?

—Obtiene lo que ha pedido —respondió Dietrich—. Reza a Dios para que quieran lo mismo.

Klaus sacudió la cabeza.

—A veces sois demasiado listo. ¿Sabe ella lo que quiere hacerle? Quiero decir ahí abajo. Es una mujer simple.

—¿Vas a moler trigo hoy?

Klaus se encogió de hombros.

—Puede que la peste nos mate a todos, pero no hay motivo para morir de hambre mientras esperamos.


Ése fue el tercer día de gracia.

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