15

LOS CORCELES arañaban la pendiente al amanecer, esforzándose por respirar tras el brutal viaje por el terreno lleno de desfiladeros que subía hacia la meseta en Ba'al Bek. Marie había dejado que su madre fuera adelante, pero se le puso al lado cuando se acercaban a la enorme orilla.

Chelise se hallaba jadeante, no de la cabalgata sino de su propio estado de implacable ansiedad. Llegaban demasiado tarde. Cada fibra de su ser le advertía que habían llegado demasiado tarde.

Se habían metido en un profundo cañón una hora antes y habían perdido de vista la masa de shataikis que aleteaba sobre la meseta como una nube de langostas gigantes. Al salir ellas, el cielo estaba vacío de todo menos de estrellas.

Lo cual solo podía significar que el motivo de su venida también había desaparecido.

Pero eso no significaba que Thomas se hubiera ido. Aún podría estar allí, aferrándose a la vida, esperando que ella lo rescatara de la muerte segura, del modo en que él la había rescatado una vez. O tal vez el desafío aún no había empezado. La presencia de Thomas en la tierra sagrada de los shataikis los pudo haber atraído. Quizás podía estar sentado con los otros alrededor de una hoguera, aguardando esta vez mientras Qurong consideraba su desafío. Una docena de situaciones aparentes podían explicar lo que ellas habían visto al acercarse.

– Ten cuidado, Chelise -advirtió Marie-. Podrían vernos si aparecemos de sopetón en lo alto del borde.

Ella tenía razón, pero Chelise no dejaría que el caballo disminuyera la velocidad hasta que estuviera en lo alto de la orilla.

La escena que las recibió casi le paraliza el corazón. Marie susurraba con áspela, lanzándose sobre el caballo hacia el terreno, pero Chelise no podía hacer lo mismo.

La depresión tenía casi un kilómetro de ancho, bajando casi diez metros hacia tierra polvorienta. Un enorme anillo de rocas circundaba el centro, donde se veía un cubo rectangular de piedra en el gris amanecer.

Un altar. Húmedo con sangre fresca.

Pero fueron los cadáveres los que colmaron de terror el pecho de Chelise. Cientos de cuerpos muertos yacían esparcidos cerca del altar. La invadió la pútrida pestilencia de la enfermedad de los encostrados, agolpándose en sus recargados pulmones.

Ningún indicio de Thomas. Ni de Samuel. Ni del padre de Chelise.

– ¡Bajemos! Por el amor de Elyon…

– Se han ido -declaró Chelise; luego repitió, como para convencerse-. Se han ido. Llegamos muy tarde.

– Podría ser una trampa. Allá abajo podría haber guturales.

– No -negó Chelise; pocos conocían las costumbres de las hordas como ella; nadie conocía tan bien la manera de obrar de Qurong como ella-. No, Marie. No, pero veo algo más perturbador.

La mujer espoleó el caballo obligándolo a bajar la ladera, hacia la depresión, ganando velocidad a medida que se acercaba al anillo de rocas. Marie la seguía a distancia en la retaguardia. Chelise bajó la velocidad del corcel solo cuando pasó las grandes rocas que se erguían hacia el cielo.

Aquí la fetidez era casi insoportable, una gruesa niebla de invisible enfermedad de encostrados que le cubrió el rostro como una mordaza. Contuvo el aliento y siguió adelante, examinando la escena por si había algún rastro de evidencia que pudiera darle alguna esperanza.

El siniestro sacerdote, Ba'al, muerto. Piedras chamuscadas o cadáveres calcinados, cualquier cosa.

Pero ninguna señal indicaba que Elyon hubiera castigado a estos sacerdotes, y ninguno de los cadáveres parecía estar vestido de morado, el color que probablemente Ba'al estaría usando.

Y ninguna señal de Thomas o de Samuel.

– Que Elyon tenga misericordia de sus almas -exclamó Marie, poniendo el caballo al lado de Chelise-. Parece que hubieran pasado por una trituradora. Chelise detuvo el jamelgo a dos metros de un cadáver y analizó la matanza.

– Suicidio -concluyó.

– Se hicieron esto ellos mismos?

– Se cortaron las muñecas y se desangraron para aplacar a Teeleh.

– ¡Sus cadáveres están despedazados!

– Por shataikis. Mira las marcas de garras en la carne.

¿Dónde estás, Thomas?

Chelise permaneció sobre el noble bruto, tratando de mantener la calma frente al hecho de no haber llegado a tiempo. Levantó la mirada hasta el lejano borde.

¿Qué has hecho, padre?

– Entonces, yo diría que es una buena señal -comentó Marie.

– ¿Buena? Lo único bueno de esto es que no sabemos con seguridad si mi amado está muerto. Nada más es bueno.

– Es de mi padre de quien estamos hablando -declaró bruscamente Marie-. Si no está aquí, ¡entonces está vivo! Y si está vivo, entonces está haciendo lo que cree que es correcto.

– No necesito que me digas que está a salvo. El hombre a quien se enfrenta es mi padre, y no sabes nada acerca de él. Qurong tal vez no sea el zorro más astuto del bosque, pero es tan terco como una muía y sigue su corazón. Te puedo asegurar que su corazón desprecia a mi esposo.

– ¿Por qué entonces no me lo aclaras? -objetó Marie mirando el ensangrentado altar-. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde está mi padre? ¿Y qué debemos hacer ahora?

– Aquí ha habido un duelo. Qurong aceptó las condiciones de Thomas, y Ba'al, esa víbora de mi padre, trajo doscientos sacerdotes como obsequio a Teeleh. Vinieron los shataikis, y sin duda Ba'al enloqueció por la bestia. O ganó el desafío y se llevó a Thomas con él, de vuelta a Qurongi, o…

– O falló, y tu padre se llevó de todos modos a mi padre, como predijiste. O papá ganó y huyó cuando Qurong se negó a cumplir con lo acordado.

– Thomas nunca mataría a las hordas.

– ¿He dicho matar?

– Si mi padre tenía planeado traicionar a Thomas le habría puesto una trampa expuso Chelise-. Sin armas, ni siquiera Thomas podría escapar.

– A menos que hubiera una distracción.

– Como cuál?

– Como Elyon.

– ¿Ves alguna señal de que Elyon haya estado aquí?

– Qué sabemos de las huellas que deja Elyon?

Como fuera, Thomas había desaparecido. Qurong había desaparecido. Chelise n° tenía deseos de discutir las idas y venidas de Elyon.

Ella rezongó y espoleó el caballo, pinchándole los costados con los talones cuando este la resistió. Condujo el animal por encima de los cadáveres, cacheteándole las ancas para instarlo a acercarse al altar. Sintió náuseas al ver tanta sangre, suficiente para alimentar a mil de las bestias durante un mes. El foso alrededor de la base estaba lleno y rebosando.

En este mismo instante Thomas podría estar en una viva discusión con Qurong, en cadenas, guiado hacia los calabozos. El pensamiento fue suficiente para lacerarle los nervios. No solo estaba en terrible peligro el hombre que amaba más que su propia vida, sino que este se hallaba en manos de Qurong, el otro único hombre adulto por el que ella movería tierra y cielo para salvarlo.

– Thomas está con mi padre -anunció ella-. Y yo me debo a ellos. Él me necesita.

– ¿Quién, Thomas o Qurong?

– Los dos. Johan debería buscarme en las mazmorras si no regreso en tres días.

– ¿De qué estás hablando? No podemos ir a Qurongi bajo estas circunstancias.

– No vamos a ir. Yo voy. Tú regresarás a la Concurrencia.

– No. No, ¡eso no es admisible! Si insistes en ir, yo voy contigo. ¡Toda esta misión fue idea mía!

– Ellos necesitan saber, Marie. Los tres mil están reunidos, esperando desde que Thomas les lanzó el desafío. Los demás están en camino.

– Ir sola es suicidarse.

– Conozco a las hordas, hija. Tú eres una mestiza que se ahogó antes de saber qué se siente al ser horda. Si alguien puede entrar en Qurongi, esa soy yo.

– No has estado con ellos en diez años.

– ¡No discutas conmigo! ¡Gira tu caballo y regresa antes de que los shataikis decidan volver por la carne podrida!

Se miraron por otros diez segundos antes de que Marie alejara la mirada, pero aún con el rostro colorado. Pensar en el largo viaje a casa sin compañía era sin duda un factor.

– Tengo que hacer esto, Marie -explicó Chelise, sorprendida por sentir la intensidad del nudo que le subía a la garganta; ¿cómo podría expresar esto de forma delicada?-. Jake. Él es tan tierno, y tan inocente…

Los ojos se le humedecieron, y alejó la mirada.

– Prométeme…

Marie no contestó inmediatamente, y cuando lo hizo, tenía la voz tranquila.

– No te preocupes por Jake. Él es mi hermano, ¿de acuerdo? Si algo ocurre, cuidaré de él como si fuera mi propio hijo.

– Gracias.

Chelise hizo girar bruscamente el corcel y le golpeó los flancos con tanta fuerza que este salió a toda prisa del altar, sobre los cadáveres. Enfilado hacia el sur. Directo hacia Ciudad Qurongi.

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