XII. ENERO DE 1348 Antes de maitines, en la Epifanía del Señor

El invierno cayó como una mortaja. La primera nieve apenas se había vuelto escarcha bajo el pálido sol cuando una segunda nevada le cayó encima y sendero y pasto se desvanecieron por igual en el anonimato. El arroyo del molino y su estanque se congelaron. Podían verse los peces agitándose bajo el cristal invernal. Los campesinos, en sus chozas, dedicados a remendar y reparar, arrojaron otro leño al fuego y se frotaron las manos. El mundo exterior se había vaciado y una columna de humo gris flotaba sobre el silencio.

Los krenken se acurrucaban miserablemente ante los fuegos de sus anfitriones, sin aventurarse a salir. La nieve había aplazado todo intento de reparar su nave. En cambio, charlaban de cómo lo harían algún día.

Pero después de algún tiempo, incluso la charla cesó.


Las completas de San Saturnio trajeron un viento que estremeció los postigos cerrados de la rectoría. Un bajo susurro gemía por las grietas de las tablas. Hans había ido al edificio exterior a preparar comida especial krenk para él y Kratzer. Joachim estaba sentado a la mesa del refectorio donde, bajo la mirada crítica de Kratzer, tallaba a Baltasar en una rama de roble negro para añadirlo a su colección de figuritas para el belén.

La puerta se abrió de golpe y el alquimista entró en la habitación y se colocó de un salto al lado del fuego, donde se abrió el abrigo de piel de Gregor y se refociló con las llamas.

—En Alemania —dijo Dietrich mientras iba a cerrar la puerta—, es costumbre llamar a la puerta y esperar a recibir permiso para entrar.

Pero el alquimista, a quien habían puesto de nombre Arnold de Villanova, no respondió. Anunció entre chasquidos algo a Kratzer, y los dos se enzarzaron en una animada discusión que el Heinzelmännchen no tradujo.

Dietrich recogió la olla de guiso que antes había colocado al fuego y sirvió a Joachim. Los krenken eran un pueblo rudo y de malos modales. No era extraño que discutieran tanto entre sí.

Hans regresó del edificio exterior con dos platos en las manos. Al ver al alquimista, vaciló y luego le tendió uno al alquimista y otro a Kratzer. Se sentó a la mesa frente a Joachim.

—Ha sido un buen gesto —dijo Joachim, recortando un poco más la espalda de Baltasar.

Hans extendió el brazo.

—Si sólo quedara una migaja, Arnold tendría que tragarla.

Dietrich había advertido que incluso Gschert se mostraba considerado con el alquimista, aunque Arnold era claramente un inferior.

—¿Por qué? —Sirvió un poco de sopa en un cuenco de madera y se lo dio a Hans, con un trozo de corteza de pan.

En vez de responder, Hans recogió el Niño Jesús que Joachim había tallado previamente.

—Tu hermano me dice que esto retrata a vuestro señor-del-cielo; pero la filosofía de la similitud de acontecimientos concluye que gente de mundos diferentes debe tener formas diferentes.

—La filosofía de la similitud de acontecimientos —dijo Dietrich—. Qué intrigante.

—Aunque menos que la Deidad hecha carne —dijo Joachim secamente—. El Hijo de Dios, Hans, asumió la apariencia de los hombres en su Encarnación.

Hans escuchó en silencio su arnés de cabeza.

—El Heinzelmännchen me explica lo que significa «encarnación» en vuestra lengua ceremonial.

Ja, doch.

—Pero… ¡Pero esto es maravilloso! ¡Nunca hemos conocido a un pueblo capaz de asumir la forma de otro! ¿Era vuestro señor un ser de…? No, no fuego, sino de esa esencia que da ímpetu a la materia.

—Espíritu —aventuró Dietrich—. En griego decimos energia, que significa ese principio que «actúa dentro» o anima.

El krenk lo consideró.

—Nosotros establecemos una… relación… entre espíritu y cosas materiales. Decimos que «espíritu igual a materia por la velocidad de la luz por la velocidad de la luz».

—Una interesante invocación —dijo Dietrich—, aunque se me escapa su significado.

Pero el krenk se había vuelto para interrumpir a sus compañeros con exclamaciones que no fueron traducidas. Se produjo un encendido debate entre ellos, que terminó cuando el alquimista se colocó su propio arnés de cabeza y se dirigió a Dietrich.

—Háblame de ese señor de pura energia y de cómo se encarnó a sí mismo. ¡Ese ser, cuando regrese, aún podría salvarnos!

—¡Amén! —dijo Joachim. Pero Kratzer hizo chasquear sus labios laterales.

—¿Encarnación? Los átomos de la carne no encajarían. ¿Puede uno de Hochwald impregnar a un krenk? Wa-bwa-wa.

Arnold agitó el brazo.

—Un ser de pura energia podría conocer el arte de habitar un cuerpo extraño. —Tomó asiento junto a la mesa—. Decidme, ¿vendrá pronto?

—Éste es el tiempo de Adviento —dijo Dietrich—, cuando esperamos su nacimiento en la misa de Cristo.

El alquimista tembló.

—¿Y cuándo y dónde se encarna?

—En Belén de Judea.

Pasaron el resto de la noche instruyéndolo en el catecismo, que el alquimista anotó diligentemente en la maravillosa pizarra para escribir que todos los krenken llevaban en la bolsa. Arnold le pidió a Joachim que tradujera la misa al alemán para que el Heinzelmännchen pudiera a su vez traducirla al krenk. Dietrich, que sabía lo mal que los conceptos de una lengua podían trasvasarse a otra, se preguntó cuánto del sentido original sobreviviría al viaje.


Llegó la Nochebuena y aparecieron los aldeanos que rara vez veían el interior de la iglesia. Con ellos vino Arnold Krenk. Alguno, al advertir a ese peculiar catecúmeno nuevo, se marcharon en silencio, incluida Theresia. Cuando la misa de los catecúmenos terminó, y el hermano Joachim, alzando el libro de los Evangelios, indicó a Arnold Krenk que se adelantara para la instrucción, unos cuantos volvieron para la misa de los fieles. Pero Theresia no estaba entre ellos.

Después, Dietrich se echó encima una capa y, tras tomar una antorcha, se encaminó al pie de la montaña, donde se hallaba la cabaña de Theresia. Llamó a la puerta, pero ella no contestó, fingiendo estar dormida, y por eso redobló sus esfuerzos. El ruido hizo que Lorenz se asomara a su herrería para mirarlo con ojos hinchados y dirigir una mirada suplicante a las estrellas antes de volverse a dormir.

Finalmente, Theresia abrió media puerta.

—¿No me permitiréis dormir? —preguntó.

—Te has ido de la misa.

—Mientras haya demonios presentes, no puede haber verdadera misa, así que no he roto la ley de la misa de Cristo. Vos lo habéis hecho, padre, pues no habéis celebrado una misa verdadera.

Esto era demasiado sutil para Theresia.

—¿Quién te ha contado eso?

—Volkmar.

Toda la familia Bauer se había marchado también de la iglesia.

—¿Y Bauer es teólogo? ¿Un doctor rustica? ¿Vendrás a la misa del amanecer?

Nunca había tenido que hacerle esa pregunta. En el pasado, su hija asistía a las tres misas de Cristo.

—¿Estarán ellos allí?

Las costumbres y ceremonias de la aldea interesaban a Kratzer y a muchos de los peregrinos perdidos. Algunos de ellos sin suda asistirían con sus fotografía y mikrophonai.

—Es posible.

Ella negó con la cabeza.

—Entonces yo no estaré. —Empezó a cerrar la puerta.

Dietrich alzó la mano para detenerla.

—Espera. Si «ante Cristo no hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer», ¿cómo puedo ante Cristo expulsar a nadie de la misa?

—Porque esos demonios no son hombres ni mujeres, ni griegos ni judíos —respondió ella simplemente.

—¡Eres una peleona!

Theresia cerró la puerta.

—Debéis descansar para la misa del alba —la oyó él decir.

De regreso a la rectoría, Dietrich expresó sus frustraciones a Joachim y se preguntó si podría prohibir a los krenken que asistieran a algunas misas para que Theresia y los demás lo hicieran.

—La respuesta sencilla es que no podéis —repuso el monje—, y como mucho de lo que Cristo enseñó, la respuesta sencilla será suficiente. Sólo los eruditos cargan esas cosas con diatribas. —Extendió la mano y agarró la muñeca de Dietrich—. Nos enfrentamos a una tarea maravillosa, Dietrich. Si atraemos a estos engendros de Satán a los brazos de Cristo, el Reino de los Cielos no puede estar muy lejos. Y cuando venga la Tercera Era del Mundo, la Era del Espíritu Santo, nuestros nombres quedarán escritos en oro.

Mientras se acostaba para echar una cabezada hasta la misa del amanecer, Dietrich pensó: «¿Pero estará el nombre de Theresia entre ellos?»


Como sucede a menudo, el miedo se tradujo en hostilidad. Theresia arrojaba bolas de nieve a los krenken cada vez que los veía al descubierto, pues había comprendido su particular sensibilidad al frío.

—Pues claro que el frío los molesta —le dijo a Dietrich después de que éste la reprendiera—. Están acostumbrados a los fuegos del infierno.

En una ocasión, sus proyectiles helados alcanzaron a un niño krenk. Después de esto, algunos krenken, sabiendo que verlos la volvía loca, empezaron a arriesgarse a soportar el frío para vengarse de ella asomándose a la ventana de su cabaña. El barón Grosswald aplicó la disciplina krenk a estos transgresores, no por amor a Theresia Gresch, sino para mantener la precaria paz, y el calor, que había conseguido gracias a la disposición de Herr Manfred.

Incluso Joachim tuvo que expresar su decepción.

—Si me hubieran preguntado quién en esta aldea se sentaría ante el Señor —dijo una tarde mientras zurcía un roto en su hábito—, habría dicho que la mujer de las hierbas. Lorenz me dijo que era muda cuando llegó con vos.

Dietrich, que estaba fregando el sucio, se detuvo a recordar.

—Y siguió siéndolo durante dos años más. —Dirigió una mirada al crucifijo de la pared, donde Jesús también se retorcía atormentado. «¿Por qué, oh, Señor, la has afligido así? Job al menos era un hombre rico y por eso tal vez merecía sus aflicciones, pero Theresia era sólo una niña cuando se lo quitaste todo.»

—Su padre era un Herr de Alsacia —dijo—, y los del Armleder quemaron su mansión, mataron a su padre y sus hermanos y violaron a su madre.

Joachim se persignó.

—Que Dios los tenga en su gracia.

—Todo por el crimen de ser ricos —señaló Dietrich—. No sé si su padre era un señor cruel o si era amable, si tenía enormes cantidades de tierra o sólo una pobre parcela de caballero. Esas diferencias no significaban nada para ese ejército. La locura se había apoderado de ellos. Consideraban malo el tipo de persona, no a la persona en sí.

—¿Cómo logró escapar? ¡Decidme que la turba no la…! —Joachim se había puesto blanco y sus labios y sus dedos temblaban.

—Había un hombre entre ellos —recordó Dietrich— que había abierto los ojos y estaba desesperado por escapar de su compañía. Sin embargo, a pesar de eso era uno de los líderes y no podía escabullirse sin ser visto. Así que pidió a la niña como si fuera a acostarse con ella. El levantamiento se había desintegrado ya. Eran hombres muertos que caminaban, sin necesidad de ley, ¿pues qué mayor castigo podría haberles caído encima? Los otros pensaron que se había llevado a la niña a algún lugar privado. Al amanecer, estaba a muchas leguas de distancia. —Dietrich se frotó los brazos—. Fue a través de ese hombre malvado como la niña llegó hasta mí y yo la traje aquí, donde la locura no había llegado nunca y ella pudo conocer un poco de paz.

—Dios bendiga a ese hombre —dijo Joachim, persignándose.

Dietrich se volvió hacia él.

—¿Dios lo bendiga? —gritó—. Mató a hombres e instó a otros a matar. La bendición de Dios estaba muy lejos de él.

—No —insistió el monje tranquilamente—. Estuvo siempre junto a él. Sólo tenía que aceptarla.

Durante un momento, Dietrich no habló.

—Es difícil perdonar a ese hombre —dijo por fin—, no importa qué lo conmoviera al final.

—Difícil para los hombres, tal vez, pero no para Dios —replicó Joachim—. ¿Qué le sucedió después? ¿Lo capturó el duque de Alsacia?

Dietrich negó con la cabeza.

—Nadie ha oído su nombre en doce años.


El intervalo entre la Nochebuena y la Epifanía eran las vacaciones más largas del año. Los aldeanos tenían que surtir la mesa del banquete del señor, pero estaban exentos de cualquier servicio manual y por eso el espíritu festivo se apoderó de todos. Alzaron de nuevo un abeto en el prado y lo adornaron con banderas y ornamentos, y ni siquiera la choza más pobre dejó de colaborar con acebo, hojas de pino o mistel.

Pero la alegría no se extendió a los krenken. Una traducción demasiado literal de adviento a la lengua krenk les había hecho creer en la llegada real del tan anunciado «señor del cielo», de modo que su decepción fue profunda. Aunque le alegró que los forasteros anhelaran el Reino de los Cielos, Dietrich advirtió a Hans que no se tomara ingenuamente las cosas al pie de la letra.

—Hace mil trescientos años que Cristo ascendió —explicó Dietrich después de la misa por san Sebastián, mientras Hans le ayudaba a limpiar los cálices sagrados—. También sus discípulos pensaron que pronto regresaría, pero se equivocaban.

—Tal vez se confundieron porque les prensaba el tiempo —sugirió Hans.

—¿Qué? ¿Puede el tiempo prensarse como si fuera un racimo de uvas? —Dietrich estaba a la vez sobresaltado y divertido, y chasqueó los labios con una risa parecida a la de los krenken mientras guardaba el cáliz en su mueble y echaba la llave—. Si el tiempo puede ser «prensado», entonces es un ser sobre el que se puede actuar, y un ser consta de sujeto y aspecto. Una cosa que es movible altera su aspecto, pues está aquí, y luego está allí; es esto, luego es eso. —Dietrich agitó la mano de un lado a otro—. Hay cuatro movimientos: cambio de sustancia, como cuando un leño se convierte en ceniza; cambio de cualidad, como cuando una manzana madura de verde a roja; cambio de cantidad, como cuando un cuerpo crece o disminuye, y cambio de lugar, que llamamos «movimiento local». Obviamente, para que el tiempo pueda ser «prensado» (aquí largo, allá corto) debe haber un movimiento del tiempo. Pero el tiempo es la medida del movimiento en cosas mutables y no puede medirse a sí mismo.

Hans no estuvo de acuerdo.

—Los espíritus viajan tan rápido como el movimiento de la luz cuando no hay aire. A esas velocidades, el tiempo pasa más rápidamente, y lo que es un parpadeo para el espíritu-Cristo es para vosotros muchos años. Así que vuestros mil cien años pueden parecerle a él sólo unos cuantos días. Llamamos a eso prensar el tiempo.

Dietrich sopesó la explicación un momento.

—Admito dos tipos de duración: tempus para el reino sublunar y aeternia para los cielos. Pero la eternidad no es tiempo, ni el tiempo es una porción de la eternidad, pues no puede haber tiempo sin cambio, que requiere un principio y un fin, y la eternidad no tiene ni lo uno ni lo otro. Es más, el movimiento es un atributo de las cosas mutables, mientras que la luz es un atributo del fuego. Pero un atributo no puede informar a otro, pues entonces el segundo atributo debe ser una entidad y no podemos multiplicar entidades sin necesidad. Así, la luz no puede tener movimiento.

Hans unió sus antebrazos.

—Pero la luz es una entidad. Es una onda, como las que se agitan en el estanque.

Dietrich se rió de la sabiduría del krenk.

—Una onda en el agua no es una entidad, sino un atributo del agua producido por la brisa, o por un pez, o por una piedra lanzada contra ella. ¿Cuál es el medio en donde la luz «ondula»?

—No hay ningún medio —dijo Hans—. Nuestros filósofos han demostrado que…

—¿Puede haber una onda sin agua? —rió de nuevo Dietrich.

—Muy bien —dijo Hans—. No es sólo como una onda, pero está compuesto de… cuerpos muy pequeños.

Dietrich suministró el término.

—Corpúsculos. Pero si la luz estuviera compuesta de corpúsculos (una proposición diferente a ser «una onda en ningún medio»), esos cuerpos se impresionarían a sí mismos con nuestro sentido del tacto.

Hans hizo un gesto como de arrojar algo.

—No se puede discutir con ese razonamiento. —Se frotó los antebrazos lentamente, pero como los roces quedaron ahogados por las píeles, no emitió ningún sonido—. Cuando el Heinzelmännchen declara «movimiento» o «espíritu», los términos krenken que yo oigo pueden diferir de los términos alemanes que tú dices. Para mí, la roca que cae está en «movimiento», pero no el leño que arde. Cuando yo digo que al apretar cierta tecla de la cabeza parlante libero espíritu de los fuegos de los barriles de almacenamiento y por eso animo la materia, sé lo que he dicho, pero no lo que tú has oído. ¿Has terminado tu limpieza? Bien. Vayamos junto al fuego de la rectoría. Aquí hace demasiado frío para mí.

Se dirigieron al vestíbulo y, mientras Dietrich se ponía el abrigo y se subía el cuello para protegerse del frío, el krenk siguió hablando.

—Sin embargo, dices una verdad. El tiempo es verdaderamente inseparable del movimiento (la duración depende del grado de movimiento), y el tiempo no tiene principio ni fin. Nuestros filósofos han concluido que el tiempo empezó cuando este mundo y el otro mundo se tocaron. —Hans dio una palmada para demostrarlo—. Ése fue el principio de todo. Algún día volverán a chocar, y todo empezará de nuevo.

Dietrich asintió.

—Nuestro mundo en efecto empezó cuando fue tocado por el otro mundo; aunque dar palmadas no es más que una metáfora para lo que es puro espíritu. Pero, para presionar una cosa, algún actor ha de hacerlo, pues no existe movimiento sin motor. ¿Cómo podríamos presionar el tiempo?

Hans abrió la puerta de la iglesia y se preparó para iniciar los saltos que lo llevarían rápidamente a través del frío hasta la rectoría.

—Di más bien —respondió crípticamente— que el tiempo nos presiona a nosotros.


La costumbre del feudo exigía que Herr Manfred festejara a los aldeanos en el Hof durante los días sagrados, y por eso, según las Weistümer, seleccionó varias casas de la aldea. En Oberhochwald, el número acostumbrado eran doce, en honor a los apóstoles. Aquellos que, como Volkmar y Klaus, tenían varias parcelas, se sentaban junto al señor con sus esposas y bebían y comían de los mismos platos del señor. Los Gärtners también estaban invitados, aunque estos traían su propio mantel, copa y trinchador.

Gunther trajo un queso, cerveza, carne de cerdo con mostaza, gallina, embutido y budines, y un guiso de pollo. Manfred le había dicho al barón Grosswald que proporcionara la comida para su propia gente de sus almacenes. Pero la caridad iba en contra de las inclinaciones krenken, y la mayor parte de lo que Gschert ofreció eran comidas alemanas, adornadas con una pequeñísima porción de comida krenk. Dietrich achacó las magras porciones al innato egoísmo de Grosswald.

Durante el banquete, Peter de Rheinhausen, el Minnesinger de Manfred, cantó el Libro de los Héroes, eligiendo el pasaje en que el grupo de caballeros del rey Dietrich ataca el rosal del traicionero enano Laurin para rescatar a la hermana de Dietlieb, su camarada. Uno de los aprendices de Peter tocaba la viola, mientras que el otro aporreaba un pequeño tambor. Al cabo de un rato, Dietrich advirtió que los invitados krenken chasqueaban las mandíbulas al ritmo del laúd. Era en esos pequeños detalles que su esencia humana se les notaba, y pidió perdón a Dios por haber pensado una vez que eran bestias.

Después, los campesinos podían llevarse a casa las sobras que pudieran guardar en sus servilletas. Langermann había traído un mantel especialmente grande para este propósito.

—La mesa del Herr estaba servida con los frutos de mi trabajo —le dijo el Gärtner cuando advirtió que Dietrich lo miraba—, así que sólo estoy recuperando parte de lo que fue mío.

Nickel exageraba un poco, pues trabajaba lo menos posible, pero Dietrich no le reprendió por su previsión.

Los criados retiraron entonces las mesas del centro del salón para dejar sitio al baile. Dietrich advirtió que los krenken y la gente de Hochwald se separaban lentamente, como el aceite y el agua después de ser agitados. Algunos, como Volkmar Bauer, evitaban a las criaturas y les dirigían miradas a la vez furiosas y temerosas.

El maestro Peter tocó, y los habitantes de Hochwald se emparejaron: Volkmar y Klaus con sus esposas, Eugen con Kunigunda, y ejecutaron los pasos mientras los demás invitados los miraban junto a la chimenea.

Manfred se volvió a los nobles krenken que tenía al lado: Grosswald, Kratzer y Shepherd, que era Maier de los peregrinos.

—Hay una historia de un baile de Navidad en el Schloss de Althornberg —dijo, indicando con un Krautstrunk lleno de vino, cuya superficie rugosa proporcionaba a quien bebía un asidero más firme que el cristal liso—. En la fiesta, algunos bailarines llevaban hogazas huecas de pan como zuecos. Bien, la profanación del pan provocó naturalmente la ira divina, así que empezó a tronar. Una criada trató de detener el baile, pero Althornberg interpretó los truenos como aplausos de Dios y ordenó a los bailarines que continuaran, momento en que un rayo incendió el castillo. Sólo la criada sobrevivió… A veces se la ve todavía en los caminos, cerca de Steinbis.

Dietrich contó entonces la historia del convento de Titisee.

—No admitían más que a bellas herederas y vivían a expensas de su riqueza. Una noche oscura y tormentosa llamaron a la puerta durante una fiesta en la que todas se habían dado a la bebida, y las hermanas enviaron a abrirla a una novicia recién llegada. Al asomarse, vio a un viejo cansado de pelo blanco que pedía albergue para pasar la noche. Como no estaba aún corrompida, la novicia suplicó a la abadesa que le concediera hospitalidad, pero la mujer hizo un brindis a su salud y lo expulsó. Esa noche, la lluvia inundó el valle y todas en el convento se ahogaron, excepto la joven novicia, que fue rescatada por un bote donde remaba el viejo peregrino. Y ése es el origen del Titisee.

—¿Es así? —preguntó Shepherd.

Doch —asintió Manfred gravemente—. La historia se puede comprobar de dos modos. Uno, asomándose a las profundidades del lago, donde se ven las torres del convento sumergido. El otro es sumergirse en las aguas. Pues si te zambulles «a más profundidad que cualquier sonda» oyes el repique de las campanas del convento. Pero ninguno de los que lo han hecho ha regresado, porque el Titisee no tiene fondo.

Más tarde, Hans llevó a Dietrich aparte y preguntó:

—Pero si ninguno de los que lo han hecho ha regresado, ¿cómo se sabe que pueden oírse las campanas?

Dietrich se echó a reír.

—Una fábula enseña una lección —le dijo al krenk—, no cuenta una historia. Observa que el castigo fue por no ofrecer ayuda a un extranjero y no por ninguna superstición pagana de hogazas de pan.

La pequeña Irmgard se había escapado de su habitación, como tenían que hacer los niños pequeños cuando sus mayores estaban de fiesta, pero Chlotile, su ama, que había descubierto la huida, fue tras ella y la niña entró chillando en la sala, abriéndose paso entre el alto bosque de piernas, hasta que, al mirar atrás para ver a su perseguidora, chocó con Shepherd.

La líder de los peregrinos, a quien llamaban «pastora» porque se pasaba casi todo el tiempo reagrupándolos y haciéndolos andar, miró a la cosita que casi la había derribado y el silencio se apoderó de la sala. Los bailarines se detuvieron. Kunigunda, al ver lo que había hecho su hermana, dijo «Oh» en voz muy queda, pues todo el mundo conocía la naturaleza colérica de los forasteros.

Irmgard alzó la cabeza y siguió alzándola, y abrió la boca. Había visto a las criaturas desde lejos, pero ésta era la primera vez que el encuentro era cercano.

—¡Pero sí es un saltamontes gigante! —dijo, llena de placer—. ¿Puedes saltar?

Shepherd ladeó la cabeza levemente mientras su arnés le repetía las palabras; entonces, con una leve flexión de rodillas saltó hacia las vigas del salón… entre los aplausos de deleite de Irmgard. En lo alto del salto, Shepherd se frotó las espinillas, igual que un hombre podría entrechocar los tobillos. Antes de que tocara el suelo, un segundo krenk saltó también y pronto varios estuvieron haciéndolo, entre un arrítmico roce de brazos y chasqueo de mandíbulas.

«Así que esto es lo que en su especie hace las veces de baile», pensó Dietrich. Sin embargo los saltadores no hacían ningún esfuerzo por moverse al compás, ni el chasquido y los roces seguían un tempus.

Pero la pregunta de Irmgard y la respuesta de Shepherd habían roto la silenciosa tensión de la sala. Los habitantes de Hochwald empezaron a sonreír mientras veían a la krenk saltar, pues también Irmgard se había unido a los saltos con infantil alegría. Incluso el ceño fruncido de Volkmar se distendió.

El maestro Peter, que buscaba en su laúd una música adecuada para la demostración, se contentó con el motete francés El espejo de Narciso. No tuvo ningún efecto sobre el caos krenk, pero sí animó a Eugen y Kunigunda a continuar la intrincada pauta de su baile. Peter cantó Dame, je sui cilz qui vueil endurer, y sus aprendices se le unieron. El que tocaba la pandereta se encargó del triplum y cantó la queja de la enamorada, «quédate conmigo o moriré»; el de la viola se encargó de la voz tenor y cantó el dolor del enamorado.

—¿Os gusta? —le preguntó Dietrich a Hans por el canal de voz privado que a veces usaban entre ellos—. El baile es un lazo más entre nosotros.

—Una barrera más. Esta habilidad peculiar vuestra demuestra solamente lo diferentes que somos.

—¿Habilidad peculiar nuestra?

—No tengo palabras para expresarlo. Conseguir una cosa haciendo muchas cosas distintas juntos. Cada hombre canta ahora diferentes palabras en diferentes tonos y, sin embargo, se acoplan de un modo extraño pero agradable a nuestros oídos. Cuando tu hermano y tú cantasteis para darnos la bienvenida a vuestra iglesia, los peregrinos no pudieron hablar de otra cosa durante días.

—¿No conocéis la armonía ni el contrapunto? —Incluso mientras lo preguntaba, Dietrich advirtió que no podían. Eran un pueblo que sólo conocía el ritmo, pues no respiraba del mismo modo que los hombres, y por eso no podían modular la voz. En su caso, todo eran chasquidos o roces.

Hans señaló a los saltadores krenken.

—¡Gansos dentro de un corral! Cuando los aldeanos honraron las nuevas chozas, un hombre golpeó una piel, otro sopló por un tubo, un tercero sacó aire de una vejiga, un cuarto arañó cuerdas con un palo. Sin embargo todo se combinó en un sonido que los bailarines siguieron con los pies y dando palmadas en sus calzas de cuero… sin ser dirigidos.

—Nadie os dirige ahora —dijo Dietrich, indicando los saltadores.

—Pero no saltan en… «en concierto», me informa ahora el Heinzelmännchen de la palabra. No conocemos el «concierto». Cada uno de nosotros salta a solas dentro de su cabeza, pero con un único pensamiento: «Como morimos, reímos y saltamos.»


Hasta qué punto Hans hablaba literalmente no fue evidente hasta que el sol calentó la nieve en la Epifanía del Señor. Wanda, la esposa de Lorenz, despertó a Dietrich y lo arrastró colina abajo hasta un montículo de nieve en el camino, justo detrás de la fragua. Allí, un grupito de aldeanos se congregaba en silencio, temblando y soplándose vaho en las manos e intercambiando miradas inciertas.

—El alquimista ha muerto —dijo Lorenz.

Y en efecto, Arnold yacía de costado en un hoyo cavado en la nieve, doblado sobre sí mismo como aquellos cadáveres antiguos que a veces se encuentran en túmulos olvidados. Su desnudez sorprendió a Dietrich, ya que a los krenken los disgustaba el frío incluso cuando estaban cubiertos de pieles. En la mano tenía una hoja de pergamino en la que había garabateadas palabras-signos krenken.

—Wanda vio el pie que sobresalía del montículo de nieve —dijo Lorenz—, y lo sacamos con las manos desnudas.

Mostró las palmas, rojas y peladas, como si Dietrich pudiera dudar de su palabra y exigiera pruebas. Wanda se secó la nariz y apartó la mirada del cadáver.

—Ya no estaba cuando he despertado —dijo Gregor.

Seppl Bauer sonrió.

—Un demonio menos del que preocuparnos.

Dietrich se volvió y lo reprendió al momento.

—¿Pueden morir los demonios? —exclamó—. ¿Quién ha hecho esto? —Miró uno por uno a los miembros del grupito—. ¿Cuál de vosotros ha matado a este hombre?

Recibió negativas por todas partes y Seppl se frotó la oreja y le devolvió la mirada.

—¿Hombre? —dijo entre dientes—. ¿Dónde están sus atributos? No muestra ninguna masculinidad.

En efecto, la criatura no tenía más atributos que un eunuco.

—Creo que se enterró en la nieve y el frío lo mató —afirmó Lorenz.

Dietrich estudió la forma en que yacía el cuerpo y admitió que no había nada del apestoso icor que hacía las veces de sangre en los visitantes, ninguna evidencia de magulladuras. Recordó que Arnold era especialmente melancólico incluso para ser krenken, y dado a la soledad.

—¿Ha llamado alguien al barón Grosswald? ¿No? Tú, Seppl, ve. Sí, tú. Llévate a Max. Y que alguien avise a Klaus.

Dietrich se dio la vuelta y entonces vio que Joachim había bajado de la rectoría y contemplaba el cadáver con desazón.

—Era mi mejor catecúmeno —dijo el monje, cayendo de rodillas en la nieve—. Creía que sería el primero en unirse a nosotros.

—¿Y qué demonio podría vivir con eso? —dijo gravemente Volkmar Bauer.

Hans y Kratzer habían venido con Joachim. El filósofo contempló inmóvil el cuerpo de su amigo, pero Hans se adelantó y recogió el pergamino de la mano del alquimista.

—¿Qué dice? —preguntó Dietrich, pero bien podría habérselo preguntado a la talla de santa Catalina, pues Hans no se movió durante un buen rato. Por fin, le entregó el pergamino a Kratzer.

—Es parte de vuestra oración —dijo—. «Éste es mi cuerpo. Quien coma de él vivirá.»

Ante esta prueba de piedad, el hermano Joachim lloró abiertamente y siempre a partir de entonces nombró a Arnold en el Memento etiam de la misa.

Tanto Hans como Kratzer permanecieron en silencio.

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