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LA GRAN biblioteca conectaba con el atrio principal, exactamente a lo largo del pasillo de la oficina de Monique en Farmacéutica Raison. Contenía más de diez mil volúmenes, casi la mitad de los cuales eran ediciones de coleccionistas de libros antiguos, y cada una valía una pequeña fortuna. Dichos volúmenes estaban alineados en estantes de caoba de cuatro metros de alto y llegaban hasta el techo. La temperatura y la humedad del salón eran controladas las veinticuatro horas del día por termostatos digitales, uno en cada estante. Se podía decir de todo el salón que era el humidificador más grande del mundo.

Kara venía aquí a menudo con Monique, principalmente para reflexionar en la conexión única que compartían. Hace treinta y cinco años, exactamente después del incidente, Monique había encargado dos diarios verdes idénticos con el mismo título grabado en relieve: Mi libro de historia. Ambas habían escrito sus experiencias, recordando hasta los más pequeños detalles. Luego comparaban sus escritos hasta altas horas de la noche, expandiendo y embelleciendo los relatos como les parecía apropiado, esperando tal vez que estos diarios, igual que los libros de historias de la otra realidad, transformaran de modo mágico las propias realidades que vivían.

Normalmente, los diarios estaban en una caja de seguridad detrás de un cuadro del edificio del Capitolio de Washington. La pintura era importante porque, en primer lugar, era un cuadro de muy poco valor y sin ninguna probabilidad de que se lo llevara algún ladrón. En segundo lugar, mucho del pasado de Thomas estaba vinculado a ese edificio.

Todo había empezado treinta y seis años antes en Denver, Colorado, cuando Thomas había afirmado vivir en una realidad distinta, en el futuro, la cual era producto de sus sueños. Afirmaba que mientras dormía soñaba con historias de la otra Calidad, la verdadera.

Insistía en que nada del mundo de Kara era real.

Su hermana lo había convencido rápidamente de que esta vida era real. Los dos Se habían criado como niños consentidos del ejército en las Filipinas, y hablaban tagalo para probarlo. Después de veinte años de matrimonio, el padre de ellos, un capellán castrense, había abandonado a la madre de los chicos por una mujer filipina de la mitad de edad de ella.

Kara se había impuesto una educación superior, llegando a convertirse en enfermera, en lo cual tenía mucho éxito. A Thomas no le había ido tan bien. Salió de Filipinas como un conocido y respetado luchador callejero, con malas estadísticas en el campo de fútbol, yendo a parar a Nueva York como un alma perdida que no calzaba en la sociedad. Cuando finalmente se desmoronó, huyó de Nueva York. Se fue a vivir con Kara a Denver, y aceptó un empleo en Java Hut mientras ponía en orden las cosas.

Entonces habían empezado los sueños, una noche a altas horas en Denver, con una sola bala de un silenciador salida de alguna parte. Él afirmó que lo habían estado persiguiendo prestamistas usureros de Nueva York. Pero poco después que Thomas dejara a su hermana por última vez, ella había salido a buscar a dichos usureros, ansiosa de evitar cualquier mala situación, solo para descubrir que esa noche ellos no habían sido los únicos en el callejón.

La identidad de los hombres que habían estado persiguiendo a Thomas treinta y seis años antes quedó como un misterio hasta el día de hoy.

En cuanto a los sueños de él, claro, esa era la inquietud, ¿verdad? ¿Cuan reales eran exactamente? En algún momento Kara había estado segura de que fueron reales. Pero tres décadas después, todo eso parecía poco claro.

Reales o no, los sueños de Thomas acerca de otro mundo habían alterado para siempre la vida de Kara. También la de Monique, pero en muchos niveles ella seguía siendo la misma ingeniera bióloga que fuera cuando Thomas la conoció.

Por otra parte, Kara había descubierto que era casi imposible vivir en los Estados Unidos. Se había recluido en el sureste asiático. Otra vez en la tierra y con la gente que la vio nacer.

De vuelta a la propia historia de Thomas.

Ella nunca se había casado, como sí lo hiciera Monique, temerosa de que cualquier relación pudiera sufrir el mismo destino del de su amiga: Una llama apasionada y devoradora, pero de corta vida. Más bien un cohete que una candela.

Kara no era la Madre Teresa, pero había entregado las últimas tres décadas de su vida a servir a las jóvenes y quebrantadas muchachas de la industria del sexo en Bangkok.

Además había fantaseado. Había fantaseado cómo sería soñar una vez más con la sangre de Thomas. Cómo sería desaparecer de este mundo y despertar en el otro, aunque solo fuera hasta volver a dormirse.

Pero la situación no era tan sencilla. La grandeza nunca fue así de simple.

Monique le había pedido a Kara que la acompañara mientras decidía qué hacer respecto a Janae. Monique se puso de pie y se dirigió al estante que albergaba parte de la colección de Turquía, en que el erudito David Abraham descubriera por primera vez los libros de historias. Desde luego, ella nunca había podido conseguir siquiera un solo volumen de esos libros; y los otros títulos del estante, aunque valiosos y antiguos, no se les podían comparar remotamente.

El enjuto rostro de la bióloga traicionaba la angustia que la había azotado en las últimas ocho horas. Trató de interesarse en los libros pero, al no poder hacerlo, volvió a su asiento donde se acomodó y cruzó las piernas.

– ¿Qué haría él? -preguntó Monique volviéndose hacia Kara, que tenía las manos agarradas en la espalda y caminaba de aquí para allá sobre la redonda alfombra anudada a mano bajo la lámpara de cristal en forma de araña-. Contéstame a eso, Kara, y te juro que abandonaré todo el asunto. La dejaré morir…

La voz se le apagó lentamente.

– ¿Te refieres a Thomas?

– Porque ella morirá. Los dos morirán en las próximas ocho horas si no aplico la sangre. Podrían morir de todos modos. Tenemos sus vidas en nuestras manos, tú y yo. Sin embargo, ¿qué habría hecho Thomas?

– Mi hermano no siempre hacía lo más lógico.

– Tal vez porque lo más lógico no siempre es lo que debería ser.

– Escúchate -reprendió Kara-. Tú siempre fuiste la fuerte, exigiendo que siguiéramos la más estricta de las políticas.

Monique asintió. Se retocó suavemente una lágrima que le salía del ojo derecho antes de que le manchara el maquillaje.

– Lo único que deseo saber es si crees que Thomas Hunter sacrificaría alguna Vez a su hijo o hija por el bien de otros.

Kara pensó en la inquietud.

– Óyeme, Monique. Has sido para mí una hermana tanto como Thomas fue Un hermano. Él y yo compartimos la misma madre, pero tú y Thomas comparten el mismo corazón. Y la misma sangre, si consideras el hecho de que entraste al mundo de sus sueños.

– Fue más que un sueño, tú…

– Está bien, lo fue. Mi punto es que estás tan capacitada como yo para contestar tu pregunta.

Pero Monique no lo estaba. De todos modos, en esta realidad ella no era capaz de matar a su propia hija.

– Bueno -continuó Kara yendo hacia la acolchada silla al lado de Monique y dejándose caer; se puso las manos en la solapa, se echó hacia atrás y exhaló-. Ambas sabemos que Thomas probablemente rompería cualquier regla para salvar a su hijo o a su hija. Así que analicemos esto. Suponiendo… solo suponiendo… que damos a Billy y a Janae una pequeña dosis, ¿qué es lo peor que podría ocurrir?

– Que entren a la otra realidad, y metan las manos en los libros de historias -respondió Monique alzando la mirada-. Solo Dios sabe cuánto daño podrían concebir con el poder de escribir cualquier cosa para hacer que esta ocurra. No me digas por favor que no ves el peligro.

– Solo asegurémonos de que estamos de acuerdo. Todo esto es desconcertante. Volviendo al grano, creo que Thomas habría salvado a su hija sin importarle las consecuencias.

– ¿Qué pasos debemos tomar para mitigar cualquier peligro? -continuó Monique sosteniéndole la mirada, ni aceptando ni rechazando exteriormente la idea-. Tenemos considerables recursos a nuestra disposición. Tal vez estamos pensando erradamente acerca de todo esto.

Monique desvió la mirada enfocándola en el espacio. Por algunos momentos la angustiada mujer pareció perdida, pero la neblina que la envolvía dio paso al más débil de los destellos.

– Podríamos recluirlos -dedujo, volviéndose a Kara-. Suponiendo que la sangre los mantenga vivos.

– No existe garantía de eso. Nunca antes se ha intentado. Solo estamos especulando que la sangre de Thomas tendrá algún efecto sobre el virus.

– Nos salvó del virus a ti y a mí antes.

– Así es.

– Está claro que Janae y Billy creen que funcionaría.

– Está bien, suponiendo que la sangre funcione, lo cual esperamos, ellos entran a la otra realidad y regresan para encontrarse encerrados hasta que podamos determinar qué hacer.

– Tal vez no entrarán a la otra realidad. Los ojos hacia esa realidad solo se pueden abrir si creen…

– Es obvio que creen. Están arriesgando sus vidas por la posibilidad de ir y venir.

Monique se alisó la falda con manos nerviosas y luego se restregó las palmas en los brazos de la silla. Al no poder sentarse con serenidad, se levantó, se dirigió rápidamente a la puerta y regresó.

– ¿Estás diciendo que en realidad deberíamos hacer esto?

– Estoy diciendo que Thomas lo haría -contestó Kara.

– Y si los mantenemos confinados reduciríamos de manera considerable el riesgo para nuestro mundo.

– Bueno, no, no he dicho eso. Mitigaríamos la amenaza inmediata que podrían representar. Si logran experimentar el otro mundo no lo olvidarán porque les demos una cachetada cuando despierten aquí.

– Entonces los mantenemos encadenados -opinó Monique; la posibilidad de salvar a su hija a cualquier costo la estaba animando-. Mejor viva y encadenada que muerta.

– Quizás. Aún no tenemos el control sobre lo que podrían hacer en la otra realidad. Hasta donde sabemos, podrían hallar un modo de abrir de golpe la brecha entre nuestros mundos.

– Podríamos destruir el resto de la sangre. Sería imposible un viaje de regreso.

– A menos que encuentren otro medio.

– Suponiendo incluso que vayan -replicó Monique-. Aun entonces solo podrían estar allá hasta que despierten. Horas, tal vez un día, no más tiempo más que suficiente para…

– ¿Estás a favor de esto o no? -interrumpió bruscamente Monique-. Decídete- Primero dices que Thomas salvaría a su hija, ¿y ahora haces todo lo posible para asegurarte de que yo entienda lo terrible que es esa decisión? ¡No estoy para juegos!

Kara asintió. Si Janae o Billy fueran el hijo que ella nunca tuvo, estaría desesperada.

– Solo deseo tenerlo claro -dijo, y se puso de pie-. ¿Cuánto tiempo se hesitará?

– Podría tener la sangre aquí en cinco horas -contestó Monique tranquilizándose.

– Bien, entonces. Haz la llamada.

Las mujeres se miraron, conscientes de lo trascendental de la decisión que estaban tomando. La sangre era la droga prohibida de ellas, tanto como lo era para Janae y Billy. Probablemente debieron haberla incinerado mucho tiempo antes.

– Salva a tu hija, Monique. Haz la llamada ahora, antes de que sea demasiado tarde.

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