29

QURONG RECORRIÓ el pasillo, irrumpiendo abruptamente en el atrio frente a su casa, y quitándose la túnica antes de entrar al comedor.

– ¡Traigan a mi general! -tronó-. Ahora.

La túnica cayó al suelo, donde uno de los criados la agarraría y le lavaría la pestilencia que venía de la pesadilla del líder. La reputación de Thomas como hechicero era conocida. Incluso como comandante de los guardianes del bosque el albino había demostrado tener la extraña habilidad de aparecer y desaparecer a voluntad, en ocasiones junto con su ejército.

¡Pero esto! Engañar a Qurong con la ilusión de que estaba en otra realidad era un talento que seguramente ningún otro hombre poseía.

– ¿Dónde está Cassak? Tráigalo ahora. ¡A mis oficinas!

No le importó quién lo oía, solo que lo oyeran. Un arrastre de pies precedió la fugaz imagen de una criada huyendo del comedor.

– Hola, mi amor.

Él se volvió hacia Patricia, que se apoyaba en el pasillo de entrada a la izquierda de Qurong, aún vestida con su bata de dormir.

– O te sientes pletórico esta mañana o te has vuelto loco -comentó ella cruzando los brazos y recorriéndole el cuerpo con la mirada.

– Debí matar a ese albino hace diez años cuando tuve la oportunidad -razonó él después de maldecir y de bajar la mirada hacia su cuerpo semidesnudo.

– ¿Ha escapado? -quiso saber Patricia yendo hasta la mesa y agarrando un pedazo de nanka amarilla.

– Por supuesto que no.

Pero Qurong sospechaba que Thomas sí se le había logrado escapar. Había llevado al albino a su biblioteca privada, donde el hechicero lo dominó de algún modo con un hechizo. Lo siguiente que supo fue que de repente él salía de la visión en el Thrall con dos albinos igualmente malvados, a quienes había entregado a Ba’al.

– Lo he soltado -corrigió Qurong.

– Has soltado a Thomas -repitió ella burlonamente-. ¡No tienes derecho a tomar esa clase de decisiones unilaterales!

¿De qué diablos estaba ella hablando? Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad.

– Ella también es mi hija -exclamó bruscamente Patricia.

– ¿Hija? He sido engañado por un brujo maquinador, ¿y en lo único que se te ocurre pensar es en una hija a quien no has visto durante diez años?

– Te esperé toda la noche, ¡torpe rumiante! ¿Quién soy yo, tu criada?

– ¡Silencio!

– No me calles, Tanis.

El comandante sintió helársele la sangre. Ella sabía cuánto aborrecía él su antiguo nombre.

– He pasado la noche sola en la oscuridad más absoluta, sola porque tanto mi esposo como mi hija me han abandonado -se quejó ella-. Muy bien, Qurong. Sé el héroe grandioso y fuerte para que tu pueblo vea. Pero no juegues con mi corazón.

– ¿Qué he hecho ahora? -exigió saber él; solo una mujer podía hacer tanto alboroto de tan poco; dales un simple hecho y ellas lo convierten en una historia antes de respirar una sola vez-. Acabo de pasar la noche en un trance infernal. Mi reino está hundiéndose alrededor de mí, ¿y tú me reprendes?

– No trates de distraerme con más historias sobre lo cerca que estamos del día del juicio, esposo -advirtió ella, respirando hondo y agarrándose fuertemente las dos manos, en realidad una mala señal-. Quiero que encuentres a mi hija. Quiero hablar con Chelise.

Patricia se volvió y se dirigió-hacia el pasillo de la cocina a grandes zancadas.

– La próxima persona con quien hablaré que tenga sangre Qurong será mi hija-expresó en la puerta lanzándole una mirada fulminante-. Y no te molestes en venir a mi cama. Entonces desapareció.

Qurong se quedó totalmente pasmado. Sin duda Patricia debía conocer su corazón, que él estaba tan preocupado y confundido por la ausencia de Chelise como ella, que él había vivido en desdicha desde su partida. El comandante había intentado vacunarse con amargura y negación, y eso le había ayudado durante un tiempo, p e r 0 hasta su obsesión por encontrar y eliminar al círculo era por el bien de su hija. Masacraría a esta secta de fanáticos que le había lavado el cerebro a Chelise.

Hablaba de que no tenía hija, pero solo para proteger a Patricia y a él mismo. Esto se requería de un líder obligado a tomar decisiones difíciles en tiempo de guerra.

– ¡Cassak! -rugió.

– Aquí, señor.

Qurong se giró para ver a su general de pie en la puerta. ¿Cuánto habría oído el subalterno? No importaba. Qurong tenía asuntos más apremiantes que tratar. Eso se decía, pero mucho tiempo atrás había aprendido que nada era tan apremiante como la paz mental de su esposa. El prefería ir a la guerra con Eram que enfrentar a Patricia.

– Sígueme -ordenó después de escupir a un lado y entrar en el pasillo que llevaba a su habitación.

No podía pensar aquí y ahora en traer a Chelise. ¡Ni siquiera sabía cómo encontrarla!

¿Y qué le diría? ¿Finalmente tu padre entró en razón… por favor, volvamos a ser una familia?

Ella era albina, ¡por amor de Teeleh!

Mientras tanto, Ba’al estaba conspirando para derrocarlo. Qurong no podía estar seguro de todo respecto de la magia de Thomas, pero esta había revelado una o dos cosas, y él no pasaría por alto las advertencias.

– ¿Mi señor? -observó Cassak apurándose para mantener el paso detrás de él.

Qurong entró a su cuarto y se quitó la ropa interior. Debía limpiarse de la pestilencia albina antes de salir del palacio. Esta vez recibiría de buen agrado el dolor de bañarse.

– Señor.

– Sí, Cassak. Cierra la puerta -ordenó el dirigente agarrando una túnica fresca del extremo de la cama; se la puso y miró al general-. Dime cuánto puedo confiar en ti.

– Yo soy siervo de suyo, mi señor, no de Ba’al -manifestó Cassak después de titubear-. Si me ordenara matar al sacerdote, lo haría.

Conque Cassak también era consciente de la amenaza. ¿Era tan evidente?

– Yo no expediría una orden como esa, pero acepto tu lealtad. Lo que voy a decirte no puede salir de este dormitorio.

– Desde luego que no, mi señor.

Qurong fue hasta la ventana desde donde se divisaba el occidente de la ciudad.

Más de dos millones de hordas vivían en Ciudad Qurongi; de esos, más de la cuarta parte eran varones en edad de pelear, entrenados en combate como se exigía a todos los hombres adultos. Pero no había evidencia de ninguna señal de guerra inminente en la ciudad de crecimiento descontrolado, con sus chozas de barro y sus humeantes chimeneas.

Los súbditos del comandante habían engordado en los bosques; hasta se habían enriquecido. Pocos conocían de la progresiva amenaza del desierto.

– Prepara el ejército -expuso, y giró a la redonda-. Pasa la voz de que marcharemos hacia el norte hasta el valle Torun para ejercicios de entrenamiento.

– Considérelo hecho. Será bueno sacar nuestra tercera división; se han engordado.

– Llévatelos a todos -ordenó Qurong-. Incluyendo a la guardia del templo.

– No estoy seguro de entender -objetó el general parpadeando-. Nunca se ha intentado una misión de entrenamiento de esa magnitud.

– ¡A todos ellos! Al norte. En una semana -decretó el comandante, mirando hacia la puerta y luego dando la vuelta-. Los quiero bien alimentados, hidratados, armados y listos para un ataque a gran escala a mi orden.

– Entonces no es una misión de entrenamiento -observó Cassak llenándose los ojos de entendimiento.

– Haz volver a nuestros exploradores del desierto del norte e interrógalos. Envía seis equipos de guturales con órdenes de infiltrarse en la ciudad de los eramitas y volver a informar después de una semana -concretó, caminando de un lado al otro-. Quiero saber cantidades, fortalezas, debilidades. Cuántos niños, cuántas mujeres.

Armas. Moral. Cualquier cosa que haya cambiado en los últimos meses.

– Una semana no es tiempo suficiente…

– Es todo lo que tenemos.

– ¿Está diciendo usted que planea invadir dentro de una semana?

– Estoy diciendo que quiero estar listo para aplastar a los infieles dentro de una semana. Más pronto si lo decido.

Ahora Cassak se quedó callado. La orden era inaudita. Desde la invasión de los bosques, las hordas no habían peleado una guerra a gran escala, y aun así nunca habían comprometido todos sus activos en un solo frente.

– Los tambores de guerra están sonando, Cassak -informó Qurong manteniendo baja la voz-. Samuel, hijo de Hunter, está uniendo a los eramitas y a las fuerzas albinas con la intención de menoscabarnos.

– No sabía que los albinos tuvieran una fuerza.

– No la tienen, pero no es por falta de fortaleza. Su voluntad es débil, pero eso puede cambiar. Intento no darles esa oportunidad.

– Estoy de acuerdo -asintió Cassak poniéndosele al lado en la ventana-. Eram es un aguijón al que se debe exterminar. ¿Pero una semana? ¿Por qué la prisa?

– Ba’al es la prisa. El está ahora en camino hacia algún maldito bosque negro, y s i no me equivoco, tiene ambiciones propias.

– Así que nos movemos antes de que logre meter sus descarnados dedos en nuestros asuntos.

– Y nos llevamos su propio ejército armado.

– Yo iba a afirmar que el siniestro sacerdote es una víbora, pero ahora debería decir eso de usted -declaró el general mostrándole respeto mediante una perversa sonrisa.

– Nunca he afirmado ser una víbora. Y no creo que Teeleh se enojaría mucho si Ba’al fuera la única pérdida en una guerra que destruyera a la vez a mestizos y albinos.

– De acuerdo, señor.

– También quiero que envíes al occidente a tres de nuestros mejores exploradores con banderas de tregua -continuó Qurong asintiendo; luego suspiró, no tan ansioso de transmitir la orden-. Diles que encuentren a Chelise.

– Imposible -cuestionó Cassak mirando como si hubiera oído mal-. Sencillamente no podemos localizar al círculo.

– No, pero pueden transmitir el mensaje para Chelise de encontrarse con su madre en el valle Torun en cuatro días. Ella vendrá.

– Podrían emboscar a la reina, mi señor. ¡Esto no es seguro!

– Creí que habías dicho que ellos eran un grupo pacífico -objetó Qurong agarrando un tazón de morst para la piel y dirigiéndose a la puerta-. Tú hazlo. Y hay dos albinos en el calabozo de Ba’al, programados para ser ejecutados esta noche. Ve y asegúrate que los dos mueran.

– ¿Señor?

– Que mueran, Cassak -repitió Qurong volviéndose-. Los quiero muertos.


***

LA ÚNICA razón de que la búsqueda no los dejara desnudos fue la ignorancia del guardia de que algo tan pequeño como un frasquito escondido bajo la banda de la ropa interior de Janae pudiera hacer algún daño. Esto y el disgusto general de las hordas por la carne albina. Tal vez si Qurong hubiera supervisado el cacheo, habrían encontrado tanto el diario de Ba’al en los calzoncillos de Billy como las preciosas ampolletas.

La situación de ellos era simple y terrible. La ventaja de Billy y Janae era inútil en la mazmorra debajo del Thrall donde esperaban la ejecución al anochecer. Las diez celdas se hallaban a lo largo de un corredor iluminado solo por una simple antorcha cerca de la pesada puerta de madera hacia la libertad. Todas las celdas estaban vacías menos la que ellos ocupaban, pero la fetidez a orina y sudor saturaba el pequeño espacio.

– ¿Siguen ahí? -exigió saber Janae, apretujada en un rincón.

Billy presionó el rostro entre dos barras y miró por el corredor donde dos sacerdotes montaban guardia. Retrocedió y caminó sobre el suelo de paja.

– ¿Y bien?

– Sí-susurró él.

– ¿No van al baño estos animales?

No podían saber qué hora del día era, pero el anochecer debía estar aproximándose velozmente.

Billy se inclinó y extrajo los objetos que había ocultado bajo la paja en el rincón. Una ampolleta de la vacuna Raison B. Un frasquito de uno de los virus más potentes y no biogenéticamente diseñados, ébola asiático, responsable de más de un millón de muertes en la década anterior al descubrimiento de una vacuna. Una tercera ampolleta contenía sangre de Thomas. En Bangkok, Janae se había acomodado los tres frascos en el sostén.

El último objeto era el diario de Ba’al. El libro sangriento.

Pensaron en llamar a los guardias y probar ambos virus en ellos. Pero Billy y Janae no sabían qué resultado tendría esto, y seguramente quedarían al descubierto. No obstante, los guardias no habían querido acudir después de repetidas llamadas. Sin embargo, a la media hora de explorar la celda, se centraron en el único medio de escape. La cerradura.

Un breve examen de la cerradura de metal rudimentario reveló que era un objeto arcaico con mecanismo elemental. Janae estaba convencida de poder abrir el cerrojo usando solo el alambre del sujetador, el cual ya había sacado de la prenda. Pero tendrían que luchar con los dos guardias al final del corredor. Y una vez fuera del calabozo debían escapar del Thrall y luego de la ciudad.

Billy se había enfrascado en la lectura de los escritos de Ba’al bajo la tenue luz, rellenando los numerosos espacios en blanco de entre los recuerdos que anteriormente extrajera del sacerdote. La colección de escritos bosquejaba con mucho cuidado cientos de detalles de numerosos recursos acerca de este mundo, pero las secciones que Billy leyó y releyó mientras pasaban las horas se relacionaban con el Thrall y el bosque negro de Marsuuv.

Ba’al había esbozado el plano básico del Thrall, el cual mostraba una puerta negra exactamente más allá de la entrada al calabozo. Si lograban pasar a los guardias y subir los escalones hacia el atrio sin ser vistos, seguro que podrían escapar del Thrall. Y una vez fuera del edificio, la travesía estaba despejada.

– Se acabó -expresó Janae de repente, irguiéndose-. Tenemos que irnos ahora, antes de que vengan por nosotros.

– Cálmate, ¡solo debemos inyectarnos esto! Mantén baja la voz.

– Tenemos que irnos, Billy -rogó ella con el rostro contraído como si estuviera a punto de llorar-. ¡Se nos acaba el tiempo! ¿Me oyes? ¡Esto va a hacer que nos maten! Ella parecía estar a punto de enloquecer. El no tenía ninguna prisa, pero Janae parecía estar al borde de una crisis nerviosa.

La joven se rascó una erupción que le había brotado en el brazo derecho. Solo entonces Billy se dio cuenta de que a él también le había empezado a arder la parte baja de la espalda. Erupción. Sin duda tenía que ver con piojos o algo de este maldito lugar.

Imaginó larvas arrastrándosele por la piel. Ácaros. Ya había estado lleno de ellos.

Billy se estremeció y agarró los artículos.

– Está bien. Trata de abrir la cerradura, pero en silencio -insinuó él, pero ella ya estaba en la puerta, palpando con manos frenéticas-. Pero espera hasta que yo te diga; solo intenta abrir el pasador.

– Sencillo -dijo la muchacha dando la vuelta y sosteniendo en alto la cerradura abierta.

¿Tan rápido? Era obvio que en su momento ella había tenido que ver con cerraduras.

– Oculta esto -pidió él, apresurándose y pasándole las ampolletas.

Janae agarró los pequeños contenedores de vidrio y los metió en los costados del sujetador femenino. La joven mostró una piel blanca como la leche, y él ahora vio que ella no solo tenía sarpullido en el brazo, sino también en el estómago y el cuello.

Un irrazonable temor entró de golpe en la mente de Billy. Algo conocido. Había estado antes en esta situación, lejos, debajo de un monasterio. Las larvas allí habían sido mucho más grandes, pero él ahora estaba seguro de que habían venido de los shataikis. Billy y Janae debían esperar… debían proceder con extrema precaución, pero lo único que él quería era salir de esta jaula, con guardias o sin ellos. El pelirrojo pasó al lado de ella, abrió la puerta y se metió en el oscuro corredor. La imprudencia era una reacción impulsiva e irracional ante el temor, y lo supo mientras miraba a los guardias al fondo del túnel, pero para entonces ya era demasiado tarde. Ellos se volvieron a verlo como si fuera un fantasma.

– Apelo al poder de Marsuuv, reina del duodécimo bosque -manifestó Billy, marchando hacia delante.

Aunque fuera un albino con el pecho desnudo, tenía el conocimiento que ningún hombre, horda o albino, debería tener, y pretendía usar ese conocimiento ahora. Janae respiraba con dificultad detrás de él.

Billy levantó el diario sangriento.

– Mi hacedor, Marsuuv, con el corazón más siniestro les ordena… traigan a Ba’al y yo hablaré por mi señor.

Ba’al se había ido, Billy sabía eso. Los guardias extrajeron súbitamente las dagas y se pusieron en cuclillas, pero no dieron ninguna alarma.

– Retroceda -gritó uno con voz ronca.

Billy se detuvo a no más de dos metros de los guardias y extendió ambos brazos a lo ancho. Una oleada de poder lo recorrió con asombrosa fuerza. Más que adrenalina. Había energía en el aire.

Levantó la barbilla y habló con tanta autoridad como pudo reunir. Cuando le llegó la voz, esta sonó como la de un anciano, pero contenía un poder que le estremeció los huesos.

– Soy nacido de lo malévolo; estoy comido por larvas. Mi lugar está con mi amante y mi ama, que me espera en el duodécimo bosque con Teeleh. Cualquier hombre que toque a mi siervo morirá.

Billy apenas podía respirar, tan poderosas fueron sus palabras. Una oleada de poder le bajaba por la columna, y él supo, como nunca antes lo había sabido, que estaba cerca, muy cerca de llegar a casa. Apenas importaba el hecho de que el hogar se asemejara más al infierno que a alguna utopía.

Él pertenecía a este lugar. Este era su destino.

Un grito y una ráfaga de aire lo sacaron de su ensoñación. Janae había agarrado la daga de uno de los guardias y le había cortado el cuello. Ella estaba ahora clavando esa misma daga en el segundo guardia, moviéndose con velocidad sobrenatural. La chica también parecía tener poderes más allá de sí misma.

Janae empujó el puñal directamente a través del estómago del guardia, clavándolo en una viga. Sostuvo el cuerpo así por un momento, luego lo soltó y retrocedió, jadeando.

– Muy bien -declaró Billy, exhalando.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada más.

Janae se pasó abstraídamente por la boca el lomo de la mano, embadurnándola de sangre. Se lamió los labios y tragó, con la mirada aún en su obra, quizás inconsciente de lo que acababa de probar.

– ¿El duodécimo bosque? -inquirió ella, mirando finalmente a Billy, con ojos bien abiertos.

– El bosque de Matsuuv -asintió Billy tragando saliva-. Mi bosque. Allí es donde el siniestro sacerdote ha llevado los libros perdidos.

– Entonces debemos ir -consideró Janae dando la vuelta y dirigiéndose hacia las escaleras.

– Espera.

– ¡Tenemos que ir ahora! -exclamó ella sin esperar.

– ¡Espera! -increpó él-. Debes recubrirte. Primero nos ocultaremos en estas vestiduras de sacerdotes.

Ella retrocedió y miró abajo hacia los cuerpos. Después de un momento empezó a quitarle la ropa al guardia que había matado primero. El más ensangrentado de los dos. Ambos se vistieron rápidamente y deslizaron las dagas entre los cinturones. Con un poco de suerte pasarían por la ciudad encubiertos en medio de la oscuridad y serían libres.

– ¿A qué distancia? -inquirió ella.

El bosque negro.

– Tres días. Quizás dos, si no nos detenemos.

– Entonces no podemos detenernos.

Él pensó en objetar, creyendo que debería ser racional. Mejor ser precavidos y vivir que morir acercándose apresuradamente a un precipicio. Pero no pudo negar su propio deseo.

– De acuerdo -concordó él.

Súbitamente, Janae se volvió hacia el pelirrojo, le envolvió los brazos alrededor del cuerpo, lo apretó con fuerza y lo besó en los labios.

– Billy… -expresó ella besándolo de nuevo con ansias, embadurnándole la boca con la sangre del guardia, resollando por la nariz-. Gracias, Billy.

Luego le mordió los labios con los dientes, extrayéndole sangre. De manera extraña, él encontró esto natural. Así era como copulaban los shataikis, ¿verdad? No estaba seguro de la mecánica, pero sabía que eso tenía que ver con la transmisión de sangre. Y esto…

Esta pequeña expresión de afecto era simple estimulación sexual, pensó él. Entonces Janae se alejó y subió corriendo los peldaños, alzándose la túnica para no pisar la larga vestimenta, como una doncella subiendo las escaleras de la torre para encontrarse con su príncipe.

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