40

MIKIL ESTABA cerca del estanque rojo en el valle Paradose al lado de Jamous, Johan, Ronin y los demás del consejo. Miraba el horizonte al oriente, donde el sol había salido dos horas antes. El resto del círculo merodeaba por el lugar o dormía en el anfiteatro natural a la derecha, esperando la decisión del consejo. Todos habían bebido de las aguas rojas y habían comido su ración de fruta y cerdo alrededor de una gran hoguera hasta avanzadas horas de la noche. Desesperados por justificar su motivo para permanecer en la verdad, habían danzado y cantado con fuerza, y contado mil historias de gloria, muchas de las cuales empezaban con un elemento de verdad. Dedicándose luego a contar audaces metáforas que deleitaron a toda la multitud.

Pero al despertar, la realidad de su pérdida les había robado la mayor parte de su pasión, y miraban con ojos cansados. ¿Ahora qué?

– Tal vez debimos haber ido -comentó Tubin, uno de los miembros más ancianos del consejo.

– ¿Ya estás dudando? -objetó Johan.

– Thomas se ha ido. Chelise se ha ido. Samuel se ha ido. ¡La mitad del círculo se ha ido! -expresó él frunciendo el ceño con disgusto-. Pero nosotros permanecemos aquí, esperando. No voy a sugerir que nos unamos a la batalla, pero muchos de nosotros tenemos allí seres queridos enfrentándose a la muerte. Mikil no lo culpaba. Todos tenían amigos entrañablemente queridos, y en algunos casos familiares, que se habían dejado arrastrar por el llamado de Samuel.

– Elyon sabe que yo misma pensé en ir -confesó ella-. El caso de él era convincente.

Y si nosotros, que hemos visto todo desde el principio, pudimos ser tentados con tanta facilidad, pensad entonces lo que debió haber estado pasando por las mentes de los demás.

Mikil regresó a ver a una madre que los observaba agazapada en el suelo con su hija al lado.

– Ellas han permanecido en la verdad, pero debemos darles más.

– Entonces permitidme llevar una docena de los exploradores más veloces y traer noticias -pidió Ronin.

El hombre estaba ansioso por ir tras Vadal, su hijo. Pero todos tenían seres queridos que se fueron tras Samuel.

– No. Ya hemos perdido a Chelise en una misión ridícula. El pueblo no necesita ver que sus líderes salgan corriendo. Deberíamos quedarnos, todos.

– ¿Y hacer qué? -exigió saber Ronin.

Mikil fue hasta la orilla del lago y se miró el reflejo en las aguas rojas. Muy serenas, sin ningún movimiento. Pero aquí había algo más. Ella miró a los demás del consejo, luego hizo que se fijaran en un niño de piel oscura sobre una roca, que también los observaba. No reconoció al niño. El círculo había aumentado tan rápido en estos últimos años que no reconocía a la mitad de sus miembros. Una enjuta madre con largo y liso cabello oscuro reclinada en una roca alimentaba a un bebé. Niños demasiado impacientes para sentarse tranquilos pateaban de un lado a otro un atado con cascaras de frutas tawii, manteniéndolo en el aire. Una muchacha casi casadera, quizás de dieciséis años, trenzaba el cabello de otra chica más joven, que estaba de espaldas a ellos. Un guerrero, interesado en lo que aún denominaban antiguos guardianes, se encontraba sentado con los brazos cruzados, ensimismado en sus pensamientos bajo la sombra de una palmera de charca, llamada así por su proximidad a los estanques rojos.

Pero ninguno hablaba. Ni siquiera una brisa agitaba las hojas. Un extraño silencio se cernía en el aire.

Mikil se volvió otra vez hacia el estanque y miró la sedosa superficie roja.

– ¿Qué veis al observar estas aguas? -inquirió.

Los otros nueve se relajaron y miraron la superficie.

– Agua, como cristal -contestó Susan.

– Agua -repitió Mikil-. Con estos ojos eso es lo único que vemos en este instante. Pero si abrimos los ojos de nuestros corazones, ¿qué vemos?

– El ahogamiento que enrojeció estas aguas -terció Johan.

– Y nuestras propias muertes que nos dieron vida-añadió Mikil asintiendo con la cabeza-. Todos los días miramos este estanque y vemos el agua. Agua hermosa, pero simplemente agua. No obstante, ¿qué clase de vida nos ha dado?

– La esperanza de un regreso al sitio de recreo de Elyon -opinó Johan, usando la metáfora que a menudo utilizaban los poetas.

– Toda nuestra esperanza se ve débil a través de este cristal -expresó Mikil, asintiendo hacia el agua-. Está allí, exactamente debajo de la superficie, y todos los días vemos vislumbres de ella. ¿No es esto lo que una vez nos enseñó Thomas? La mujer se inclinó, agarró un pequeño limón y lo lanzó de una mano a la otra.

– Los regalos de Elyon para nosotros son simplemente un anticipo a Fin de mantenernos ansiosos por el banquete. ¿No es eso lo que nos han anunciado nuestros poetas?

– Es como ella dice -afirmó alguien en voz baja.

– Ella expresa la verdad.

– ¿Dónde está por tanto esa esperanza? -continuó Mikil, arrojando el limón.

Ellos miraron el estanque en silencio. Mikil no podía palparla, pero había una inexplicable calma sosteniéndose sobre las aguas. Sería fácil dejar de notarla si Mikil no estuviera fija en las aguas, pero allí estaba. Era demasiado fácil olvidar lo encantadores que eran los estanques rojos.

– Para muchos, la esperanza de obtener paz por medio de la espada es más real de lo que los poetas tienen para ofrecer -opinó Rohan, hablando por primera vez. Nadie discrepó. Todos parecían extrañamente fijos en el agua, quizás sintiendo la misma calma antinatural que sentía Mikil. O quizás se preguntaban si la esperanza de Samuel era después de todo más realista que lo que yacía más allá de esta apacible laguna. El hijo de Thomas había venido con cosas tangibles.

Palabras.

Una espada.

El cabecilla de una horda.

Un ejército, por amor de Elyon. Un ejército bastante grande para obtener la paz que necesitaban a fin de vivir como seres humanos normales.

El estanque a sus pies, por otra parte, estaba en calma como cada mañana. Simplemente una laguna roja sin…

Los pensamientos de Mikil fueron interrumpidos por una débil agitación en el estanque, a menos de tres metros de donde se hallaba. Extraño. No había peces en esta charca como en algunas de las más grandes. Pero el agua se estaba moviendo de veras, hirviendo un poco, exactamente allí. Ella se estremeció.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Johan, retrocediendo un paso-. ¿Qué…?

Brotó agua de la superficie como una fuente. Solo que en esta fuente había una forma. Un muchacho de cabello rubio con la barbilla inclinada hacia atrás, con una gran sonrisa en los labios mientras el agua le bañaba el rostro.

Mikil suspiró y retrocedió de un salto.

El estanque lanzó fuera de la superficie al muchacho, que seguía riendo antes de que los pies tocaran la orilla. Tenía ojos verdes, era rubio, delgado, y estaba exultante con la indescriptible fuerza que así lo desplazaba.

Cayó al lado de ellos con un golpe de pies y levantó la mirada, sonriendo.

– Hola, Mikil -manifestó, pero ella no vio que se le movieran los labios.

El agua le bajaba aún por las yemas curvadas de los dedos y mojó la arena. La mujer quedó paralizada, sin habla.

El niño miró a los demás, y ella supo que también lo estaban oyendo, hablando a cada uno por su nombre. Mikil estaba tan asombrada por la repentina aparición del niño, que se le paralizaron los miembros.

Este no era un muchacho común y corriente. Para nada era un muchacho. Este era aquel del cual Thomas había hablado muchas veces.

Este era Elyon, y entonces Mikil ya no pudo respirar cuando logró comprenderlo del todo.

El niño dio un salto de tres metros hacia una roca que sobresalía por encima de la laguna, y rebotó hasta una barranca desde donde se divisaba todo el campamento.

El agua volvió a brotar con violencia, y Mikil retrocedió de nuevo. El estanque expulsó de las profundidades a otra figura, y esta vez Mikil medio esperaba ver al Guerrero. Pero no se trataba de Elyon.

Era Thomas, que reía casi con histeria mientras el agua le bajaba por la cara y la boca. Aterrizó en la playa, más empapado que un albino recién ahogado, y movió la cabeza alrededor, buscando.

– ¿Dónde está él?

La voz le sonó ahogada por el agua. La escupió, más de la que le pudo haber salido solamente de la boca, como los que emergen después de ahogarse.

– ¿Dónde está?

– ¡Seguidle! -gritó el niño, y Thomas levantó bruscamente la cabeza.

La voz resonó por el desfiladero, y todo el campamento se dio la vuelta para ver al muchacho en lo alto del risco. El chico señalaba la laguna abajo.

– ¡Oíd a Thomas, vuestro líder! ¡Abrid los ojos y seguidlo a mi lugar de diversión!

– gritó, lanzando el puño al aire con contagiosa euforia.

El niño dio media vuelta y se internó a toda prisa en el desierto, dejando en su estela un entrecortado silencio.

¿Debían seguir? Mikil se volvió hacia Thomas, que permanecía mirando hacia arriba al vacío barranco. Pero, antes de que pudiera explicarles lo que el niño quiso decir, el aire alrededor de ellos comenzó a moverse.

Una brisa azotaba e iba tras el muchacho, como si su invisible ejército lo siguiera muy de cerca. Una larga veta de color rojo barría el cañón como un cometa volando muy bajo. Una columna azul se materializaba al lado de la roja.

Como si el cielo mismo se estuviera enrollando igual que un pergamino para dejar ver sus verdaderos colores, chorros de toda tonalidad fluían directamente sobre las cabezas de ellos, en silencio, pero tan bajo que una persona sobre el barranco podría alzar la mano y tocar uno de ellos.

Las coloridas vetas se levantaron y se dividieron hasta formar un amplio sendero de nubes blancas que se desenrollaban en el cielo muy por encima. Pero Mikil vio que no eran nubes. Eran roushes. Millones de las blancas criaturas peludas, volando en formación a un kilómetro por encima de las cabezas de los albinos.

El niño había abierto los ojos para apreciar lo que veía.

Thomas estaba trepando las mismas rocas marcadas por las manos y los pies húmedos del niño. El hombre se agazapó sobre el barranco, miró al este por un instante y luego miró a la asombrada multitud.

– ¡Esta, amigos míos, es nuestra esperanza! -gritó a todo pulmón señalando con un dedo el horizonte oriental.

Suaves sonidos de lamentos se filtraron por el anfiteatro. Mikil comprendió el sentimiento porque el propio pecho se le había inundado con una emoción que nunca antes había sentido: Una sensación de puro agradecimiento tan intenso que cualquier clamor de gratitud lo minimizaría multiplicado por diez.

Las lágrimas enturbiaron la visión de la guerrera, y se le entrecortó la respiración. Se sintió débil y deseó caer de rodillas como algunos de los otros; quería lanzar los puños al aire y gritar: «¡Lo sabía, lo sabía!» En vez de eso, dejó que un sollozo le estremeciera el cuerpo.

– ¡Hoy es nuestro día! -exclamó Thomas-. He saboreado y he visto, y ahora Elyon está llamando a su novia a la gran fiesta de bodas.

Una mujer a quien Mikil nunca había visto, vestida con extraños pantalones azules y blusa blanca, dio un paso detrás de él. A diferencia de Thomas, ella estaba seca. Pero, entonces, no había venido a través del agua.

– ¿Thomas? -exclamó la mujer.

Él dio media vuelta y la analizó con un sobresalto momentáneo. Luego le agarró la mano y se la levantó para que todos vieran.

– Mi hermana de las historias. Ella está conmigo.

Dos semanas antes, esa habría sido una sugerencia absurda, pero hoy parecía perfectamente natural. Sí, desde luego, esta era Kara Hunter de las historias. Mikil debería haberlo sabido al instante.

Thomas saltó a una roca más baja, prácticamente arrastrando a su hermana con él.

– Montad vuestros caballos más veloces, hombres, mujeres y niños. Dejad todo atrás. ¡Todo! Nada de agua ni comida, solo vosotros y vuestros hijos. Thomas saltó al suelo, los ojos relucientes con un apasionamiento que Mikil había llegado a conocer bien.

– ¡Ahora! -gritó él, haciendo girar el brazo-. ¡Seguidme!

Todos corrían como uno. La cruda intensidad del momento no permitía más que algunos gritos, mientras hacían que los demasiado pequeños o los ancianos igualaran el paso de Thomas.

Coloridas cintas flanqueaban el ejército de roushes en lo alto. Y ahora brillaba luz a cada lado y se extendía todo el trayecto hasta el suelo, formando un túnel que fluía directo hacia el oriente.

– ¡Más rápido! -gritó Thomas-. ¡Corred, corred, corred!

Todos los albinos estaban acostumbrados al veloz galope, listos en todo momento al aviso de cualquier amenaza de las hordas. Y esto… este llamado a seguir a Thomas hacia el lugar de diversión de Elyon hacía parecer cualquier amenaza de muerte como un pastel de barro de un niño.

Saltaron a los lomos de desensillados caballos y los azuzaron a galopar, siguiéndole los talones a Thomas. Y él no se puso a esperar, a pesar de haber ayudado a la desconocida hermana a montar en el caballo. Asimismo, ella parecía haberse puesto tan a la altura en este alucinante encuentro como para no preocuparse de su falta de habilidades ecuestres. Mikil gritó hacia Thomas mientras este pasaba volando, con los ojos fijos en el horizonte.

– ¿Dónde está Chelise? -preguntó él deteniéndose en seco y mirando a todos lados.

– Ya salió hacia donde Qurong.

Sin decir nada, el líder albino golpeó ruidosamente los costados del corcel y partió hacia el frente. Entonces Mikil se apuró tras él, tratando de igualar el paso mientras corrían por el valle.

– ¡Más rápido! -oía Mikil que Marie gritaba a quienes la seguían-. ¡Más rápido!

Se desparramaron por el cañón al interior del desierto en medio de una nube de polvo, y Mikil se acercó más. Thomas se encontraba en su garañón negro al lado de Kara, mirando a un jinete montado en un corcel blanco sobre la duna siguiente. El túnel de luz fluía alrededor del jinete, azotándole el cabello y la túnica roja alrededor de sus blancos protectores de batalla.

Elyon el guerrero.

El corcel que montaba se levantó sobre las patas traseras y relinchó, lanzando patadas al aire. El guerrero tenía una espada en la mano que ahora levantaba en alto sobre la cabeza, señalando la enorme formación de roushes.

Entonces Elyon gritó hacia el cielo, y Mikil pensó que le iban a estalla! los oídos bajo el poder de este rugido de victoria. El hizo oscilar la espada hacia el horizonte oriental y exclamó con una voz que nadie en un kilómetro confundiría.

– ¡Sígueme, novia mía! ¡Sígueme!

Entonces Elyon corrió hacia el este, y los siete mil lo siguieron con el colorido viento en el cabello.

Oriente, novia mía. Hacia el valle de Miggdon. Hacia las hordas. Hacia la batalla.

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