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EL CABALLO que Chelise había tomado pertenecía a un guerrero horda muerto que aún se hallaba desplomado sobre el animal que iba por el borde oriental cuando ella se lo encontró por casualidad. Rápidamente, había liberado su propio caballo, se había puesto la capa oscura del combatiente y había enfilado hacia la cima a todo galope sobre el más descansado corcel.

Su padre había enviado todo su ejército, y por lo que ella viera mientras corría, estaban sufriendo una masacre total. Excepto por los pocos miles de albinos que infligían graves daños, la leve ventaja de los mestizos como mejores peleadores había sido equilibrada por las cantidades de hordas.

Pero hasta los guturales de su padre se desplomaban donde se hallaban. Algo iba mal. Había maldad en acción aquí, y la preocupación que ella tenía por la vida de su padre aumentaba con cada respiración.

¡El poderoso Qurong estaba derrotado! Quinientos mil estarían muertos, dejando atrás una ciudad de viudas y niños lamentándose. ¿Y qué haría Samuel, meterlos a todos bajo el agua hasta que se ahogaran?

No, eso no funcionaría. El ahogamiento debía ser voluntario para que actuara. Chelise siguió buscando en el fondo del valle alguna señal de los colores de su padre. Sin duda, él se uniría a sus hombres al verlos caer de este modo. Preferiría abrazar la muerte que ir a casa despojado de su orgullo.

Oh, Elyon, ella debía alcanzarlo.

La mujer rodeó el borde sur, espoleando al animal que resollaba. Logró ver a lo lejos los estandartes, pero el ejército había desaparecido. Ningún indicio… El cielo se oscureció, y ella frenó el corcel. ¿Qué era esto?

Los shataikis se propagaban por el alto cielo en un enorme torbellino que se movía lentamente. La batalla se había estancado. El silencio sofocaba el valle. Era el final, entonces. Elyon vendría. Por un breve instante, sintió júbilo, porque eso estaba profetizado. El día del dragón había llegado. Ella no sabía qué iba a ocurrir con los demás, ni le importaba ya. Solo que Qurong se salvara.

¿Y su madre? Sí, su madre también, por supuesto. ¿Pero cómo?

De repente, los shataikis se lanzaron en el extremo lejano del valle, como la cola de un tornado. El daño que infligían al tocar tierra no era menos destructivo. Comenzaron a devorar a los vivos, y Chelise empezó a llenarse de pánico.

– ¡Padre! -gritó, pero el alarido salió tan solo como un susurro en medio del estrépito que resonaba abajo-. ¡Padre! ¡Pad…!

¡Lo vio! Arrastrando una capa morada. Corriendo a prisa por el suelo del valle en un caballo negro. El comandante cortó a tajos a un guerrero albino que huía, pero el objetivo del líder no estaba en la batalla principal. Se dirigía hacia un pequeño grupo de rocas en el costado occidental, donde Chelise logró distinguir varios sacerdotes con sus vestimentas negras.

– ¡Arre! ¡Arre! -gritó Chelise espoleando al caballo y metiéndose en el oscurecido valle.

Los shataikis que inundaban el valle se dispersaban como miles y miles de avispones apiñándose para atravesar una hendidura en un precipicio. Elegían a los guerreros que huían y los atacaban mientras intentaban subir las laderas. Ella aún tenía tiempo, quizás diez minutos, antes de que las negras bestias lograran llegar hasta este extremo.

Había un estanque rojo a menos de un kilómetro al oriente; sin embargo, ¿cómo llegar hasta allí?

– ¡Arre! -le susurró al caballo y se apuró para interceptar a Qurong.

No fue sino hasta que estuvo como a cien metros que supuso las intenciones de Qurong. Ba’al, el siniestro sacerdote, estaba de rodillas sobre un improvisado altar, despojado de su manto. Tenía los brazos extendidos hacia el remolino de shataikis, y la mandíbula abierta en una amplia exclamación de deleite. Otros cuatro sacerdotes también se habían desnudado y sangraban por profundas heridas en brazos y costillas. Este era el momento más sublime para el hombre. Tras esta matanza estaban de algún modo tanto Samuel como Janae.

Y ahora Qurong quería descargar su ira sobre el frágil esqueleto blanco de un hombre.

– ¡Padre!

Qurong vociferaba, con la espada en alto sobre la cabeza, bramando.

– ¡Padre!

Un movimiento muy por detrás de ella le llamó la atención, y al girar logró ver un mestizo corriendo hacia ellos como un dragón saliendo del infierno.

– ¡Padre! -exclamó ella volviendo a mirarlo otra vez.

Sin duda, Ba’al era consciente de que su asesino había llegado, pero confiaba en que solo su amo, Teeleh, lo salvaría. No obstante, era evidente que Teeleh no estaba hoy de humor para salvar.

Qurong se apeó rodando del caballo, que siguió a todo galope, se puso en pie a menos de diez metros del altar, y se apresuró hacia Ba’al con ambas manos en la espada. Ba’al clamaba ahora con lágrimas hacia los cielos, frenético con su propia clase de placer.

– ¡Padre!

Qurong plantó un pie en la base del altar y bamboleó la hoja como un garrote. El acero afilado como una navaja tajó el más cercano de los brazos levantados de Ba’al, luego le cercenó el cuello antes de echar una mirada al aire.

La cabeza del siniestro sacerdote se desprendió del cuerpo y fue a parar sobre la piedra, con la mandíbula aún extendida, ahora en silencio. Los sacerdotes de Ba’al huyeron, clamando a Teeleh como mujeres desesperadas.

– ¡Qurong! -gritó Chelise deteniéndose y apeándose-. Comandante supremo de las hordas, te ruego que me escuches.

Su padre se volvió poco a poco, con la ensangrentada y flácida espada en la mano.

La miró como si no la reconociera, desubicado.

– El fin del mundo ha llegado, padre. Tu ejército ha desaparecido. Tu pueblo se quedó sin esposos.

– ¿Chelise? -exclamó él mientras lentamente se le arrugaba el rostro por la angustia, cayendo sobre una rodilla.

– Sí, soy yo, padre -contestó ella, acercándose-. Y este no es el camino de un poderoso líder. Estás llamado al lado de Elyon, como una vez estuviste. El hombre trató de incorporarse, pero no pudo.

– Tienes que ahogarte, padre.

– Nunca -objetó con voz débil, pero las mejillas se le estremecieron con su testarudez-. Nunca me ahogaré como un cobarde.

– ¡Para esta locura! -gritó ella-. Se trata de vivir, ¡viejo tonto! Estás aquí al borde del infierno, ¿y te resistes al llamado de tu Hacedor?

– No sirvo a nadie. El infierno no me puede tocar ahora -declaró y volvió a tratar de levantarse, esta vez con una mueca de dolor. ¿Estaba dolorido? ¿Lo habían herido?

Chelise recordó la escena de Stephen, el encostrado que Janae había expuesto a la botella con el veneno de Teeleh. Su padre había estado en contacto con el líquido al entrar en batalla, y ya estaba moribundo.

– El dolor que sientes es la traición de Teeleh. Su enfermedad te matará aunque estés protegido por los shataikis. ¡Te han traicionado!

– Yo… no… me… ¡ahogaré! -exclamó y se las arregló para ponerse de pie, pero con paso vacilante, como un anciano.

Ella agarró la botella de sangre que Johan le había dado. La sangre de Thomas, la cual Janae debió haber portado sabiendo que afectaría a la enfermedad. ¿Para qué si no conservarla? Chelise rompió la parte superior del frasco, dejando al descubierto un filo puntiagudo, y se lo pasó al comandante.

– Sangre, padre. De Thomas. Limpiada por el primer lago.

– No seas ridícula -manifestó él escupiendo a un lado-. Ba’al me hizo beber sangre de Teeleh; ¿quieres ahora que beba sangre de tu esposo? ¡Aquí estamos en una batalla!

– ¡Y tú te estás muriendo! A tu pueblo lo están masacrando los mestizos y se lo están comiendo aquellos que tienen sed de la sangre de Teeleh -explicó ella, y luego hizo una pausa sin estar segura de qué hacer-. Creo que si la sangre de Thomas se mezcla con la tuya se te detendrá la enfermedad.

– ¡Yo escupiría sobre la sangre de Thomas! -retumbó Qurong.

Chelise se ofendió tanto por este despreciable rechazo de su padre a mostrar sentido común que actuó sin pensar. Se abalanzó sobre él y le cortó el antebrazo con el frasco.

Qurong se miró el brazo, horrorizado de que la sangre de Thomas se mezclara con la suya. Chelise retrocedió y dejó caer la botella. Detrás de ella el fragor de la matanza se acercaba más y más. Pero la mujer estaba vestida como un guerrero horda y se hallaba con Qurong. Por el momento estaban a salvo.

– No sé que más hacer, salvo orar porque la sangre de Thomas te proteja. Pero te debes ahogar, padre. Por favor, ¡debes hacerlo!

– No sé qué hacer -contestó Qurong mientras se miraba el brazo y respiraba profundamente; las lágrimas le manaban de los ojos y se le derramaban por las mejillas-. No sé que está sucediendo.

El hombre cayó sobre las rodillas y enterró el rostro entre las manos.

– Perdóname -clamó llorando-. Perdóname.

– Te perdono, padre.

Ahora ella también lloraba. Estaba de pie a menos de tres metros de Qurong mientras las negras bestias arrasaban a las hordas, y rogaba como una madre que suplica por la vida de su único hijo.

– Ahógate, te lo imploro, ahógate. Los shataikis no te consumirán ahora. Estás protegido por la sangre. Podemos ir a un lago rojo cercano. Por favor, por favor, te lo ruego, padre.

Chelise oyó las débiles pisadas de cascos detrás de ella y una imagen le resplandeció en la mente. El mestizo que había visto antes.

Ella giró hacia atrás y vio el caballo que se le venía encima. Divisó la espada que bajaba. Oyó el rugido de protesta de su padre.

En un fugaz vistazo percibió que se trataba de Samuel, convertido en horda.

Sintió el pinchazo de la espada cuando le tajaba el cuello.

Y entonces el horizonte de Chelise de Hunter se volvió azul.

Un cielo brillante se levantaba de un desierto en perfecto silencio. Nada más, solo un blanco desierto ondulado y un cielo perfectamente azul.

En un momento, un dolor punzante mientras el filo metálico de la espada se le deslizaba por el cuello; al siguiente, absoluta paz en este mundo resplandeciente que se extendía frente a ella.

Sin dolor.

Sin tristeza.

Sin sangre.

Varios y prolongados segundos avanzaban con dificultad por el perfecto silencio.

Un niño reía detrás de ella. Se dio la vuelta y vio que no se hallaba sola. Un muchacho delgado de tal vez trece años estaba en la orilla de un estanque verde.

Sí, pensó ella, allí está el estanque.

– Hola, Chelise, hija de Elyon -saludó el niño.

Ella supo al primer sonido de la voz que se trataba de mucho más que de un muchacho común y corriente.

– Hola -contestó ella con voz temblorosa.

El le mostró una sonrisa juguetona, se giró a mirar el agua, y luego a ella, y después otra vez al agua. Finalmente, los brillantes ojos verdes del muchacho se volvieron a posar en ella.

– ¿Estás lista?

¿Estás lista? Ella ya no lograba encontrar la voz. Y de repente no pudo ver, porque tenía los ojos borrosos por lágrimas de desesperación.

Incapaz de contener su propia emoción, el niño se volvió y se zambulló. Chelise despegó los pies de la arena, jadeando. Ya había dado tres pasos cuando el cuerpo del muchacho salpicaba en la superficie y desaparecía debajo de las aguas color esmeralda.

Entonces ella se lanzó de cabeza al interior del lago de Elyon, y el placer de su primer contacto la dejó sin aliento.


***

QURONG HABÍA estado tan ausente, tan dominado por su propia miseria, tan consumido por la autocompasión, que no vio el peligro. Había visto antes al guerrero que se aproximaba a toda prisa, pero solo cuando fue demasiado tarde comprendió que venía a asesinar.

Se puso en pie de un salto y extendió las manos, creyendo que uno de sus hombres había confundido a Chelise con un eramita que lo amenazaba.

– ¡Mi hija! -gritó-. Ella es mi…

Entonces vio que se trataba de un guerrero eramita cuya armadura manchada de sangre lo hacía casi idéntico a sus propios guerreros. Sin embargo, en el último instante creyó que el mestizo pondría atención a su grito.

Pero era demasiado tarde. Era imposible detener el impulso de la espada del guerrero.

La hoja cortó limpiamente el cuello de Chelise. La cabeza se le separó del cuerpo, rebotó en el caballo del atacante, y cayó al suelo con los ojos todavía abiertos. Qurong no tuvo tiempo para considerar el horror de este súbito cambio antes de que el guerrero volviera a blandir la espada con un grito de ira, ahora hacia él. El líder horda se agachó esquivando el golpe, consciente de que casi había desaparecido el dolor que sintiera solo un minuto antes. La espada del atacante chocó en la roca detrás de él, y entonces el mestizo hizo retroceder el caballo para atacar de nuevo. Pero allí estaba Chelise, tendida muerta y sangrando por el cuello, y Qurong no pudo soportar verla. El tipo había matado a su propia hija, tan claramente como si el mismo padre hubiera blandido la espada.

Ella sonreía muerta. Un rostro puro y límpido, libre de toda mancha. Esta hija, cuya frente había besado muy a menudo y que tantas veces se había pavoneado anunciando a todos que su papá era el hombre más fuerte y fabuloso del mundo… esta hija llamada Chelise estaba muerta. Por culpa de él.

Qurong deseó morir. ¡Que el mestizo lo acabara ya todo!


***

LA ESPADA de Samuel oscilaba a toda velocidad cuando el guardia se volvió, entonces vio que el él era una ella.

Vio que esta mujer no era uno de los escoltas de Qurong, como había supuesto por la túnica que usaba y el caballo en que cabalgaba.

Vio que esta mujer era Chelise. Su madre.

Aterrado por la escena quiso echar bruscamente la espada hacia atrás y a lo lejos, pero el impulso era demasiado fuerte, y la hoja desgajó el cuello femenino como si estuviera hecho de arcilla blanca.

Mientras pasaba a toda velocidad, la bota de él se estrelló contra la cabeza que caía. La mente perdió la pista de su mortal enemigo, el padre de Chelise. Sin duda estaba equivocado; ¡esta mujer no podía ser su madre! El podía deshacer esto. ¡Mamá nunca se disfrazaría como encostrada, montada en un caballo de las hordas! Pero, aunque lograra gritar, la mente se le quedó sin sangre y sin razón mientras luchaba por obligar al caballo a dar la vuelta. Retrocedió a toda prisa, detuvo el corcel y saltó al suelo. Qurong estaba allí, de rodillas, pálido por la impresión. Y allí, sobre el suelo, a tres metros de él, yacía… sí. Sí, era ella.

El mundo de Samuel se puso a dar vueltas. El horizonte empezó a desvanecerse, todo menos los ojos verdes que lo miraban desde el rostro de esta impetuosa mujer, que a menudo lo había regañado, pero que también lo había amado como su hijo.

Chelise. ¡Chelise! ¡Madre! Querida madre.

– ¿Madre?

El muchacho estaba frente al valle ensombrecido por los shataikis, pero en ese instante no existía nada más que esta insensatez y el anhelo de unirse a su madre en el suelo, muerta.


***

EL MESTIZO no acabó con la vida de Qurong. Ni intentó un segundo ataque. En vez de eso, se bajó de la silla y se tambaleó hacia al frente.

– ¿Madre?

¿Madre? ¿Madre? Qurong sintió que se llenaba de ira y que el dominio propio se le escapaba.

Los truenos chocaban ruidosamente en lo alto, y el comandante se volvió para mirar las irregulares líneas de relámpagos que serpenteaban en el cielo. El centro del enjambre negro que circundaba el valle se esparció como luz que lo atravesaba. Miles de shataikis empezaron a caer del cielo, chillando. Era como si un amplio rayo de sol al rojo vivo hubiera dado de lleno en medio de los bichos quemándolos totalmente. La luz golpeó ruidosamente en el campo de batalla, y la tierra bajo el cuerpo de Qurong empezó a temblar.

El mundo se estaba acabando.

El comandante de las hordas se volvió lentamente hacia el mestizo. El mundo se estaba terminando, y solo había una tarea que daría la más pequeña medida de paz a un hombre que lo había perdido todo.

Qurong alargó la mano hacia su espada, asió fuertemente la empuñadura y se levantó de sobre las rodillas, temblando de pies a cabeza. Se abalanzó hacia el mestizo que estaba paralizado por la confusión. La ira del líder brotó como un largo y brutal grito desde el fondo de su ser, y con todas las fuerzas blandió la espada para cercenar el cuerpo del hombre, casi por la mitad del pecho.

El mestizo lo miró con ojos desorbitados, luego cayó muerto a los pies del caudillo, llevándose con él la espada de Qurong.

El líder de las hordas se quedó encaramado sobre los cuerpos muertos, aletargado.

Entonces cayó de bruces cerca de la cabeza de Chelise y lloró sobre la tierra.

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